Bar 404
Son exactamente las nueve menos cuarto de la mañana, y estoy en una de las cafeterías del aeropuerto de este país desconcertantemente neurótico, con el diario de viaje que se suponía que para este momento debía estar repleto de información sobre la mesa, medio sepultado por otras hojas del proyecto en el que he estado trabajando, y para el cual he venido aquí en primer lugar. Y, para ocupar las hojas del cuaderno que han quedado en blanco es que me he puesto a escribir esta narración.
Un tazón de café doble no llega a ser suficiente para mantenerme en apropiada vigilia, pero al menos mi somnolencia forzada por el paro de empleados de la aerolínea local —mi partida estaba programada para hace cinco horas— adormece la impresión que tengo en este momento acerca de mi situación. Así evito con relativo éxito el recriminarme injustamente que he tomado la decisión equivocada y venido a perder el tiempo a un lejano país buscando algo que no existe.
Bueno, que tal vez no existe, puesto que el que uno no pueda observar algo no significa que no exista. Y, en mi caso, ese «algo» es un bar.
Cuando estaba en mi país leí un breve artículo en internet acerca de un bar que estaba en esta ciudad, pero que no podía ser hallado si se lo buscaba, y al que sí, en cambio, se podía llegar por accidente, esto es, inintencionadamente. Sí, tan increíble como suena, nadie sabía dónde quedaba. No había una dirección registrada, ni una ubicación en algún mapa. Sin embargo, ese bar existía; era real, según los testimonios de varias personas que habían estado allí. En todos los casos documentados —informalmente y en la red—, aquellas personas se habían topado con el bar por casualidad, cada una en un sitio diferente de la ciudad, y luego, al pasar de vuelta por ese mismo sitio, el bar ya había desaparecido. Curiosa o sospechosamente —de acuerdo con la postura que se tenga acerca de la existencia de tal lugar—, aquellos quienes habían acudido al bar olvidaron su nombre una vez que se retiraron del mismo. Por este motivo, los investigadores fuimos quienes tuvimos que ponerle un nombre —o sobrenombre, mejor dicho— al bar. Para la mayoría, es el «Bar Fantasma», denominación que a mi juicio personal es la más apropiada. Pienso entre dos cabeceos prudentemente espaciados que yo le habría puesto el mismo nombre. Otro estudioso de esta leyenda urbana que además resultó ser aficionado de la computación lo llamó «Bar 404», es decir, «bar no encontrado»; los pocos escépticos que han decidido a analizar el caso lo suficiente como para llegar a elaborar una opinión fundamentada, por su parte, prefieren referirse al sitio como «el bar que no existe».
Mas las curiosidades del misterioso bar no terminaban ahí ni mucho menos. Una vez dentro, según los supuestos clientes, son ofrecidos, aparte de las bebidas que uno normalmente encuentra en ese tipo de establecimientos, tragos y platillos estrafalarios, incluso bizarros. Un cliente recordó haber visto escrita en una pizarra colgada en una pared de ladrillos sin enlucir en medio del salón una oferta de dos por uno en «huevo frito líquido pasteurizado». Al otro lado de la barra, enmarcado en un cuadro como si de una fotografía histórica se tratase, alguien mencionó una publicidad de gelatina dorada de hongos. También hay asentadas referencias a cerveza sin sal, a perfume de nabo destilado, a esencia de caracol con vodka, a café de merengue a la madera adobado con jarabe de apagón y a algo a lo que llamaban «vino pizzero». Por otra parte, un testigo mencionó el uso de vasos «ecológicos» cónicos hechos de papel de diario, en los cuales se podía servir cerveza sin que el vaso se mojara y se deshiciera, derramando el precioso líquido. El mismo testigo declaró además que había preguntado a un camarero cómo era posible que el vaso mantuviera su integridad física, a lo que le fue respondido algo que el sujeto posteriormente «olvidó», pero que en mi opinión no debe tener más misterio que un simple truco de magia. Inoportunas fallas en la memoria de los supuestos asistentes, como la antes mencionada, y otros inconvenientes igual de convenientes eran el combustible que alimentaba el escepticismo generalizado de aquellos que se enteraban de la leyenda, amén de, por supuesto, el carácter por demás inconcebible e irreal del bar —más propio de un cuento fantástico creado por la mente de alguien con mucha imaginación (podría ser que la idea de un «Bar 404» se le haya ocurrido a un individuo mientras viajaba en colectivo, y que luego, a partir de esa idea, él hubiera comenzado a tejer una historia que la justificara como una araña teje una trampa sedosa en la que algún incauto ha de caer), o de, desde luego, una oscura y poco conocida leyenda urbana de una ciudad lo suficientemente grande como para que ocurran esta clase de cosas o para que alguno de sus habitantes pueda inventarla y luego ofrecerla a sus congéneres y dejar que se propague lentamente, sin prisa—.
Sea como fuere, y continuando con mi relato, hace exactamente cinco meses vine a este país y a esta ciudad a investigar por mi cuenta el fenómeno (algo más arriba me incluí arrogantemente dentro de los «investigadores»). Y sé que debería dejar pasar algo de tiempo antes de sacar conclusiones, pero siento, mientras me veo deslizar lentamente hacia la impaciencia extrema con el conjunto de empleados de la aerolínea, siempre encorvado de medio sueño y de cara al tazón vacío, donde un exiguo remanente de café que ignorando las leyes físicas no ha llegado a ser escurrido hacia mi boca dibuja una sonrisa inocente desde su fondo, que en ese momento me creía preparado para hallar respuestas cuando la realidad era otra. Sin manejar el idioma del país más que para chapucearlo al tratar de pronunciar sus peculiares consonantes —aunque siendo capaz de entenderlo moderadamente bien por escrito, y siempre y cuando no tuviera que lidiar con su extenso e intrincado sistema de conjugaciones, pero quién soy yo para criticar la gramática de idiomas ajenos—, sin tener un contacto o un conocido en la ciudad que pudiera darme un consejo o una sana advertencia y, una vez aquí, sin saber cómo ni dónde empezar a buscar… suena como obra de un capricho. Y quizás lo haya sido: hace exactamente cinco meses yo me hallaba en un punto de mi vida en que estaba listo y dispuesto a salir a buscar una aventura; no lo pensé mucho y simplemente vine a este país a indagar por mi solitaria cuenta un misterio experimentándolo por mí mismo —o así me proponía resolverlo—, igual que el resto de la gente en mi país y en cualquier lado decide ir a algún sitio lejano y desconocido de vacaciones. No, yo anhelaba mucho más que ir al extranjero a recorrer paisajes únicos o atípicos, tomar fotografías, impregnarme de las costumbres locales tanto como el tiempo y el interés por dichas costumbres me lo permitieran, y al cabo de un tiempo estipulado de antemano regresar con agradables recuerdos en la valija. Mas tal vez no había elegido mi destino del todo bien; tal vez debí haber elegido otro misterio sin resolver, no necesariamente uno demasiado conocido, pero sí más… «mundano», podría decir; esto es, que no sea de una naturaleza tan increíble, un desafío tan grande a la capacidad de comprensión de un simple individuo allende el océano (que, sin embargo, se llama a sí mismo «investigador»…); un enigma frente al cual uno pueda armarse apropiadamente de experimentos y estudios. Pero no lo hice y, para ser honesto, tampoco lo he considerado siquiera; en mi elección quizás tuvo que ver —debo admitir— una combinación de excesiva confianza y de subestimación del trabajo a realizar, porque, si la solución del misterio hubiera sido fácil de alcanzar, ¿no debió haber sido propuesta y aceptada antes de que yo decidiera viajar? Todo ello le puede suceder a cualquiera, y por eso concluyo a medias que no debería ser tan duro conmigo mismo.
Entonces, hace cinco meses yo me encontraba en esta misma cafetería de este mismo aeropuerto, haciendo las primeras anotaciones en un cuaderno de viaje que esperaba llenar de datos, información, deducciones e hipótesis, con el mismo tazón de café compañero sobre la mesita cuadrada.
Antes incluso de viajar, y como una preparación para mi detectivesca aventura, recorrí exhaustivamente los blogs y sitios web donde habían quedado asentados los pocos testimonios que existían —la mayoría de ellos recogidos y a medio compilar por investigadores pioneros, y comentados por ellos también—, y proseguí mi búsqueda con una minuciosidad que me era desconocida hasta a mí mismo en páginas de redes sociales, a la pesca de comentarios o reflexiones acerca del misterioso bar, y registré los que me parecieron relevantes. Tuve dificultades para comprender algunos de los mensajes, dado mi relativo desconocimiento del idioma y en particular de su jerga urbana y a la poco colaborativa laxitud gramatical y ortográfica de la mayoría de la gente. Envié correos electrónicos a los dueños de los blogs y respondí comentarios en foros y páginas web —generalmente haciendo una pregunta o pidiendo más detalles de lo que fuera que hubiera contado un autor—, pero no conseguí ninguna respuesta remotamente satisfactoria. De hecho, un sujeto me mandó a hacer algo mejor con mi vida en vez de andar preguntando cosas que «no tienen sentido»… o algo así; nuevamente, suele no ser sencillo traducir mensajes escritos imperfectamente.
Ya ves que no le hice caso, como tampoco hice caso al hecho de que la información más reciente disponible llevaba ya más de dos años descansando en la red. Respecto de esto último, me limité a hipotetizar que simplemente no había habido novedades del caso dignas de mención, o que probablemente los interesados en él se habían resignado a someterse a la antojadiza voluntad que el bar exhibía al elegir a sus visitantes, y no quise pensar que el bar pudiera haber cerrado, aún habiendo una multitud de causas posibles para el que quiera imaginarlas… De todas formas, si hubiera pensado tal cosa, habría tratado de hacerme cambiar de opinión a mí mismo, diciendo que un bar de características sobrenaturales como aquel, de existir, podría ser resistente a las crisis económicas que, según se dice, afectan a este país constantemente, o que ninguna montaña de impuestos de las que se quejan comerciantes y empresarios de aquí lo podría cubrir, o que sus dueños habían tenido dos años tranquilos, libres de problemas que les impidieran mantener el bar en funcionamiento.
Las noches previas al viaje me arropaba con toda clase de pensamientos al respecto antes de dormir. A veces trataba de ponerme en la piel de alguno de los «testigos», que se habían topado con un bar de fachada no necesariamente especialmente llamativa, y, por una corazonada, o quizás simplemente por un capricho espontáneo, habían entrado para darle una oportunidad al establecimiento, y se les había servido una experiencia inolvidable y surrealista en la forma de visiones alteradas por la iluminación ecléctica, de jarabe de apagón u otras bebidas cuyo nombre invita sólo a los valientes a beber, y de platos inexplicables, ideados acaso por la febril mente de un loco. Las traducciones que hacía a los testimonios que iba encontrando en la red, imperfectas como lo pueden haber sido, no me daban una idea del estado en que tales testimonios habían sido redactados. Pero yo elegía imaginar que nadie podía salir del misterioso bar indiferente o impávido, que la visita al «Bar 404» marcaba un antes y un después en cada cliente, para bien o para mal. Y que, tan única e irrepetible era la experiencia, que de hecho no se volvía a repetir, que, al querer regresar, los testigos no habían logrado reconocer la fachada. Y eso pensaba insistentemente: ¿qué hubiera sentido si me hubiera dirigido a una dirección determinada donde creía saber que estaba el bar, sólo para no verlo? La primera reacción de uno sería ir y volver por la cuadra, despacio, buscando con la mirada el frente del bar y, al no tener éxito, preguntarse si no estaría uno equivocado, que la memoria ha tenido un pequeño fallo. Y uno suele ser lo suficientemente humilde para contemplar la posibilidad de una pequeña falla en la memoria, entonces, toma la decisión de recorrer igual de lento las cuadras aledañas, pues el bar no puede estar lejos de donde uno lo ha empezado a buscar. Pero no aparece, incluso si uno se detiene cada tanto y mira con atención las fachadas de cada local comercial, y esto es lo que incomodaría a cualquiera. Las preguntas no tardarían en acumulárseles a uno en la cabeza: «¿Cómo puede ser? ¿Dónde está el bar? Si he estado aquí hace un par de noches. ¿He olvidado dónde está?». Alguno no tardaría en esgrimir como posibilidad el que el bar haya de un día para el otro cerrado, pero los locales comerciales no suelen desaparecer sin dejar rastro: por un tiempo permanecen visibles las ruinas del negocio, generalmente el letrero; en ocasiones, el dueño saliente no se molesta en empapelar los cristales, y así, a través de la vidriera se puede observar el salón vacío y oscuro, polvoso y silente. Y en este punto, en que una búsqueda ampliada no da resultado, en que el bar muestra seriedad en su resistencia a ser encontrado, es donde la actitud de un cliente toma uno de dos caminos: o bien olvida el asunto y se resigna dócilmente a proseguir con su vida, sabiendo que se conformará con otro bar de los que en esta ciudad abundan por demás, o se obsesiona con el caso, y comienza a elaborar hipótesis más o menos formales o serias («¿Cuánto tiempo pasaría hasta que empezaran a dudar de su sanidad?», me preguntaba no sin cierta frecuencia). Estos últimos eran los que, posiblemente aún bajo influjo de la emoción del recuerdo, relataban lo vivido («supuestamente vivido», dirían algunos, no lo olvidemos), y quienes posibilitaron que yo conociera el misterio y que, en lo que en momentos de desesperación he llamado «un arrebato de inconsciencia», me decidiera a investigarlo.
De modo que vine y, una vez arribado a este país, y después de conseguir alojamiento, mi primera medida fue tratar de contactarme con aquellos quienes afirmaban haber estado en el «Bar 404» para que volvieran a dar testimonio de lo vivido y para que yo pudiera hacerles preguntas personalmente, de modo de enriquecerme de detalles y datos que me fueran a ser útiles en la investigación. Incluso ya tenía preparadas algunas de esas preguntas que imaginaba podían surgir. ¿Qué estaba haciendo usted cuando se topó con el bar? ¿Estaba solo o acompañado? ¿En qué sitio lo encontró? ¿A qué hora del día ocurrió? ¿Cuánto tiempo estuvo? ¿Cuántas personas más se hallaban en el lugar? ¿Reconoció a alguien, fuera cliente o empleado? ¿Volvió al bar luego de esa vez? ¿Intentó hacerlo? ¿Algún conocido suyo ha ido también? ¿Tiene alguna prueba física de que ha estado allí, como un ticket o un folleto? ¿Una fotografía, quizás? ¿Ha tenido alguna sensación anormal estando allí dentro? ¿Ha visto ocurrir algo inusual, incluso paranormal, antes, durante o después de su estadía en el bar? ¿Qué es lo que más le llamó la atención acerca de ese lugar?
Con esa lista en la primera hoja del cuaderno de viaje fue que salí a investigar, sediento de respuestas. Era consciente de que, si buscaba por las bulliciosas y caóticas calles de la ciudad, con el tiempo irían incrementándose las probabilidades de tener un golpe de suerte y encontrarme de pronto en el bar, o de que tarde o temprano habría de encontrar personas que supieran del fenómeno y que estuvieran dispuestas a hablar de él, como así también era consciente de que aquella iba a ser una auténtica búsqueda de una aguja en un pajar. Comencé inquiriendo en los pequeños bares añejos, típicos de la zona céntrica de esta ciudad, que es donde creí que suelen acumularse las historias extrañas (cuanto más lúgubre u oscuro el local, tanto mejor me parecía para mis propósitos), y mirando con atención los letreros en aquellos lugares por los que pasaba, en busca de alguna anomalía que habría de quedar en evidencia ante mis ojos, pero que una parte de mí temía no ser capaz de reconocer. Aprovechando la pericia en el consumo de bebidas alcohólicas común en las personas de mi país, durante los primeros días concurrí a todos los bares que pude, sobre todo por las noches, luego de extensas caminatas sin dirección fija, guiadas por mis ojos escrutadores; empezaba siempre por ojear nada distraídamente el interior del local elegido, y luego sentarme a la barra para tratar de dar charla al barman u ocupar un asiento lo más cerca posible de algún grupo de personas que se vieran como si conocieran historias de su ciudad; en uno u otro caso, fácilmente establecía una comunicación y me esmeraba por conducir hábilmente la conversación hacia donde me interesaba, impostando a veces una actitud atenta e interesada hacia mis interlocutores de turno, en especial si —como ocurría a menudo— no comprendía qué me estaban diciendo. Era todo un trabajo mezclado con diversión o, al menos, con emoción: la emoción de entrar cada vez en un sitio desconocido, saborear instantáneamente su fisonomía, recoger y probar con los ojos uno a uno los detalles que hacían a su identidad o dejar que aquellos me sorprendieran primero, predecir o presentir si aquel era un buen sitio para indagar o si, por el contrario, lejos iba a estar de proporcionarme respuestas o pistas siquiera. Y luego, por supuesto, el degustar las especialidades de la casa, sin poder evitar hacer comparaciones con lo ya conocido por mí, fuera de mi país o de una experiencia previa en este; hallar sápidas sorpresas o insulsas decepciones burbujeando en un vaso de cristal que reflejara mi rostro siempre enigmáticamente expectante. Y, entre visita y visita, mezclarme con la multitud que iba de aquí para allá en esta ciudad de covachas y de perros con mil tareas o asuntos en la cabeza; verme rodeado de transeúntes que cumplían —como en cualquier urbe del mundo— con la rutina de ir a trabajar, de llevar a los hijos a la escuela, o de languidecer en las interminables filas para hacer trámites en las oficinas estatales, o que paseaban sin prisa, o que embutían sus vehículos en las estrechas calles del centro, o que acudían a los innumerables bares y restaurantes de la zona, o que se dirigían a la plaza o gimnasio más cercano a ejercitarse…
No tardé mucho en desanimarme debido a la falta de resultados. Entre quienes frecuentaban los bares y cantinas que visité, quienes no arrugaban el rostro ante la mención del dichoso bar por jamás haber oído hablar de él se reían en mi cara. «¿De verdad creés en esa historia?», me decían los últimos. Eso me sucedió unas tres veces.
Además de recibir no más que respuestas negativas, perdí las ganas de andar por las calles céntricas de noche. Cuando cae el sol detrás de los edificios de departamentos —imponentes los nuevos, agrietados y sucios, cubiertos de hollín, los más antiguos—, las calles adquieren su peor y triste cara; la miseria se revela en toda su extensión; se hace carne en viandantes de todas las edades —a veces familias enteras—, de aspecto deplorable cuanto menos, que se zambullen en los contenedores de basura, que se arrastran por las aceras —sin rumbo algunos, tratando de ganarse la vida otros—, que surgen de entre las sombras con cualquier objeto en la mano para asaltar a algún descuidado transeúnte, que se sientan en los umbrales o en las escalinatas de los edificios, o que permanecen de pie en un rincón, drogándose o bebiendo, o ambas cosas. Los veía a menudo en las cuadras que recorría a esas horas (y a veces también durante el día), a poca distancia de las luces de neón y de los semáforos, tras nubes invisibles de orina, y me resultaban tan ajenos como el resto de turistas que deambulaba por allí y que concurría a los bares y restaurantes que cerraban al nacer los primeros rayos del sol de un nuevo día. Y en esas primeras semanas en que me alojé en un modesto hostal céntrico apretujado entre dos casas antiguas, de angostas proporciones y austeras comodidades, a las que no tuve dificultad en acostumbrarme —pues lo usaba principalmente para dormir después de mis largas excursiones—, tuve la fortuna de que nada malo me ocurriera, aunque las cosas de las que fui testigo me hicieron ver que hubiera sido mejor buscar un compañero de viaje; entendí que lo que hacen prácticamente todos los turistas que provienen de mi país —a saber, viajar con amigos o con la pareja— era una ventaja en términos de seguridad, aparte de toda otra consideración de índole social que por mis circunstancias particulares no me parecían relevantes o no aplicaban a mí.
No obstante, pese a estar un tanto desanimado por el pobre comienzo de mis investigaciones, no me di por vencido. «Ya aparecerán las primeras pistas», me decía todas las noches al regresar al cuartucho en el hostal, aferrándome a un optimismo nada insignificante. En un par de ocasiones, hasta creí soñar con el dichoso bar, pero incluso en mis sueños éste se mostraba elusivo: me veía en claustros que, detalles oníricos o surreales aparte, aparentaban ser el bar, pero no veía en ellos nada raro, nada que no cuadrara del todo en la realidad. Poco después, tras meditarlo apropiadamente en un bodegón frecuentado por veteranos hijos de inmigrantes, opíparo almuerzo mediante, decidí mudarme a un lugar más económico en un barrio residencial. Con esta medida esperaba poder ahorrar dinero —siendo que estaba claro que mi estancia habría de alargarse más de lo previsto, y que hay sitios aún más económicos que los hostales, como las casas de familia, donde por un par de merkels a uno le brindan techo y comida—, cambiar de aire, y ampliar mi búsqueda, llevándola a otros rincones de la ciudad. Así fue que pasé a ocupar una habitación en la casa de una mujer que ya tenía otros inquilinos bajo su techo. A éstos apenas llegué a conocerlos.
La primera noche que pasé en la casa de la mujer abrí el cuaderno de viaje, en el que no había llegado a completar tres carillas, y me senté a reformular mi estrategia y a hacer cálculos muy seriamente. La ciudad es demasiado grande para recorrer a pie todas sus calles con sus infinitos recodos, y el meterme a todos los bares era económicamente inviable mientras no generara ingresos por mi cuenta, aún en el caso de que fuera posible hacer aquello disponiendo de todo el tiempo necesario. Mientras tanto, hasta que del magín me surgiera una idea innovadora, con el correr de los días me volví uno con el barrio, habiendo consumido con voracidad los detalles que hacían al todo en lo que a paisaje y a habitantes se refiere. Pensaba que si lograba captar una anomalía o discontinuidad en la realidad, ello me llevaría a una pista, o comportaría una pista en sí misma. De día y de noche caminaba las calles del barrio, explorándolas como mis antepasados lo hicieron con continentes lejanos y por entonces desconocidos, muchos siglos atrás, conducido hacia uno u otro lado por lo que mis ojos me permitían ver, detrás de lo extraño y de lo oscuro, si mi humor era descuidadamente aventurero, o con la cautela de un cazador o de un testigo en medio del bosque, si no me sentía seguro en algún lugar, pero generalmente con una impavidez innata y un optimismo escondido tras el ciego convencimiento de que quien busca termina por encontrar, lección grabada a fuego en mi mente desde pequeño, y pretendiendo guiarme por una brújula de intuición. Y no dejé de concurrir a los bares y establecimientos afines: habiendo dado por terminado mi ciclo de visitas en el centro, continué mi búsqueda en otras zonas donde se acumulaban aquellos.
Sin embargo, los días pasaban y nada que fuera memorable para mi proyecto ocurría. Sí conocí a mucha gente y me pasaron cosas muy dispares; fui bienvenido y casi echado de lugares, fui escuchado con suma atención e ignorado olímpicamente, fui tomado por sabio y por estúpido, por bueno y por idiota, fui agradecido calurosamente e insultado con horribles palabras hilvanadas en el momento. La gente aquí es muy mansa y pacífica, pero también impaciente y nerviosa; corre de un punto a otro o anda parcamente, sólo moviendo las piernas y dejando el resto del cuerpo inmóvil; es sensible y compasiva con el más pequeño de sus semejantes o va cegada por el egoísmo, pisoteando al prójimo; es expresiva, original y ocurrente, como los artistas —quizás todos aquí lo son, cada uno a su manera—; es alegre, sincera, cínica y grosera —pero, sobre todo, ansiosa—, y suelen confundir la reserva con la malicia y la vehemencia con la sinceridad. Así las cosas, a fuerza de interactuar con dulces personas de buen corazón y con auténticas bestias bípedas que hablaban el idioma peor que yo fue que seguí aprendiendo a comunicarme y a moverme dentro de la ciudad. Y aprendí también a viajar de un punto a otro, a saber en qué rincones meterme y cuáles evitar, con quién hablar y con quién no. Y todo era muy útil para mí, e imagino que es el objetivo de cualquier persona que se decide a pasar un tiempo relativamente prolongado en el exterior.
Y cierta vez, oí a alguien en la calle decir: «Estas cosas siempre pasan cuando no las esperás». Volteé la mirada hacia la fuente de aquella frase, y vi que le hablaba a quien caminaba a su lado, pero bien pudo habérmelo dicho a mí. Más tarde, meditando acerca de los no-avances de mi proyecto, se me vino a la mente lo que había oído y se me ocurrió que tal vez estaba encarando el asunto de la manera equivocada. Si aquella persona tenía razón, yo estaba haciéndolo todo al revés. Pero, si ello era cierto, «¿Cómo dar vuelta la estrategia para que quedara del derecho?», me pregunté.
En ese momento, la dueña de la casa donde me alojaba golpeó la puerta suavemente, pero eso bastó para hacer que mis pensamientos se desvanecieran en el aire sin dejar rastro, al tiempo que mis orejas se erizaban del susto. Abandoné mi cómoda postura para abrirle y que me pidiera que apagara la luz, que eran las dos de la mañana y yo seguía despierto, meditando.
No sé si la oscuridad me ayudó a concentrarme más en mis cavilaciones, pero pronto recordé que todos los supuestos clientes afirmaron haberse topado con el bar «por casualidad», y que, al querer volver a él, no lo habían hallado. Eso significaba que no era posible encontrar el bar si se lo buscaba activamente, y concluí que, por lo tanto, la única forma de hallarlo era buscándolo sin buscarlo —esto es, no-buscándolo—. Porque, si bien es cierto que quien busca encuentra, también es verdad que no se halla a quien no quiere ser hallado.
Aquella sería una propiedad muy extraña de aquel bar, pero ¿por qué no podría ser cierta? ¿Sólo porque sonaba demasiado insólito, o porque no se conocía nada igual? ¿Y no era todo el asunto demasiado insólito, de todas formas, y no se conocía nada igual a aquel?
Esa noche decidí que, a partir de entonces, intentaría no-buscar el bar, más que nada porque sentía que ya no tenía alternativas, que todo lo demás había fallado, y que a una última esperanza había que aferrarse; mientras algo pudiera intentarse, debía ser intentado. Además, aunque en ese momento no lo había descubierto aún, empezaba a tomarle cariño a ciertas cosas en este país…
Antes de iniciar mi plan, sin embargo, surgía una pregunta obvia: ¿cómo se busca sin buscar? La respuesta más simple era que yo debía andar por la ciudad sin pensar en el bar ni en nada acerca de este nuevo plan, y que, tarde o temprano, me toparía con él. Pero, si bien en ese punto de mi estadía yo ya había dejado de observar con atención todo cuanto me rodeaba (de todas formas, uno nunca puede llegar a verlo todo de una vez), de modo que me permitía relajar la mente durante mis caminatas, poner en práctica mi nueva estrategia resultó mucho más difícil que planearla, infinitamente más difícil. Al principio no podía dejar de pensar en lo que no debía pensar. Así, una parte de mí mismo parecía interferir con mi plan adrede. Con el correr de los días logré aprender a abstraerme en mis paseos sin rumbo por breves momentos, viendo sin ver por dónde andaba, ignorando todo aquello que pudiera absorber mi atención (salvo que pudiera ser importante, como un semáforo o los gritos y corridas de la gente). También dejé de ir a los bares, e incluso empecé a evitar los restaurantes, y me preparé mi propia comida con más frecuencia. Pero siempre que regresaba a la habitación que alquilaba tenía que reconocer que nada había cambiado, esto es, que nada había ocurrido, que el plan no estaba dando frutos hasta el momento. Tras un par de semanas sin ningún resultado, sentí perder las energías para seguir adelante con mi búsqueda. La señora de la casa, además, empezaba a recelar de mí; se habrá preguntado quién era ese extranjero que había llegado al país a hacer turismo fuera de temporada y por un tiempo excesivamente largo, que pasaba casi todo el día afuera, que regresaba muy tarde por las noches —en ocasiones, sobre todo al principio, montado en una nube de alcohol—, y que el poco tiempo que pasaba en la casa permanecía recluido en su habitación, sin hacer ningún ruido, como no existiendo.
Solía considerarme una persona que termina lo que inicia, y que no descansa hasta lograr su objetivo, pero las ganas del bar de huir siempre de mí ya me estaban derrotando; ya veía más claramente el rostro del fracaso, y en él se volvía cada vez más nítida una mueca burlesca y cruel…
Y, para empeorar las cosas, mis bolsillos ya enflaquecían peligrosamente. Pedí dinero a mi padre, pero él, no comprendiendo qué hacía yo todavía en este país, rápidamente expresó sus reparos. Yo no cedí tan fácilmente y terminamos negociando: logré después de una extensa discusión telefónica que me enviara lo suficiente para mantenerme por un mes más (alquiler y comida), y a cambio yo prometí usar el dinero que me quedaba para reservar el vuelo de regreso.
Apenas mi padre colgó el teléfono, yo me acosté en la cama y procuré idear un último plan para atrapar al huidizo bar. Buscarlo no había resultado, no-buscarlo tampoco, nadie había sido capaz —o no había deseado— colaborar con la búsqueda… Aún quedaba una sola cosa por hacer.
Salté de la cama y reservé el primer vuelo disponible hacia mi país.
Eso ocurrió ayer mismo.
Y así es como llegué a esta situación, en la que ahora debería estar en pleno viaje de regreso a mi patria, pero no he podido embarcar debido a la huelga de los empleados de la aerolínea, que no permite que despeguen los aviones. Sólo resta esperar a que aquellos trabajadores se cansen de protestar y vuelvan a sus tareas.
Pero, de pronto, en el nublado y borroso espacio que de forma pasajera y variable se abre y se cierra entre mis párpados soñolientos, creo advertir una idea bosquejarse en el fondo del tazón —una idea enigmática y colorida que conscientemente no puedo descifrar, y que sólo puedo comprender al verla—. Ni bien su significado se me hace evidente, un deseo desesperado de capturar esa escurridiza idea y traerla a la realidad consciente me invade; mis extremidades empiezan a temblar, y luego es todo mi cuerpo el que siento sacudirse; mi boca se ha congelado, lo que me impide emitir sonido alguno —lo que es bueno en tanto no provocará que llame la atención de la gente, pero a la vez es malo en tanto me impide expresar la profunda emoción que estoy experimentando—, y creo que mis ojos están cerrados, pero aun así veo, veo cosas. Veo un sendero de tierra gris que se abre paso entre espesos matorrales hasta el horizonte, mas mi cerebro lo decodifica como la avenida por la que he venido al aeropuerto. Sí, mi mente se ha desconectado de mis sentidos —¡esto ha de ser una epifanía, como las que de vez en cuando, hace muchos siglos, tenían los pacíficos, sencillos y profundamente religiosos habitantes rurales de mi país!—. Entonces, mi visión me lleva a cierta calle de la ciudad. He pasado varias veces por ahí, en mis largas caminatas vespertinas, cuando la benignidad del clima y mis ansias exploratorias disimulaban mi decepción por no haber estado hallando pistas. Hay, en esa calle que mencioné, una pared oscura —parduzca o sólo del color del humo— y dos puertas de un verde acuoso, sin picaporte y siempre cerradas… salvo una ocasión en las que las vi apenas entreabiertas. Y esa vez no puse el ojo; no atiné a espiar el interior de ese lugar; ¿cómo puede ser que no se me haya ocurrido? Y ahora me levanto bruscamente; debo ir a ese lugar; mi epifanía me lo dice sin palabras; debo acudir a ese sitio antes de que se levante el paro de empleados de la aerolínea y mi vuelo parta por fin.
Llego al lugar en cuestión. Me detengo de cara a las puertas verde agua, a ambos lados de las cuales se extienden metros cuadrados de pared sin ventanas, y pintadas de modo no uniforme, hecho que uno advierte al acercar la vista. Las estrechas puertas parecen cerradas, pero hay entre ellas un espacio con la anchura justa para que un ojo pase a su través, y oscuridad plena al otro lado. Apremiado por las circunstancias, meto los dedos de una mano —que también caben en el espacio entre puertas—, y abro la puerta derecha, y luego, con la otra mano, abro la izquierda. Comienzo a comprenderlo todo; siento que ya lo sabía todo incluso antes de venir a este país. «¿Qué clase de persona pinta sus puertas de verde agua, y las paredes del color de la tierra quemada?», pienso. Era una señal tan simple, que me estaría sintiendo un imbécil de no estar preparándome para saborear el indescriptible éxtasis que suele acompañar a las epifanías. Mientras tanto, conforme las puertas se abren, la luz de la mañana se abalanza sobre la oscuridad de la estancia frente a la cual estoy, le da forma de nube y finalmente la disuelve. Entonces el sol se retira del cielo, y se encienden potentes luces azules en la misteriosa estancia. Caigo de rodillas, maravillado, extático; extiendo los brazos por completo y me consagro a la göttliche Barmherzigkeit1 y a la espirituosidad del recinto.
«¿Y quién dice que un bar tiene que tener un letrero? ¿Es que acaso no pueden existir los bares secretos o los clandestinos?», algo piensa en mi mente, que ya no me siento dueño de ella, tal vez por haber abandonado la necesidad de una mente, que ahora sólo hay que vivir el momento.
Tras un solitario segundo, me pongo de pie y entro triunfalmente en el lugar. Los rayos azules y blancos que surgen de las esquinas atraviesan la penumbra que, de otro modo, sería absoluta. Muy rápidamente mis ojos se acostumbran a las peculiares condiciones de visibilidad, y así empiezo a distinguir, una a una, siluetas con forma humana, patas rectas y paneles que forman mesas y sillas… y al fondo, un larguísimo mostrador —la barra, sin lugar a dudas—. Es el momento más feliz de mi vida. Mi arduo trabajo finalmente ha rendido sus frutos, por más que hayan tardado un buen tiempo en aparecer, pero bien que ha valido la pena todo lo que he vivido en los últimos cinco meses, y cada peso gastado ha servido para comprar este instante de suprema dicha, y no me quejo de nada. Avanzo con lentitud por el salón, dejando que más detalles del ambiente se materialicen: las luces de navidad alrededor de las mesas, la niebla a ras del suelo, una carta suspendida de un hilo transparente, la atmósfera cargada de aromas extrañamente familiares, mas no del todo reconocibles —flotan transitoriamente delante de mí el jarabe de apagón, el «vino pizzero», la esencia de caracol—. Suena una música extraña, de notas que se derriten en contacto con el aire y vuelan de aquí a allá aletargadas. Parece el interior de una nave espacial; casi puedo ver a los extraterrestres detrás de la barra preparar cócteles de otro mundo; de esta manera y sólo de esta manera aceptaría ser abducido por ellos.
Tomo asiento en la única mesa libre —una mesa de madera rústica pequeña y cuadrada, donde alguien ha dejado un tazón de café vacío—. Extraigo una servilleta del servilletero: tiene impresa la leyenda «Bar 404» en letras negras. De inmediato, una mano blanquecina y de largos dedos aparece frente a mis ojos, sosteniendo grácilmente un platillo con un objeto cónico, de superficie argéntea, lisa y brillosa, que deposita delante de mí con suavidad. Giro un poco la mirada y hallo a una mujer joven vestida de blanco y marrón.
—¿Qué es esto? —le pregunto.
La camarera me sonríe.
—Esto es un calamar lunar —responde amablemente y en mi idioma.
—Pero…
Adivinando mi pensamiento, la muchacha dice:
—Va por cortesía de la casa.
Profundamente conmovido, sólo atino a decir:
—Gracias, muchas gracias.
—Los agradecidos somos nosotros.
Tomo la cucharilla que han dejado junto a la taza de café y la hundo en el plato, y con un movimiento delicado y curvo de mi muñeca arranco un trozo de lo que deben ser las entrañas del calamar lunar: un racimo de grumos gelatinosos negruzcos. Muy despacio elevo la cucharilla, para evitar que la comida caiga, y abro la boca hambrienta de respuestas.
—Usted tiene un vuelo, ¿no es cierto? —me pregunta la camarera, quien no se ha apartado de mi lado, creí yo que para oír mi opinión de la comida.
Recuerdo el vuelo, y me mortifico. Las entrañas del calamar caen secamente sobre la mesita. Tanto lo he deseado, tantas cosas he hecho para llegar aquí, tantos kilómetros he viajado y a tanta gente he importunado, que el que deba marcharme prematuramente, sin oportunidad de empacharme con las particulares especialidades de la casa ni de henchirme de satisfacción por estar viviendo una experiencia sobrenatural, vedada a la gran mayoría de los mortales, se me antoja la mayor injusticia de todos los tiempos y de la vida.
—Sí —repongo entristecido—. Se me hace tarde…
La camarera mira a algún punto lejano.
—Los pasajeros ya están embarcando —observa ella.
Sus palabras causan que yo entre en una mezcla de pánico y desesperación. El éxtasis me ha abandonado demasiado rápido, de una vez.
—No, por favor —y me pongo de pie para hablarle a la joven a la cara—. Sólo un minuto más.
Pero las siluetas humanoides comienzan a desdibujarse con prisa, y los haces luminosos se extinguen uno por uno.
—Señor, se le hará tarde y perderá su vuelo…
—No —insisto, cayendo de rodillas; me aferro a su delantal y luego a las mangas largas de su uniforme; luego echo un rápido vistazo a un lado, a la gente que se dirige aliviada e indignada por igual a las terminales—. Un ratito más, no quiero irme todavía, por favor, göttliche Barmherzigkeit, sólo un ratito más…
1 Divina Misericordia. < <