Visiones de una ciudad más allá

· · · ·

En la galería

1

El tibio sol de la mañana, que se escondía entre los contornos del par de nubes que se le cruzaban, vio a Lorenzo caminar hacia su debajo con la mirada algo inclinada para que sus rayos no estorbaran la visión de éste ni lo dejaran ciego. Aun así, Lorenzo sí observaba constantemente aquello que lo rodeaba para sentir los mudos recuerdos entrar en su mente superficial de a uno, en fila. El cruce donde aquel hombre una vez corrió pidiendo ayuda a los gritos. La vieja casa de productos de limpieza, siempre vacía. La puerta marrón que Lorenzo trató de abrir luego de regresar del «Ultramarket». Aquel incidente, ocurrido hacía ocho meses, se presentó en su mente con inusitada intensidad. El episodio había sido tan confuso, que Lorenzo apenas podía recordar escenas de aquel con efectividad; lo que podía reunir de él era tan solo una colección de pedazos desparejos y difusos, hechos migajas como las nubes del cielo lo eran de un pan celestial. Es así como él se vio atravesado por medio de los sentidos, en simultáneo, mas también en paralelo, por el choque en el supermercado, el aroma a salchichas, los vapores del pasillo oscuro, el ticket arrugado en su mano.

Le había llevado un buen tiempo —semanas enteras— poder acercarse de nuevo a aquel enorme supermercado siquiera, donde había misteriosamente perdido todo un día, y más dificultoso le había sido atreverse a entrar en él una vez más, pero eventualmente logró hacerlo, y el tiempo no volvió a esfumársele ahí dentro, y tampoco su ser se esfumó en los pasillos fragantes y luminosos, ni en las oscuras y descuidadas entrañas de la edificación.

Lorenzo se detuvo por un instante y miró hacia atrás. Allá, llegando a la esquina, un hombre un tanto enjuto, de ropaje abigarrado, estaba de pie junto a un árbol delgado y a medio pelarse, inmóvil, con la vista un poco inclinada. Del puño de aquél salía una correa que terminaba en el collar de un terrier de pelaje gris. Lorenzo plantó la vista en el sujeto por un breve instante, en su camisa a cuadros, y en su chaqueta marrón, en su cabello despeinado, en su bigote… Aquello no era ni un recuerdo ni una imaginación, sino el verdadero Coselli. Luego de esos fantasmales segundos, Lorenzo se puso en marcha de nuevo. Coselli, por su parte, instó al perro a seguir camino con un tirón de correa que fue suave pero suficiente. Perro y dueño tomaron su propio rumbo común, opuesto al que Lorenzo ya estaba tomando; cada hombre marchó hacia su propio adelante.

Alejándose de la pensión donde había vivido un tiempo, Lorenzo casi vio en su mano derecha la llave que no había querido entrar en la cerradura aquella lejana noche. Rio un poco. «Entendí todo…», se dijo a sí mismo. Cruzó la calle, y entonces completó la frase con una murmuración apretada por dos hileras de dientes cafeinados.

Dobló Lorenzo en una esquina, de modo que el sol pasó a iluminar la mitad izquierda de su cuerpo. Delante, a una distancia, se veían la avenida y sus automóviles. Hacia ellos fue él.


2

No bien puso un pie en la esquina de la Calle F con la Avenida A, Lorenzo se vio mezclado de repente en la multitud cuyos miembros fluían —se podría decir— en forma macroscópicamente pareja y compacta, en interminables filas con direcciones opuestas, siempre a lo largo de la gran avenida, y siempre andando y deteniéndose, mirando y desmirando —observaban con atención los artículos exhibidos en los escaparates, pero si uno les miraba a la cara, lo que más se podía encontrar era una mirada vacía, y eso si uno se permitía llamar a aquello «mirada»—. Al otro lado del cordón, una incesante marcha de automóviles complementaba al andar de los transeúntes. A pesar del intenso tráfico, los conductores se llevaban bien unos con otros y con los peatones, y ningún incidente más grave que algún giro brusco o que un bocinazo malhumorado había ocurrido en toda la mañana. En resumidas cuentas, era el principio de un sábado normal en la ciudad. Bajo el cielo azul y blanquecino, coronado por una imponente estrella (que sin embargo no terminaba de despintar el trozo remanente de luna), las personas se llevaban a sí mismas, cuidando de no colisionar unas con otras, aunque no siempre puedan evitar hacerlo. Como estas personas iba Lorenzo; como ellas caminaba él —como uno más— hacia la estación del subterráneo, distrayéndose con cada discontinuidad en las vidrieras, cruzándose con rostros semivacíos, pasando a éstos de largo, frenando, avanzando, torciendo, ondulando su trayectoria sobre las baldosas de piedra. Entonces la alcanzó. La entrada a la estación. De la boca del sistema de túneles no cesaba el emerger y sumergirse de personas de todo tipo; adaptándose a la perfección al caótico orden que en las escaleras suele imperar, Lorenzo descendió sin prisa cada peldaño.

El aire estaba espeso y hasta algo neblinoso abajo, en el único nivel del hormiguero; muy húmedo, tibio y con una tufarada que fácilmente puede hacer a uno pensar en una habitación encerrada, pero mezclado con el olor propio de una estancia donde el aire acondicionado lleva largo rato encendido. Los livianos vapores invisibles que se acumulaban justo debajo del cielorraso, acaso colgando de él, además de contribuir al aroma general del ambiente, se hacían presentes muy sigilosamente en el ruido de fondo de la estación, al igual que los roces de las prendas de vestir de la gente. Pero claro, el ruido de fondo de la estación no sería tal sin la contribución de las voces, las risas y demás ruidos vocales de la muchedumbre, y sin la adición a los mismos de las sonoras pisadas sobre el mármol del piso —ocasionalmente jaspeado con una substancia untuosa— por un lado, y de la música de artistas callejeros o solo amateur por el otro. Y está tan en el fondo el ruido que uno generalmente no le presta atención; incluso casi no lo percibe uno. De vez en cuando, por supuesto, a tan heterogénea sinfonía subterránea se le unían los sonidos de las formaciones (llegada, partida, apertura y clausura de puertas, pitidos de advertencia, sonidillos previos a un anuncio pregrabado) y de sus socios (corridas accidentadas u obstaculizadas, empujones, algún improperio mascullado). Estas cosas uno sí las percibe, sí les presta la atención que merecen.

Lorenzo fue pisando manchas pegajosas hasta el andén, donde una nube de humo de cigarrillo lo envolvió brevemente. Al girar la cabeza hacia el lugar de procedencia del humo, sus ojos encontraron a un hombre alto y grueso que, casi perfectamente quieto, miraba al frente, probablemente con la mirada perdida. Lorenzo estuvo a punto de reprender al sujeto, sin embargo, el lejano pero potente sonido del subterráneo llegando a la estación y la gente que, impaciente acerca del arribo del tren, empezó a empujar al sujeto y al propio Lorenzo, le ganaron a la intención de éste último.

Molesto por la innecesaria y prematura descortesía de sus semejantes, Lorenzo subió a uno de los vagones «ayudado» por más empujones —suaves, pero irritantes de todas formas—. No le importó tanto como a otros que los asientos libres escasearan; él se mantuvo de pie y no dedicó tiempo a ver cómo los que podían corrían a sentarse en alguno de los mullidos asientos de goma espuma, entibiados y humedecidos por el continuo uso. A un lado y al otro, un estrecho pasillo se extendía más allá de lo que las siluetas de los demás pasajeros permitían ver, amén de que obstaculizaban el paso. El túnel andante estaba frío y húmedo, y lleno de la neblina que impregnaba los estratos inferiores del aire de las estaciones.

Con un gran soplido previo y un pitido a medio camino entre lo amable y lo brusco, el subterráneo arrancó y aceleró.


3

Mientras la hilera de vagones comenzaba a tomar velocidad, los pasajeros se distribuyeron acomodándose en los lugares que más consideraban convenientes o que más cerca tenían. Sólo unos pocos permanecieron de pie. Lorenzo, por su parte, tras estar un instante parado junto a la puerta, empezó a recorrer el subterráneo. Sin quererlo demasiado, intercambió miradas con pasajeros que tampoco estaban interesados en mirarlo demasiado. Las miradas fueron rápidas y apenas recogieron información, pero siempre lo hacen… Dos hermanos dormían hombro con hombro, con las bocas abiertas de par en par. De alguna forma los ruidos del subterráneo y de las estaciones no alteraban el estado de sueño conjunto en que se encontraban los jóvenes. Un poco más atrás, una mujer miraba seria la oscuridad a través de la ventanilla, mientras su pareja tenía vuelta la cabeza hacia el lado opuesto y la mirada prácticamente igual de seria. Al otro lado del pasillo que estaba igual de sucio y pegajoso que el de la estación de la Avenida A, un niño de unos siete u ocho años se aburría mortalmente junto a su madre, quien tenía a sus pies varias bolsas con cosas que había comprado; las bolsas se bamboleaban irregularmente con los leves movimientos laterales del subterráneo. Sin embargo, lo más sobresaliente de aquel primer vagón era el hombre que, disfrazado de astronauta, regresaba a casa tras una larga noche afuera. Tenía el sujeto en cuestión el casco puesto, y el reflejo de las luces fluorescentes en la visera impedían determinar el estado de su rostro (y si la rigidez cefálica se debía a un irreprimible estado de sueño o a una inesperada quietud de espíritu o al efecto de alguna sustancia que es mejor evitar). Antes de pasar al siguiente vagón, Lorenzo pasó sin mirar junto a un grupo de jóvenes que charlaban en un rincón sin asientos. La mitad de ellos estaban de pie, apoyadas las espaldas en el plástico grueso y duro que revestía el interior del coche, y la otra mitad se encontraba sentada en el piso cubierto a medias de finísimas partículas de tierra y de pelusas diminutas. Las voces de los muchachos, aunque no estridentes, llegaban sin impedimentos hasta el extremo opuesto.

Lorenzo cruzó el espacio entre vagones; en ese cruzar de espacio parpadeó, y en ese parpadeo las luces se apagaron, y donde Lorenzo terminó por poner los pies era un recinto ahusado a oscuras. Tan solo los pequeños y débiles focos de las paredes del túnel afuera y los brillos de las pantallas de los celulares salvaban al ambiente de la oscuridad absoluta. Apenas dos o tres segundos después, las luces regresaron; sin embargo, en el brevísimo lapso que duró el apagón muchos de los pasajeros alzaron la cabeza o la voz o incluso se aterraron. En cuanto a Lorenzo, él no se dejó asustar, o no tuvo tiempo de hacerlo porque para él esos dos o tres segundos habían durado mucho menos. Siguió avanzando por el pasillo, más rápido que al principio, prestando menos atención a aquello cuanto le rodeaba. La insipidez general de la expresión humana en el vagón ayudó a que Lorenzo no se distrajese más. Los pasos de éste se sucedieron con rapidez, y sin él notarlo ya estaba corriendo la portezuela para desplazarse a través de un segundo espacio entre vagones. Al apoyar un pie en el pequeño y ancho fuelle que conectaba los vagones, el piso y todo encima de él se sacudió de repente hacia los costados, como agitado por un sismo o abatido por una gigantesca ola de mar, con lo que Lorenzo perdió el equilibrio y tuvo que asirse —acto reflejo mediante— de la manija de la portezuela para no caer. Aquel movimiento lateral pronto cesó, y Lorenzo se permitió dar un paso muy tímido hacia adelante, mas una segunda sacudida, mucho más violenta, y causada por un frenazo, hizo caer al hombre, dejándolo sentado, con la espalda apoyada en la puerta del vagón al que pretendía ir y las piernas flexionadas a la fuerza por el cierre de la otra puerta. Lorenzo se vio atrapado y lleno de un polvo microscópico en tan reducido espacio. Con las rodillas oprimiendo sus clavículas, y el coxis haciendo un doloroso y solitario equilibrio con la superficie del fuelle, Lorenzo se preguntó: «Bueno, ¿y ahora cómo hago?». Y en lugar de pensar en una respuesta o solución para su situación, simplemente estiró una pierna, y alzó los brazos para empezar a escalar los límites del espacio movedizo y tembloroso que lo aprisionaba. En cuanto pudo erguirse completamente, con las extremidades adoloridas, quiso mirar a través del cristal plástico, encontrando nada más que una oscuridad y un silencio de sótano o de galpón abandonado. «¿Estoy ciego, o qué pasó?», se preguntó Lorenzo. La respuesta no tardó en llegar; un hombre con uniforme de empleado del subterráneo desplazó de un tirón la portezuela, hallando a Lorenzo.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó el primero, y agregó—: Terminó el recorrido. Váyase.

Lorenzo obedeció sin decir una palabra. La vergüenza le impidió buscar con preguntas una explicación a lo que había acabado de ocurrir.

Una vez en el andén, levantó la vista, y frente a él un letrero le mostró el nombre de la estación L. «¿Entonces me equivoque de dirección?», pensó. Los ojos no parecían estarle mintiendo —aquél era el otro extremo de la línea—. Pero Lorenzo no quería darse tiempo para pensar en los por qué, los dónde, los cómo, y siguió a la marea de gente que aún salía del interior del subterráneo, con la inconsciente idea de subirse a la próxima formación que iba hacia el centro, hacia la estación B. Navegar con la corriente fue sencillo —como suele serlo—, hasta que ésta se subdividió en tres corrientes menores a la altura de un gigantesco espacio con aspecto de vestíbulo, al otro lado del cual se hallaba el exterior. Uno de los grupos se dirigió hacia el túnel a la izquierda, otro continuó un avance general en línea recta hacia la ancha escalera mecánica al fondo, y el tercero se desvió hacia la derecha al encuentro de otra escalera, no tan amplia como la antes mencionada. Lorenzo tuvo que elegir, y como tenía poco margen de movilidad, fue hacia la izquierda, a formar un tipo de tren subterráneo humano que iba por su propio túnel, de paredes blanquecinas, e iluminado por lámparas de baja potencia. Y lento, muy lento. Un duro desafío para los impacientes.


4

Con cada paso que Lorenzo daba en el pasillo mal iluminado, frío y hasta casi apestoso, él sentía que se quedaba cada vez más solo. En el fondo de su mente se oía un sonido grave y largo —un tanto eterno—, pero él no le prestó demasiada atención; tan sólo miraba hacia adelante para saber qué se hallaba enfrente, y hacia abajo para evitar tropezar con los demás transeúntes (afortunadamente, no llegaría a hacerlo). La iluminación mortecinamente fría y el estado de mezcla aglomeradamente ordenada le mezquinaban a Lorenzo las pistas acerca de lo que el camino le deparaba; él sólo podía darse cuenta de cada cambio de dirección cuando las cabezas de las personas que iban un poco más adelante tomaban nuevo rumbo. Primero hubo que doblar a la izquierda, después, hacer un tramo en bajada seguido por un tramo igual pero en subida, y por último, antes de la siguiente etapa, hacer un giro en U, ascender por una pendiente ligera y luego doblar a la derecha. Así se pasaron unos trescientos metros. Al final del segmento terminal del pasillo, con la gente agotada y resignada o con la indignación inmovilizada por las promesas sordas del otro lado del túnel, se abría ante uno un espacio que abarcaba poco menos que lo que se pudiera alcanzar con la vista, y que estaba delimitado en sus cuatro costados por hileras de locales comerciales. El centro del lugar estaba dominado por un inmenso lago —que no una fuente—, y por sobre los locales se apilaban galerías flanqueadas de más locales, unas encima de las otras, hasta alcanzar un cielo metálico y abovedado, en el centro del cual se hallaba una claraboya por donde asomaba el techo celeste, y al que le daba forma de lago. Y del océano por firmamento caía la luz como una majestuosa catarata a través de la claraboya, llenando todo el lugar —el lago central, el aire impoluto, las galerías apiladas—, volviendo toda necesidad de iluminación artificial fuera de lugar; las únicas luces eléctricas provenían de los coloridos letreros luminosos de las tiendas, tan necesarios para llamarlas a la existencia —todo lo contrario al estrecho y umbrío pasadizo que había conducido a toda aquella gente al paraíso comercial—. Y la corriente humana que afluía a las galerías comerciales de pronto se disgregaba como las nubes en el cielo de la mañana allá en el viejo barrio y se dispersaba en todas direcciones, se atomizaba, y se distribuía en cada rincón del amplio establecimiento: en las larguísimas bancas o junto al barandal que rodeaba al lago luminoso, sitios desde donde nadie podía evitar ser arrastrado hacia un estado de hipnosis en despecho de la quietud de la superficie del lago, que ningún mecanismo artificial alteraba, y que ningún ser vivo macroscópico poblaba, y que ningún viento sacudía pues no había viento —en tan amplio espacio no lo había, curioso como pueda sonar—, frente a los virtualmente infinitos escaparates de las pequeñas tiendas que se apretujaban y se encimaban en los cuatro puntos cardinales, parejas y compactas como ladrillitos de juguete, levantando por sí mismos altísimas y formidables paredes, gruesas e impenetrables para defender el estado de cosas, la marcha de la economía, la actividad de la gente… Entonces uno quedaba prácticamente solo, separado físicamente de sus semejantes, igual que en las avenidas y en el subterráneo y en cualquier otro sitio de nuestra inmensa metrópoli, incluso en el interminable conducto que llevaba del andén mismo del subterráneo al lago celestial en la galería comercial, donde todos son tan ajenos que uno mismo ya está solo, pese a estar apretujando el cuerpo contra esa ilusión que son los demás, embutiéndose en el cuasi inacabable túnel, camino a una mina de oro de mentira, más ilusorio que las presencias en derredor de uno, que va medio ciego, medio perdido bajo las débiles lamparillas, recorriendo el pasadizo cual topo bajo un huerto, entre las sombras generadas por nosotros mismos. Perdido como se puede estar al emerger del estrecho conducto y salir a la luz, naciendo en cierta forma al gran mercado de la vida, olvidándose de la Estación B como lo olvidaba ahora Lorenzo, sobrecogido por las impresionantes dimensiones del lugar; de pronto se hallaba frente a algo que asemejaba una ciudad o, al menos, un vecindario en sí mismo, fortificado, como ya he dicho, y que, por obra de una coerción de lo más sutil, disimulada tras su aspecto, escondida tras su naturaleza, lo hacía quedarse a uno; luego el motivo para permanecer horas allí dependía de cada uno, de lo que se le ocurriera pretender, de lo que deseara tener ganas: desde sentarse a descansar las piernas luego de una interminable y agotadora caminata, hasta, desde luego, recorrer infaltablemente cada piso, cada local, cada vidriera, cada estante y cada gancho de cada pared, con mayor o menor atención, según los intereses de cada uno, según su apetito, su capacidad de impresionarse o su facilidad de sentirse atraído por un artículo en exhibición o un letrero alusivo a este.

De modo que Lorenzo no tardó en dirigirse, imantado —como muchos de quienes habían recorrido con él la galería subterránea— hacia la fila de locales más cercana. Y qué no se exhibía tras los cristales iluminados con pequeños reflectores, carteles de neón y luces navideñas… Lorenzo resultó comenzar por las tiendas de artículos electrónicos, tan ubicuas en nuestra urbe, y que se apiñan geométrica, arquitectónicamente, en la planta baja y en las superiores también…


5

Con todas sus diferencias, las tiendas eran prácticamente iguales. En cada una de ellas se ofrecían todo tipo de artilugios, uno más diminuto y portátil que el otro, más práctico, más novedoso y más curioso, presentados en cajitas con textos en varios idiomas, entre ellos, infaltablemente, un inglés mal traducido, con ilustraciones que no siempre hacían evidente el propósito del artículo en cuestión. Pero, si hemos de ser honestos, tampoco las leyendas en las cajitas son demasiado comprensibles al común de la gente, con sus neologismos disfrazados de términos técnicos y sus reiterados préstamos idiomáticos (muchas veces innecesarios), aparte de las traducciones defectuosas. Uno las ve y, por más peculiares o exóticos que pueda encontrar los artículos en venta, si uno no los comprende —si no los puede reconocer— enseguida pierde el interés y sigue camino con la mirada, hasta la próxima parada, y se olvida al instante de lo que ha visto, o hasta que lo vuelva a ver en otro local, con otra presentación, fabricado por otra compañía. Y aun así es a veces difícil darse cuenta de que uno ve un mismo producto de nuevo, si la variedad de «artículos electrónicos» es tan vasta, y no hace más que crecer con cada día que pasa, lo cual ha vuelto a la categoría de «artículos electrónicos» largamente abarcativa; ahora se subdivide en diversas categorías: accesorios para celular, para computadora, para gaming, etcétera, etcétera. Lorenzo recorrió con la mirada los escaparates, al principio con gran interés, ya que le resultó muy fácil distraerse con los productos expuestos; muy pronto, sin embargo, sus ojos empezaron a sentir algo de fatiga al hallar constantemente sólo luz artificial potente, amén de que las tiendas se le antojaron demasiado similares, repetitivas para su mente.

Los comercios eran demasiado pequeños, y eran idénticos en lo que refiere a dimensiones y disposición interna, cosa que se extendía al resto de los locales de todas las galerías: una puerta de cristal junto a una única vidriera, donde no quedaba más remedio que apiñar la variedad más amplia posible de mercancías y de letreros o de elementos para captar la atención de los transeúntes, para intentar destacar por sobre las demás; al otro lado, un recinto cuadrado no más grande que una habitación en una pensión, donde el mobiliario se reducía a un mostrador cercano a la pared opuesta a la vidriera, y —esto no todas las tiendas lo tenían— un aparador alto, de plástico transparente y sin puertas (como para ocultar o, al menos, disimular su propia existencia), donde se exhibían artículos destacados; fuera que hubiera aparador o no, de todas las paredes colgaban mercaderías, como en una ferretería. Dentro de cada local, lo usual era que apenas se pudiera transitar, y siempre cuidándose de no tropezar con los productos ni las estanterías.

Más adelante en la planta baja, y mucho más en las galerías superiores, los locales se diversificaban: los primeros en aparecer más allá de la hilera de tiendas «de electrónica» eran los de ropa, tan característicos de los centros comerciales; todas las clases de ropa se podía encontrar: de dama, de caballero, de niños, formal, informal, deportiva, y eso sin contar las tiendas de calzado. Más adelante, se intercalaban los bazares, las jugueterías, las perfumerías, las tiendas de antigüedades, las de electrodomésticos, las disquerías, las librerías, etc., e incluso en algunos sitios se ofrecían servicios en vez de productos, desde abogados hasta agentes de viajes.

En cada local había cosas llamativas para ver, y que sin duda atraían a Lorenzo, pero la mente de éste pronto se nubló debido a la excesiva repetición de estímulos visuales —casi un continuo de estímulos, se podría decir—. Su cerebro, nunca acostumbrado a aquello, progresivamente cesó de decodificar las señales que se imprimían en sus retinas, y se limitó a andar siempre hacia adelante, viendo sin mirar, mas sin poder quitar los ojos de los escaparates. Así, delante de sí vio pasar sin mirar una farmacia, un kiosco y una mueblería, y luego se encontró al pie de las escaleras mecánicas en la esquina norte de la construcción. Ocasionalmente, atravesaban el paisaje individuos que recorrían las galerías al igual que él, que sin la menor prisa se dejaban llevar de un extremo al otro de las plantas, constantemente interrumpiendo su marcha y reanudándola a breves intervalos. Finalmente, detrás de las escaleras, en línea con ellas, se extendía un corredor ancho y de techo bajo, iluminado con diminutas y poco potentes bombillas muy espaciadas entre sí —no muy diferente en aspecto a aquel por el cual Lorenzo había accedido a la construcción; sí en lo concerniente a dimensiones—, y que llevaba directamente al exterior, de regreso (por decirlo así) a la ciudad. No se trataba de un pasadizo demasiado largo, pero no era evidente que detrás de aquél hubiera una amplia salida como la había, separada del exterior por un muro con enormes ventanas polarizadas, lo que impedía el ingreso de mucha de la luz de la esplendorosa mañana en la ciudad. Lorenzo instintivamente puso los pies en la escalera mecánica; quizás algo dentro de sí deseaba dejar de caminar por un momento; más probablemente ese mismo algo esperaba encontrar un panorama distinto en la primera de las galerías superiores.

De pie en el primer piso, hizo un alto por un instante, con las manos en la cintura, respiró hondo y echó un largo vistazo en derredor. Todo se veía muy similar —por no decir igual— que en la planta principal. A su izquierda había una librería, y a su derecha se hallaba una tienda de golosinas. A Lorenzo le resultó difícil decidir qué rumbo tomar; sin embargo, tras una brevísima deliberación, de lo que se puede inferir que en realidad él obró impulsivamente, dio media vuelta y retomó su ascenso por la escalera mecánica.


6

En el tercer piso Lorenzo se detuvo. Se asomó al barandal que delimitaba la galería y, apoyando en aquél las manos, miró hacia arriba. Había más plantas que recorrer que lo que le había parecido al momento de contemplar por primera vez el lugar, desde la planta baja (además, le pareció que el techo estaba más arriba que antes, y la claraboya, que hacía momentos la había juzgado inmensa, ya no era en sus ojos tan grande), pero él preveía que habría de cansarse más temprano que tarde, y dudó en seguir subiendo.

Ya por aquellos rincones de intermedias alturas reinaba el silencio característico de un lugar desierto, que no llegaba a ser absoluto solamente porque el suave murmullo que se elevaba desde la planta baja (más calmo que el de la estación del subterráneo, y definitivamente mucho más que el de la Avenida A) se lo impedía. Al ponerse en marcha, Lorenzo no tardó en advertir que los locales en esa parte de la construcción tenían una iluminación más pobre, esto es, menos intensa que aquellas de la planta baja. De hecho, algunos locales estaban cerrados, y de su interior tan sólo emitían destellos las guirnaldas de luces y los letreros luminosos. No había compradores ni paseantes allí, y las únicas personas que vio Lorenzo eran dos dependientes que habían salido de sus respectivos locales —contiguos ellos— para conversar. El hombre les pasó por un costado sin mirarlos a ellos ni a las mercancías de sus negocios, y no pudo comprender las palabras que oyó de los vendedores, aun cuando creía o suponía que hablaban su mismo idioma.

Debido a lo vacío y desabrido del lugar, Lorenzo perdió aún más el interés en proseguir su recorrido, por lo que pasó a caminar un poco más rápidamente, casi a velocidad normal, en dirección a las escaleras mecánicas de la esquina sur. Después de recorrer un buen trecho, que su mente había estado ocupando en imaginar el uso que podría darle Lorenzo a ciertos artículos que había visto durante la visita, lo sorprendió una luz roja iluminando el umbral de una tienda. Al reparar en el aspecto del local comercial, se extrañó de que, además, unas cortinas negras estuvieran cerradas detrás del cristal, y que, en vez de puerta, hubiera una cortina de abalorios. Una sensación vagamente familiar se infiltró en su mente. «¿Dónde he visto cortinas de abalorios?», se preguntó; no obstante, mientras lo hacía, ya estaba abriéndose paso a través de los vidriecillos colorados y blancos, primero haciéndolos a un lado con una mano y, a continuación, asomando la cabeza al interior del peculiar local. Lo recibió un cubículo apenas iluminado, con lámparas de baja potencia; las paredes estaban atiborradas de productos presentados en paquetes plásticos de diversos tamaños que colgaban de la miríada de ganchos del aparador; perpendicular al escaparate se hallaba el mostrador, tras el cual un hombre alto, de uniforme negro, con canas aisladas en su cabello desgreñado, miraba hacia adelante con una expresión mitad cansada, mitad insolente en su rostro. Enfrente del mostrador, a pocos centímetros de la pared opuesta a aquel, un mueble enano adquirido de segunda mano rebosaba de artículos.

Demasiado rápido reconoció Lorenzo los productos en exhibición. Supo, pues, que se encontraba en lo que aquí llamamos «sex shop». Sin hacer caso del dependiente que lo seguía inofensivamente con la mirada, Lorenzo avanzó a través del estrecho espacio comprendido entre el mostrador y el mueble enano, observando lo que en éste último se ofrecía maquinalmente, pero sin la menor intención de tocarlos (al menos no los objetos fusiformes), hacia el fondo. Allí se topó con una abertura que conducía a un sitio donde la oscuridad era absoluta, ya que ni siquiera los débiles rayos de luz del local penetraban en él, como si en realidad fueran absorbidos por una especie de niebla negra. Entonces Lorenzo recordó el evento que respondía a su pregunta de hacía un momento. Estando en un gran videoclub de su barrio cuando era un adolescente, se había asomado detrás de unas de las voluminosas estanterías típicas del lugar sólo por curiosidad, para saber si allí podría encontrar más películas para alquilar, pero lo que vio fue una abertura sin más barrera que una cortina de abalorios. Sin dudarlo un segundo, el joven Lorenzo se aventuró tras la cortina; lo que descubrió fue que al otro lado se exhibían las películas para adultos. Al recordar fugazmente el episodio, Lorenzo se preguntó si las cortinas de abalorios formaban parte de un código cuya existencia toda la vida él había ignorado. Y ahora tenía delante de sí una abertura sin puerta y algo desconocido más allá; Lorenzo hubiera esperado acceder al depósito de la tienda.

El dependiente de mostrador lo llamó, pero Lorenzo ya había desaparecido entre la negrura detrás del local, y no lo oyó; a pesar de no ser capaz de ver nada, siguió avanzando, y lo único que reafirmaba su existencia aparte de su propia conciencia era el sonido de sus pasos, inusitadamente secos y claros; esto y la dureza que hallaban las suelas de sus zapatillas le recordaron al cemento. Pronto creyó detectar un ruido sordo a un costado. Azorado, Lorenzo hizo un alto y giró su cuerpo en dirección al presunto sonido. Éste no se repitió pero, aún así, él extendió una mano hacia adelante, como si pudiera tocar o alcanzar la fuente del ruido imaginario; en vez de eso, no obstante, observó cómo sus dedos rasgaban las tinieblas y las abrían en dos como se habrían abierto las cortinas negras del local. De inmediato la oscuridad desapareció, y ante los ojos de Lorenzo se hizo presente un pasillo largo y muy frío, como el de una cámara refrigerada, a ambos lados del cual colgaban de ganchos diferentes… productos. Desde la distancia Lorenzo los observó y, a pesar de que las sombras proyectadas por dichos productos lo cubrían y se fundían todas en el piso, y en despecho también de su turbación, supo reconocerlos, aunque, en realidad, debería decirse que, sin distinguirlos bien, temió que fueran lo que resultaron ser: órganos varios y partes de cuerpos humanos, algunos de ellos envueltos en celofán. «Como la carne en el supermercado», llegó a transitar por la cabeza de Lorenzo de forma imprevista e independiente, que él conscientemente sólo supo sentirse profundamente nervioso y asqueado. Hubiera preferido encontrar las cintas de video para adultos (pero, ¿qué son las películas pornográficas, sino colecciones de fotogramas donde se muestran cuerpos mutilados por una cámara?). Apuró inquieto el paso hacia el final del corredor de luz azulada —no se le ocurrió volver sobre sus pasos de regreso a la galería— y, al otro lado de una abertura tapada por una cortina plástica, lo inundó una intensa luz anaranjada, que colmaba también un recinto con bancas alargadas a un lado y al otro, ocupadas por varias mujeres embarazadas. A juzgar por las ropas ligeras y blancas que las damas vestían, por los gestos de cansancio en sus rostros y por el brillo sudoroso de sus pieles, estaría haciendo mucho calor; sin embargo, Lorenzo no lo sentía. Las mujeres lo miraron por un instante sin dirigirle la palabra y sin hacerle ninguna mueca o seña en particular, y pronto voltearon la mirada hacia cualquier otro lado; parecían estar esperando algo. Lorenzo siguió su camino siempre hacia adelante, como quien está seguro de que más allá encontrará una salida, abstrayéndose de la situación que ahora se le antojaba irreal, difícil de creer, entornando los ojos para ayudarse a hacerlo. Volvió a recorrer un pasillo oscuro, lúgubre, en el que una niebla flotaba y lo envolvía, pero lo más llamativo era el penetrante olor a petróleo, que no tardó en provocarle a Lorenzo fuertes náuseas. Con una mano en el abdomen y otra tapando su boca, Lorenzo se arrastró por el misterioso y sombrío pasillo; el aroma de la pólvora se mezclaba en el aire espeso con el olor del petróleo, y los haces de luz de origen indefinido que surcaban el estrecho espacio y atravesaban la neblina se reflejaban en el fluido que revestía el suelo. Lorenzo tuvo miedo de que dicho fluido fuera gasolina; una mera chispa haría volar todo por los aires, él incluido, desde luego…

Finalmente, sin darse cuenta, se halló atravesando otra abertura como la del fondo del sex shop. Había pasado al interior de otro pequeño local, muy parecido a los otros, pero no estaba atestado de mercaderías; más bien lucía algo vacío, incompleto quizás. Para ese entonces, Lorenzo estaba tan agotado mentalmente, que sólo deseaba salir a la galería y marcharse de allí; poco le faltaba para recordar el propósito original de su salida de casa aquella mañana. Es así como, caminando en puntas de pie, alcanzó el cristal que lo separaba del exterior, y vio al otro lado una especie de aparador alargado, que se extendía más allá de donde alcanzaba la vista, con artículos de todo tipo —de todos los locales— puestos ordenadamente, uno al lado del otro, en interminables filas; el aparador estaba hecho de tal forma que las filas se movían como en una cinta transportadora, haciendo que los artículos pasaran por delante de Lorenzo —o, si es cierto que el movimiento es relativo, en realidad era la hilera de tiendas lo que se movía en línea recta, lo que significaba que Lorenzo era quien se movía delante de los artículos—. Lorenzo se sintió observado o más: escudriñado, estudiado, contemplado. Estuvo allí, de pie frente al cristal, viendo objetos de lo más variopintos deslizarse ante sus ojos cansados, por un lapso que se puede considerar como «unos momentos», pero que a ciencia cierta no puedo precisar. Cuando se cansó, salió tranquilamente por la puerta. No quiso asomarse al barandal para echarle un último vistazo al lago redondo; dio unos pasos por la galería, suspiró profundamente, y sacó del bolsillo del pantalón un paquetito transparente.

«Entendí todo…», se dijo a sí mismo, mirando el objeto en su mano: un soporte para su celular.

Treinta panchólares le había costado, rebajado de treinta y cinco.

A ese precio se había dejado comprar; no era mucho, pero ¡ey, eran treinta!

Echó a andar de regreso a su hogar; de seguro ya era muy tarde para hacer lo que había planificado el día anterior.

«No, no es que haya entendido todo —se corrigió más adelante—. Es que quizás alguien ha querido que viera cosas que los demás no pueden.»