La Isla
Un buen día, lo decidí. Lo hice de manera repentina, espontánea, pero no por ello intempestiva o precipitada, ni mucho menos irreflexiva: sabía bien en mi fuero interno que estaba listo para dar aquel paso, de modo que, queriendo ver que el momento había llegado, tomé la determinación.
Esa misma noche me dirigí al puerto. Naturalmente, lo hallé oscuro y vacío; sólo estaban presentes —como desde siempre— el inquieto mar, que murmuraba sin cesar al compás de su propio movimiento perpetuo, colisionando con los muelles y meciendo parcamente las embarcaciones en ellos amarradas, y el viento húmedo, frío y salobre sacudiendo con fuerza mi ropa y haciendo lo posible por calárseme en los huesos. Sabía que no encontraría un alma en el puerto y, sin embargo, allí estaba, dando un desacostumbrado paseo nocturno. Empezaba de alguna forma a despedirme de la ciudad en la costa.
Muchas menos señales les di a aquellos que me conocían en la ciudad, los que eran más bien pocos, a decir verdad. Entre la decisión y el momento de ejecutarla no pasó, como ya mencioné, más que una noche y un día, y si bien debí haberles parecido distante en los días previos, en los que tenía el vago presentimiento de que iba a dar pronto el «paso» necesario, y en los que casi no se me ha visto por las calles, siendo que había elegido permanecer en casa todo mi tiempo libre de aquellos últimos días, no deben haber considerado que me estuviese pasando algo serio.
Así que, al día siguiente, a primera hora, regresé al puerto. Escogí sin demasiado pensarlo un barco de aspecto sólido, robusto y confiable, digno de la tarea a realizar, y llamé a su tripulación de tres hombres, quienes se hallaban ya a bordo, haciendo preparativos para ir de pesca.
Les ofrecí una considerable suma de dinero a cambio de que me llevaran a la Isla, no tanto por desear convencerlos lo más rápido posible, con la primera oferta, como por un súbito ataque de desprecio por el dinero que había estado acumulando, desapego que me resultó satisfactorio, como le ocurre a aquellos que, sabiendo ya cercanos los brazos de la muerte, listos para estrecharlos en su inefable misterio, comprenden finalmente que el afán de riquezas no tiene sentido, que no se pueden llevar bienes materiales a la otra vida, y así, los prodigan sin más, con un desinterés tan absoluto como asombroso.
Uno de los pescadores me preguntó, sólo para estar seguro, que a qué isla. Le respondí que a la isla.
La isla no tiene nombre, pero el pescador entendió.
De modo que, un rato más tarde, zarpamos los cuatro. Yo ya estaba listo: no llevaba equipaje alguno conmigo; había paarecido en el muelle sin nada más que lo puesto y el dinero que ya les había dado a los pescadores. Contemplé el puerto y la costa por última vez en un tiempo mientras me alejaba, a modo de silenciosa despedida. No sentía ninguna emoción al respecto, y probablemente tampoco haya tenido pensamiento alguno.
Navegamos durante varias horas, en las que el mar paulatinamente se fue agitando, al punto que intermitentes ráfagas de un viento impregnado de agua de mar se abatían sobre la modesta embarcación, haciéndola estremecer con creciente violencia; en despecho de ello, los tripulantes permanecíamos impávidos —yo por la seguridad de que lograría mi cometido sin importar que el clima se constituyera de pronto en inopinado conspirador contra mi plan; los pescadores, por conocer verdaderas tempestades, dignas de ser llamadas como tales, con toda seguridad mucho más feroces y merecedoras de cuidado que la leve tormenta que parecía pronta a cebarse sobre nosotros—. Y en ese sentido iba evolucionando el mar y el cielo infinito por encima de mí y de los pescadores: el primero se enturbiaba al irse cubriendo de una capa de densa espuma, mientras el firmamento gradualmente desaparecía tras un inmenso telón de nubarrones plomizos, que se ennegrecían conforme uno llevaba la vista hacia el horizonte.
Llegado cierto punto, consideré prudente ponerme a resguardo en la cabina, donde los pescadores llevaban largo rato conversando con frases lacónicas, pronunciadas entre dientes, y no precisamente alegres o animadas. Ocupé un sitio en un rincón libre y seguí desde allí contemplando la inmensidad al otro lado de la ventanilla. El paso del tiempo hacía brotar de mi interior los sentimientos de los que había prescindido: el aburrimiento, la impaciencia, y la propia conciencia del paso del tiempo. Tampoco ayudaba el aspecto que había tomado la cabina al oscurecerse el cielo: apenas una lámpara sumaba un poco de brillo anaranjado al recinto, pero lo sumía en un aura lúgubre, o cuando menos melancólica, proyectando largas y ominosas sombras en todas direcciones. Quise sumarme a la charla con los pescadores para demostrarles que no era mi propósito aislarme (y para que no me invadiera la sensación lóbrega o melancólica del lugar), pero, al mismo tiempo, no me interesaba y, en todo caso, no sabía de qué hablar con aquellos hombres a quienes percibía tan ajenos, como de otra especie, incapaces de comprender por qué estaba yo allí, viajando a una isla desolada, desierta y virgen.
Tras unos extensos minutos animados a su modo por la somera conversación entre los pescadores, uno de ellos avistó la isla. Al principio yo no la pude distinguir entre las olas y la densa niebla, mas luego su silueta, aunque diminuta, lejana, se me volvió evidente. Como una roca negruzca que se erguía por encima de la superficie del mar, cual montaña cuya base yace en el fondo del océano, con el contorno nítidamente recortado, la vi. Su aspecto prácticamente no había cambiado desde la última vez que había estado allí, y cuando estuvimos más cerca, más me parecía comprobar que tal era el caso. Entonces, estando a pocas millas de la costa, comenzó a llover. Con un esfuerzo del motor de la embarcación, los pescadores lograron atracar. Yo salté de la cabina al puente y del puente a la orilla, milagrosamente no resbalé y caí, tan imprudentes habían sido mis movimientos; mis piernas chapotearon en las gélidas aguas inquietas, y luego pasé a hundir los pies en la helada costa de arenas nivales. Ya en ese momento lamenté el no haber llevado botas. Las huellas que iba dejando en la nieve a mi paso fueron rápidamente deformadas por los flechazos pluviales que el cielo lanzaba sobre mí, impidiéndome siquiera alzar la cabeza para observar el paisaje delante de mis ojos, mucho menos dirigir un vistazo al barco y comprobar que los pescadores permanecían en su interior, a resguardo del temporal. No tardó la lluvia en empaparme por completo, convirtiendo mi ropa en un pesado lastre a medida que se absorbía en ella; no obstante, yo sólo seguía adelante, adentrándome en la isla, por más que el camino fuera cuesta arriba, en una pendiente poco empinada; a mis espaldas, tras un ademán de mi mano, los pescadores se habían apresurado en zarpar de regreso al continente. Luego de unas decenas de metros de caminata, el suelo se tornó más firme y áspero, y sin pendiente: acababa de alcanzar una llanura desolada, yerma. En todo este tiempo, el cielo se oscureció más, cual noche llegada antes de lo esperado, disminuyendo notablemente la visibilidad. Es por ello que, a poco de entrar en la llanura, se me atoró una pierna entre dos gruesas ramas —una de las cuales incluso se me clavó—, cuya resistencia logré vencer sólo después de quebrarlas con bruscos y obstinados movimientos de la pierna. Mientras dejaba atrás el dolor causado por las ramas, avanzando pertinaz en línea recta, la lluvia era reemplazada por una densa aguanieve. Luego, en la oscuridad se delinearon las siluetas de las enormes rocas que coronaban el centro de la isla. La única forma de atravesarlas era dando un rodeo, lo que hacía la travesía aún más dificultosa, puesto que no había un sendero que transitar, y el suelo rocoso, liso y surcado por someras grietas, estaba resbaladizo por la lluvia. No es posible saber cuánto tiempo me tomó hallar un pasadizo entre las rocas, avanzando a tientas por lo profundo de las penumbras como por el agotamiento del que empezaba a ser presa, como no había manera de saber si la dirección que había tomado era la correcta, la que me llevaría a destino. Pero sabía que tras los enormes riscos aún me esperaba una pradera helada. En aquel lado de la isla se hizo presente la nieve o, mejor dicho, una ventisca; fuertes ráfagas de un viento gélido soplaron sobre mí, aullándome ferozmente y echándome encima copos de nieve con violencia. No anduve un largo trecho hasta que caí rendido por el cansancio. Transido de frío, con los miembros entumecidos, las manos y pies congelados, por unos momentos todo lo que pude sentir fue mi débil jadeo. Pero luego un brevísimo rayo de luz en el cielo, que aún hoy no puedo decidir si lo vi o si, por el contrario, lo aluciné o lo soñé (quizás fue sólo un relámpago), me iluminó el tronco negro de un árbol muerto y solitario más adelante. Era la meta, y estaba a mi alcance. A duras penas me levanté y eché a andar en dirección al árbol; cada tanto caía de rodillas y me veía obligado a proseguir la marcha a gatas, pero de ninguna manera me permitiría detenerme ya, como si al hacerlo aquella meta tan largamente anhelada fuera a volverse irreal y desvanecerse.
Una vez al pie del árbol lo reconocí. Supe que era ese y no otro —y no había forma de que no fuera aquél, siendo ese el único árbol en kilómetros a la redonda, y no sé si en toda la isla—. Pretendiendo ignorar mi agotamiento como única forma de sobreponerme a él, me puse a escarbar la nieve delante del tronco húmedo y torcido. Muy pronto me di cuenta de que estaba gastando mis exiguas fuerzas en tan penosa tarea, y poca nieve estaba logrando apartar con mis manos entumecidas. Miré en derredor y columbré, pese a la oscuridad, una gruesa rama unos metros más allá del tronco; era el único elemento que me podría ayudar a remover la tierra.
Las tímidas y lejanas luces del cielo que anuncian la inminencia del amanecer me hallaron al borde de la consunción, delante de un hoyo excavado en la tierra helada y dura. Hacía largo rato había cesado de nevar, y en lugar del intenso viento de la víspera soplaba una brisa refrescante; el aire era puro y liviano, y se dejaba respirar sin esfuerzo. En el hoyo yacía un cuerpo. Me reconocí en aquel cuerpo inerte; era yo mismo hacía siete años. Con mucho cuidado, como si de un objeto de cristal se tratase, lo retiré y lo dejé a un costado. Estaba ya exhausto, y sólo deseaba descansar, finalmente descansar. Así que me acosté en el hoyo tranquilamente, puse los brazos cruzados sobre mi pecho, y cerré los ojos.
Y, a escasos pasos de allí, yo mismo abrí los ojos, me incorporé con lentitud, me contemplé en el agujero en la tierra y, tras un instante de grave silencio, estiré mis extremidades frías, lívidas, endurecidas, aflojándolas, me acuclillé delante del agujero y con las manos y también con ayuda de una gruesa rama olvidada, empecé a cubrir de negra y húmeda tierra sobre el cuerpo que descansaba allí. Mi propio cuerpo.
Una vez completada la misión, di media vuelta y emprendí el regreso al punto donde había desembarcado, cuando la lluvia arreciaba y las ráfagas de viento helado se abatían despiadadamente sobre uno. Atravesé la llanura tapizada de blanca nieve sin prisa —no vi por ningún lado las huellas dejadas durante la noche—, como queriendo conservar mis renovadas energías, respirando con parsimonia el aire que olía distinto, fresco y puro, mientras la sangre volvía a fluir animadamente por mis venas; tramonté los riscos pelados y luego descendí por la cuesta poco empinada en dirección al mar, y en ningún momento me abandonó la alegría de estar de vuelta, de estar retomando mi vida, ni la curiosidad, que cruzaba mi mente esporádicamente, de saber si habría cambiado mucho la vida allá, en el continente, en la ciudad costera. Los destellos de la inminente alborada alumbraban mi camino. Parecía otro yo quien, con el espíritu acrisolado, se despertaba de un largo sueño y marchaba con optimismo al reencuentro con la vida.
Llegado a la orilla, me senté sobre la arena húmeda a esperar que los pescadores regresaran para llevarme al continente, de acuerdo con las instrucciones que habían recibido el día anterior.
Allende las olas, ya salía el sol.