Cuentos desde el sillón
Ascensorista
En el hospital —tras las largas colas, las intensamente aburridas esperas entre largas idas y venidas por los pasillos, las impacientes expresiones de profesional tranquilidad—, la hora de volver, y la vuelta comienza tomando uno de los ascensores del hospital. Hay tres, uno al lado del otro, de cara a una amplia sala, que es donde la gente se aglomera y espera y se dispone a apretujarse luego, ante la impasible y vacua mirada de su propio reflejo en las grandes paredes espejadas.
Pero no hoy. Desde hoy funcionan las escaleras eléctricas, y tanto pacientes como personal médico y de mantenimiento les dan uso; es algo nuevo para la mayoría de estas personas, y por eso las prueban con avidez. Están descubriendo algo nuevo, después de todo. En cuanto a mí, me gustaban las viejas escaleras de mármol como me gustaban el té y los conciertos de violín, pero las cosas viejas van siendo reemplazadas por las nuevas, e irremediablemente terminan por perderse… En eso pienso mientras aguardo el momento en que las silenciosas y gruesas hojas metálicas se abran frente a mí, y me revelen un espacio prismático vacío, en el que he de descender cómoda y velozmente. Todo sucede tal cual lo espero, salvo por…
Ni bien entro en el diminuto recinto, me percato de la presencia de una mujer (en un primer instante pienso que es un hombre) de uniforme bordó y gris. Firme como un soldado, con la vista fija hacia el frente y el rodete no haciendo contacto con la pared, me dirige la vista por un segundo para preguntarme con una calidez y una amabilidad que chocan con su aspecto frío y duro:
—¿A qué piso desea ir, señor?
Entonces entiendo que se trata de la ascensorista, miembro de una casta que creía extinguida —que había desaparecido para, justo el día de hoy, en que tendrá sitio para existir, renacer—. Por supuesto que ya había visto ascensoristas antes, en esos tiempos largamente pasados que a veces añoro, mas me había olvidado de ellos… hasta este preciso momento, en que respondo:
—A la planta baja, por favor.
La mujer presiona el botón indicado sin siquiera tener que mirarlo, con un movimiento suave y a la vez preciso de su mano. Pienso que conoce el tablero de memoria ya, como si fuese una parte más de su cuerpo; imposible que sea nueva en esto; hay cosas que jamás se olvidan… A pesar de la breve y arrinconada presencia de la ascensorista, me siento muy móvil, con una gran libertad de movimientos, y oxigenado también. Los carteles pegados en las paredes del ascensor tienen un gustillo nuevo para mí. Los leo uno a uno, como cuando la gente se embutía aquí dentro y mirábamos hacia cualquier otro lado para distraernos no teniendo que vernos los unos a los otros, en especial a los ojos. Descubro una finísima mirada que la ascensorista me lanza, y que cabe holgadamente en el tiempo que dura un parpadeo. No doy señal de haberlo notado, esperando que haya sido un mero reflejo de su parte. Leo en una pegatina arriba de las puertas, escrito con letras rojas: «Capacidad máxima: 900 kg»; debajo, a una altura llena de sentido, algo deteriorado por el constante roce de los transeúntes a lo largo del tiempo, otro letrero reza: «No saltar ni correr en el ascensor». A mi izquierda, al alcance de un estiramiento de cuello, impreso en un papel que ha comenzado a amarillear y a ajarse en los bordes, «En este ascensor no discriminamos». Sin querer le devuelvo el fugaz vistazo a la pétrea ascensorista; me corrijo rápidamente, y leo un par de letreros más antes de que el viaje en vertical termine. Uno dice: «Prohibido fumar» —un clásico—, y el otro: «Estimado usuario: mantenga siempre la mirada al frente». Me incomodan tanto el hecho de que la palabra «siempre» esté subrayada, como volverme consciente de que he transgredido las reglas del ascensor. Cuando éramos muchos, no les hacíamos caso; supongo que leíamos los letreros sin comprender lo que decían. Dejo el cuello rígido y los ojos inmóviles, clavados en un punto inespecífico de la puerta, idéntico a los demás; pretendo guardar las apariencias, pero estoy nervioso; el calor empieza a subir por mi torso hasta la coronilla, el aire de pronto se pone sofocante, y el tiempo se estira, que pasan los segundos y no llego a destino. Desde que salí del consultorio no he hecho más que cometer equivocaciones. La caja vidriada de metal por fin está frenando, aterrizando en la planta baja; sé que, en cuanto salga, se darán cuenta de que estoy teniendo pensamientos indebidos; me invade al mismo tiempo el temor de que la ascensorista me delate con las autoridades. Pienso que debo ir por mi cuenta a ajustar mi mente… ¡pienso, pienso, cuando debería dejar de pensar! (hay cosas que duran tan poco…) Las hojas de acero se cierran de nuevo, justo después de que una señorita entra velozmente en el ascensor. Puedo ver en las marcas en su rostro y en su aspecto general que ha aprovechado la súbita apertura de las hojas y la ausencia aparente de personas para entrar. Ya antes de presionar el botón sin mirarlo sabía que vendría, que vería el espacio vacío, creyendo que estaría sola, pero ahora somos dos; manteniendo firme la postura, le pregunto suave y cortésmente —casi con cariño—:
—¿A qué piso desea ir, señorita?
Me responde ligeramente ruborizada que al sexto piso, y empezamos a ascender. Y no puedo evitar pensar que hay cosas que duran tan poco…
Caminando
Esta mañana me desperté —no sé cómo— para encontrar mi propia mente y mi propia percepción envueltas en una poco densa niebla de turbación. A través de la ventana, que no estaba totalmente cubierta por la cortina, entraba un manojo de haces de luz (estaba amaneciendo); en consecuencia, la cama se partió en crestas y valles de luz y de sombra, celestáceas y violáceas cada una a su manera. Mi cabeza erguida y girada vio este paisaje por un larguísimo segundo (uno que pareció un rato entero de aburrida tranquilidad), y sobre uno de sus múltiples pliegues de manta rústica divisé a una araña negra caminando algo apresurada hacia nuestro sur. Inmediatamente después —tan inmediatamente, que fue casi en simultáneo— sentí una imperiosa necesidad de levantarme. Tenía que ponerme en marcha. Así que aparté la manta despacio y lento, con sumo cuidado, para no aplastar a la araña o hacerle algún tipo de daño; una a una mis extremidades fueron flexionándose para descubrirse, abandonando el calor de la cama y la escasa comodidad del colchón apestoso y algo rancio, estirándose por encima del borde de la cama como medida adicional de precaución (ya la araña se había fundido con las negruras de las regiones no alcanzadas aún por el amanecer) y aterrizando finalmente en el suelo alfombrado y envejecido. Entonces me vi libre de apresurarme de una vez, sintiendo con más fuerza que aquello tenía que hacerse pronto. No me di cuenta en ese instante, pero la niebla mental se me había disipado, y me había olvidado por completo de la araña negra. Sólo comencé a caminar con paso rápido, sin otro asunto en la cabeza que no fuera avanzar entre los juegos de luces y sombras por el camino alto, celeste y violeta, y no por los valles de penumbras. Así iba yo, con las evidencias del naciente día sobre y a mis espaldas, cuando te despertaste en ese especial y leve estado de confusión y me viste; la confusión se disipó muy rápido de tu mente, y sentiste que debías levantarte de inmediato. A pesar de tu súbita necesidad, tuviste la infinitamente compasiva y piadosa amabilidad de salir de la cama con cuidado, para que nada malo me pasara. Luego sí, comenzaste a recorrer la larga cresta rápidamente; supongo que ibas al mismo lugar que el resto de nosotros.
Practicando el idioma
Comencé estas últimas vacaciones tan entusiasmado; sin embargo, ya en el aeropuerto encontré las primeras caras de nada, sin vida, sin emoción, sin sentimiento. No es tan cierto que todos ellos son iguales, pero esa idiosincrasia que comparten (o que se transmiten de generación en generación) sí que los empareja, sí que los uniforma. En fin, después de probar el café local di un primer viaje en tren. Dentro del vagón, lo mismo que en el andén y que camino de la estación, encontré una multitud de rostros casi en blanco. Los que no estaban leyendo el diario o algún libro, o usando el celular, tenían la mirada fijamente perdida en el piso o en la nada. Eso me pareció una lástima, puesto que había estado deseando conversar con los locales; practicar el idioma estando por fin en su territorio, en situaciones «reales». Escogí por fin un sitio libre entre dos jóvenes, tomé asiento, y suspiré. Ninguno de los dos me hizo caso, tal como lo esperaba. «Puedo practicar por mi cuenta, después de todo», pensé, así que saqué del bolsillo de la mochila la libreta de notas y el bolígrafo.
¿Con qué empezar? Tenía ganas de escribir alguna frase que me fuera a servir durante mi estadía. Pensé por un momento dándome golpecitos en el mentón con el bolígrafo. Me distraje dando a mis ojos la libertad de posarse en los carteles pegados por todo el vagón. Me detuve a los pocos segundos, cuando algo llamó mi atención: había un espacio vacío entre las puertas y una de las ventanillas. Se me ocurrió que tal vez allí solía haber una publicidad, y que la habían retirado recientemente, y que aún no habían encontrado otra compañía que quisiera colocar un cartel en ese vagón. «Hasta que eso suceda —pensé— deberían ocupar ese espacio con algo». Guardé la libreta y el bolígrafo, y me levanté del asiento. Observé brevemente el espacio libre de carteles; en él creí detectar restos de la substancia que hace adhesiva a la cinta adhesiva.
«Es mejor asegurarse de que nadie profane este espacio.»
Revolví el bolsillo en busca del marcador.
«Está bien que esta gente sea muy disciplinada y todo, pero es mejor no darle oportunidad de que arruinen este país tan lindo que tienen.»
Pensé también que hubiera sido una verdadera pena que alguien hiciera lo que la gente de mi país, que es adherir pegatinas ridículas en el transporte público, o garabatear sus apodos o todo tipo de frases sin sentido con marcador indeleble… o peor aún, que algún ebrio orinara en el espacio libre.
Lancé un último vistazo panorámico a los demás pasajeros antes de empezar; estaban todos más quietos y mudos que el paisaje al otro lado del cristal. La idea estaba en mi cabeza; sólo tenía que traducirla en hechos. Comencé:
«POR FAVOR…».
Alguien se puso de pie y caminó hacia mí. Yo apenas lo noté, siendo que estaba ocupado arrepintiéndome de no estar escribiendo más grande. Además, tenía que concentrarme en vencer las vibraciones y las ligeras y esporádicas sacudidas del tren.
Como era tarde para lamentaciones, continué:
«NO…».
—¿Qué cree que está haciendo? —me preguntó el tipo que ahora estaba parado detrás de mí, en su idioma, desde luego. Yo elegí no hacerle caso y seguir con lo mío.
—Le hice una pregunta. Responda —insistió el sujeto, muy educadamente pero también con firmeza. Yo justo estaba terminando de escribir, de manera que no tardé en dar media vuelta. Descubrí que prácticamente todos en el vagón se me habían acercado para rodearme.
—¿Dónde se cree que está? —oí de entre la pequeña muchedumbre.
—Odio a esos extranjeros que no respetan nuestro país, ni nuestra cultura —añadió algún resentido atrás.
—Tendrá que retractarse de lo que acaba de hacer —me advirtió severamente un hombre de aspecto empresarial y fuerte aliento a pescado.
En eso, el timbre y una voz a través del parlante intervinieron en la escena. «La próxima estación es Y*», anunció. Era donde debía bajarme.
—Bueno, ¡diga algo de una vez! —exclamó un pasajero, ya impaciente, además de molesto. Pero yo ya no tenía ganas de hablarles. Me hice a un lado, acercándome a las portezuelas, revelando el mensaje al resto de los pasajeros.
«POR FAVOR, NO ESCRIBA EN ESTE ESPACIO.»
Las puertas se abrieron, y salí por fin, con viento fresco, no sin antes echar una mirada de despedida a los impactados pasajeros, los mismos que después de mirarse entre ellos regresaban a sus respectivos mundos personales, la mayoría con gestos de humillación o de vergüenza en el rostro.
Antimagnetismo
Aprovechando que la gran mayoría de la clase estaba distraída, Lucía sacó el diminuto cilindro de la mochila. Entonces llamó al profesor, pero el que terminó acudiendo fue el ayudante de cátedra.
—¿Sí?
—¿Esto es un imán? —preguntó Lucía.
El ayudante de cátedra tomó el cilindro de manos de la joven y lo examinó. Era metálico y tenía el color del bronce, pero era más pesado (o, mejor dicho, más denso) que éste. Reflejaba la luz de la lámpara poco uniformemente.
—¿Cómo que si es un imán?
Lucía le tendió un imán de la caja para que hiciera la prueba. El ayudante de cátedra acercó primero el polo positivo del imán al cilindro, y observó repulsión. Luego acercó el polo negativo del imán al cilindro, y de nuevo constató repulsión.
Los ojos se le abrieron como platos, con rayos de luz a punto de salir disparados de ellos.
—¿De dónde sacaste esto? —preguntó, maravillado.
La muchacha se encogió de hombros.
—Lo encontré por ahí —respondió la chica, casi sin ganas, en total contraste con la emoción del ayudante de cátedra.
En cuanto a aquél, él apenas la escuchó. Había puesto el cilindro a contraluz y le acercaba el imán de diferentes formas, desde diferentes direcciones, manteniendo siempre la misma cara de asombro.
—Oh, esto es… antimagnetismo.
—¿Antimagnetismo?
—¡Sí, antimagnetismo! —exclamó, y de inmediato bajó la voz—. Pero no le digas a nadie, porque es un secreto.
Volviendo a casa, Lucía recordó las palabras del ayudante de cátedra.
«Un secreto», se repitió para sus adentros. «…Como la antigravedad. La antigravedad también existe, pero es un secreto.»
Esperando para cruzar la calle, Lucía se murmuró a sí misma:
«La verdad es que no parece tan idiota cuando encuentra cosas que le interesan».
Esa noche, Lucía se enfrentó a los ejercicios de física. Todo estaba en posición; el cuaderno perfectamente abierto; incluso la mano de la chica ya sujetaba el lápiz, esperando órdenes de arriba. Entonces acercó por fin la mano derecha al cuaderno, dispuesta a plantear la primera ecuación. No obstante, la punta del lápiz no llegó a hacer contacto con el papel. Al intentar forzar el contacto, la mano le comenzó a temblar.
—Oh… Vamos… —musitó Lucía, arrugando el rostro, rogando con voz quebradiza.
—¿Estás bien? —preguntó Marina, su hermana. Había entrado sin hacer ruido.
—Ah… No puedo…
Marina acercó la cara a la escena con honda curiosidad. Vio cómo su hermana, a pesar de sus esfuerzos, era incapaz de apoyar el lápiz sobre el cuaderno para empezar a escribir.
—¿Qué es lo que sucede?
—Ah… Oh…
Ni siquiera cambiando de lápiz, ni tratando de usar la mano izquierda, Lucía pudo escribir algo. Sí le hizo unos rayones a la hoja, llegando a abrirle una herida incluso. Marina, que se había limitado a permanecer como una incrédula espectadora, no tardó en impacientarse.
—En serio, ¿qué te pasa?
Lucía abrió un poco los ojos en medio de la expresión de inaudito sufrimiento y de los poco explicables quejidos para responder:
—Antimagnetismo.
Pisadas
Gracias a la apertura del cielo —tardía, pero aún a tiempo para mis intereses— pude comprobar que el sol estaba todavía relativamente lejos de ponerse. El exterior me recibió con una fuerte y gélida corriente de aire también.
—Bueno, al menos ya dejó de llover —dije.
Él asintió con un enérgico gesto y un par de palabras sencillas.
Nos despedimos, tras lo cual cada uno comenzó a andar en direcciones opuestas, cada uno con un rumbo propio, un destino particular. Me alegró el medio saber que en realidad era temprano; no había necesidad de apretar el paso o de andar calculando a qué hora estaría de vuelta en casa. Los rayos de sol, si bien se me antojaban débiles y tibios, ya habían comenzado a secar el pavimento. Sólo los arroyos y las hendiduras regulares en el piso permanecían como finos y largos rincones mojados y cubiertos de sombras. Las plantas que crecían a ambos lados de la calle tenían las hojas secas y los tallos húmedos.
Después de caminar un cierto trecho me topé con un gran charco. Se había formado por la acumulación de agua de lluvia en una depresión poco profunda en medio de la calle. Instantáneamente tuve mi primer déjà vu en años; algo en ese gran charco me era extrañamente familiar. Naturalmente, evité meter el pie en el agua, aunque sin tampoco llegar a tomarme la molestia de esquivar el aura de humedad que rodeaba al charco, evidencia del paulatino retroceso de éste. Entonces noté que algunas huellas mojadas salían de aquella laguna en miniatura. Quien las había dejado se hallaba más adelante… y había metido los pies en el agua. A continuación, y para agregar a una situación que se estaba tornando misteriosa, me di cuenta de un hecho peculiar, no muy común que digamos: las suelas de las zapatillas que habían impreso aquellas huellas acuáticas eran iguales a las de las zapatillas que llevaba puestas. Sin embargo, no quise darle importancia a este hecho, y volví a mirar hacia adelante. Pero ¡oh, sorpresa!, tan pronto lo hice, divisé una figura reconocible unos metros por delante de mí, andando el mismo camino que yo. Su aspecto era digno de mención, cuando menos. El sujeto tenía el cabello del mismo color que yo, y peinado de la misma manera, el mismo modelo de suéter, el mismo pantalón y las mismas zapatillas; la misma forma de caminar y seguro que hasta la misma forma de mirar hacia adelante.
Sí, me pregunté quién podría ser esa persona. ¿Carne y hueso o espejismo? ¿Impostor o clon? ¿Sueño o realidad? Seguí mi instinto sin demora y corrí (lentamente) para alcanzar a esa figura andante.
Y cuanto más me acercaba, más me parecía que me estaba viendo a mí mismo, más conocía cómo soy visto desde atrás. Finalmente lo alcancé. Lo tomé del hombro para llamar su atención. Atento como estaba él, volvió la cabeza hacia mí de inmediato y me miró con mis propios ojos y con esa expresión medio rara que dicen que tengo, sorprendido a pesar de mi lucidez y de mi rapidez de reflejos.
Le solté el hombro suavemente.
—Perdón, te confundí con alguien que conozco.
Apretando el paso, lo dejé atrás.