Visiones de una ciudad más allá

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En el consultorio

Un miércoles por la mañana típico. Justo cuando abro el libro en la página ciento catorce, la doctora pronuncia mi apellido en voz alta. Me pongo de pie, cerrando el libro.

—Adelante —me dice al verme asomarme, desde dentro del pequeño consultorio.

La mujer, que estaría transitando la cuarta década de vida, cierra la puerta tras el intercambio de «buenos días».

—Ahí hay ganchos para que cuelgue su abrigo —dice, y con un gesto débil pero suficiente me muestra el rincón que se ha formado al ser la puerta cerrada.

—¿Me quito la camiseta?

—No hace falta. Sólo levántela hasta arriba —me indica hasta dónde con una mímica—, y acuéstese en la camilla.

Obedezco de inmediato y con inexplicable premura. La doctora prepara el aparato.

—Las manos en los costados.

A continuación, descubre mi canilla izquierda, y le unta una substancia fría. La brocha también pasa por mi pecho desnudo. Mientras hace estas cosas, miro el reloj colgado en la pared detrás de mi cabeza, y por eso tengo que echar ésta bastante atrás. Pero pronto me relajo, pues sé que, si mantengo mi ritmo cardíaco en valores normales, el resultado será positivo, y finalmente tendrán que certificar mi perfecto estado de salud. Para ello también decido asegurarme de respirar pausadamente.

—Va a ser sólo un minuto —informa la doctora, como si debiese tranquilizarme. Sus manos ligeras aprisionan suavemente mis muñecas y la canilla izquierda con tenazas metálicas. Por último, antes de comenzar con el estudio, adhiere ventosas a sitios estratégicos de mi tórax.

Quizás por alguna costumbre espero que el aparato señale el inicio de su actividad con sonidos mecánicos. Esto no sucede, y sólo me doy cuenta de que el examen ya está en curso cuando miro de reojo al aparato, y veo una delgada tira de papel emergiendo con ligereza a través de una ranura. El papel es recogido por la mano izquierda de la doctora, quien vigila de cerca el desarrollo del estudio.

—Ya está —anuncia por fin. Me parece que ha pasado exactamente un minuto. Retira las tenazas y las ventosas de mi cuerpo, y las coloca en un recipiente plástico, que seguidamente hace a un lado.

—Ya puede acomodarse la ropa.

Apoya sobre el escritorio blanco la tira de papel, y con una lapicera hace anotaciones médicas.

—A la vuelta lo verá el doctor Sirisky en un momento —agrega.

Me pongo el abrigo.

—¿Listo? ¿Es todo? —pregunto, algo sorprendido positivamente por la rapidez del asunto.

—Es todo.

—Bueno, adiós.

—Adiós.

Tras salir del diminuto consultorio esperanzado por librarme pronto de este trámite, de regreso en la sala de espera alrededor de la cual se encuentran las puertas que llevan a los diferentes consultorios, hallo varias personas sentadas; no estaban allí antes de ser llamado yo. Sin tomarme el tiempo de reaccionar en mi mente al curioso hecho de que durante el breve lapso en que me ausenté de la sala de espera llegaron aquellos individuos, tomo asiento a una prudente distancia de ellos, en diagonal, cerca de uno de los corredores que llevan a la salida. Apenas presto atención al grupo —sólo observo que son cuatro y que están sentados todos juntos, aun habiendo dos hileras extra de butacas en la sala, como si de un único grupo se tratase—, y menos aún me interesa oír la conversación que tienen, y que mi aparición no ha alterado, o eso es lo que me parece. Tampoco me atrevo a intentar continuar mi lectura. El tal Sirisky puede aparecer a la puerta de su consultorio de un momento a otro. Es mejor estar listo, tomar el resultado y marcharme tranquilo. Supongo que estoy algo ansioso por irme más que impaciente: no es que tenga prisa, ni soy de los que perciben el más breve instante de espera como una inaceptable pérdida de tiempo; creo que mi deseo de marcharme lo antes posible responde a un rechazo innato y visceral —aunque bien soportable, pues jamás se ha manifiestado con signos violentos— a los hospitales. Quizás es sólo falta de costumbre, puesto que son muy pocas las ocasiones en que he tenido que visitar un hospital, y nunca por un asunto de gravedad, y sí por motivos más universales, como realizarme análisis o vacunarme, y, en todo caso, la mayoría de aquellas visitas tuvieron lugar durante mi infancia y mi adolescencia…

La tranquila charla de mis congéneres interrumpe mi cavilación. Al echarles un vistazo, me convenzo de que no vienen juntos, y sí de que han coincidido por alguna razón en la misma sala de espera justo mientras yo era sometido al electrocardiograma, y por algún evento en apariencia nimio (tal vez han de ser atendidos por el mismo profesional, tal vez se conocen de algún lado) se han sentado en la misma fila de butacas, uno al lado del otro; sólo dos de ellos parecen ser de una misma familia, más precisamente una madre con su hijo, no por un parecido evidente en su aspecto físico, sino por la visible diferencia de edad entre ambos, y por la forma en que la mujer rodea con un brazo al niño, que tendrá unos quince años, apoyando tiernamente una mano sobre su hombro, mirándolo de tanto en tanto mientras habla:

—Él, por ejemplo, hace un tiempo viene quejándose de que algo en el pecho le molesta, que le duele un poco debajo de una costilla, pero el dolor va y viene. Entonces vinimos a ver al doctor, para que le revisara, pero apenas le palpó donde le dolía y dijo que no era nada y que, si le volvía a doler fuerte, que volviéramos a sacar un turno. ¡Claro, con lo fácil que es conseguir uno para una fecha razonable! Yo esperaba que no fuera nada, que con el tiempo se le pasara solo, pero un par de semanas después empezó con que sentía que la costilla se le movía, y que, cuando respiraba hondo, hacía además un ruido, como si se estuviera desacomodando…

—O acomodando —propone el jovencito. Tiene la cara ancha y las mejillas coloradas, pequeños ojos avellana y cabello castaño claro, brilloso y prolijo; facciones que en su conjunto contrastan notoria y definitivamente con las de la mujer que le acompaña.

—Sí, da igual —prosigue la mujer—, eso no es normal. Yo lo sé porque creo haber escuchado ese ruido; es como un «clac», pero no sé qué lo hace. Y ahora no te molesta, ¿verdad? —inquirió, mirando de nuevo al joven.

El chico niega ligeramente con la cabeza, y añade:

—Desde anoche no siento que se quiera mover.

—Ah —murmura la madre.

Me parece que ella deseaba que el chico hiciera una demostración, haciendo sonar la costilla o lo que sea que le preocupa frente a los presentes. Pero lo mejor sería guardarse el truco para cuando le atienda el médico.

—Algo así me pasa a mí —interviene otro de los concurrentes, un hombre que no debe haber llegado a los cuarenta aún, pero cuya edad me es difícil de estimar—. Con frecuencia me dan horribles dolores en el abdomen, como si me estuvieran aplastando las entrañas. Me pasa sobre todo los fines de semana, después de comer, cuando quiero descansar; el dolor me paraliza; siempre termino cayendo al piso o, cuando puedo, sobre la cama, y la pastilla tarda demasiado en hacer efecto… Es peor si estoy solo; me tengo que arrastrar para alcanzar la pastilla y tomarla (la conocen, ¿no?, la pastilla para el dolor de panza), y echarme a esperar a que surta efecto…

—¿Y ya se hizo atender por el médico? —pregunta la madre del jovencito de la costilla movediza.

—Sí, varias veces —responde el hombre, y carraspea ruidosamente—. Ya me palparon el abdomen, y nada, «todo normal»; ya me hicieron ecografías, pero no encontraron nada. Hasta me querían hacer una resonancia, pero sólo había turno para la noche, y les dije que no… Al final me recetaron una pastilla; me dijeron que la tome… El punto es que el mes pasado tuve otro de esos episodios; el dolor no se iba, no se iba, pero por suerte me quedé dormido. Cuando me desperté, todavía me dolía un poco, y por eso decidí pedir un turno. Pero hoy no me duele, así que no sé si van a encontrar el problema…

—¿Hace mucho tiene ese problema?

—Hace varios meses. Fue un tiempo después de que me extirparan la vesícula; no sé si tendrá algo que ver…

La cuarta persona, una mujer de mediana edad, vestida con cierta elegancia, está a punto de dar su testimonio, pero me doy cuenta de que me estoy dejando distraer por una tertulia ocasional que no me incumbe en lo más mínimo, de modo que aparto la vista del grupo de inmediato. Aquellas personas probablemente estén condenadas a regresar una y otra vez al hospital, si es que no encuentran solución a los problemas que afirman tener, o si estos no se solucionan por sí mismos, espontáneamente o por un guiño de la fortuna. Yo, en cambio, estoy aquí prácticamente por obligación o, al menos, no por voluntad propia, y sí por una exigencia burocrática laboral. El estudio que me acaban de realizar es el último de los que me exigieron; lo único que me queda por hacer es recibir el resultado, y hoy mismo, de ser posible, entregarlo con los resultados de los demás estudios a la doctora Grau para que certifique mi perfecto estado de salud. Y estoy completamente seguro de que esto será así no sólo por mi historial de buena salud —afortunadamente contadas son las ocasiones en que he enfermado, la última de las cuales ha sucedido hace años, y apenas se ha tratado de una gripe que se solucionó en cuestión de un par de días—, sino que, desde que me informaron que debía hacerme los estudios médicos, he procurado mantenerme lo más sano posible, consumiendo alimentos saludables y variados, descansando apropiadamente y tomándome un rato al día para salir a caminar. Quizás se pueda decir de mí que fui demasiado precavido; sería cierto, pero no me gustaría recibir una desagradable sorpresa en los resultados de los análisis. Por eso estoy tranquilo, y si mis dedos tamborillean sobre la cubierta del libro como los sorprendo ahora, no es por nerviosismo, sino por una ligera impaciencia. Después de todo, si a las personas que ocupan conmigo la sala de espera, y que están aquí por evidentes problemas, se les dice una y otra vez que no necesitan especial atención, ¡con más razón cabe esperar que me dejen ir rápidamente! Incluso, si frente al tal doctor Sirisky, sólo para estar seguro, adopto una postura firme y unas maneras seguras y confiadas, ¡con sólo mirarme por un segundo él sabrá que estoy perfectamente bien de salud!

Por lo pronto, yo ya he prestado mi organismo a la corporación médica para que lo analicen; una vez que el último resultado esté en mi poder, inmediatamente lo pondré en las manos indicadas y me desentenderé de todo el asunto hasta recibir la noticia de que todo ha salido bien, como debe ser, cosa que considero no ha de tardar demasiado, pues no imagino que el circuito de los resultados y del veredicto de la doctora dentro del esquema burocrático sea exageradamente largo, y aún si así lo fuera, no creo que los papeles se demoren demasiado en las instancias por las que deberán pasar. Pero, incluso si, por alguna razón de las que podrán hablar tanto médicos como administrativos, el procesamiento de mis resultados se demorara más de lo previsto o de lo deseado, yo podré seguir trabajando.

El doctor Sirisky me llama.

—Entre, por favor.

—Con permiso.

Paso a su lado con firmes zancadas y, sin esperar a que así me lo pida, tomo asiento. Sirisky permanece de pie, del otro lado del escritorio, con el pequeño sobre que contiene la tira de papel en las manos. Sobre el mueble distingo, entre otras cosas, la lista de pacientes del día (unos diez, contando muy rápidamente; debajo del último nombre, el galeno ha hecho anotaciones), un recetario, y tres bolígrafos, cada una con un logo farmacéutico distinto.

El consultorio es tan diminuto como el anterior; apenas hay lugar para la camilla que tengo a mis espaldas, el escritorio y las dos sillas. Las paredes son altas y sin ventanas, por lo que la iluminación, ahora que la puerta ha sido cerrada, queda a cargo de una potente lámpara que cuelga del techo. El cielorraso permanece en penumbras.

Mis ojos se posan en el doctor Sirisky. Su rostro se encuentra (él sabrá desde hace cuánto tiempo) surcado por profundas arrugas. El cabello corto, apenas desprolijo, ha empezado a perder color a los costados, arriba de las orejas. Un par de penetrantes y gélidos ojos celestes cuelgan de un ceño siempre fruncido.

Sirisky extrae del sobre el resultado del estudio. Despliega el papel, que llega a medir un metro, y lo examina con la mirada de izquierda a derecha, leyéndolo. Miro la única línea negra, hecha de picos y rectas, que viaja de un extremo a otro del papel, sin comprender qué significa. En tinta azul, la doctora del consultorio de a la vuelta ha agregado marcas con letras latinas. Sirisky mueve los labios, sin que ninguna palabra o sonido salga de su boca. Una vez que concluye, dobla el papel múltiples veces (no necesariamente de la misma manera que su colega), tras lo cual lo inserta con cierta brusquedad en el sobre. Sin embargo, pronto cambia de opinión, y vuelve a retirar el papel. Algo se le ha ocurrido. Sigue la línea negra con la mirada severa y glacial, sin mover los labios. Exhala ruidosamente por la nariz el aire de sus pulmones, y pone el papel dentro del sobre una vez más. Busca mi nombre en la lista (descubro que soy el tercer paciente del día), y hace un garabato en un espacio libre de la hoja. A pesar de la espantosa caligrafía del médico, llenas sus letras excesivamente altas de contornos de glóbulos aplastados (pero quién soy yo para criticar la escritura ajena) que, además, veo rotadas ciento ochenta grados, descifro parte del texto. Comienza éste con una gran T de «Tiempo»; le siguen otras dos palabras más cortas (la primera es «de», estoy seguro) y, a ellas, un «dos días».

Sin dejarme amedrentar por la incertidumbre, respiro hondo, esperando el final. El doctor Sirisky sólo tiene que entregarme el sobre firmado y sellado —una sola palabra suya, y todo estará terminado; lo único que me separa de la feliz finalización del trámite, lo que más se parecería a un obstáculo para su consecución es el visto bueno del doctor respecto del estudio—. En lugar de ello, el doctor Sirisky tacha con una enorme equis el anverso del sobre, y me mira fijamente a los ojos; no obstante, no advierto en él una intención clara de decirme algo. Entonces un dolor agudo se manifiesta en mis riñones repentinamente. Sentiría lo mismo si dos gruesas agujas me perforasen la espalda (a la altura correcta) desde atrás. Me doblo de dolor en la mullida silla. Sirisky no se inmuta. Me ha sido imposible adivinar el significado de su mirada extremadamente seria. Tengo cerrados los ojos, y separados y deformados los labios. Caigo de rodillas ante el escritorio; al hacerlo, mi frente golpea el borde del mueble. Oigo los claros secos pasos del doctor Sirisky yendo hacia la puerta, el picaporte siendo girado, la presencia de otra persona del otro lado. Dirijo mi vista hacia dicho individuo, el cual resulta ser una enfermera. Lo que llama mi atención respecto de la primera imagen que tengo de ella son sus antebrazos alzados, sus manos enguantadas en látex, sosteniendo instrumentos médicos que nunca he visto (o que sí he visto, pero que me son irreconocibles en medio de mi repentino padecimiento), lista para actuar: el barbijo puesto, la mirada fría y quieta, profesional, el cabello mal recogido, la postura impecable, más semejante a una muñeca de porcelana que a una mujer.

—Vaya con la enfermera —ordena el doctor Sirisky desde el estrecho espacio comprendido entre el escritorio y la puerta.

Aúno fuerzas y me levanto como si tuviese que demostrarles al doctor y a la enfermera que puedo solo, que fuerzas no me faltan. No logro erguirme por completo, sin embargo. El sufrimiento físico domina la traslación de mi cuerpo por el consultorio de tres por tres metros.

La enfermera se hace a un lado para dejarme traspasar la salida del cuarto. La veo de reojo, a la caza de una reacción humana en su faz inmóvil. En vez de eso, atrapo a Sirisky en una estrecha mirada entregando a la mujer una hoja de papel.

—Sí, llévenlo. Él… ya… ya está —dice Sirisky, con tono de conclusión.

La enfermera cierra la puerta, dejando al doctor dentro del consultorio.

—Suba a la camilla —me ordena antipáticamente.

Aturdido por un dolor que ya se propaga por todo mi abdomen, atacando en forma conjunta ahora al hígado y al estómago, no he reparado en la presencia de la camilla. A partir de ese momento es cuando me vuelvo incapaz de continuar la narración, aquejado de dolores que se vuelven indescriptibles, aterrado de sentir mis vísceras hinchadas (¿ya a punto de estallar?), alejándome más y más de lo que una vez fue la tranquila certeza de recibir el resultado en mis manos, y entregarlos a la doctora Grau para que… para que…