Visiones de una ciudad más allá

· · · ·

La Isla

Un buen día, lo decidió. Lo hizo de manera repentina, espontánea, pero no por ello intempestiva o precipitada, ni mucho menos irreflexiva: sabía bien en su fuero interno que estaba listo para dar aquel paso, de modo que, queriendo ver que el momento había llegado, tomó la determinación.

Esa misma noche se dirigió al puerto. Naturalmente, lo halló oscuro y vacío; sólo estaban presentes —como desde siempre— el agua de mar, que murmuraba sin cesar al compás de su propio movimiento perpetuo, colisionando con los muelles y meciendo las embarcaciones en ellos amarradas, y el viento húmedo, frío y salino sacudiendo con fuerza su ropa y haciendo lo posible por calársele en los huesos. Él sabía que no encontraría un alma en el puerto y, sin embargo, allí estaba, dando un paseo nocturno. Empezaba de alguna forma a despedirse del pueblo.

Al día siguiente, a primera hora, regresó al puerto. Eligió un barco de aspecto sólido, robusto y confiable, digno de la tarea a realizar, y llamó a su tripulación de tres hombres, quienes se hallaban ya a bordo, haciendo preparativos para ir de pesca.

Él les ofreció una considerable suma de dinero a cambio de que lo llevaran a la Isla, no tanto por desear convencerlos con la primera oferta como por un súbito ataque de desapego al dinero que había estado acumulando, desapego que le resultó satisfactorio, como le ocurre a aquellos que, estando al borde de la muerte, comprenden finalmente que el afán de riquezas no tiene sentido, que no se pueden llevar bienes materiales a la otra vida.

Uno de los pescadores le preguntó, sólo para estar seguro, que a qué isla. Él le respondió que a la Isla.

La Isla no tiene nombre, pero el pescador entendió.

Así, un rato más tarde, zarparon los cuatro. Él contempló el puerto y la costa por última vez en un tiempo mientras se alejaba, a modo de silenciosa despedida. No sentía ninguna emoción al respecto, y probablemente no haya tenido pensamiento alguno.

Los hombres navegaron durante varias horas, en las que el mar paulatinamente se fue agitando, al punto que intermitentes ráfagas de un viento impregnado de agua de mar se abatían sobre la modesta embarcación, haciéndola estremecer con creciente violencia; en despecho de ello, los hombres permanecían impávidos —él por la seguridad de que lograría su cometido; los pescadores, por haber conocido verdaderas tempestades, dignas de ser llamadas como tales—. Y en ese sentido iba evolucionando el mar y el cielo infinito por encima de él y de los tripulantes: el primero se enturbiaba al irse cubriendo de una capa de densa espuma, mientras el segundo gradualmente desaparecía tras un inmenso telón de nubarrones plomizos, que se ennegrecían conforme uno llevaba la vista hacia el horizonte.

Llegado cierto punto, él consideró prudente ponerse a resguardo en la cabina, donde los pescadores llevaban largo rato conversando. Él ocupó un sitio en un rincón libre y siguió desde allí contemplando la inmensidad al otro lado de la ventanilla. El paso del tiempo hacía brotar de su interior los sentimientos de los que había prescindido: el aburrimiento, la impaciencia, y la propia conciencia del paso del tiempo. Quiso hablar con los pescadores para demostrarles que no era su propósito aislarse, pero, al mismo tiempo, no le interesaba y, en todo caso, no sabía de qué hablar con aquellos hombres a quienes tan ajenos, como de otra especie, incapaces de comprender por qué estaba allí, viajando a una isla desierta y virgen.

Tras unos extensos minutos animados a su modo por una conversación somera entre los pescadores, uno de ellos avistó la Isla. Al principio él no la pudo distinguir entre las olas y la niebla, mas luego su silueta, aunque diminuta, se volvió evidente. Como una roca negruzca que se erguía por encima de la superficie del mar, cual montaña cuya base yace en el fondo del océano, con el contorno nítidamente recortado, él la vio. Su aspecto prácticamente no había cambiado desde la última vez que había estado allí, y cuando estuvieron más cerca, más le parecía comprobar que tal era el caso. Entonces, estando a pocas millas de la costa, comenzó a llover. Con un esfuerzo del motor de la embarcación, los pescadores lograron atracar. Él saltó de la cabina al puente y del puente a la orilla; sus piernas chapotearon en las gélidas aguas inquietas, y luego él pasó a hundir los pies en la helada costa de arenas nivales. Las huellas que iba dejando en la nieve a su paso fueron rápidamente deformadas por los flechazos pluviales que el cielo lanzaba sobre él, impidiéndole siquiera alzar la cabeza para observar el paisaje delante de sus ojos, mucho menos dirigir un vistazo al barco y comprobar que los pescadores aguardaban en su interior, a resguardo del temporal. No tardó la lluvia en empaparlo por completo, convirtiendo su ropa en un pesado lastre a medida que se absorbía en ella; no obstante, él sólo seguía adelante, adentrándose en la Isla, por más que el camino fuera cuesta arriba, en una pendiente poco empinada; a sus espaldas, los pescadores se habían apresurado en zarpar de regreso al continente. Luego de unas decenas de metros de caminata, el suelo se tornó más firme y áspero, y sin pendiente: él acababa de alcanzar una llanura desolada. En todo este tiempo, el cielo se oscureció más, cual noche llegada antes de lo esperado, disminuyendo notablemente la visibilidad. Es por ello que, a poco de entrar en la llanura, a él se le atoró una pierna entre dos gruesas ramas —una de las cuales incluso se le clavó—, cuya resistencia él logró vencer sólo después de quebrarlas con bruscos y obstinados movimientos de su pierna. Mientras él dejaba atrás el dolor causado por la rama, avanzando pertinaz en línea recta, la lluvia era reemplazada por una densa aguanieve. Luego, en la oscuridad se delinearon las siluetas de las enormes rocas que coronaban el centro de la isla. La única forma de atravesarlas era dando un rodeo, lo que hacía la travesía aún más dificultosa, puesto que no había un sendero que transitar, y el suelo rocoso, liso y surcado por someras grietas, estaba resbaladizo por la lluvia. No es posible saber cuánto tiempo le tomó a él hallar un pasadizo entre las rocas, avanzando a tientas por lo profundo de las penumbras como por el agotamiento del que empezaba a ser presa. Tras los enormes riscos aún lo esperaba una pradera helada. En aquel lado de la isla se hizo presente la nieve o, mejor dicho, una ventisca; fuertes ráfagas de un viento gélido soplaban sobre él, aullándole y echándole encima copos de nieve con violencia. No anduvo él un largo trecho hasta que cayó rendido por el cansancio. Transido de frío, con los miembros entumecidos, las manos y pies congelados, por unos momentos todo lo que pudo sentir fueron sus débiles exhalaciones. Pero luego un brevísimo rayo de luz en el cielo, que aún hoy él no puede decidir si lo vio o si, por el contrario, lo alucinó o soñó, le iluminó el tronco negro de un árbol muerto y solitario más adelante. Era la meta, y estaba a su alcance. A duras penas se levantó y echó a andar en dirección al árbol; cada tanto caía de rodillas y se veía obligado a proseguir la marcha en cuatro patas, pero de ninguna manera se detendría ya, como si al hacerlo aquella meta tan largamente anhelada fuera a volverse irreal y desvanecerse.

Una vez al pie del árbol lo reconoció. Supo que era ese y no otro —y no había forma de que no fuera aquél, siendo ese el único árbol en kilómetros a la redonda—. Pretendiendo ignorar su agotamiento, se puso a escarbar la nieve delante del tronco húmedo y torcido. Muy pronto se dio cuenta de que estaba gastando sus exiguas fuerzas en tan penosa tarea, y poca nieve estaba logrando apartar. Miró en derredor suyo y halló detrás del tronco una gruesa rama, el único elemento que lo podría ayudar a remover la tierra.

Las tímidas luces del cielo que anuncian la inminencia del amanecer lo hallaron al borde de la consunción, delante de un hoyo excavado en la tierra. Hacía largo rato había cesado de nevar, y en lugar del feroz viento de la víspera soplaba una brisa refrescante; el aire era puro y liviano, y se dejaba respirar sin esfuerzo. En el hoyo yacía un cuerpo. Él se reconoció en aquel cuerpo inerte; era él mismo hacía cinco años. Con mucho cuidado, como si de un objeto de cristal se tratase, lo retiró y lo dejó a un costado. Estaba ya exhausto, y sólo deseaba descansar. Así que se acostó en el hoyo tranquilamente, puso los brazos a los costados, y cerró los ojos.

Y, a escasos pasos de allí, él mismo abrió los ojos, se incorporó con lentitud, se contempló en el agujero en la tierra y, tras un instante de grave silencio, se hincó delante del agujero y con las manos empezó a cubrir de negra y húmeda tierra sobre el cuerpo que descansaba allí. Su propio cuerpo.

Una vez completada la misión, dio media vuelta y emprendió el regreso al punto donde había desembarcado. Atravesó la llanura tapizada de blanca nieve, pasó entre los riscos pelados y luego descendió por la cuesta poco empinada en dirección a la costa. Se sentó sobre la arena húmeda a esperar que los pescadores regresaran para llevárselo al continente.

Allende las olas, salía el sol.