Visiones de una ciudad más allá

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Fuego en la escuela

La cosa empezó un tanto lejos de mí, en la cocina. Uno de los descuidados empleados que trabajan ahí se distrajo por un momento lo suficientemente largo para que un modesto fuego escupiera parte de sí mismo, quizá porque quería rebelarse y vivir un poco más —quizá de puro molesto, quizá sólo por aburrimiento—; le alcanzó al trozo de fuego la suerte para aterrizar en una superficie que estimulara su crecimiento, y es fácil imaginar la altura que habrá alcanzado el vástago vuelto llamarada —vuelto fuego propio—, y si nos esforzamos un poco podremos llegar a ver con mayor o menor claridad el susto en los rostros de los cocineros, el estallido de sus ojos como huevos y el movimiento de sus brazos o manos como para agitar esos huevos. Los empleados no tardaron en retroceder hacia la puerta; antes, por supuesto, uno de ellos activó la santa alarma para dar aviso a toda la escuela. Entonces, la llama, ya multiplicada y amplificada, se abalanzó sobre los pavorosos cocineros en fuga —boquiabiertos, algunos enmudecidos y otros a los alaridos de terror— como si las paredes, el piso y hasta el aire mismo hubieran estado impregnados de bencina.

Mientras estas cosas ocurrían, yo estaba en clase, en el aula número dieciséis. El espíritu del alumnado estaba bajo y quieto; estábamos todos cansados —algunos, como yo, bostezábamos hasta por los codos—. ¡Una veintena de bolsas de papas hubiera exhibido más vitalidad que nosotros! A causa de nuestra actitud la maestra estaba deprimiéndose poco a poco. Acaso las paredes prestarían más atención que estos muñecos que hacíamos las veces de alumnos… Entonces la alarma rasgó la insoportable modorra del salón con su agudo tronar, despertando a algún compañero en el proceso.

La mayoría de nosotros, entre los que me incluyo, no reaccionamos violentamente. Sí es cierto que nos sorprendió el chillido de la alarma, pero fue porque jamás lo habíamos oído en persona, y porque ni nosotros ni nadie esperábamos un incidente grave en la escuela. Otros, en contraste e instintivamente, se entregaron al pánico: se levantaron de sus asientos de un salto con el rostro desencajado, como si tuvieran al fuego justo debajo de la silla. También se oyó algún grito corto y seco —de los que se oyen bien en medio del ruido— al fondo del salón y afuera también. La maestra, por su parte, asumió el rol de modelo y ejemplo de serenidad ante el caos de lo imprevisto, y desde detrás del escritorio nos pidió que nos calmáramos, y que saliéramos en orden. A través del cristal de la puerta ya veíamos personas huir corriendo hacia la salida. A una de ellas la maestra le preguntó qué había sucedido.

—¡Es en la cocina! ¡Se prendió fuego! —dijo una de las cocineras, sin dejar de trotar cansinamente.

Alguien de mi clase gritó de nuevo, tan cerca de mi oído que éste se retorció de dolor.

—Muy bien, todos salgamos despacio y en orden hacia la calle —ordenó calmadamente la maestra, con ademanes un tanto exagerados, pero bueno, era una situación límite y había que tranquilizar a todos.

La clase empezó de a poco a contagiarse de la serenidad de la maestra, y los más compuestos recogieron sus pertenencias rápidamente y se marcharon a través de la puerta principal, incluso alegres de poder salir un poco más temprano que lo usual. Yo, por mi parte, pude haberme retirado en ese momento, pero entonces vi una sombra conocida y odiosa en el primer piso. Me dejé distraer, y así es como seguí a la sombra mientras se alejaba. Mirando hacia arriba para no perder la silueta de vista, y mirando hacia adelante para no tropezar con aquellos que huían desde el lado de la cocina, hice oídos sordos a las voces de alto, dando motivos de sorpresa a cualquiera. A medida que me iba acercando a la sombra y a la cocina, el humo comenzaba a hacerse visible, y el olor a aceite quemado y a huesos de pollo carbonizados empezaba a pegarse en mis fosas nasales. El ruido de la alarma también se hacía más alto e insoportable. Llegando a la puerta de la cocina, una llamarada casi horizontal que salió escupida de allí me impresionó tanto, que por un segundo olvidé lo que estaba haciendo en ese lugar. Pero pude recordarlo cuando alcé la mirada y vi al estúpido director de la escuela de pie en el primer piso, con las manos apoyadas en la baranda, observando tranquilamente el incendio (desde su ubicación él podía ver parte del interior de la cocina). Vi en la escena un parecido a la de un capitán con su navío en llamas, aguardando en un silencio de resignación el momento de hundirse con él para siempre. Me pregunté qué sucedería si de pronto el fuego se decidiera a devorar todo el lugar, e instantáneamente vi arrastrarse cerca de mí varias serpientes encendidas, luminosas. Todas ellas se dirigieron hacia donde estaba el director, pasándome por los costados, evitándome, o sin reparar en mi presencia. Alcanzaron en un segundo la pared, y la treparon con impresionante celeridad. El director no se inmutó. Tampoco observó los fuegos que se le acercaban; no pareció sentir calor en ningún momento, ni molestarse por los olores a materia orgánica quemada ni por el progresivo ennegrecimiento del aire. Eventualmente, se vio envuelto en llamas, mas permaneció inmóvil y se dejó capturar. El oxígeno comenzaba a escasear, el humo hacía arder mis ojos, y mi ropa estaba reseca y caliente, como si estuviera chamuscándose ya. Pronto no habría escapatoria. Así que me moví por fin de donde estaba, no sin antes lanzar una última mirada al director. Ahí seguía él, aún con la mirada puesta en la bendita cocina, acaso tratando de adivinar qué era exactamente lo que había sucedido, intentando ver a través de las llamas. Ya el fuego me impedía verlo; ya el fuego lo envolvía y reordenaba su materia, desintegrándolo en el proceso, disgregándole los bordes, derritiéndole la superficie, desfigurándole la estructura… todo antes de que sonara la campana de salida.

Era hora de volver a casa.