Contrabandista
En el pueblo de A*, situado en el norte de la provincia, la primavera irrumpe al mismo tiempo y de igual manera que en nuestra enorme ciudad, pero esta irrupción, esta verdadera explosión de vida, se advierte, se vive y se respira de forma mucho más intensa en el campo que en la ciudad, donde la naturaleza es pisoteada por la ominosa bota de la civilización. Pero tanto aquí como allá la primavera se adelanta unos días al equinoccio, impaciente por insuflar vida en el paisaje invernal, liberar las fuerzas vitales contenidas en cada organismo; tan pronto como el viento del sur deja de soplar, es el aliento de la primavera lo que anima la vida a nuestro alrededor y hasta los confines más remotos de la provincia y todavía más allá, mucho más allá: las húmedas y frías ataduras del invierno se deshacen, y los gérmenes de vida, que se habían escondido en lo profundo de los árboles y de las madrigueras de los animales, y en algún rincón perdido de nuestras entrañas, surgen con ímpetu, con renovados bríos; y hasta el cielo parece acompañar a este renacimiento, corriendo el cortinaje de grises y abultadas nubes, haciendo lugar para un sol de luz y de calor. Y, sin embargo, en el laberinto de la ciudad y de nuestras ocupaciones e inquietudes cotidianas apenas percibimos tan maravilloso cambio, y sólo lo hacemos cuando advertimos que el aire de la mañana se ha vuelto tibio, y vemos la luz del sol derramarse generosamente sobre los tejados, pero no oímos el chillido jubiloso —como desahogándose— de los pájaros ni el verdor juvenil de las hojas en cuyos árboles aquéllos se posan, y que casi que de la noche a la mañana se vuelven frondosos. Pues bien, en el interior de algunos de nosotros fluyen nuevas energías, pues es innegable que formamos parte de la naturaleza, y por ello somos capaces de explotar de vida… Precisamente un ejemplo de esto sucedió en el pueblo de A*, y por añadidura vinculado a un episodio de contrabandismo, lo que el lector tal vez encuentre novedoso; esto es lo que el autor tiene intención de narrar. Confía él en que será más interesante ofrecer al lector un breve relato de pasiones juveniles y contrabando que hacerle leer una «composición» acerca de la llegada de la primavera…
Cierta vez, una joven llamada Mónica y su hermana mayor Carla decidieron pasar un fin de semana largo en el pueblo de A*. Siendo ya plena primavera, las condiciones climáticas eran óptimas, e invitaban a sacudirse el polvo y las preocupaciones de la ciudad por unos días, y recuperar energías para afrontar el vertiginoso tramo final del año. Además, el pueblo no se encuentra lejos de nuestra ciudad —se llega en un par de horas—, y una tía de las hermanas tenía una propiedad allí —una casona de dos pisos—, por lo que el alojamiento les iba a salir gratuito. Con tantas ventajas y motivos para despejarse, era totalmente comprensible la elección del lugar al que viajar.
Las hermanas viven solas en nuestra ciudad, en un departamento que alquilan, pues sus padres (y la tía antes mencionada) se quedaron en su ciudad de origen. Ambas trabajan, y con lo que ganan logran mantenerse; Carla en particular tiene un título universitario. Aprovechando que durante el fin de semana largo no tenían que trabajar, las dos emprendieron entusiasmadas el corto viaje a A*.
Ahora bien, al momento de partir, Mónica dejaba en la ciudad a su novio, León. Él tenía un trabajo algo precario como dependiente, y sólo se le había permitido ausentarse el fin de semana, esto es, el sábado y el domingo. Hacía tan solo cuatro meses que se habían conocido, y eran novios desde hacía un mes, aproximadamente. Y, como suele ocurrir en una relación amorosa en su comienzo, cuando ambos están tan enamorados, y más aún tratándose de dos personas tan jóvenes, en las que hasta para amar hay fuerzas para derrochar, y el camino a recorrer con la pareja parece tan amplio y de posibilidades y potencialidades infinitas, la pasión ardía vivamente en sus corazones, en sus pieles y en sus mentes. Sin embargo, las circunstancias solían conspirar contra ellos, o quizás sólo les planteaban constantes desafíos y pequeñas pruebas a su amor. Porque ambos —¡qué va!— tenían que coordinar sus respectivos horarios para poder verse, ya que, como ya se indicó, ambos trabajaban, y además Mónica había decidido —influenciada hasta cierto punto por una presión paternal— estudiar en la Universidad. De esta manera, no eran muchos ni muy extensos los ratos que los novios podían compartir a solas, pero procuraban aprovecharlos al máximo, exprimiendo hasta el último segundo y aún más del tiempo que la rutina y las obligaciones personales les concedían. No era infrecuente que León acompañara a Mónica hasta la mismísima puerta del edificio donde ella vivía al final de cada cita, pero no podía traspasar la puerta de la calle, de modo que pasaban largos minutos —que, no obstante, para ellos se les escurrían como agua entre los dedos— despidiéndose con tiernas palabras y caricias en el umbral. Arriba, en el departamento, Carla esperaba a su hermana, de peor humor conforme más tarde se hiciera. Ella era la causa de que León no pudiera subir y, digamos, por poner un ejemplo, cenar con ella y con Mónica, como a esta última le hubiera gustado. No: Carla lo detestaba, y no solo no hubiera soportado la idea de que aquel despreciable sujeto cenara en la misma mesa que ella, sino que tampoco soportaba la idea de que su hermana quisiera pasar tiempo con él. Incluso en un par de ocasiones tuvo que resignarse a salir con ellos, cuando Mónica hacía intentos para que se conocieran y se llevaran bien y, si bien Carla lograba dominarse durante todo el encuentro y disimular con femenina habilidad la contrariedad que la corroía por dentro, no podía evitar volver al departamento odiando aún más a León.
Pero, ¿a qué venía tanta hostilidad? Bien, es posible que algún lector haya adivinado o supuesto que detrás del desprecio de Carla se escondían los celos. Realmente nada malo se podía decir de León: no era un criminal, ni un granuja, ni salía con Mónica por interés, ni la engañaba, ni mucho menos la maltrataba o la tiranizaba; por lo tanto, en principio nada acerca de la personalidad de León podía darle motivos a Carla para odiarlo, por más que ella hubiera querido enterarse de algún chanchullo o defecto secreto suyo. No obstante, tampoco es que se necesiten razones para detestar a alguien; uno lo hace y ya. Carla y Mónica eran la clase de hermanas a las que las une el lazo más profundo —y, tratándose de ser hermanas, es mucho decir—. Vivían la una para la otra, y la una conocía a la perfección a la otra, hasta el rincón más recóndito de su fuero interno, y no existían los secretos entre ellas. Así se habían criado durante unas dos décadas, allá lejos, en la ciudad natal, y cuando Carla quiso emigrar a nuestra ciudad en busca de un horizonte más amplio, Mónica la siguió incondicionalmente, adaptando su futuro a la vida que su hermana pretendía seguir, para estar juntas las dos. Y todo marchó normal en el departamento que alquilaron, tan normal como se puede estar al dejar el nido y probar suerte en la gran urbe, en la capital, que tanta mala fama tiene respecto de la seguridad. Ambas rápidamente consiguieron trabajo, mientras Mónica lentamente se empezó a hacer a la idea de que le sería conveniente cursar una carrera universitaria, y así, lograron pasar los primeros meses sin sobresaltos. Pero esta vida, que a Carla le empezaba a parecer tan agradable y equilibrada, pronto dio un vuelco fatal, cosa de una noche. Mónica conoció a León por intermedio de amigos; en una salida a la que ambos asistieron congeniaron muy rápidamente: hubo «química» entre ellos, como suele decirse. El invierno ya había invadido la ciudad con su gris humedad y sus gélidos ventarrones; no obstante, los corazones de ambos acaso se resistieron a caer en el natural letargo, en busca de una razón por la cual seguir latiendo… Sea como fuere, lo cierto es que desde esa noche ninguno abandonó la mente y el corazón del otro, y en cuestión de días ya estaban viéndose por las tardes y chateando hasta altas horas de la noche… ¡Ay, cuánta turbulencia en las venas! ¡Cuánta inquietud en las entrañas, cuánta impaciencia en las manos temblorosas, en los pies hiperactivos! ¡Cuánta hambre en la mirada, cuánta avidez en los labios, en las fosas nasales, en las yemas de los dedos! ¡Qué torbellino en la cabeza y qué vértigo en los nervios!… Sin embargo, y volviendo al tema, Carla no se alegró para nada cuando Mónica le dio la noticia de que estaba saliendo con «alguien». Los celos se apoderaron de ella instantáneamente, como si de una reacción fisiológica se hubiera tratado. ¿Cómo pudo ser? De pronto, de la manera más imprevista e inopinada, un desconocido se hacía con su hermana, con su alma gemela, con lo que más quería en el mundo. ¿Cómo perdonar semejante robo? Desde ese preciso momento Carla lo odió. Incluso antes de conocer su nombre y cualquier otra cosa acerca de él, ella lo odió, y sólo a costa de grandes esfuerzos pudo de a poco conciliarse con la idea de que ahora tenía que compartir a su amiga del alma con un extraño. El día que lo conoció lo trató con disimulada frialdad. Con el tiempo, como ya se señaló, un par de veces accedió a salir de paseo con su hermana y su nuevo cuñado (¡qué mal le sentaba esa palabra!), para darle el gusto a Mónica, para estar junto a ella, y para no cedérsela tanto tiempo a él. Y en esas ocasiones apenas le dirigió la palabra a él, como si no estuviera. De todas formas, si ya era un tanto complicado ajustar horarios razonables para los encuentros entre los novios, más lo era todavía para coordinar los horarios de Carla también con los de ellos.
Por todo ello es que Carla estaba feliz de ir de vacaciones con Mónica, porque lo pasarían ambas juntas y sin la compañía del intruso. Incluso en los tres días previos al viaje, Mónica y León no pudieron verse, y tuvieron que conformarse con chatear por el celular. La víspera del viaje, Carla, estando de buen humor, le dijo a su hermana, al verla en el sillón, escribiendo a León: «Tenés cara de tonta, de enamorada…». No sospechaba lo que habría de ocurrir…
Mónica le preguntaba a León si iba a viajar él también a A*, para al menos tener la ocasión de verse el siguiente fin de semana. El joven le contestó que sí, que la extrañaba y que quería verla, aunque para hacerlo tuviera que ir a aquel pueblo. Apenas tenía dinero para viajar y alojarse, debido a que su puesto como empleaducho en un comercio no le permitía darse más que un lujo cada tanto, pero eso era lo de menos; le hubiera sido preferible «hacer dedo» en la ruta para llegar a A*, dormir en el umbral de un caserón o al raso, o bajo un árbol a orillas del río, y pasar hambre un par de días con tal de no estirar otros dos días su impaciente y desesperante espera, no ya para saciarse de la visceral e impetuosa voluptuosidad del primer amor, sino para siquiera beber del cariño de Mónica como las gotas de agua por las que se desvive el caminante del desierto. Afortunadamente para el joven, no fue necesario hacer grandes sacrificios para viajar el sábado a primera hora. En cuanto recibió la confirmación de que estaba en camino, que coincidió con la hora del desayuno, Mónica se lo comentó a su hermana. La noticia la sorprendió vertiendo el agua caliente en la taza con el café instantáneo. ¡Por poco no se quema la mano! Las palabras de Mónica le arruinaron el día apenas comenzado, el café se le puso amargo y a todo lo que ella le dijo desde entonces respondió lacónicamente o con monosílabos. Pero de ninguna manera estaba dispuesta a suspender el largo paseo que quería dar con su hermana esa mañana, aunque en los dos días previos ya habían recorrido prácticamente el pueblo en toda su extensión, excepto la zona de campings, al otro lado del río. Después del desayuno se pusieron en marcha. Carla llevaba bajo el brazo el mate y las provisiones para el mediodía, mientras que Mónica cargaba con una cartera grande con ropa y otros elementos. El plan era el de pasear por las polvorientas calles del pueblo, hacer un alto en la plaza (la única del pueblo, frente a la cual se alza el edificio de la municipalidad), y luego ir al río, almorzar en la orilla y bañarse en sus aguas, previendo que haría algo de calor. Y el plan fue seguido al pie de la letra, aunque llegando al mediodía León le avisó a su novia que estaba arribando a la estación de tren. Había viajado en tren en vez de en micro porque era más barato, aun cuando se tardaba el doble de tiempo en cubrir la distancia entre nuestra ciudad y A*. Para entonces, las hermanas habían salido de la iglesia del pueblo y se disponían a caminar lentamente en dirección al río. Con el mensaje de León, Mónica pidió a su hermana esperarlos en el río mientras ella iba a la estación a reencontrarse con el joven. Carla aceptó a regañadientes, más que nada porque le era preferible ir sola a la costanera que a la estación del tren, precaria, medio abandonada, desierta.
Casi media hora después —pese a que la estación dista no más que un kilómetro de la costanera—, los novios divisaban a Carla de pie junto al sendero que bordeaba la orilla, de espaldas al río. Con la vista protegida del sol por el piluso blanco, y ayudándose de los cristales de sus anteojos, Carla hizo foco en la feliz pareja; él sujetaba a su hermana por el talle, y ella apoyaba la mano en la espalda de él, y caminaban lento, sin prisa, sonrientes; Mónica constantemente volvía sus radiantes ojos hacia él, más pendiente de su rostro que del camino; por suerte las calles del pueblo suelen estar desiertas de vehículos —incluso en los feriados y fines de semana— y de obstáculos. Carla observó lo feliz que era su hermana con el intruso y una parte de sí quiso reconocer que lamentablemente el intruso le era necesario, que no podía ser tan malo que se amaran el uno al otro, y el mal humor que venía albergando desde la mañana, que ya había disminuido con la caminata, se redujo todavía un poco más. Pero eso no le impidió tratar a León con la misma frialdad seca de siempre.
A la sombra de un sauce los tres comieron lo que habían preparado Carla y Mónica. A León le vino particularmente bien el almuerzo, dado que apenas había tenido tiempo de desayunar, y desde antes de partir no había vuelto a probar bocado. En todo momento Mónica y León permanecieron sujetos el uno al otro, especialmente la chica: tenía una mano permanentemente ocupada en tomarlo del brazo o de una pierna, como si le fuera estrictamente necesario para vivir el contacto con la piel del joven, o como si se le fuera a escapar o desaparecer tan pronto como dejara de sujetarlo. Después del almuerzo los tres se tumbaron de espaldas allí mismo, usando a la fresca hierbecilla de colchón natural. Mónica le relató a León todo lo relativo al viaje, a los pormenores de su instalación en el primer piso de la casona —de la cual los caseros ocupaban la planta baja—, y lo que habían visto y hecho durante los días previos. Y hablaron de toda clase de bagatelas, aun las más insignificantes, las que se olvidan en cuestión de segundos. Por su parte, Carla se quedó a un costado, sin intervenir en la conversación, aislada y amargada.
Después de un rato, Mónica propuso bañarse en el río. Carla ya había cambiado de parecer, pues, si bien no eran los únicos en la costanera (a una cierta distancia se observaba gente pasando el día igual que ellos, y acullá otros pescando) no quería que León la viera en traje de baño. León puso como objeción que no tenía traje de baño (de hecho, apenas había llevado una muda de ropa); aún así, Mónica lo convenció de que se metiera al agua con ella, de que le vendría bien refrescarse y que ella no quería meterse al río sola. Con su hermana no tuvo éxito; Carla puso férreas excusas, y les dijo a ambos que se bañaran, que ella se iba a quedar en la orilla, cuidando las cosas (las cosas que no necesitaban cuidado, en un pueblo donde uno deja la bicicleta en la calle y nadie se la lleva). Habrá mirado no más que un par de veces a los novios; Mónica, a quien el agua le llegaba hasta la cintura, y a quien tenía de espaldas desde su ángulo, mantenía las palmas apoyadas en el pecho de León, luego sujetaba con ternura sus brazos, deslizando sus pequeñas manos hasta aprisionar las de él para que las pusiera en sus caderas sumergidas, y entonces volvía a poner las manos en el pecho de él, y las bajaba hasta su abdomen, todo ello mientras él la miraba con amor pero también con ardiente deseo, con los ojos menos inocentes del mundo, y le prodigaba un beso, y otro, y otro más, y ambos reían… Fugazmente se le ocurrió a Carla que el intruso debía con toda seguridad de conocer el cuerpo de su hermana tanto como ella misma, y no se equivocaba, que las veces que Mónica regresaba pasada la medianoche al departamento no era precisamente por haberse quedado jugando al dominó con el intruso… Después los escuchó y vio retozar y chapalear juguetonamente, como dos cachorrillos; se habían apartado unos cuantos metros de donde estaba sentada ella, pero aún así las alegres risas llegaban a sus oídos. Procuró Carla, pues, distraerse, y lo logró, pero los minutos se les hacían interminables, y ciertamente tenía ganas de largarse de ahí y volver a la casona de la tía, pero no quería mostrarse contrariada ante el intruso, de modo que se quedó hasta que los cachorrillos se cansaron de jugar. Mónica se le acercó para pedirle el par de toallas; la que iba a usar Carla le sirvió al final al abominable intruso, y con ella él se frotó el rostro anguloso, los cabellos castaño claro, el pecho tan acariciado por las manos de su hermana, las extremidades fibrosas aunque no gruesas, y, cómo no, la entrepierna que hubiera delatado su deseo de no haberla apantallado con su propia toalla Mónica, para protegerla de la mirada de los inexistentes ojos curiosos. Mónica no era menos celosa que Carla. Mientras León se cambiaba de ropa, Mónica se secaba: primero el rostro, con las mejillas acalambradas de tanto sonreír, luego los brazos bien torneados, los melosos pechos, de los cuales tantas veces había dicho estar disconforme, el estómago apenas abultado, y las piernas robustas, de candentes y generosos muslos. Su figura no había dejado de cimbrear bajo la luz del sol, que se reflejaba constantemente en sus dientes perlados, que no tenían cómo ocultarse, que destellaban en sintonía con sus ojillos pardos, mientras que Carla prácticamente no había cambiado de postura en tres cuartos de hora. Ésta volvió la vista hasta que la sorprendió su hermana:
—¿Y qué, tomamos mate? —inquirió.
—Tomen ustedes, si quieren —repuso Carla, con cierta irritación—. Yo creo que ya me vuelvo.
Mónica no quiso entender el motivo de su actitud ni de sus palabras, y le rogó a su hermana que se quedara con ellos «un rato más», que en la casona se iba a aburrir. Ambas discutieron hasta que Carla fue convencida de quedarse, por lo menos hasta el atardecer, cuando pensaban ir regresando para preparar la cena y descansar hasta el día siguiente. Un par de horas después, Carla se fue, adelantándose a Mónica. Ésta no hizo un gran esfuerzo para retenerla, y se quedó con León. Tras unos minutos contemplando el río, viendo que el sol comenzaba a bajar, tiñendo el cielo de un glorioso dorado, se levantaron y empezaron a caminar sin un rumbo fijo, tomados de la mano. Al cabo de un largo rato, se encontraron a la vera de la ruta que atravesaba el pueblo, en un extremo del mismo. Las sombras ya se hacían oscuras y alargadas. Los novios se sentaron al pie de una gruesa palmera, se entrelazaron mutuamente, se dieron un largo beso y, no pudiendo aguantar más, cayeron suavemente de espaldas, sin despegarse el uno del otro, amparados por la poca luminosidad y por la presunta ausencia de viandantes. Él quedó encima de ella, que le rodeaba el cuello con ambos brazos; él se sostenía apoyando los antebrazos en la tierra negra y húmeda. Los minutos fluían como el agua del río, y cada uno de ellos era invariablemente atravesado y derretido por los alientos candentes, los roces sugestivos con las manos, la nariz, los labios, la pelvis, las respiraciones entrecortadas, los besos y caricias en el cuello, los muslos, los pechos, el deseo rebullendo bajo la piel… Hasta que él se movió, liberando a su novia; se sentaron de nuevo; ella enroscó las manos en su brazo y reposó la cabeza en su hombro. Dos peones pasaron cerca, caminando por la ruta, pero los novios no les hicieron caso.
—Quisiera pasar la noche con vos, y que nos amemos —dijo Mónica, y suspiró.
—¿No hay un hotel? En algún lado tenemos que pasar la noche.
—Sí, pero… yo le dije a Carla que iba a preparar la comida con ella. Ya me debe estar esperando… —dijo tímidamente Mónica, temiendo herir a su amado, aún sabiendo que no lo haría.
—Podemos ir un ratito a…
—Yo quiero pasar la noche con vos —reiteró Mónica, interrumpiendo a León.
—¿Tu hermana me va a dejar dormir con ustedes? No me parece.
—No, pero…
—Mejor me busco un alojamiento, aunque sea una pieza por ahí. ¿No me querés acompañar a ver?
—Yo tengo otra idea —dijo Mónica, y sus ojos brillaron.
Sin esperar a que León le preguntara cuál era esa idea, le dijo:
—Podemos hacer lo que te dije la otra vez…
—¿Qué otra vez?
—El otro día, ¿no te acordás? En la puerta del edificio.
—Ah… —exclamó León, después de un segundo. Había recordado una idea que su novia había tenido una de aquellas noches en el umbral del edificio, pero que no habían aplicado entonces por lo arriesgado de la empresa.
Mónica se arrojó sobre él.
—Así te voy a tener toda la noche para mí, en mi pieza.
León se quedó pensativo. Le costaba creer que su novia estuviera hablando en serio. Por otra parte, lo que más deseaba en el mundo en ese instante era pasar la noche con ella, y si había que poner en práctica su idea, bueno, ¡que así fuera! ¿O había una mejor opción? Él apenas se preguntó si sería posible trepar al primer piso y entrar por una ventana mientras Carla dormía, pero Mónica rápidamente lo disuadió, asegurándole que no había visto una escalera en la casa, que haría mucho ruido, y que los caseros, que solían quedarse despiertos hasta muy tarde, podrían llegar a verlo escalando la pared como un ladrón y alertar a la policía, o peor, a la tía. De modo que habrían de intentar lo que Mónica había propuesto, aunque implicara exponerse a un riesgo, sólo que uno distinto al de ser descubierto entrando por una ventana.
Y aquí, lector, es cuando llegamos a la parte en que el autor ha de describir la «operación de contrabando».
—Busquemos un lugar más oscuro —dijo Mónica, totalmente decidida a ejecutar la operación.
Miraron en derredor, y se apartaron del camino, metiéndose entre un par de casas; no tardaron en ubicar un sitio donde unos nogales habrían de proporcionarles suficiente cobertura y sombra. Vueltos ambos una oscura y sospechosa sombra se ocultaron un poco tras la hierba fresca y olorosa, un poco bajo las copas de los árboles. Lanzando vistazos en todas direcciones, para asegurarse de que nadie los viera, Mónica vació la cartera grande y le metió la mano hasta el fondo, comprobando cuánto espacio había disponible para transportar la carga a contrabandear.
—No va a entrar todo acá —dijo Mónica—. Usemos tu mochila también.
La mochila era todo el equipaje de León, y estaba casi vacía. Sólo la muda de ropa y algunos objetos personales esenciales había llevado a A*.
—Creo que va a entrar todo —dijo él.
—Entonces ya estamos. Tenés que sacarte la ropa.
León vaciló un instante.
—¿Qué pasa?
—Es que, si me saco la ropa ahora, voy a querer hacerte el amor acá mismo.
Mónica rio tiernamente y lo envolvió con sus brazos.
—Pronto —musitó ella.
Se dieron un largo beso; luego, sin querer perder más tiempo, pues sabía que cada segundo de demora predisponía cada vez peor a su hermana, empezó a sacarle la camiseta. Acto seguido, León se sacó las zapatillas y las medias y las dejó a un costado. Y, para sacarse el pantalón, se apoyó en el nogal que tenía detrás; Mónica se le puso delante, dándole la espalda, para proteger de nuevo la desnudez de su novio de cualquier par de ojos indiscretos, que tampoco existieron allí. Con los ojos entornados buscaba algún mirón o mirona.
—Listo —anunció León.
Mónica dio media vuelta y, conteniendo el impulso de abalanzarse sobre él y aplastar la hierba con sus cuerpos, lo contempló largamente a los ojos, pensando de qué manera hacer lo que se había propuesto, cómo llevar a la práctica su «idea»; entonces abrió las manos y empezó a describir círculos delante del rostro, los brazos, el pecho de su novio como lo hacían los magnetizadores. Después exhaló aire con un profundo y sonoro suspiro, y le dijo:
—No te muevas.
León cerró instintivamente los ojos. Por un instante sintió temor de lo que fuera a suceder con él, pero luego confió en su novia, en que ella sabía lo que hacía. Y ella percibió esa relajación de sus facciones, que tuvo lugar al tiempo que se le ocurría cómo hacer aquello. Y así es como lo hizo: se concentró hasta que vio cómo en la superficie de su novio se dibujaban líneas rectas verticales y horizontales, que formaban una especie de cuadrícula en su piel; esas líneas, que al principio parecían dibujadas, pronto se transformaron en hendiduras; en este punto, venciendo la impresión que causa la visión de una descomposición ordenada de un cuerpo humano en múltiples secciones, Mónica asió con cuidado, como lo haría con una pieza de jenga, un pedazo de la cabeza de León. Un trozo que abarcaba el parietal derecho del joven se desprendió con un suave tirón, como una fruta de la rama de la que cuelga; Mónica lo examinó brevemente antes de depositarlo suavemente en la cartera. Y sin dejarse impresionar por la visión de su novio mutilado, le quitó el siguiente pedazo —la coronilla—, luego el parietal izquierdo, y tras él la frente, la nuca, la nariz, los pómulos, la boca…
La operación se extendió por largos minutos; los trozos del amado apenas cabían en la mochila y en la cartera, y Mónica no quería embutir a la fuerza los pedazos, para que no se estropearan ni se deformaran. Pensó en transportar una parte del cuerpo en un primer viaje, esconderlos en una de las habitaciones de la casona, y más tarde regresar para llevarse el resto, pero tuvo miedo de dejar una parte de su novio allí, en la intemperie, donde había probabilidades de que alguna alimaña le robara uno de los pedazos, o que un lugareño lo encontrara y pensara que habían descuartizado a alguien, descuartizado en el mal sentido. Por ello se colocó la mochila repleta de trozos de León, y sólo eso le hizo darse cuenta de que habría de llevar una carga pesada. Pero ella estaba dispuesta a hacer el sacrificio. Algunas piezas no entraban en la cartera ni en la mochila: Mónica tuvo que llevar los dedos de ambas manos de León en los bolsillos del pantalón, y el bazo y un talón bajo la remera. Haciendo un gran esfuerzo, cargando la cartera ora con el hombro derecho, ora con el izquierdo, la joven recorrió los aproximadamente quinientos metros que la separaban de la casona.
Llegando al umbral, el casero la reconoció y, viendo en las tensas facciones de su rostro evidencias de un esfuerzo físico, se ofreció a ayudarle con la cartera. Mónica aceptó sin sobresaltarse debido a que, si bien la cartera no cerraba por estar tan llena, había tomado la precaución de cubrir las piezas de su novio poniendo encima de ellas la ropa y las toallas. El hombre, por su parte, no creyó que la carga pudiera ser realmente pesada, por lo menos no para él, y sí para Mónica… Pero, cuando recibió de manos de la joven la cartera, por poco la deja caer al piso, tan inauditamente pesada resultó ser.
—Oiga, esto pesa —dijo sorprendido, tensando bien los músculos del brazo—. ¿Qué trae acá?
—Nada —repuso Mónica, súbitamente agitada—. Compramos muchas cosas.
«¿Qué es lo que habrá comprado, que pesa tanto? ¿Un ternero?», pensó el casero, pero no se lo preguntó a Mónica, y se limitó a decir:
—¿Quiere que se lo suba a la planta alta?
Normalmente Mónica se hubiera negado, y hubiera hecho el último esfuerzo por sí misma, pero en ese punto sentía el cansancio apoderarse de sus miembros tan de golpe, y le había entrado tal nerviosismo, estando a centímetros del objetivo, del paso crítico de la operación, que terminó por aceptar.
—Sí, pero déjelo ahí nomás —respondió casi en un susurro, pecando de discreta.
Otra vez al casero le pareció rara la contestación, mas, en vez de pensar qué razón podría haber para que la chica trajera un cartera tan pesada y que actuara de una manera particular, como quien tiene algo que ocultar, se encogió de hombros, queriendo creer que no era un asunto de importancia, y abrió la puerta. Mónica entró y enfiló hacia la escalera, con el casero siguiendo sus pasos; le costaba horrores disimular su cansancio y su agitación, subiendo lentamente, con la vista fija arriba y el oído aguzado para que Carla no la sorprendiera llegando como lo estaba haciendo, y en silencio, para que no advirtiera su arribo. La escalera llevaba directo a una estancia desde la que se accedía mediante diferentes puertas y pasillos a la cocina, los dos dormitorios y el baño. En el peor escenario imaginable, hallaría a Carla en dicha estancia —una especie de sala de estar, con una mesita ratona, cuatro sillas y un televisor—, quien la vería llegar con la mochila del intruso y con una cartera misteriosamente abultada y pesada. ¡Y qué diría si descubriera que traía a su novio desmembrado! No es que se horrorizaría de verlo así, literalmente en pedazos, sino que se enfurecería de que su hermana estuviera tratando de meterlo clandestinamente a la casa.
No bien sus ojos superaron la línea del suelo de la planta alta, hallándose de cara a la sala de estar, se abrieron como platos; la respiración de Mónica se cortó por un instante, y su corazón latió inseguro y en vilo. Un par de peldaños más abajo, el casero no advertía su estado, no albergaba sospecha alguna.
Por fortuna para Mónica, la sala de estar estaba desierta, pero creyó oír un rumor de objetos siendo manipulados detrás de las paredes. A punto estuvo de lanzarse a uno de los dormitorios, antes de que Carla se le apareciera enfrente, y hasta levantó con fuerza una pierna, pero un pensamiento salvador la detuvo en seco: ¿Y si Carla estuviera en la habitación a la que quería ir? No, antes de llevar la preciosa carga a una de las piezas, era menester asegurarse de saber dónde estaba Carla, para luego, sí, distraerla de algún modo, haciendo que le despejara el camino sin saberlo. Faltando dos peldaños para alcanzar la planta alta, se dio vuelta y le dijo al casero tan discretamente como momentos antes:
—Está bien, déjela acá.
Y le señaló un punto bajo sus pies, no visible desde la sala de estar. El casero volvió a encogerse de hombros antes de decir, en el tono elevado de la gente grande:
—Muy bien. Dígame si necesita alguna otra cosa.
Y bajó haciendo mucho ruido con las suelas de sus zapatos, como adrede. Los ojos de Mónica se encendieron de ira, pero no tuvo ni tiempo de dirigirle un denuesto mental: la voz de Carla se oyó de pronto.
—¿Mónica, sos vos?
En un acto reflejo, Mónica se desprendió de la mochila, que cayó pesadamente a sus pies y sólo por una especie de milagro no rodó escaleras abajo. Inmediatamente después, Carla apareció en la sala de estar. Mónica subió los últimos peldaños de un ágil salto lamentándose en secreto de haber tratado con brusquedad a una parte de su novio; una fracción de segundo más tarde un dolor molesto afloraba de cada una de sus fibras musculares; con las manos escondía disimuladamente los pedazos que traía bajo la ropa.
—Sí —contestó, y el aire no salió de sus pulmones tan fácilmente—, ya llegué.
—Ah, cuánto tardaste —dijo Carla secamente, y dio media vuelta.
—¿Preparamos la cena?
—Sí. Ya la iba a preparar yo sola —le reprochó, y fue a la cocina, que se encontraba tras una de las puertas.
Mónica dudó. Podía aprovechar un momento en que su hermana estuviera ocupada con la comida para, a sus espaldas, transportar a su novio a una de las piezas. Pero tuvo miedo de que de pronto ella se diera vuelta y la viera, pues la puerta de la cocina siempre estaba abierta, aparte de que no confiaba en que no haría ruido al acarrear un bulto tan grande y pesado a través de la sala de estar, lo que llamaría la atención de Carla… Tenía que pensar en una maniobra de distracción lo suficientemente buena para que no oyera ningún ruido, ni tuviera la oportunidad de mirar imprevistamente a la estancia mientras Mónica llevaba a su novio al escondite. Y vaya si se le ocurrió algo:
—¿Ya te bañaste?
—No.
Carla hizo una pausa mientras revolvía un cajón de la mesada.
—No sabía si bañarme ahora o después de comer —y, al ver el aspecto de su hermana, añadió, a modo de mandato cuyo despótico tono Mónica conocía demasiado bien—: ¿Por qué no vas vos antes? Estás toda transpirada.
—Sí, me tengo que bañar, ¿pero no querés ir vos primero?
—No, andá vos. Yo te espero para hacer la comida.
—Bueno —dijo Mónica, mientras por dentro se paralizaba del susto, pues no quería perder de vista a su novio desmembrado, y menos habiéndolo dejado en la escalera, indefenso. Se apartó de junto a su hermana y dio unas vueltas por la sala de estar, a punto de desesperar, pero entonces la situación —o el destino, llámese como quiera— le hizo un guiño: Carla fue al baño. Mónica no lo dudó, y corrió a la escalera; con dificultad se cargó la mochila a la espalda, y mediante un esfuerzo supremo levantó la cartera con ambas manos; no obstante, un segundo después se le quejaban la espalda, los brazos, las piernas, y tuvo que apoyar la cartera en el piso, mientras la espina se le encorvaba dolorosamente. No le quedó más remedio, pues, que arrastrar la cartera por el piso de la sala de estar y del pasillo que llevaba al baño y a las habitaciones, y tuvo la fortuna al menos de que su hermana no oyera ningún sonido desde dentro del baño.
Las hermanas dormían en una de las piezas, que tenía dos camas, y la otra había permanecido vacía durante toda la estancia de las jóvenes en el pueblo. En la pieza vacía es donde Mónica dejó a su novio, a un lado de la puerta, siendo que no cabía ni la mochila ni la cartera debajo de la cama, donde había querido ocultarlas en un primer momento.
Al salir de la pieza, aliviada, se topó con Carla.
—Ah —dijo ésta—, ¿dónde dejaste la cartera con el mate y la ropa?
—Ah… Ahora te la doy —balbuceó Mónica.
—¿La pusiste ahí adentro? —inquirió la hermana mayor, señalando con la vista a la pieza desocupada.
—Sí… —repuso Mónica, mortificada por dentro.
—¿Y por qué?
—No sé… —dijo, e hizo una extraña pausa, tras la cual añadió—: Ahora te la doy.
Le entró terror de que de pronto Carla quisiera agarrar ella misma el mate, la ropa y las toallas que habían llevado al río, pero eso no sucedió: Carla dio media vuelta y regresó a la cocina.
—Te bañás ahora, ¿no? —alcanzó a preguntarle.
—Sí, ahora voy.
Acto seguido, Mónica entró en la pieza, aliviada como pocas veces en su vida, y en primer lugar rescató las cosas de ambas, y las separó de la ropa de su novio; en segundo lugar buscó con ojos impacientes un sitio donde poner las piezas con las que reconstruir a aquel cuando el momento fuera el adecuado. En medio de la desesperación de este momento límite logró que se le ocurriera prácticamente arrancar el cubrecama de la única cama en la pieza, tenderlo en el piso, y depositar los trozos de León sobre él; en medio de esta presurosa tarea se tomó un segundo para hablarle al ojo derecho de su amor y decirle «Si supieras por lo que tenemos que pasar para estar juntos». Finalmente, y sin perder más tiempo, envolvió las partes de su novio con el cubrecama y lo deslizó debajo de la cama; se llevó las cosas de su hermana y de ella y, ya en la otra habitación por fin se sintió libre de respirar, desplomada sobre el mullido colchón.
No bien recuperó el aire, cosa que, sin embargo, le llevó unos largos minutos, fue al baño. Nunca se había duchado con tanta prisa, temerosa de que, por alguna fatalmente fortuita razón Carla quisiera ir a la pieza en la que apenas habían estado; recordó, mientras se frotaba los brazos y las axilas con desacostumbrada premura, que la primera noche Carla le había propuesto dormir ambas en la cama matrimonial, a lo que ella se había negado aduciendo el calor de la noche, que le habría impedido descansar apropiadamente. ¿Y si esa noche, que no hacía tanto calor, le proponía lo mismo? Rápidamente ella misma respondió a esa pregunta que acababa de cruzar su mente: le bastaría con valerse del mismo pretexto, inventando una sensibilidad anómala a la temperatura, de ser necesario. Cuando salió de la ducha y pasó a secar su cuerpo, Mónica entreabrió discretamente la puerta del baño, ora espiando con medio ojo el pasillo, ora parando una diminuta oreja para inferir o adivinar, en base a cualquier sonido que lograra captar, la ubicación de su hermana. Pero no pudo sacar una conclusión convincente, y pronto regresó a la pieza compartida.
Todo se veía normal, incluyendo a Carla, que esperaba sentada en la sala de estar; esto es, no parecía que ella hubiera descubierto la inaudita maniobra que se ejecutaba a sus espaldas. Esto tranquilizó a Mónica, que ahora se sentía tentada a creer que el paso crítico ya había sido superado; además, la tensión no se puede mantener por tanto tiempo: en algún momento se libera, haciendo lugar a la tranquilidad o a la resignación, o colapsa en un ataque de nervios.
Carla optó por bañarse antes de ponerse a cocinar con su hermana, siendo que era aún temprano para esto último, y Mónica aprovechó para correr en puntas de pie a la habitación matrimonial, desenvolver el paquete oculto bajo la cama, e intentar reconstruir a su amado en los minutos que su hermana insospechadamente le hubiera de conceder. Con gran emoción, sin perder de vista lo mágico de la tarea, separó las piezas de aquel inaudito rompecabezas humano, reconociendo al instante qué parte de su cuerpo estaba viendo, echándole a cada pieza una tierna mirada antes de ponerla en una esquina del cubrecama de acuerdo con la parte del cuerpo a la que pertenecía: los brazos, las piernas, la cabeza o el torso. Y con la amorosa paciencia de una artesana y la devoción de una mujer que ama se dedicó a unir las partes de su novio, y si le tomaba varios minutos hacer encajar una pieza con las contiguas no era porque no conociera el cuerpo de León, sino porque inconscientemente quería disfrutar del misterioso placer de la tarea. Además, no es sencillo reconstruir a una persona a partir de sus piezas, sean éstas diez, veinte o cincuenta. Hay que verificar que las partes encajen y se fusionen correctamente, sin que se pierda una sola célula en el proceso. Y que los cabellos o los vellos en general no queden atrapados entre dos piezas a unir, ni que los ojos ni las orejas queden al revés, ni que los dedos de la mano o del pie derecho terminen en el izquierdo, o viceversa. Y hay que asegurarse de que los nervios, los tendones, las fibrillas musculares y los vasos sanguíneos se alineen perfectamente y puedan recuperar sus respectivas funciones cuando el organismo se reconstituya por completo, transmitiendo la electricidad, la energía y la sangre como siempre. No es una tarea trivial en lo absoluto, como el lector se podrá imaginar. Y, cuando se dejó de oír el murmullo del agua fluyendo de la ducha, señal inequívoca de que el tiempo estaba próximo a agotarse, Mónica había logrado reconstruir sólo en parte a su amado, y lo que yacía ahora a sus pies, aún sin vida, eran el rostro y el torso de un hombre sin bazo, como el famoso escritor ruso1. Muy a su pesar, tanto por no poder tener a su novio completo aún como por verse obligada a interrumpir su obra, Mónica envolvió y guardó a León bajo la cama, y salió ilusionada de la pieza.
Las siguientes horas transcurrieron con la misma normalidad, que era —aunque Mónica no quisiera pensar en ello ni reconocerlo— harto frágil, que se podía venir abajo con una distracción. Mientras disimulaba una postura sosegada con éxito y sin demasiada dificultad, consciente de que su plan parecía haber aumentado las chances de lograrse, y se complementaba con su hermana para la preparación de la tortilla de verdura y de la ensalada de tomate y palta, Mónica no dejaba de pensar en su amado, solo, tirado debajo de la cama, a medio reconstruir. Se preguntaba con cierta inquietud si él sería consciente de todo cuanto sucedía a su alrededor; si sentía o comprendía las emociones por las que ella «tenía que pasar» y que, en cierta forma, lejos estaban aún de acabarse; si sus ojos, sus oídos, su piel, su lengua y su nariz, congelados por el desmembramiento, serían capaces de percibir los estímulos externos; y si su estómago vacío tendría hambre, si su garganta muda tendría sed, si sentiría algún dolor. Por eso supo desde el preciso momento de mezclar los ingredientes y encender el horno que iba a sobrar comida, y que, sin que lo tuviera que saber Carla, se la habría de dar de comer a León.
Y después de la comida, durante la extensa sobremesa, sentadas frente al televisor, a Carla no se le ocurrió volver a proponer dormir las dos en la cama matrimonial, esa que la tía solterona nunca había compartido con nadie. Mientras tanto, había germinado y crecido la impaciencia en el fuero interno de Mónica, quien encontraba cada vez más difícil esperar a que la noche avanzara más y a su hermana le diera sueño. Debe señalarse que las hermanas acostumbraban acostarse muy tarde, pasada la medianoche, y levantarse tarde también. Aquello, sumado al cansancio que arrastraba después de un día inusualmente pletórico de actividad y de inolvidables emociones, tiñó a su vez de una muy leve irritabilidad el semblante y la mente de la novia, pero también le dio la idea de forzar un descanso prematuro exagerando el cansancio, haciendo que se lo confundiera con sopor.
A eso de las once y media, sintiendo que había pasado demasiado tiempo, agotada ahora también por la espera, Mónica se fue a la cama. Pero, por más que tuviera un poco de sueño ya, se cubrió con la sábana con miedo de quedarse dormida, y procuró distraerse con el celular. No podía hacer lo de siempre, que era conversar por chat con su novio, pero eso no le impidió enviarle mensajes como si él hubiera podido responder a ellos. Carla daba vueltas en la sala de estar; Mónica estaba convencida de que no quería dormir aún y que buscaba alguna nimiedad para hacer hasta que pasaran deslizándose unos cuantos minutos más. Después de un rato imperdonablemente largo entró en la pieza y se sentó sobre el colchón, y le empezó a dar charla. Mónica le siguió la corriente primero con visible (pero amable) pereza, y luego con algo de enfado. Incluso en un punto volvió el rostro hacia la pared y se quedó allí, inmóvil y en silencio. Carla entendió que su hermana ya estaba demasiado cansada y, sin querer insistir en tener una conversación normal, también se acostó. Pero todavía tardó unos momentos más en apagar la luz…
La casona cayó en un silencio absoluto, de esos que en ciertas condiciones lo llegan a aturdir a uno. Los caseros se habían acostado, igual que las hermanas, y de abajo no salía el menor ruido, ni siquiera los golpecitos mecánicos del reloj de aguja, ni el crujido de las añosas duelas, ni el chirrido impertinente de los grillos afuera, ni la sosegada respiración de Carla. Mónica aguardaba con los ojos abiertos de par en par en la oscuridad, a la que poco le faltaba para ser tan absoluta como el silencio; tan solo un farol colgado arriba de la puerta principal —abajo de la ventana de la pieza— introducía a través de las diáfanas y vaporosas cortinas unas franjas difusas y tenuemente esplendentes. Mónica se destapó con extremo cuidado, no descartando que Carla de pronto pudiera abrir un ojo; no obstante, ya se había hecho mentalmente de una excusa para levantarse: que tenía que ir al baño. Pero lo preferible era que su sueño no se interrumpiera, ya que éste —si no da paso a un largo rato de inconveniente insomnio, como a veces sucede— suele recuperarse al cabo de un período indeterminado y variable, lo que hubiera llevado a otra interminable espera. Mónica, pues, se incorporó y esperó a que una reacción de su hermana delatara su estado de vigilia. No hubo nada, ningún movimiento, ninguna alteración en el ambiente, en el aire. Tomando confianza, apoyó las piernas en el piso y se levantó lentamente, sin despegar los ojos del bulto que yacía en la otra umbrosa cama. Volvió a esperar unos segundos; no respiraba. Finalmente, salió y los goznes, poniéndose de acuerdo en actuar como cómplices de la trastada, no rechinaron ni cuando Mónica abrió ni cuando cerró la puerta tras de sí, y sólo al pestillo se le escapó el sonido de su encuentro con el hueco de la cerradura.
En la penumbra del pasillo Mónica se guió más por el instinto que por el recuerdo del sitio donde estaba la puerta de la otra habitación; a tientas halló el picaporte. Había olvidado ver la hora, pero estimaba que faltaba poco para que dieran las dos, y había olvidado también llevar el poco de comida que había apartado para León. Animada por el favorable curso de los acontecimientos, abrió de una vez y se metió. Encendió la luz, sabiendo en su fuero íntimo que ahora debía terminar el trabajo rápido, para volver a apagarla cuanto antes —y no sólo porque de nuevo la consumía la ansiedad, la impaciencia, la desesperación incluso, de ver a su novio reconstituido y vivo—; una vez que él estuviera a su lado, la oscuridad y todo lo demás en el mundo pasarían a ser irrelevantes.
Le armó un brazo, luego el otro, después las piernas y el resto de la cabeza; unió esta última al cuello y, por último, encastró cada extremidad en sus respectivas articulaciones, como a un muñeco de piezas removibles. Lo estudió concienzudamente, comprobando que no hubiera cometido un error o una omisión: todo estaba en su sitio, no había generado anomalías ni deformidades. Y, a continuación, ella, que era una diosa para él, sopló en él un hálito de vida como a un Adán (y aquí perdónese al autor esta blasfemia poética; si se quiere, se puede decir en cambio que lo que Mónica hizo fue «tomar la cara de su novio como quien toma un tazón, y luego bebió un largo beso de él»2). León abrió lentamente los ojos; sus manos, su cuello, sus piernas, se empezaron a mover, como desperezándose tras un largo y pesado sueño. Reconoció a su novia y, sin entender bien aún dónde estaba, se incorporó y la rodeó con sus brazos. Ella le pidió con una mirada que no hablara, que no podían hacer ruido; él, entonces, comprendió que el plan había tenido éxito: ya estaba en la casona. Los labios de los amantes no tardaron un segundo más en unirse; las caricias se multiplicaron como si se hubieran multiplicado las manos, los dedos, las superficies a acariciar. En un segundo que no existió el camisón de Mónica salió poco menos que eyectado; León hubiera aprisionado a su amada para entregarse el uno al otro allí mismo, en el piso, junto a la puerta, pero Mónica le mostró serpeando con su torso desnudo que había una cama de dos plazas a centímetros de ellos, y que estaba vacía. Así que ambos se pusieron más o menos de pie, sin por ello dejar de aferrarse el uno al otro con las manos, los muslos, los labios; Mónica llegó a estirar un brazo y darle torpemente un manotazo al interruptor de la luz. Muellemente cayeron ambos, hendiendo el colchón, que parecía estar relleno de plumas de ganso de lo suave que estaba, devorándose mutuamente; era difícil saber dónde terminaba uno y empezaba el otro… La atmósfera se inflamaba y chispeaba por encima de los cuerpos volcánicos; los quejidos inarticulados, inaudibles para cualquiera, resonaban en cambio en lo más profundo de sus oídos, en el abismo al que se asoma la pasión cuando se está por consumar…
Frenando las fogosas contorsiones, hambrientas de éxtasis, advirtiendo con su último punto de contacto con la realidad que estaban haciendo ruido, Mónica logró musitar casi como un gemido:
—No podemos… Está mi hermana…
Pero León ya no escuchaba, y si escuchaba, no entendía (no quería entender), y no se aflojó la presión que Mónica sentía en la piel. Aprisionada entre el colchón y su novio, no pensaba resistirse. ¡Ay, qué débil es la carne, y más aún cuando se calienta al fuego de la pasión! Ya un par de manos, de las que no sabía si eran suyas, de León o de los dos, asían no sin algo de voluptuosa violencia el último trozo de tela que llevaba puesto…
La puerta se abrió de golpe, sin estrépito, pero el discreto golpe del pestillo y la sombra movediza y la corriente de aire que delataron la apertura de la puerta hizo que los novios se dieran cuenta de lo que pasaba. El fuego desapareció todavía más rápido de lo que se había abierto la puerta, dejando como único rastro la posición de los cuerpos petrificados de los amantes. La respiración y el parpadeo también suspendieron su existencia momentáneamente. Pero apenas sí se columbraba una sombra en el vano, pues la oscuridad no había disminuido, y sobre la cama no se veía más que una mancha difusa e informe.
—¡Mónica! —exclamó una voz de mujer, con un tono inconfundiblemente admonitorio, estirando un poco la «o».
Acto seguido, la sombra dio media vuelta y se retiró; desde la pieza se oyó claramente, interrumpiendo el recobrado silencio sepulcral de la noche, el característico sonido de los pies descalzos hollando el piso de roble del pasillo. León se desplomó hacia un costado, sintiéndose de pronto exánime. Mónica saltó fuera de la cama y buscó a tientas el camisón; se lo puso como pudo, se arregló un poco el pelo y salió en la misma dirección que su hermana, arrimando la puerta tras de sí. Carla la esperaba en el otro dormitorio, donde ya brillaba la lamparita. León dudó acerca de qué postura tomar, si defender a su novia o si confiar en que ella, que conocía a la perfección el carácter de su hermana, hallara una manera de apaciguarla, y no digamos de convencerla de dejarlo pasar el resto de la noche en la casa. Dos o tres minutos de incierta espera transcurrieron, entonces se volvió a abrir la puerta suavemente y en la pieza entró Mónica. Se sentó en silencio junto a él, le apoyó una mano en el hombro y le dijo:
—Vestite, ya nos vamos.
León obedeció sin objetar. Se hincó al pie de la cama sin molestarse en encender la luz para buscar su ropa, y se vistió en la cercana compañía de Mónica.
—Vos quedate —le dijo él—, yo me voy a buscar un hotel. De última duermo en la estación.
—No. Vamos, yo te acompaño.
León supo que era inútil insistir, y tampoco tenía sentido ponerse a charlar cuando estaba claro que había sido expulsado de la casa, que pesaba sobre él una orden de inmediato desalojo. Fue derecho a la escalera, guiado por Mónica, quien lo seguía; en la oscuridad de la planta baja ella lo remolcó prendida de su brazo. Carla no se había dejado ver, y León tampoco había sentido la tentación de mirar el extremo del corredor de la planta alta, donde la luz eléctrica se derramaba en un cuadrilátero en el piso. Los novios salieron a la frescura de la noche; después de que les ardiera la piel tan intensamente, los invadió una engañosa sensación de frío. Caminaron apenas unos metros; él la ciñó del talle por un momento, pero luego volvió a pedirle que se quedara, que era muy tarde para que anduviera por el pueblo. Él no sabía dónde buscar alojamiento, pero ¡qué va!, hay formas de encontrar un lugar donde pasar la noche. Eventualmente logró despertar al encargado del único hotel del pueblo y pedir una habitación. Las hermanas, mientras tanto, se fueron a dormir —Carla volvió a su cama, y Mónica, a la otra habitación—, y al día siguiente apenas hicieron alguna referencia a lo sucedido.
Y así es como fracasó esta inédita y curiosa «operación de contrabando».
1 Una cariñosa especie de tributo en forma de referencia por parte del autor a Chéjov, quien firmó algunas de sus obras como «El hombre sin bazo». < <
2 En el borrador del relato que dio origen al presente aparece esta frase. De hecho, es la única que sobrevivió sin alteraciones a la reescritura de dicho relato. < <