Visiones de una ciudad más allá

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Baile en el lobby

En el Hotel «Océano» de la calle Guillermina ocurrió un atentado sin nombre. Nadie se lo esperaba en un país tan pacífico como el nuestro, tan alejado de las guerras de las grandes potencias y de las naciones fragmentadas y desgarradas. Pero claro, este atentado que estoy a punto de narrar poco y nada tuvo que ver con la sangre y con el fuego.

A las diecisiete cuarenta y nueve del nueve de octubre, un sujeto ingresó al Hotel Océano. Era un hombre joven, de estatura promedio, tono de piel promedio, la cabeza bien en alto, y una marcha confiada y de fingida semirrigidez articular. Actuando de la forma más natural posible —cosa que hizo muy bien—, tomó una habitación single. «Me quedaré sólo esta noche», comentó a la recepcionista.


El «Océano» es un hotel de cuatro estrellas. Ocupa más de la mitad de la manzana, y tiene cinco pisos. En la planta inferior se encuentra, entre otros espacios, el lobby, es decir, el vestíbulo. Pensado para los ejecutivos que visitan la ciudad para hacer tratos con las muchas compañías allí radicadas, el lobby está equipado con mesas, sillones de un cuerpo y computadoras, pero cualquier huésped puede hacer uso de los elementos mencionados. Eso fue lo que permitió al perpetrador asestar su golpe. También, al fondo, hay una pequeña cafetería para los huéspedes.

Una vez que hubo dejado en su habitación una valija llena de gases atmosféricos y un abrigo encontrado en la vía pública, el perpetrador descendió al lobby con una diminuta caja de cartón blanca y roja en las manos.

—Necesito usar una computadora —le informó él a la recepcionista.

—Adelante —dijo ella, y se movió para ir a encenderla, porque las computadoras que no se usaban permanecían apagadas.

Aprovechando la ya peligrosa cercanía entre ambos, el perpetrador sacó unos parlantes de la caja, y le dijo a la recepcionista que quería conectarlos.

—No se puede. Si quiere escuchar música, le daré unos auriculares.

El perpetrador insistió amablemente invocando la necesidad de probar los parlantes, de verificar que funcionaban correctamente. La mujer, despojada de argumentos para mantener su oposición, tuvo que ceder al pedido del hombre, y eso es lo que terminó por hacer.

—A volumen bajo, por favor —dijo, sin embargo, con un tono un tanto severo.

—Sí, sí, por supuesto; mire, estoy bajando el volumen —respondió el perpetrador, girando la rueda dentada que controla el nivel del volumen (pero estaba girándola de manera de subirlo).

El hombre aguardó paciente, aunque algo nervioso, que la computadora se iniciara. Los parlantes estaban conectados; sólo quedaba presionar el botón redondo plateado de encendido. Con hábil disimulo, el sujeto conectó un «dispositivo portátil» sin que la recepcionista pudiera advertirlo (aunque ella lo espiara de reojo, con un disimulo casi igual de hábil). El perpetrador lanzó una larga mirada panorámica al lobby del hotel. Cerca de él, tres ejecutivos trabajaban con una computadora cada uno. Detrás del mostrador, la recepcionista montaba guardia, dirigiendo cada tanto una mirada directa y seria hacia él, de seguro con el presentimiento de que algo no bueno estaba por suceder, y que él tendría que ver con ello. En una mesa en el centro del salón, una familia de clase media-alta disfrutaba de una animada conversación de sobremesa. Uno de sus miembros llamaba con un exagerado ademán a la camarera. El perpetrador había elegido acaso el momento perfecto para dar el golpe: si bien no se había topado con inconveniente alguno a la hora de hallar alojamiento, siendo época de vacaciones, los hoteles se encontraban total o casi totalmente ocupados. Cualquier bomba que estallase en uno de ellos podría llevarse las vidas de muchos inocentes, o acercarlas al abismo, al menos…

El archivo de sonido terminó de cargar. El perpetrador oprimió el botón redondo plateado. Y lo que ocurrió a continuación fue maravilloso.

Una música de pocos instrumentos se propagó a la velocidad del sonido por el lobby del hotel. Aquellos a cuyos oídos la música entró fueron tomados como rehenes por las ganas de bailar. El perpetrador fue el primero en pararse súbitamente, impulsando la silla hacia atrás y hacia el piso con su brusco movimiento, y balancear su cuerpo por mitades: sus caderas de derecha a izquierda; su torso (y con él sus brazos y cabeza) en direcciones opuestas; las piernas sacudiéndose en forma desorganizada, sin control efectivo de la mente racional. La recepcionista bailó sola también, bolígrafo en mano; ella prefería menear la cabeza y estirar y doblar el cuello como si quisiera partirlo sin ayuda de instrumentos. El movimiento de sus puños cerrados describía una multitud de círculos, óvalos y líneas curvas sin final. La columna vertebral se le curvaba y extendía rítmicamente. A los ejecutivos, la música hipnótica les despertó algo oculto en ellos, algo tal vez reprimido o enterrado. Los tres al mismo tiempo se pusieron de pie, y formaron espontáneamente una circunferencia junto al perpetrador, con las barrigas vueltas al centro y, a pesar de la tirantez de sus extremidades, comenzaron a contonearse en maneras asombrosamente similares. En cuanto a la familia que había estado almorzando, el hechizo les hizo volcar el vino de una copa sobre el mantel amarronado, y voltear dos sillas y un puñado de monedas de oro. Todos estos objetos chasquearon en el roble del piso. La camarera fue tomada por una mano, y hecha girar sobre su eje. La familia en su conjunto exhibió gran algarabía, como si estuviese acostumbrada a manifestar una pasión por la vida y por la forma en que la vivían en los más superficiales movimientos de sus cuerpos.

Y la música estaba tan alta, que de ninguna manera restringió su presencia al lobby. Las personas que pasaban por la calle, junto a la puerta del hotel, eran enlazadas por la melodía sin letra; su andar se veía detenido en seco, y sentían una irresistible necesidad de bailar. En una situación similar se vieron de improviso quienes al momento del estallido se hallaban en el primer piso, arriba del lobby. Las paredes del corredor y de algunas de las habitaciones fueron testigos de danzas de aficionados poseídos, frenéticos unos, en estado de trance otros. Un mero hilo de sonidos era suficiente para incitar a la gente, aunque cuanto más débil la música, más débil el deseo.


No fue para nada en vano lo que el perpetrador hizo, menos aun trayendo a consideración que los transeúntes que no habían sido alcanzados por la música quedarían atónitos al ver a un grupo de gente bailando a las puertas del Hotel «Océano» y que, motivados por la curiosidad, acabarían entrando al lobby para convertirse ellos mismos en víctimas. Quedaría expuesto a la música también cualquiera que decidiese bajar al lobby desde los pisos superiores. Y lo mismo ocurriría con los policías si eran llamados a poner represivo orden, o con los enfermeros si se les pedía que se llevaran a los locos de allí, o con el cura de la iglesia si éste creía menester practicar un exorcismo en masa. Y bailando estarían todos hasta que la música cesase; después, si es que los involucrados recordaban lo que acababa de acontecer, un gran castigo le esperaría al perpetrador de parte de la ley y de la recepcionista engañada. De no haber sido registrado el suceso en la memoria de la gente —y de no haber media docena de cámaras de vigilancia monitoreando el lobby—, el perpetrador podría quedar impune… Así que, cuando se callara la música, los afectados tendrían que enfrentar la estupefacción de los no afectados, y el perpetrador tendría que enfrentar su pena. De haber querido eludir a la justicia terrenal, inmolándose en serio, ofreciendo su alma a un Paraíso que quién sabe si existe, habría utilizado una bomba, pero claro, para eso las bombas no sirven.