El Hombre Doble A
Cierta vez —no hace mucho, a decir verdad—, conocí a un hombre muy peculiar. Es tan normal como lo puede ser cualquier hombre que anda en sus treintas, y tan común y corriente como lo es la gente que ves en la calle… salvo por un pequeño detalle, uno pequeño, pero muy significativo.
Una vez pensé que su destino estaba marcado desde el instante mismo de su concepción, la cual, por lo que explicaré más adelante, podría estar signada por un perturbador misterio. Sin embargo, si esto no es así, es decir, si no nacemos predestinados a una tarea en particular, entonces uno podría pensar —y yo mismo lo he considerado también— que posiblemente la suerte de nuestro protagonista haya sido decidida de manera acaso irónica en el momento mismo de haber sido registrado como persona.
Sus padres lo llamaron Aarón. Aarón Achával es su nombre completo; no le pusieron segundo nombre, cosa que, como sabrás, no es lo más usual.
AA-rón, con doble A, y sus iniciales son A.A. (doble A también).
Nuestro amigo transcurrió su primera infancia como lo haría cualquier niño nacido en una familia de clase media de esta ciudad, o eso es lo que él dice, y yo le creo. Y, nuevamente según él, esto fue así hasta el día que él descubrió algo acerca de sí mismo que lo hacía diferente a todos los demás.
Sólo él sabe exactamente cómo sucedió. Lo que puedo transmitirte es que, cierto día por la tarde, del lado de la primavera en que las temperaturas definitivamente ya se elevan, recordándole a uno la proximidad del estío, poniendo a resguardo el pellejo de los friolentos por los siguientes meses, nuestro amigo contemplaba el diligente correteo de las hormigas en el patio cuando notó que tenía sed y que su lengua se empezaba a cubrir de parches de espuma, al tiempo que su piel blanquecina tomaba un tono rosado. Sin sentirse agobiado ni sofocado, el joven Aarón exhaló un volumen de aire por la nariz, que se cebó sobre uno de sus antebrazos. Y lo que él sintió fue una diáfana nube refrescante posándose sobre su piel, acariciándola. Fue para él una agradable sorpresa: cuando su cuerpo estaba caliente, y esperaba lanzar sobre su propio brazo un poco de aire cálido en una exhalación liberadora, percibió un leve frío que le recordó a la apertura de una heladera o de un freezer, o a una bocanada de aire expelida por un equipo de aire acondicionado. Lejos de exaltarse o de perturbarse por lo que acababa de ocurrirle a su propio organismo, el niño se maravilló: ¿cómo era posible que saliera aire fresco de su interior, con el calor que tenía? Normalmente lo contrario ocurre, al menos en estas latitudes: el aire que uno inhala está relativamente más frío que el que exhala, incluso en los días más agobiantes de verano (típicamente la atmósfera no es más caliente que el interior de uno); el cuerpo es rápido para elevar la temperatura de todo aquello que ingresa, sea aire, agua o alimento. Nuestro protagonista repitió lo que acababa de hacer, obteniendo el mismo resultado: verdaderamente era capaz de emitir aire fresco. Sin embargo, la tercera bocanada que exhaló fue de aire caliente, como si hubiera perdido su habilidad en un parpadeo. Algo decepcionado, nuestro joven protagonista intentó repetir el misterioso milagro, sin éxito. En su emoción inicial había pasado fugazmente por su cabeza la idea de correr a contarle a sus padres, pero, habiendo desaparecido de pronto la capacidad de producir aire frío, evitó mencionar el hecho, e incluso se preguntó a sí mismo si no se había tratado de una alucinación.
Con el tiempo, no obstante, brevísimos episodios como el que relaté más arriba se reiteraron, no necesariamente con una alta frecuencia, sino más bien paulatinamente. Y luego de cada uno de aquellos efímeros momentos, nuestro amigo observaba en pensamientos lo que le ocurría a su organismo, tratando de buscar una explicación o una causa para su extraña habilidad. Eventualmente también le comentó a sus padres y a compañeros de la escuela lo que era capaz de hacer, pero los primeros no le hicieron mucho caso, creyendo que se trataba de una incomprensible o rebuscada broma infantil, y los últimos no estaban dispuestos a creerle sin que se les hiciera una demostración frente a sus ojos. Pasaron años hasta que nuestro amigo pudo comprender qué era lo que sucedía —para entonces, ya se hallaba bien entrado en la adolescencia, momento en el cual ya conocía su propio cuerpo, su funcionamiento y varios de sus límites, amén de haber tenido que soportar el mal trago de algunas exhibiciones fallidas— y explicarse a sí mismo cómo aquel fenómeno era posible, pese a que, en lo que a establecer su causa respecta, se veía completamente incapaz de formular o esbozar siquiera una teoría.
Y esto es lo que le ocurría a nuestro protagonista: en pocas palabras, era capaz de refrigerar el aire que ingresaba a su interior, en especial si lo hacía a través de su nariz. Básicamente, tenía un aire acondicionado dentro suyo, por decirlo así.
Al principio, esto lo podía hacer solamente en momentos en que no era consciente de nada, cuando la cabeza le quedaba poblada de algún pensamiento vacío, desprovisto de sentido, o de los mudos y secos vestigios de una idea, y los ojos extraviadamente fijos en la nada que se esconde detrás del infinito —que se implica en él, digo yo—, con total ausencia de actividad en sus músculos esqueléticos, o cerrados, como cuando uno inadvertida e involuntariamente es transportado fuera de la realidad, hacia el mundo de los sueños; todo esto en contra de lo que algunos podrían suponer: que es necesario un gran nivel de concentración para ejecutar una técnica de ese tipo; y, lo que era más importante, siempre que no hubiera nadie cerca que pudiera atestiguar el curioso fenómeno. Sin embargo, con el tiempo, y muy de a poco, con tesón y sin desmayar, nuestro amigo aprendió a dominar su singular habilidad, pudiendo enfriar el aire de sus pulmones con cierto grado de conciencia, aunque tampoco podía permitirse muchas distracciones: si su atención se dividía en dos tareas diferentes de una cierta exigencia mental, su intención quedaba en la nada, y él pasaba entonces a convertirse automáticamente en lo que cierta gente execrablemente llamaría una «estufa humana». De modo que, una vez que se aseguró de saber someter su poder a la todopoderosa voluntad, se vio libre y feliz de enseñar a sus conocidos su habilidad, su don.
Sus padres, naturalmente, se asombraron sobremanera, pero en ningún momento se preguntaron cómo era posible que un ser humano pudiera enfriar el aire al inspirarlo en vez de calentarlo; no sintieron curiosidad al respecto, y tan solo se limitaron a recibir como una modesta y llamativa bendición la habilidad de nuestro amigo. Y él tampoco se atrevió a lanzar una pregunta acerca del tema, no sólo porque, como dije antes, no tenía idea de la posible procedencia de su poder, sino porque, además, tal vez en el fondo aquello no era lo importante —no tanto como el uso que pudiera dar a su habilidad—. Y yo tampoco quise darle ideas que le invitaran a la reflexión, temiendo que ello le implicara bucear en las profundas y oscuras aguas de los más viejos recuerdos infantiles, tan incomprendidos como nebulosos, o retrotraerse a la época previa a su mismísima concepción y descubrir un secreto que quizás no le incumbe realmente, o que por su bien no debería hacerlo.
Pues es conocido el caso de una mujer que quedó embarazada, según cuentan, sin haber tenido relaciones, y sí por medio de las vibraciones analógicas de un televisor antiguo que había en su casa.
Pero ¡ojo!, no estoy insinuando nada.
En la escuela, por otra parte, el joven Aarón se volvió inmediatamente popular. Su habilidad era todo un suceso, sobre todo cuando llegó la primavera y las temperaturas diurnas empezaron a elevarse, haciendo conveniente el tener a mano una brisa de aire fresco.
Al principio, cada vez que a nuestro protagonista se le pedía que hiciera «su gracia», él aceptaba de buena gana, incluso feliz de sentirse requerido y útil y, por lo tanto, importante; este sentimiento se incrementaba con la personalidad servicial, sensible, benevolente y cándida que nuestro amigo arrastraba desde su infancia, y se complementaba con la deslumbrada gratitud de aquellos a quienes él ofrecía su don. Sus padres se lo requerían amablemente —suavemente y con una dulce sonrisa, casi como quien pretende persuadir a alguien de que haga algo a lo que éste podría en alguna circunstancia negarse, casi como una invitación— toda vez que estaban aburridos y sentían deseos de presenciar de nuevo el misterioso fenómeno. Sus amigos de la escuela, por su parte, lo rodeaban durante los recreos, o se le ponían al lado en los momentos de ocio que rellenan las a veces insoportables horas de clase y, con los ojos abiertos de par en par y una mueca de hondo interés, le pedían una nueva demostración, o le instaban a que la hiciera. Y él sonreía de gusto, antes de proceder a inspirar hondo, haciendo entrar el aire por la nariz, retener el aire por un breve instante, y exhalarlo vuelto una corriente refrescante, ligera y sumamente agradable que, no obstante, era efímera, pues pronto se desvanecía en la calidez de la atmósfera en derredor de sí, lo cual llevaba ineludiblemente a requerir la repetición de la técnica. En esa época de juventud le empezaron a llamar «Doble A», por las iniciales de su nombre y por el hecho de que ya era conocido como «el Hombre Aire Acondicionado», apodo con el que no podía estar disgustado, pues no consideraba que hubiera algo malo en él realmente, pero que tampoco le simpatizaba precisamente. En su fuero íntimo, él sabía que, pese a toda la atención que recibía y la estima que se le tenía, ni él ni su habilidad eran imprescindibles… aunque igualmente cierto era que nadie más podía hacer lo que él. Sin embargo, con mayor frecuencia cada vez, se sentía un tanto forzado a interrumpir una comida familiar para soplar un poco de viento fresco a la mesa, y en las reuniones con amigos tenía que hacer pausas de valioso tiempo para enfriar el ambiente, sin poder beber ni comer ni estudiar ni nada, tan sólo mirar los rostros aliviados y —sobre todo— complacidos de sus amigos en aquellas jornadas calurosas y sofocantes. A veces un alma piadosa encendía el ventilador o el aire acondicionado de verdad, mas con cierta frecuencia había alguien que prefería evitar el ruido o el molesto viento del ventilador, que dificultaban el trabajo o el estudio en casa, o ahorrar energía dejando el aire acondicionado apagado o programado a una temperatura no tan baja como era deseable. Y así, nuestro protagonista no tardó demasiado en desencantarse acerca de las posibilidades de usar su habilidad para ayudar al prójimo. De hecho, no sólo se desencantó, sino que pasó a querer renegar de su poder y desconocer su habilidad, y aun más luego de toparse sus oídos con lo que dicen pretendidos gurúes de filosofías lejanas, quienes no comprenden el verdadero significado de las frases con las que llenan sus folletos pseudoespiritualistas: «Sé inútil, para que nadie pueda aprovecharse de ti». Había comenzado a sentir su ayuda como un trabajo, como una carga, incluso como una odiosa obligación, odiosa justamente por ser obligada, por no nacer espontáneamente de su bondad, por tener que atender al pedido de sus seres queridos, aunque fuera por unos pocos minutos. Incluso si él no estaba ocupado cuando alguien se le acercaba y le decía amable y amistosamente «¿No prendés un poquito el aire?», se contrariaba. Había notado también el falso interés de quienes lo rodeaban, gente egoísta que era más amiga de su habilidad que de él, que sólo se acordaban de su existencia o se apegaban a él cuando necesitaban de «su gracia», y que le habían robado el nombre que sus padres le habían dado para sustituirlo por un apodo propio más bien de un artefacto que de una persona: «Doble A», y que, si él les manifestaba estar muy cansado u ocupado como para soplar aire frío, se enfadaban con él o pasaban a ignorarlo. Esta es la situación que maduró a lo largo de sus años de secundaria; la terrible y cruda verdad que tuvo que confrontar para aprender a aceptar… dicho de una manera algo exagerada —todo sea dicho—; no es usual ser imprescindible, y, por otra parte, si uno no persigue sus propios intereses, ¿quién lo hará? Y él habrá perseguido los suyos propios en su día, ¿o no?
«Ahora entiendo a los genios —me dijo durante uno de nuestros últimos diálogos; a decir verdad, hemos conversado apenas unas cinco veces, pero los cimientos de nuestra relación, hechos de mutuo respeto, confianza y, sobre todo, de positivas primeras impresiones, se han constituido muy rápidamente—, a los que tienen un IQ de ciento ochenta o más. Pasan el día encerrados, leyendo o estudiando, sin ver a nadie, y la gente opina que eso es un desperdicio, que tendrían que usar su inteligencia en beneficio de la humanidad, inventando cosas útiles, mejorando sus condiciones de vida o algo por el estilo. Pero claro, ellos en realidad quieren sentarse muy cómodos a esperar que los genios les lleven sus inventos maravillosos, y ellos quedárselos y no darles nada a cambio. Y yo me pregunto, ¿por qué un genio iría a usar sus dones para crear inventos que le faciliten la vida a un montón de ingratos desconocidos, que no van a entender lo que implica crearlos (las hermosas maravillas que son parte quizá necesaria, incluso imprescindible, del proceso) y, además, cuando nadie se los pidió? ¿Es que no son humanos, por más raros que sean? ¿No tienen sentimientos?»
Todo aquello me lo dijo como quien se siente al fin libre de expresar su sincera opinión —y yo lo entendí, pues él tenía un muy buen punto, y vamos, tampoco hay que ser un «hombre aire acondicionado» para sentirse (¡y ser!) usado—… Sólo que su par de últimas preguntas retóricas salieron con amargura. La amargura de saberse usado, incluso explotado, de considerarse visto como una herramienta o una máquina —desprovista de voluntad propia, en cualquier caso— más que como un semejante… La decepción de ser llevado a un estudio de televisión a que haga su demostración frente a un público expectante y mirón, cual engendro de un circo posmoderno, decadente, para que lo sentaran en un gélido plató que un aliento de temperatura normal no podría llegar a entibiar ni en mil años, y después de la grabación tener que oír a sus padres hablar tras bambalinas con el conductor del programa y con sus productores, diciéndoles: «Vinimos desde muy lejos y gastamos mucho en los pasajes, ¿no podrían al menos darnos algo de dinero para regresar?». Las impertinentes miradas de la gente del barrio, que arreciaban sobre él desde todas direcciones cuando él salía de su casa, una vez vuelto famoso, que lo incomodaban —mudas como eran— al punto de perturbarlo, de hacerle olvidar el motivo de estar afuera para empezar; y sus constantes murmuraciones —aunque, en los hechos, generalmente tácitas, y muy probablemente malignas o malintencionadas, acaso hasta inquisitoriales— acerca de su extraña propiedad.
De modo que los años que siguieron a su graduación de la escuela secundaria nuestro amigo los pasó teniendo una vida normal, casi sin hacer mención de su habilidad, ni de hacer exhibiciones de la misma, salvo en ocasiones excepcionales, que requerían revelarse como un ser distinto a los demás, como caerle bien al jefe o a algún compañero de trabajo influyente o de alto rango, atraer a una mujer o aliviar en secreto a un anciano acalorado del que se compadecía. Pero, pese a que se permitía emplear su habilidad en las situaciones antes mencionadas, rehusaba dar precisiones al respecto cuando se le pedían, y se cuidaba de dar respuestas poco satisfactorias, todo en aras de velar de discreción su maravillosa capacidad. Hoy tiene esposa e hijos, y cada tanto, en las cálidas noches de la primavera tardía o en las tórridas jornadas veraniegas les sopla un poco de aire fresco en la cara… Y es que nunca le ha dejado de gustar el sentirse útil, ni el saber que está haciendo algo bueno por otros. Después de todo, ¿a quién no le gusta?
Por no querer causarle molestias, evitando la culpa, nunca le pedí que me mostrara su habilidad. Él sólo me la enseñó el día que nos conocimos, suspirando un poco de aire fresco en mi rostro, y yo de inmediato le creí. Pero, quién sabe, bien me pudo haber engañado masticando un chicle de menta aquel día en esa sala de espera…