Visiones de una ciudad más allá

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La muñeca (Relato en dos partes)

Primera parte

1

Aquí es donde me pongo a escribir, en este modesto escritorio. Guardo silencio, silencio; debo hacerlo. Para no estar sin hacer nada, y para que el silencio no me desespere, me propuse relatar cierto suceso… Digamos que se trató de… una conmoción. Una pequeña conmoción en una existencia rutinaria, gris y aburrida; una sacudida en un cuerpo yaciente como para despertarlo de un pesado sueño. Así es como pienso lo que ha sucedido con Pablo… Pero, amable lector, no permita que me adelante a los hechos, ni que cuente el final al principio.

No importa quién es Pablo; simplemente diré que es alguien que conozco. Y que él es el de la «existencia gris y aburrida», o así es como la imagino, siendo que él, mediante su trabajo, contribuía a mantener ese laberinto de inextricables decisiones impersonales al que damos el ominoso nombre de «burocracia». Y cómo imaginármela de otra manera, cuando no le conocí a Pablo actividades fuera de su empleo en el Registro Nacional de las… no importa. Además, yo sabía que él estaba insatisfecho con su vida, con haber abandonado la universidad luego de tres miserables intentos consecutivos de cursar materias hasta el final del cuatrimestre, con todavía vivir con su familia (sus padres y sus dos hermanas mayores), y con no tener novia ni ningún tipo de vida social aparte de verse con sus amigos de la secundaria no más de diez veces al año (media docena de veces, a decir verdad). Menos aún se veía con sus colegas del Registro fuera de la oficina (la que, dicho sea de paso, por alguna razón, había sido puesta ¡en una estación de tren!), debido a la falta de un espíritu de camaradería entre los empleados, y a la falta de costumbre de estos de reunirse a tomar un café siquiera. Así, a Pablo los días se le llenaban de tiempos muertos. O, ¿quién sabe?, quizás su vida es un largo tiempo muerto que él de tanto en tanto interrumpe con diversas actividades. Inútilmente había tratado de emplearlo en otras cosas, hacer algo más con su vida, como dirían algunos; todo lo que había iniciado lo había abandonado, fueran las clases de ajedrez, o de inglés, o el gimnasio; las dudas y la indolencia de su carácter, mediante una u otra excusa (esto era lo de menos) siempre terminaban prevaleciendo sobre su débil fuerza de voluntad. Ya ni un libro podía leer hasta el final. Y, por todo lo expuesto es que Pablo se sentía insatisfecho con su vida, como decía más arriba; pero más insatisfecho aún estaba con… bueno, con él mismo, ¿o con quién más? Pero claro, esto lo digo yo y no él, que, como ocurre muy a menudo, no quiere admitir la cruda verdad ni los propios defectos. O, en el mejor de los casos, es incapaz de identificar a quien es su peor enemigo, por así decirlo, esto es, a aquel que le arruina la vida: él mismo.

Pero es que aún hay más, querido lector: las hermanas no tenían en la más alta estima a nuestro protagonista, y en cierta forma lo despreciaban porque ellas sí poseían aquello sin lo cual no se puede emprender prácticamente nada en la vida, a saber: constancia. Disciplina. Y un objetivo claro. Y con constancia, disciplina y un objetivo claro habían conseguido una carrera, una casa y un marido cada una, y si aún no tenían hijos era solamente porque «por ahora quiero enfocarme en mi carrera», como es usual oír en esta época. Así ha sido por varios años, y yo pienso que sin duda ha sabido hacer mella en la autoestima de Pablo. En cuanto a sus padres, inconscientemente habían asumido que su hijo no era especial más que por el hecho de ser su hijo, el menor, el pequeñín. Puede que incluso negaran para sus adentros que hubiera algún problema con su hijo, pero no los conozco lo suficiente para afirmarlo.

Sin embargo, no hago esta descripción para humillar al pobre Pablo o hablar mal de él, sino para poner de relieve su predisposición mental cuando ocurrió lo que a continuación voy a relatar. Él, en cierta forma, quería… no, dejemos que usted, amable lector, lo decida.

Los inefables corredores del laberinto burocrático en todas sus manifestaciones desembocan en innumerables oficinas grises, en las que las leyes, normativas y regulaciones ciertamente todavía le dejan aire a uno; es decir, no le quitan a uno el aire por completo, pues eso sería propio de un Estado totalitario, despótico, dictatorial; no obstante, nuestra burocracia pretende regular cuánto aire puede uno respirar; incluso podría decirse que pretende asignarle a uno —y a eso tiende la «regulación personalizada», la que será ejecutada mediante algoritmos computacionales— la cantidad de aire que puede uno respirar. Y esas oficinas se subdividen en secciones, en departamentos, en burós, etc. En ese ambiente trabajaba Pablo, en el box número dos, que no era más que un escritorio de los cinco que, en una fila, constituían la oficina; al otro lado del asiento, ese escritorio tenía adosado una especie de biombo plástico transparente que hacía de barrera frente al mundo exterior. Carteles y afiches por todas partes, y recordatorios en la forma de papelitos de colores para complementar. Una provisión ilimitada de lapiceras y de hojas A4. Asientos mullidos y ergonómicos para restregarse cómodamente los ojos con la antiestética interfaz del software del Registro… ¡Por el amor de los santos, con la cantidad de diseñadores de software que tiene el país! Todo el santo día. Pero esto no es más que un reflejo o manifestación del atraso que tiene la administración estatal respecto de los avances tecnológicos y, por ende, el software debe ser y verse anticuado, engorroso y poco práctico, y no puede (ni debe) ser de otra manera.

No suele haber demasiado trabajo en aquella oficina del Registro…, por lo cual lo más común es que haya al menos uno o dos boxes vacíos al día. Sólo el trabajo se multiplica —y los empleados se vuelven conscientes de cuánta gente vive en la ciudad, aún si estuvieran familiarizados con los resultados del último censo— cuando surge una nueva regulación que implica hacer trámites relacionados con la «persona» de uno. Afortunadamente para todos, y más para las «personas» que deben invertir tiempo de viaje y de espera antes de ser atendidos que para los empleados que se ven sobrecargados de trabajo, estos eventos no son frecuentes y, en todo caso, tampoco duran demasiado (no más que una o dos semanas). Por añadidura, si se me deja hacer una observación más antes de proseguir con la narración, en años recientes, con la universalización del acceso a Internet, se ha introducido para algunos casos la posibilidad de realizar trámites en línea, lo cual, si bien reduce el papeleo físico, no necesariamente reduce el electrónico —pues todavía hay que revisar, procesar y dar apropiado curso a los trámites iniciados en línea—, y esto resulta en que se puede decir que el trabajo es menos intenso, por así decirlo, pero no tanto como uno creería.

Aún así, todos los días se presenta gente que debe hacer algún reclamo, pedirle permiso al Estado para hacer algo, como existir, etcétera. Para Pablo, la jornada normalmente no comienza antes de las diez; dependiendo de cuánta gente vea esperando afuera de la oficina, pone mayor o menor energía en encender la computadora y arrellanarse en su asiento, y en servirse un café si ya hay preparado en la cafetera. Después de todo, ninguno de los trámites a los que en el Registro… dan curso puede ser urgente, amén de que típicamente el papeleo no toma más que unos minutos; ¿para qué apresurarse, entonces? Si hay gente que esperó dos horas para ser atendida, bueno, puede esperar un poco más; en ese caso, sin correr a encender la computadora y procurarse el café, tampoco hay que demorarse ni hacer las cosas a desgana.

Las jornadas en la oficina son, a su manera, bastante monótonas, y si no son aburridas es porque la actividad más o menos constante, intercalada con diminutos tiempos muertos, vacíos o llenos con la inercia de las pequeñas acciones que se desarrollan en el box, disimula el movimiento de las agujas. La gente llega cuando el letrero electrónico se lo indica, se sienta en la silla y expone el motivo de su visita. Pablo apenas presta atención a quien tiene ahora enfrente de sí, al otro lado del biombo; diríase que le da una rápida mirada tan solo para asegurarse de que hay una «persona» allí y no otro tipo de entidad; mejor es prestar atención a los papeles que trae el tramitador, y dejar la vista en la pantalla el resto del tiempo. Además, al final del día es bastante gente la que pasa por el box, y no hay tiempo ni ganas de andar fijándose en el aspecto de todos, salvo que posea alguna característica particular o que, desde luego, se trate de una mujer atractiva. Pero incluso las características particulares y el atractivo de las mujeres tienen poca importancia, dado que lo normal es que una «persona» caiga en suerte en el box una sola vez en su vida. No es como en los locales comerciales u otros establecimientos, a los que un cliente elige acudir las veces que desee y, en base a eso, establecer una relación de familiaridad con un dependiente o un dueño; en el Registro…, el paso de cada «persona» es de lo más efímero; cada trámite dura tan poco y el tramitador le es tan extraño al empleado del Registro…, y es tan fácil para aquellas misteriosas fuerzas que nos empujan a unos contra los otros perderse en los laberintos burocráticos, que es prácticamente imposible formar un vínculo genuino entre dos seres humanos.

Se necesita una combinación inusual de circunstancias y un hecho inaudito, extraño, improbable, no necesariamente derivado de las mencionadas circunstancias para que ocurra lo contrario, para que se altere una rutina tan firmemente establecida, tan fría e inflexible como teóricamente lo son las normativas vigentes, al menos para los súbditos estatales.

Y eso es precisamente lo que le sucedió a Pablo aquella vez; aquello a lo que llamé al principio de este relato «una conmoción» en su vida.

Desde el principio debió haberlo presentido, cuando el letrerillo digital le indicó al siguiente tramitador que se dirigiera al box número dos y él, desviando instintivamente la vista de la pantalla, vio que se acercaban dos «personas». Eran un hombre y una mujer. Él era alto, de un metro ochenta aproximadamente, pero lo primero que notó Pablo fue que traía una expresión de contrariedad, como si algo lo hubiera hecho enojar poco antes, enmarcada por los cabellos cortos peinados hacia atrás, las finas cejas y, al otro lado de los ojos cetrinos, una boca ancha torcida en un gesto indeciso y un mentón cuadrado y algo prominente que a nuestro protagonista le recordaron vagamente a Paul Oakenfold, técnicamente un tocayo suyo. Caminaba balanceando ligeramente los hombros, intentando acaso darle realce a un pecho algo ancho, pero no voluminoso, al que la remera negra no se ceñía bien. Pero con mucho lo que acaparó realmente la atención de Pablo fue ella: una de esas «mujeres atractivas» que cada tanto aparecían en la oficina, y que él no podía dejar de mirar; eso sí, con rápidos vistacillos, como para mirar al sol, discretos, no sin algo de timidez, y no con la indecorosa, descarada y lasciva mirada sostenida de un repulsivo mirón o de un viejo verde. Ella era algo pálida, lo que resaltaba el negro de sus grandes ojos ovalados y de su cabello lacio, a prueba de electricidad, con una raya al medio hecha como con una regla, y cuyas puntas le rozaban los hombros, y el rosa de sus labios aterciopelados e inexpresivos. Ornaba su cuello una cadenita con una piedrecilla verde de dudosa autenticidad. Llevaba puesto un vestido corto, negro también, de «corte A», sencillo pero elegante, que ajustaba lo suficiente sus suaves curvas, pues el equilibrio y la armonía entre las formas de la joven era lo que la hacía particularmente bella, y cuyo efecto, por lo tanto, cualquier rasgo exagerado o exuberante en su apariencia sólo podía disminuir. El esmalte daba destellos de un carmín en las uñas de las manos y de los pies. Las sandalias con suela de madera y tacos de dos centímetros percutían rítmicamente la cerámica de las baldosas de la oficina.

Debió haberlo presentido entre dos vistacillos, que a despecho de su ya mencionada brevedad ya le anunciaban que ella era única —no única como lo es cada mujer (o eso es lo que dicen) sino única… respecto del resto de las mujeres; «una gota de agua que brilla en el océano»—. Fuera por la deslumbrante hermosura de su rostro, como esculpido por sus progenitores, su andar delicado y garboso, a la manera de un ángel que va hollando nubes, o por la expresión de dulce sosiego que transmitían sus facciones, Pablo se sintió impactado al punto de verse obligado a refugiarse tras la fealdad del software, fingiendo que realizaba alguna acción final sobre la solicitud del tramitador anterior antes de atender a los siguientes. Pero demasiado rápido los tuvo frente a él, y procuró mirarlos de acuerdo con la situación: que un empleado recibe a dos tramitadores.

No obstante, había algo más que lo que había vislumbrado a la distancia. Algo más en el aspecto de la chica, difícil de poner en palabras. Al tenerla enfrente, uno parecía estar viendo una obra de arte, una figura viva salida de un lienzo magnífico; esa perfección en sus rasgos, en sus formas, en sus proporciones parecía sobrepasar lo natural. A uno le podía recordar también a una fotografía sacada con el celular y con todo tipo de filtros aplicados, pero aquí no había filtro alguno, ni siquiera maquillaje visible salvo por una medida dosis de rímel. Esa piel, algo pálida y perfectamente lisa al golpe de vista, no parecía piel, sino alabastro; ese cabello estaba cortado milimétricamente, sin un solo pelo fuera de lugar. Ambos ojos tenían exactamente el mismo tamaño y exactamente la misma forma; sus labios, en el justo medio entre la delgadez y la generosa carnosidad, se hallaban petrificados en una sonrisa implícita… Todo su rostro estaba libre de las contingencias anatómicas o fisonómicas a las que a veces damos el nombre de imperfecciones, e incluso su vestido no presentaba arruga alguna. Y, al igual que en una pintura o una fotografía, las facciones de la joven no se alteraban, y toda ella permanecía quieta, al punto de no poder uno decir si estaba respirando, y por ello uno se sentía inclinado a dudar de si realmente una mujer podía reunir todas estas características; en otras palabras, uno se sentía inclinado a dudar de estar frente a un ser humano…

—Por favor, siéntense —dijo Pablo, con la voz un poco aflautada por el nerviosismo del que súbitamente se vio presa.

Había una sola silla delante del escritorio.

El hombre miró a ambos lados con la evidente intención de traer una segunda silla, lo cual, desde luego, hizo sin demora. Estirando un brazo, trajo hacia sí una de las sillas que se encontraban delante del box contiguo, el número tres, y le dijo a la mujer, señalando con los ojos la silla que ya estaba ahí:

—Sentate.

Pero la mujer seguía de pie, mirando al hombre. Éste reiteró la sugerencia u orden, esta vez señalando con energía la silla, al tiempo que se sentaba él en la silla que acababa de traer:

—Sentate ahí.

La joven miró la silla, luego fijó la vista en su acompañante, y entonces, lentamente, como dudando de si debía hacerlo, o si lo estaba haciendo lo que debía, flexionó las rodillas… y se sentó. Todavía lo miró un instante más, acaso esperando una palabra de su parte. Pero no ocurrió; el hombre volvió la vista hacia el biombo y sus ojos se agrandaron brevemente, en una mueca de cansancio e incredulidad. Pablo, por su parte, no pudo menos que azorarse de la escena. Al tiempo que veía a la hermosa joven tomar asiento con tanta hesitación, supuso que quizás ella era extranjera, y que no había comprendido las palabras del acompañante. También se dio cuenta de que en esos pocos segundos que duró la mencionada escena no pudo quitarle los ojos de encima a la muchacha —¡qué peligroso, si ese hombre resultaba ser, como él podía sospechar, su novio!—. Pero todo sucedió tan rápido que, no bien se le ocurrieron estos pensamientos, los tramitadores ya estaban viéndolo a él.

—¿En qué puedo ayudarles? —dijo Pablo, en un tono que no le iba para nada, que sonó harto artificial, innatural en él; se lo había oído más de una vez a Clara, una de sus colegas, y había creído que en él sonaría tan amable y servicial como en ella, pero no pudo estar más equivocado. Por suerte para él, los tramitadores no notaron nada raro en su tono ni en sus palabras, aunque… por un par de segundos, no dijeron nada. Él la miró a ella, pero ella miraba a Pablo.

—Tiene que renovarse el documento —dijo por fin el hombre, refiriéndose a la joven.

—Muy bien —dijo Pablo; acto seguido, carraspeó tímidamente, sintiéndose inseguro acerca de su tono de voz—, ¿cuál es su documento?

Ya desde ese momento le pareció extraño que el hombre hablase por ella. De verdad parecía que ella era una extranjera que no manejaba el español, y que el hombre estaba allí para ayudarla con el trámite.

—No lo recuerdo —repuso el hombre.

Y ahora era extraño que el hombre hablara de sí y no de la mujer. ¿Como si ella no pudiera recordar su número de documento, tratándose del suyo propio?

—¿Y ella…? —inquirió Pablo, señalando con los ojos a la chica.

—Ella tampoco lo recuerda —respondió secamente el hombre, sin siquiera mirarla, pero sí mirándole a él directamente a los ojos.

—No lo recuerdo —confirmó ella.

Amén de que sus palabras fueron pronunciadas en un español nativo, cosa que echaba por tierra la hipótesis de la extranjera que no dominaba el idioma, hubo algo en ellas, en el sonido de su voz, algo misterioso que las hizo sonar particularmente dulces, como para derretirle los tímpanos al pobre Pablo, por decirlo así. Llegó a sentirse atontado por un instante, tan inesperado había sido el momento. No obstante, recuperó la compostura interna notando otro hecho inusual, o quizás sólo curioso: si la joven venía a renovar su documento, eso significaba que ella tenía dieciséis, por más que su aspecto sugiriera una edad más alta, y en ese caso, lo mejor sería no mirarla tanto, ¿verdad?, y menos con esa irrefrenable avidez en los ojos. Aunque lo más probable era que la chica ya hubiera pasado los dieciséis, y que por alguna razón nunca hubiera hecho el trámite en tiempo y forma.

—Bueno, dígame su nombre para que lo busque en la base de datos —le dijo Pablo a la chica, y ni él entendió por qué la trató de usted. La situación era un tanto confusa.

El hombre intentó responder por ella de nuevo, mas todo lo que salió de su boca abierta fue una mísera nota. La joven no se dio por aludida, como si le hubiera cedido sus derechos al hombre que ahora sí, tras pensarlo un segundo, articuló una respuesta —¡y qué respuesta: una sincera!—.

—Mirá… La cosa es así —dijo él, inclinándose hacia delante y clavando sus ojos en los de Pablo, y hablando con una voz firme pero discreta, como para no ser oído por los demás, cosas que Pablo encontró chocantes—: no tiene documento. Se tiene que hacer uno.

—Entonces no se lo tiene que renovar —dijo nuestro protagonista, un tanto molesto.

—No, no se lo tiene que renovar —dijo a su vez el hombre, sin variar un ápice su postura ni su actitud.

—Bueno, en ese caso… Tienen que traer una fotocopia de la partida de nacimiento de…

—No, no, amigo —lo interrumpió el hombre—, mirá, no tenemos papeles. Queremos que le hagas un documento nuevo.

Pablo desvió la mirada hacia la joven una vez más, por un segundo. Estaba aún más confundido ahora. ¿A santo de qué le venían a pedir un documento para una mujer aparentemente sin papeles, sin siquiera una partida de nacimiento? ¿Y, tomando por cierta la historia del hombre, cómo había podido ella vivir sin documentos? ¿Habría algo ilegal detrás de este inaudito pedido? Sin duda; al menos algo olía mal en el asunto, algo turbio debía haber. Pero, además, y por encima de todo, ¿quién se creía ese hombre de cabello corto y mentón ancho para mirarle con tanta insistencia y hablarle con tanto descaro, clavando estúpidamente los ojos en los suyos, como lo hacen los que pretenden ser persuasivos, en su territorio?

—Perdonen, yo no puedo hacerle un documento sin papeles…

—Pero —lo interrumpió de nuevo el hombre—, mirá, ella necesita un documento.

«Y dale con el “mirá”», pensó Pablo.

—¿No necesitamos todos un documento? Y a vos no te cuesta nada —prosiguió el hombre.

Entonces metió una mano en el bolsillo del pantalón, todavía sin echar la cabeza hacia atrás ni interrumpir el incómodo contacto visual, y la sacó cerrada. Lentamente la abrió al apoyarla en el escritorio, con la palma hacia abajo, y la depositó junto al hueco del biombo, a través del cual se pasan documentos, bolígrafos y otras cosas de un lado al otro.

—Por favor —dijo el hombre, y retiró la mano igual de lento, como con suspenso, dejando un billete atravesado en el hueco.

Pablo miró el billete y se azoró. ¿Dinero? ¿Así que esto era un soborno? Nunca en la vida habían intentado sobornarlo, y por eso ahora estaba tan sorprendido y confundido, y no sabía qué hacer. ¿Aceptar el dinero? Pero pronto se dio cuenta de un detalle… digamos que nimio: pese a que el billete estaba doblado, se veía claramente su valor, y… era muy poco para lo que uno esperaría de un soborno. De hecho, era muy poco bajo cualquier punto de vista. ¡Con esa plata hoy no se puede comprar ni un alfajor, lector!

Más por querer creer que en el fondo del asunto no podía haber una estafa o daño grave, y por querer creer que estaba ayudando a la chica, a la que cada vez que la miraba la encontraba más hermosa, que por hacerle un favor al odioso hombre o que por temor a alguna represalia de su parte si se negaba, y mucho menos que por ansia de dinero, Pablo miró a ambos lados, puso la mano sobre el billete y lo trajo disimuladamente hacia sí. Una transitoria sonrisa torva se dibujó en el rostro del hombre, quien, ahora sí, se reclinó en el asiento. Pablo se molestó aún más, pero ya no podía hacer más que meterse el billete en el bolsillo. No pudo evitar sentir la culpa de saberse no cómplice, sino partícipe de alguna actividad ilícita. Aún así, reunió fuerzas, volvió a carraspear tímidamente, y dijo:

—Van a tener que darme sus datos.

—Sí, por supuesto —dijo el hombre, notoriamente animado por el parcial éxito de su bizarra empresa.

Pablo apenas lo oyó. Estaba abriendo el formulario necesario para el trámite, pero los dedos le temblaban y cometía errores al clickear en los enlaces. Se tranquilizó como por ensalmo al mirar de reojo a la mujer, y hallarla observando el entorno con curiosidad, totalmente desentendida de lo que su acompañante y él estaban tramitando, como si no le concerniera.

De pronto, oyó a ella preguntarle al hombre con esa voz a un tiempo dulce y seductora:

—¿Qué es Chiang Mai?

—¿Chan qué?

—Chiang-Mai —repitió pausadamente la joven—. Lo vi escrito en un cartel.

—Ni idea —repuso desinteresadamente el hombre.

Con la mirada puesta en la pantalla, por alguna razón a Pablo se le cruzó en la mente el recuerdo de una noche en un bar, algunos años atrás. Él estaba con un conocido mayor que él, esperando a otros amigos; una mesera petisa y flaquita, paliducha y de cabello negro y lacio, como los de ella, los atendió. Después de que la chica les dejara las bebidas y volviera al salón (pues los clientes estaban sentados afuera), este conocido mayor dijo de ella:

—Es una muñequita.

«Sí, qué palabra más apropiada —pensó Pablo—. Una muñeca.»

Pero él, al considerar el término «muñeca» pensaba más en un diseño artístico o estético —inteligente, artificial— tras la perfección de las facciones y formas de la mujer que en la belleza de la mujer en un sentido superficial.

—Una mu… —se le escapó en un susurro, todavía hablando para sí mismo, pero se detuvo a tiempo.

El hombre, que no entendió lo que había murmurado, simplemente musitó:

—¿Eh?

Y Pablo, a quien el desliz abortado lo puso súbitamente rojo como la grana, movió el cuello para ocultar sus mejillas y toda su faz del hombre, fingiendo reconcentrarse en la operación, todo mientras minimizaba las ventanas del pánico y, nuevamente con los dedos temblorosos, temerosos, abría el primer archivo que se le cruzó en el escritorio de la computadora.

Resultó ser el manual de uso de una heladera con freezer que había comprado Amalia, la empleada del Registro… que había ocupado el box número dos durante las recientes vacaciones de Pablo. Mandó a imprimir a toda velocidad la portada del manual y, recuperando el aire y el color natural de su rostro, dijo:

—Que un momento; ya vengo.

Y se levantó para ir hasta la impresora común de la oficina, que se encontraba junto a la pared, equidistante a los escritorios de los boxes cuatro y cinco, para recoger la hojita. Dio un resuello apenas contenido mientras aguardaba que la máquina la imprimiera, y cerró los ojos con fuerza, como si un dolor repentino y agudo lo aquejara, pero pronto los abrió y de paso volvió a respirar con normalidad o algo así.

«Pero, ¿qué estoy haciendo? —se preguntó—. ¿Y de dónde salió esa gente? ¿Por qué les dije que sí? Y además —añadió, y se palpó disimuladamente el bolsillo—, ¡me dieron un soborno!»

Metió la mano en el bolsillo, estrujó el billete dentro de él y lo sacó a la luz lo mínimo necesario para echarle un vistazo sin que otros lo notaran.

«¿Pero a esto se le puede llamar soborno? Quinientos pesos —se dijo para sus adentros, ofendido por lo que parecía más una falta de respeto que un soborno digno de ser llamado así, o, como él se encargó de agregar—: Tiene que ser un chiste.»

—Ponele voluntad… —todavía masculló entre dientes, dirigiéndose imaginariamente al hombre, mientras regresaba a su asiento con la portada de la heladera con freezer en la mano.

Se sentó tranquilamente, colocó la hoja con el lado sin imprimir hacia arriba, y comenzó a hacer unas anotaciones sin sentido y con una caligrafía tan espantosa que de ningún modo se le puede considerar como tal. Garrapateó unas palabras breves con mano ágil —ni un médico hubiera podido garabatear algo menos inteligible que eso— e hizo el papel a un lado de modo que los tramitadores no podían ver desde su posición qué contenía la hoja. Y lo hizo todo con un aire de profesionalismo tal, que el hombre verdaderamente pensó que lo que tenía enfrente era a un empleado estatal haciendo su trabajo.

Dispuesto a ignorar al sujeto cuya presencia se le hacía a cada instante más insoportable, Pablo se dirigió a la joven:

—¿Tu nombre?

—Dalia —respondió rápidamente ella.

Y su voz sonó como música y como una dulce exhalación a la vez, y como una suave y refrescante brisa que atravesaba el biombo y acariciaba el rostro de Pablo, y lo envolvía amorosamente con el aroma de dalias, las que él nunca había olido en la vida, pero eso no tenía importancia, porque para él la dalia ya no era una flor, sino ella, la única. Algún lector me podrá acusar de exagerar el tono poético en estas líneas, pero en todo lo que emplearé mi derecho a réplica es en decir que ojalá el lector pudiera oír la voz de la tal Dalia, y que sólo me juzgue si alguna vez lo hace.

«Dalia», repitió él para sus adentros. «Dalia.»

—¿Y tu apellido? —se esforzó por continuar.

Y ella, Dalia, respondió algo que él no entendió, y no porque su voz esta vez hubiera sonado menos musical, ni menos dulce ni suave ni refrescante, sino porque su apellido era muy raro.

—¿Cómo?

—Dzjachs —terció de pronto el hombre—. D-Z-J-A-C-H-S.

Pablo hábilmente tipeó las letras que le dictó el hombre al tiempo que su voz seca —árida— y dura, como ondas de piedra, golpeaban sus pobres tímpanos y caían aplastando a la Dalia y el perfume de su voz, estropeando la ambrosía del momento.

«¿Qué clase de apellido es ese? —pensó, con los caracteres fijados en la retina—. ¿Una sola vocal en una palabra de siete letras? Es extranjero, sin duda alguna. ¿Pero de qué parte? ¿Será polaca, acaso? No lo sé… ¿Y por qué se tiene que meter este tipo?»

—¿Fecha de nacimiento?

Esta vez el hombre no respondió. La mujer abrió la boca pero no dijo nada; su gesto pareció más bien de un anonadamiento repentino.

—El quince. Quince de… —titubeó.

Miró al hombre, que ahora estaba haciéndose el distraído, seguramente para que no se notara que él no sabía el cumpleaños de la chica, lo que lo volvía vergonzosamente incapaz de ayudar.

—El quince de a… De a… Quince de abril… —logró articular la joven, de una forma harto llamativa por lo dificultosa.

«¿Tendrá problemas de habla? ¿Dislexia o algo así? Hoy en día muchos dicen tener dislexia. ¿O por qué duda tanto?»

—¿De qué año?

Nuevamente las palabras se congelaron antes de ser emitidas.

—Tiene veintiuno —intervino por fin el hombre. No se arriesgó a hacer el cálculo mental, sin embargo.

Pablo, sin decir nada, tipeó las cifras en el campo adecuado del formulario.

—¿Y en dónde naciste? —preguntó a continuación, siempre a la joven.

Pero una vez más fue el hombre quien respondió por ella.

—Buenos Aires.

Una respuesta muy general. Pablo debió preguntar en qué parte de Buenos Aires, pero, harto de las intromisiones indeseadas del hombre, y a punto de exasperarse por lo lento que se estaba tornando el proceso, se limitó a preguntar:

—¿En Capital?

—Sí, en Capital.

Lo siguiente fue preguntar la dirección de la joven. El hombre se apresuró en dársela (no la reproduciré aquí por cuestiones de privacidad); por lo visto, también estaba deseando concluir el asunto lo antes posible. Esto se puso de manifiesto en la siguiente parte del proceso, en la que Pablo debía sacarle la foto a la chica. Técnicamente podía apuntar la cámara a través del hueco del biombo, o sostenerla por encima de éste, y sacar la foto sin que la joven se tuviera que mover —a lo sumo ponerse de pie—; no obstante, siguiendo el imperioso instinto (más que el deseo, aunque deseo ciertamente había en él) de acercársele o, mejor dicho, de atraerla hacia sí, alejándola del insoportable badulaque que la acompañaba, como robándosela por al menos un momento, se levantó del asiento y movió la silla a un lado del escritorio.

—Sentate acá para que te saque la foto.

La joven se le quedó mirando, sin reaccionar. Como si él no le hubiera dicho nada. Pero ya dije que el acompañante ya tenía prisa por marcharse.

—Levantate —le ordenó.

La chica obedeció sin mostrarse muy segura de lo que hacía.

—Andá allá —dijo entonces él, señalando con energía la silla que Pablo le ofrecía.

Una inexplicable duda volvió a asaltar a la mujer, que no dio más que un paso. El hombre perdió la paciencia; se puso de pie y la llevó suave pero decididamente en dirección a la silla de Pablo tomándola de los brazos. Nuestro protagonista no quiso ver brusquedad en la acción del tipo, que se la dejó junto a la silla; la joven no se resistió ni hizo una mueca siquiera; no obstante, de pronto sentía que simpatizaba con ella, que no había necesidad de llevarla así, como si fuera una cosa, una caja, un perro que no quiere que lo bañen.

—Sentate —le dijo Pablo a la joven con un suave gesto, y con una amabilidad en las palabras que quizás nunca había exhibido, y que contrastaba notablemente con la forma de hablar y los modos en general del acompañante, seco, firme e incluso un poco autoritario.

Ella tomó asiento delicadamente mientras le sonreía y se pasó las manos por el cabello. La cordura de Pablo hizo cortocircuito por un instante; sus neuronas se obnubilaron, se ofuscaron con gestos tan delicados, tan sutiles, tan cotidianos. Agarró casi literalmente la cámara, buscando descargar de alguna manera la tensión que le provocaba el tener que ocultar esa conmoción que estaba sintiendo por episodios.

Ya tendría una foto para recordarla por siempre, por si no regresaba al Registro…, y todo indicaba que no lo haría, por razones que expuse más arriba. Pero él se aseguraba de que permanecería una prueba física de su existencia en la que apuntalar sus recuerdos e imaginaciones futuras. Mientras tanto, habiéndose dado por vencido en sus intentos por reprimirse, por dominar su ardiente deseo, la devoraba con la mirada a brevísimos intervalos, y no se saciaba de ella, de su aspecto y de su actitud.

—Y ahora, ya que estamos acá —dijo Pablo, y acercó al borde del escritorio una especie de panel conectado por un cable a la computadora—, vamos a registrar tus huellas. Hacé así —y le mostró cómo, apoyando las yemas de los dedos de una mano en el panel, y luego, las yemas de la otra mano. La joven lo imitó imperfectamente, y requirió que él la asistiera.

Pablo ingresó con destreza los datos recién recolectados en los campos correspondientes. Luego le volvió a acercar el panel con un lápiz táctil.

—Y por último, una firma.

La chica pareció no entender lo que se le pedía.

—Así —dijo Pablo, e hizo la mímica de firmar con el lápiz táctil.

—Firmá, firmá —ordenó el hombre, e hizo una mímica parecida, sólo que más enérgica e impaciente, en el aire.

—¿Pero qué pongo? —inquirió la joven tan inocentemente—. No veo nada.

—La firma, la firma —insistió el acompañante.

—Sólo escribí tu nombre.

—Pero no veo nada.

—No importa.

La joven mantuvo la vista en el cuadrado oscuro unos segundos, en un estado de total indecisión, con el lápiz oscilando entre dos de sus dedos. Finalmente, arrastró la punta del lápiz describiendo un único trazo… diríase que aleatorio, y dio por cumplida la tarea.

—Ya terminamos —anunció por fin Pablo. Ciertamente estaba aliviado, y aún no era consciente de que las palabras que acababa de pronunciar ponían en libertad a la extraña joven.

La muchacha se puso de pie sin quitarle los ojos de encima.

—Ay, gracias, gracias —exclamó súbitamente, despegando los brazos del cuerpo.

Pablo creyó por un segundo —o soñó creer— que ella se le iba a echar al cuello. De haber tenido la lucidez para elegir lo que deseaba hacer, quizás hubiera cerrado los ojos y esperado el suave impacto, las curvas armónicamente balanceadas adaptándose momentáneamente a la forma de su cuerpo, la voz meliflua derritiéndole los tímpanos (ya no tendrían razón de ser después de oír las últimas palabras de la joven), el aroma de su piel y de su cabello; en una palabra, se habría entregado, y ella de seguro no lo habría notado. Pero lo que hizo, la reacción espontánea de su mente y su organismo, fue abrir los ojos de par en par y echar la cabeza ligeramente hacia atrás, como aterrorizado. ¿Qué era eso, miedo a las mujeres, a su engañoso cariño, o sólo una pueril pudibundez? ¿O el terror de entregarse en cuerpo y alma a una desconocida, sin el menor atisbo de racionalidad de por medio? ¿O el temor a que adivinaran su silenciosa entrega? En vano temió el abrazo de la joven; de ninguna manera ella había pensado en echársele al cuello. Además, el hombre había temido lo mismo que Pablo, y atajó a la muchacha antes de que pudiera entrar en contacto con el empleado.

—Vamos, vamos para allá.

Se apartaron del escritorio o, mejor dicho, él se apartó, llevándola a la chica consigo, tomada de los brazos igual que antes.

—Le van a mandar el DNI a la dirección que me dijeron dentro de las próximas tres semanas.

Solo el hombre pareció escuchar; después de asentir, llegó a darle un último vistazo; en su mirada se filtraba algo de desconfianza y altanería o arrogancia.

—Gracias —le dijo, y su voz sonó insincera. Era un agradecimiento de compromiso; si la mujer no le hubiera agradecido, seguramente a él tampoco se le hubiera ocurrido hacerlo.

—Vamos, ya está.

Y la mujer ya no necesitó que le indicaran adónde ir. Caminó por su cuenta hacia la salida. Atravesaron los dos la sala de espera, y más allá doblaron a la derecha y se perdieron de vista. Pablo seguía de pie, clavando en su sitio, con la mirada ausente, y así estuvo todavía unos largos segundos antes de reaccionar de a poco, como quien es despertado a las sacudidas de un profundo y pesado sueño. Regresó la silla a su lugar y tomó asiento para quedarse otro ratito sin hacer nada más que asimilar lo acontecido. Clara, que se hallaba en el box número uno, quiso preguntarle si se sentía bien (no había notado nada extraño en el trámite de los dos extraños desconocidos), pero no le tenía tanta confianza, y, además, quiso creer que él solo estaba tomándose un respiro.

Los ojos de Pablo vagaron por el escritorio hasta que su mano derecha empezó a moverse. Qué raro; si una idea surgió en su mente, él no se había dado cuenta. Tecleó algo, descargó una imagen y la estableció de fondo de pantalla. Luego minimizó las ventanas y la contempló. Era una dalia.

«Así que así son las dalias», se dijo.

Tenía también, como ya señalé, la fotografía que iría al documento de la joven, mas de momento no la volvió a ver. El recuerdo estaba todavía muy fresco en su mente, muy vívido, y las impresiones provocadas por ella no se habían disipado del todo de su conmovido interior. De vez en cuando echaba un vistazo más a la puerta, como si ella pudiera regresar por alguna razón, más instintivo que consciente.

Tras unos minutos de inactividad, que ya corrían riesgo de transformarse o hacer lugar a una irreversible pereza, Pablo se resignó a volver a sus tareas. Después de aquella insólita interrupción, el show debía continuar.


2

Se fue más temprano que de costumbre de la oficina, dejando sola a Clara con los últimos tramitadores. Atendió a una sola persona después de Dalia, pero lo hizo con una confusión y un desgano tales, que se retiró por necesidad más que por cualquier otro motivo. La breve experiencia —la experiencia de la cercanía— con la misteriosa e inusual «muñeca» le había hecho ver lo insípido de la vida sin su presencia, y despojado a su trabajo de todo sentido y propósito. No es que tales sensaciones o percepciones acerca de su vida y su trabajo fueran nuevas, pero ahora se le presentaban con horrorosa nitidez, y se le hacían imposibles de ignorar.

Una y otra vez repasaba en su mente las pequeñas escenas que conformaban la experiencia a la que me referí arriba: su llegada; la insólita dificultad que mostraba para recordar las cosas más básicas acerca de sí misma, intercalada con su aparente indiferencia hacia ellas, a juzgar por la forma en que por momentos se desentendía de la situación. Pero sobre todo su mirada. Su sonrisa. Y su voz. Algo había en su voz que trastornaba su cerebro; de alguna forma algo se añadía a los sonidos que cualquiera saca de las cuerdas vocales, pero qué era ese «algo» él no lo podía decir. Era como si se tratase de algo no humano, o más allá de lo humano, que no sólo estimulaba sus oídos en el sentido fisiológico de la palabra, sino también el resto de su sistema nervioso. Y algo de eso quizás había también en su mirada; esto es, que podría darse el caso que sus misteriosas miradas también estuvieran transmitiendo «algo más allá de lo humano», o más allá de lo natural. Respecto de la voz de la joven, Pablo bien pudo haber atribuido su efecto en él a la fascinación que le causó la irrupción de la «muñeca» en su vida, ¿pero la fascinación o el enamoramiento —digámoslo con todas las letras— tiene la capacidad de causar tal trastorno en alguien a través del oído? Porque es comprensible y natural que uno pueda enamorarse sólo con ver a alguien, ¿pero puede hacerlo sólo con escuchar a alguien? Sí, en circunstancias muy especiales (creo que hay una novela que trata justamente de ello), pero no oyendo a alguien hablar unas pocas palabras. «Ay, gracias, gracias», recordaba Pablo, saliendo de la oficina del Registro… sin mirar por dónde iba; su confusión mental velaba con una fina bruma sensorial la realidad que otramente lo llevaría del laberinto a su casa; el eco de ese «ay, gracias, gracias» todavía tensaba fibrillas musculares aleatoriamente en sus extremidades, alteraba su respiración y movía sus ojos en distintas direcciones al resonar en su fuero íntimo, superponiéndose al sonido de los latidos de su corazón y a sus pensamientos y preguntas.

«¿Por qué me tuvo que agradecer así? “Ay, gracias, gracias.” Quiero decir, hubiera entendido que me dijera solamente “Gracias, gracias”, ¿pero por qué tenía que agregar el “ay”? Lo hizo sonar tan…»

«Seductor», pudo haber concluido. O «sugestivo».

«No, tuvo que hacerlo porque estaba coqueteando… enfrente de otro hombre, de ese tipo

Y arrugó el entrecejo ante la sola evocación del acompañante de la mujer. De pronto inefables tinieblas se cernían sobre la calle, enturbiando la bruma y los huecos que ésta dejaba al azar para que Pablo viera algunas de las cosas que todavía lo rodeaban. Quiso apartar de su mente la imagen del insoportable y presumiblemente engreído sujeto; definitivamente lo ayudó el darse cuenta de que había salido de la estación del tren y caminado en una dirección incorrecta; ahora se hallaba a pocos pasos de una caseta verde de las que podemos ver en algunas veredas, que en tres de sus lados están rodeadas de grandes macetas con flores, de modo que obstruye el paso: una florería. Pablo caminó por el estrecho paso sin dejar de echar un vistazo a los coloridos ramos que se apiñaban en torno al hueco que ocupaba la vendedora, una mujer entrada en años. Sus ojos y sus pies se clavaron al distinguir emergiendo de un gran vaso transparente un grupo de dalias alegres, vivaces, fragantes, bañadas por el gentil rocío del pulverizador; mirándolas con atención, diríase que poseían vida propia, una vida no vegetal, pese a haber sido desconectadas de sus raíces o, tal vez, originada a partir de la desconexión de sus raíces. Vagamente se preguntó si no sería una especie de señal.

—Dos mil el ramo, joven; barato. A su novia le van a encantar —dijo la mujer.

Pablo la miró por no más de un segundo con una expresión perdida, como si no hubiera comprendido sus palabras, completamente atontado por el descubrimiento.

«Le daría un ramo, y no sería “una flor para otra flor”, sino “una dalia para otra dalia”», pensó, y en su estado desequilibrado creyó que su comentario era de lo más agudo, y se le escapó una risita para sí mismo. Siguió su camino y recién al llegar a la esquina volvió en sí de nuevo y se dirigió a la parada del colectivo que tomaba siempre para regresar.

Tuvo la suerte, digamos, que la parada estuviera a una cuadra y que el colectivo estuviera llegando a ella. Corrió por un vago instinto y subió. Luego de pagar, la vio de nuevo. Estaba sentada en uno de los asientos dobles más próximos al del chofer, del lado del pasillo, mirando distraídamente por la ventanilla. Pablo se petrificó de la sorpresa y de la fascinación que se renovaba en su inquieto interior; la mandíbula se le cayó; quiso decirle algo, llamar su atención, pero no fue capaz de articular sonido alguno, como en uno de esos sueños en que uno descubre que no tiene control sobre su cuerpo. Entonces miró al otro asiento, al que estaba del lado de la ventanilla, ¡y ahí también estaba ella, Dalia, la «muñeca»! «No, esto no puede ser, acá hay algo raro, algo fuera de lugar», se dijo, y torpemente se apartó de allí, ciertamente perturbado por lo que ahora desconfiaba que fuera su vista, sino una visión. Así que pasó a la mitad trasera del vehículo, y cuál no sería su sorpresa al ver otra vez a la joven, al cabello perfectamente lacio y brilloso, la piedrecilla verde, los hombros desnudos, ocupando uno de los asientos individuales. Se le paró al lado y se puso a mirarla con atención, sin reparar —desde luego— que lo hacía con los ojos desorbitados y una torcedura extraña de los labios; tenía los sentidos abotargados, por así decirlo, cual sujeto que ha bebido «una copita de más». Y en ese estado no se dio cuenta de que estaba asustando a la chica al punto de hacerla abandonar el asiento; una masa de ondulados cabellos castaños, una falda blanca y una camisa con rayas de colores huyeron hacia las portezuelas del colectivo; desde allí, antes de bajar apresuradamente, la joven le dirigió algunas nerviosas palabras, que los oídos de Pablo estropearon al recibirlas, con lo que se le hizo imposible a su cerebro decodificar su significado. Algún pasajero le echó un vistazo, ¿pero qué más iba a hacer? Ahora, al ver el asiento libre, Pablo consideró que lo mejor era sentarse y tratar de calmar sus sentidos excitados; recuperar la lucidez perdida estándose quieto. Recostó la cabeza en la ventanilla y cerró los ojos, pero pronto la vibración transmitida del motor al cristal le resultó insoportable, amén de que las siluetas coloridas que surcaron fugazmente el plano delante de sus párpados, sumadas al persistente latido de sus sienes, no ayudaban a tranquilizarlo en absoluto. Pasó a pretender distraerse con algo de música, pues. La canción que sonó primero en sus oídos pareció comprender sus deseos; las notas suaves, gentiles, de una guitarra acústica, sin estridencias, y una voz apacible ciertamente iban en sintonía con lo que uno normalmente entendería por «tranquilo»; no obstante, no lo calmaron del todo, puesto que, a decir verdad, al menos en estas «peculiares circunstancias» que mencioné, la conjunción de música, voz y letra más bien parecían estimular o mantener ese confuso estado en que se encontraba Pablo. Véase que los primeros versos a los que él le prestó atención parecían dirigirse a él:

I'm looking in on the good life

I might be doomed never to find

Sin embargo, también es cierto que estaba logrando al mismo tiempo ganar un poco de quietud en su organismo y su mente, que las sienes ya se calmaban, no le hormigueaban los dedos, ni —lo que era más importante— tenía visiones extrañas.

Llegó a su casa con un humor indeciso. No se sentía él mismo; algo bajo la superficie, en el centro de su propio laberinto de temores y complejos, se movía, hacía ruido —daba señales de existencia, en una palabra—. Pero si ese «algo» había venido a existir a partir de los sucesos del día o si, por el contrario, siempre había estado ahí, en lo profundo de su ser, y sólo ahora —en medio de estas «peculiares circunstancias»— su existencia se tornaba evidente, eso él no lo podía decir. Tampoco podía decir con qué propósito ese algo «se movía» dentro de él, ni si es que lo tenía para empezar.

Abrió la puerta; arrastrando los pies atravesó la sala de estar directamente rumbo a su dormitorio. Oyó voces —la de su madre y la de la mayor de sus hermanas— que provenían de algún lado; con el rabillo del ojo distinguió a la pasada manchas de colores claros en el hueco donde normalmente se encontraba la cocina (las mujeres estaban, en efecto, preparando el café con el que se acompañaban las visitas filiales). Sólo con verlo pasar casi en silencio, como una patética aparición, y sin detenerse siquiera a saludar, ellas presintieron que había algo no necesariamente malo, pero sí al menos distinto en él. Algo extraño entendido como desacostumbrado.

La hermana fue tras él y desde el extremo de la sala de estar, viendo cómo su espalda enfilaba hacia el dormitorio, le dijo:

—Hola, ¿no, hermanito?

El hermanito oyó algo, pero no le prestó atención ni a las palabras ni al tono irónico que la hermana le había imprimido, cosa que no le era en absoluto desconocida, y a la que los años le habían hecho inmune.

Entró al dormitorio, se plantó delante de la cama y, luego de un instante de inexplicable quiescencia, se tendió sobre ella. Pronto se sintió más cómodo reposando sobre su costado izquierdo, con los brazos cruzados frente al pecho, como quien siente frío, y los ojos cerrados. Se había dado cuenta de que su mamá y su hermana estaban en casa, y después de un instante de reposo, que ambas estaban a la puerta del dormitorio, observándolo.

—¿Qué te pasa? —inquirió la madre.

—¿Estás enfermo? —preguntó a su vez la hermana.

Pablo dijo que no y apoyó su respuesta con un gesto desdeñoso de una mano, pero sólo en su imaginación; es decir, que tuvo la intención de hacerlo y, de hecho, creyó que lo había hecho, pero en realidad no había hecho más que girarse un poco más hacia la izquierda. Y eso fue porque al mismo tiempo se le ocurrió que quizás su enrarecido estado interior se debía a una enfermedad en vez de a una aguda fascinación. «Sí, tal vez tengo fiebre», pensó. Pero tampoco despegó la mano para tocarse la frente y comprobarlo. Fue su hermana, en cambio, quien, a causa de la ausencia de respuesta real de Pablo, quiso hacerlo. Apoyó los dedos de una mano en su frente; Pablo los sintió un poco fríos y, al no oír el veredicto, preguntó, aún sin abrir los ojos:

—¿Y? ¿Tengo fiebre?

La madre soltó una risita mientras la hermana hacía una mueca burlona.

—No —respondió esta última—. No llega a ser fiebre.

Ambas mujeres se retiraron, la hermana meneando la cabeza; la madre le dijo, antes de darse la vuelta:

—Vení a tomar café.

Pablo quiso incorporarse e ir con ellas, más por su natural obediencia a lo que dicen que por apetito de café. Pero su cuerpo de nuevo no se movió. Seguía pensando, sin parar y muy rápido; contrario a sus músculos, sus neuronas exhibían gran actividad.

«Esto es como la fiebre, pero no me siento mal. No me siento enfermo. Menos mal. Pero me siento raro, como si estuviera a punto de enfermarme, ¿o no? No, es parecido, pero no exactamente igual. Es como si tuviera un virus adentro. Sí, eso es. Ella es el virus; ellas son los virus; ellas, con sus sonrisas, sus vestidos cortos y sus palabras dulces; ellas y sus miradas y sus “ay, gracias, gracias” —y al hacer resonar dentro de sí aquellas musicales palabras de Dalia sacudió con fuerza la cabeza como un poseso al que rocían con agua bendita, pero lo que él quería era despojarse de ese recuerdo—. Se te meten adentro de la cabeza y te roen la conciencia; así es como te infectan. Y ya no te las podés sacar de la cabeza. Ahora ella está en mí, en cierta forma…»

Exagerado como suene, de haberse concentrado lo suficiente, Pablo hubiera podido llegar a percibir el chapoteo de los virus en su sangre, y su infiltración en sus músculos para tirar de sus fibrillas como si de cuerdas de un instrumento se tratase —como para inducirlo a hacer algo, según lo interpreto yo—.

«Es como la luz… Ellas entran en uno como… en esta pieza, para prender o apagar la luz —pensó, notando que en derredor suyo empezaban a decantar partículas de tiniebla crepuscular—. Sí, ellas encuentran el interruptor de la razón que nosotros ni siquiera sabemos que tenemos, y una vez que lo hacen, ya está: quedamos bajo su poder.»

Se alegró de su metáfora; en algún lado había leído que la capacidad de formular metáforas fácilmente es síntoma de inteligencia. Sentía que realmente se le habían despertado las neuronas, y que, por añadidura, eran capaces de tener pensamientos agudos en medio del estado fisiológicamente pseudofebril, pero definitivamente febril en lo psíquico, que lo aquejaba. Y eran capaces también de hacerle oír hasta el más leve sonido allá en la sala de estar, desde el murmullo de los granos de azúcar deslizándose en tropel de la cuchara a la taza hasta el tintineo de la misma taza en sus encuentros circulares con la cuchara al disolver los granos de azúcar; y hasta veía o creía ver, con los ojos aún cerrados, el hundimiento de la dorada luminosidad (el sol «yendo a saludar a las antípodas») tras los edificios y bajo alargadas nubes, y las diminutas siluetas aladas, ensombrecidas por el contraste con el azul profundo del cielo vespertino, que con frecuencia surcan el paisaje. Y así, poco a poco, mientras se decía a sí mismo que debía levantarse y tomar café, se fue quedando dormido.

Se despertó en la habitación en penumbra, de repente, un tanto alterado. La fuente de esta alteración, sin embargo, le era desconocida, pues no fue que hubiera despertado de una pesadilla, ni que hubiera recordado algo urgente tan pronto como había abierto los ojos. Era —pero él no lo supo— un exceso de energía. Era quizás la actividad potencial en su cerebro y sus músculos, la que había sido ignorada por él al ser inadvertidamente vencido por el sueño, convirtiéndose súbitamente en energía mecánica, como si la única forma de hacerlo hubiera requerido indefectiblemente que Pablo estuviera en estado de vigilia, que estuviera consciente para que fluyera dicha energía a través de sus células. Tenía la mente clara, como ocurre con los que despiertan de pronto habiendo descansado apropiadamente. Se fijó la hora en el teléfono: eran poco más de las doce de la noche. Ya incorporado en el lecho, sin el menor rastro de sueño encima, cayó en la cuenta de que estaba inquieto, de que cerca estaba de necesitar hacer algo. ¿Pero qué se podía hacer a esa hora? No iba a salir a correr a la plaza, despertándolos a todos con inoportunos chirridos, percusiones y otros ruidos de la casa.

Pero no era movimiento lo que ansiaba, y no era acción, sino actividad, y con un propósito. Eso era lo que no comprendía acerca de sí mismo; esa era la fuente de su inexplicable inquietud y desasosiego. Quizás me explaye al respecto más adelante.

Consideró seriamente levantarse, cerrar la puerta y encender la luz, y descargar sus energías cubriendo con suaves pasos el piso de la habitación. No se decidió a hacerlo, aduciendo ante sí mismo que no veía un propósito en ello. Se le ocurrió entonces buscar hacer algo más tranquilo y productivo, como leer. Miró en dirección al otro lado de la habitación, donde reposaban los libros que había comprado y luego dejado tras haber mordisqueado no más que un par de capítulos cada vez, pero a través de la oscuridad y el olvido no los iba a distinguir, y ciertamente no lo hizo. La mayoría de los escasos libros eran aquellos de divulgación científica que tanto se había dejado recomendar en su momento, pero cuya lectura no le había «atrapado», como suele decirse, e incluso le había decepcionado, muy para su pesar, dado que no entendía qué era lo que hacía a aquellas lecturas tan interesantes en opinión del público. Quizás era honesto consigo mismo y no confundía adrede el deseo de tener una afición por «la ciencia» con la afición propiamente dicha. Quizás no se dejaba impresionar —o no le era posible impresionarse— por la forma en que los científicos autores revestían los hechos cotidianos con las elegantes explicaciones de sus teorías científicas, como si de ponerles un bonito vestido se tratase; y con ello no sólo «atrapar» o «enganchar» a los lectores, sino también impresionarlos, maravillarlos, asombrarlos, incluso robarles el aliento, aunque para lograrlo les fuera frecuentemente necesario —digamos— presentar una y otra vez datos o hechos sorprendentes e interesantes, pero superfluos, como quien llena un bonito vestido de moños porque así llama más la atención y queda mejor, le añade belleza.

Mucho menos iba a animarse a leer uno de los libros de filosofía que le habían interesado en ese tiempo en que trató de leer cosas que se le antojaban «serias», para «cultivarse». Fue una fase de corta duración, en la que las mayores energías fueron puestas en elegir algunos libros y luego dirigirse a la librería para comprarlos. Y es que cada vez que se adentraba en la lectura de uno de aquellos sesudos tratados se sentía en un laberinto no sólo de palabras, sino también de conceptos, y las ideas que se suponía que se estaban expresando o desarrollando en esas interminables páginas llenaban los pasillos del laberinto de una densa niebla que luego él expulsaba de sí en forma de bostezos. Como si no se hubiera perdido lo suficiente el sentido de la dirección que tomaban las palabras —las expresiones tan rebuscadas, tan complejas, incluso tan crípticas— de los textos. Ni tampoco hallaba en el papel nada de lo que había leído u oído en las reseñas de los libros que ahora leía, y trataba en vano de animarse diciéndose que comprendería todo cuando hubiera avanzado más en la lectura, cuando lo que parecía —¡sólo parecía!— una interminable cadena de desvaríos lógicamente conectados formaran una estructura coherente y con sentido. Pero, antes de que parezca que estoy criticando las falencias lectoras de nuestro protagonista, y las falencias comunicacionales de los autores de tantos mamotretos pseudointelectuales, o su insufrible pedantería, o lo que sea que haga que sus libros sean como son, diré —en defensa de nuestro protagonista, además— que sin una preparación intelectual previa, estas lecturas pueden volverse innecesariamente complejas.

De modo que, en pocas palabras, Pablo no quiso leer. Es más: ni siquiera se levantó a cerrar la puerta y encender la luz. Quizás le parecía algo tan sencillo de hacer, que lo podría hacer cuando se le antojara, y que hacerlo en ese mismo momento o un segundo después hubiera dado lo mismo, porque el esfuerzo necesario era ínfimo. Y así se iban pasando los segundos, y tras ellos los minutos, y la bombilla seguía apagada, y la puerta, abierta. Pero se fue dando cuenta de que el tiempo seguía su curso, pues cada tanto echaba una ojeada a la pantalla del celular, y pensaba cada vez que cuanto más tarde se hacía, menos razón había para hacer algo —siquiera para cerrar la puerta y encender la luz—; que el sol más temprano que tarde iba a estar levantando su luz hacia el firmamento, que no debía faltar mucho para el amanecer, y que no le sería conveniente desvelarse, pues al día siguiente tenía que trabajar, y no le gustaba ir con sueño (de hecho, le ponía de mal humor)… No obstante, tampoco iba a quedarse a solas con sus pensamientos, ¿o sí? No: juzgó que lo mejor era distraerse con algo hasta quedarse dormido, y el día siguiente sería otro día, y con suerte iría olvidando lo que había ocurrido en la oficina. Y eso fue lo que hizo: distraerse con el celular hasta que el sueño lo venció de golpe.

Cuando abrió los ojos, se vio en una habitación llena de una luz diáfana, ni muy cálida ni muy luminosa. No: daba más bien la impresión de estar llena de un vago destello, que entraba por la puerta abierta para aplicar un barniz amarillento, de un ambarino traslúcido en la habitación, incluyendo las paredes y el cielorraso, y a las sombras que persistían empequeñecidas en las oquedades inherentes a la existencia material de los objetos. El silencio era absoluto. Comprendió Pablo muy rápidamente que la mañana había avanzado bastante, y que su hermana, que se había quedado a dormir en la casa la víspera, ya se había ido a trabajar, y que sus padres también se hallaban fuera. Pablo yacía sobre su costado izquierdo. Estaba muy cómodo: no tenía ni calor ni frío, y casi no sentía las sábanas que lo cubrían, ni el colchón que aplastaba tan perezosamente. Había una cierta belleza en aquella apacible y despreocupada quietud —quietud que acaso había alcanzado al mismísimo tiempo—. La luminosidad era tan gentil con los ojos recién despiertos, y el aire pareció haber absorbido la inquietud del día anterior… En resumen, se estaba tan bien allí, que parecía no haber necesidad alguna de levantarse, ni de ir a trabajar, ni de… existir para los demás. Así es como nuestro protagonista yacía inmóvil en el lecho desde el momento de abrir los ojos, totalmente desentendido del mundo fuera del prisma luminoso dentro del cual se hallaba, olvidado de ese mundo y casi hasta de sí mismo, abandonado a las sensaciones que se volvían un pacífico todo que permeaba a su través, un éter ubicuo, quiescente e intemporal.

Pero, entonces, tras un rato de contemplación ociosa, aquel mundo exterior se infiltró en su mente, y en una gota que en su cerebro se extendió como una mancha de aceite, le avisó que se le hacía tarde para el trabajo…

Sería de esperar para muchos, en mi opinión, que Pablo hubiera recibido esa gota de realidad como quien recibe un baldazo de agua fría. Pero no, no fue el caso esta vez. La mente de nuestro protagonista estaba tan serena, tan felizmente adormecida por las sensaciones que mencioné arriba, que prácticamente no reaccionó a aquella idea que había visto surgir dentro de sí. Sí, había que trabajar. Y sí, ya era tarde. ¿Y?

No por ello se molestó en mover un músculo, ni en voltear la mirada, ni nada. No se sentía obligado a hacerlo, mucho menos a ir a trabajar. No era inusual en él mostrarse indolente a la hora de levantarse, pero esta vez reaccionó a la idea con suprema indiferencia, como si él pudiera ir a la oficina a la hora que le apeteciera, o peor, como si de la noche a la mañana el concepto de trabajar se hubiera vuelto completamente ajeno para él. Pero las manchas de aceite no son inocuas para la superficie en la que caen, y, de a poco, en la mente de Pablo se extendieron otros pensamientos desde aquella realidad que se había esfumado durante el sueño. Para empezar, se volvió consciente de que tenía un poco de hambre, lo que inmediatamente juzgó esperable teniendo en cuenta que no había cenado, y que lo último que se había llevado al buche había sido un sorbo de un café entibiado en la oficina, ese café que ahora, tras reposar inútilmente toda la noche, estaría gélido. Sí, había abandonado ese café, y no se lamentó de ello. Se preguntó por qué había abandonado ese café, y la respuesta le vino fácilmente: porque después de los primeros sorbos, atendió a alguien, a una señora de cabello ondulado, con una camisa negra con anticuadas figuras de colores estridentes; una camisa de una tela ligera y muy fina. ¿Y después de ella? Había poca gente en la sala de espera, y a él le tocó… una mujer hermosa acompañada de un tipo de mentón ancho y pelo corto.

Giró su cuerpo, quedando boca arriba, al recordar a la mujer.

«Dalia.»

Instintivamente cerró los ojos y volvió a verla frente a sí. Su memoria conservaba asombrosamente bien las facciones de la mujer, que se conjugaban y complementaban singularmente, potenciando el atractivo del todo que era ella.

En ocasiones, cuando le tocaba atender a una mujer particularmente bella, procuraba con aquellos vistazos breves «como para mirar al sol» retenerla en una imagen mental, para recordarla después, en un momento como ahora, a la mañana, con tiempo, y estirar un brazo bajo la sábana, pegado al cuerpo. Pero con Dalia era distinto; Pablo yacía paralizado, repasando en su cabeza todo el trámite que ella había hecho, en recuerdos fragmentarios. «Esto es raro; nunca me había pasado con otras mujeres que hayan ido a la oficina», pensaba, y seguía recordando. Lo cerca que la había tenido con la excusa de sacarle la foto y registrar sus huellas dactilares… Hoy en día no solo es posible realizar ese trámite sin que las partes entren en contacto, sino que, de hecho, parece preferible; incluso el contacto visual entre aquellas es raro. Y la oficina, con su biombo y su sala de espera, parece configurada para eso, para que las «personas» eviten el contacto entre sí (algunos llegan a utilizar la palabra «riesgo»). No obstante, él había pasado por alto deliberadamente este hecho para traerla a su lado del escritorio, embriagarse de la fragancia que la envolvía, espiar el contorno de su cuerpo, las curvas delineadas algo vagamente por el vestido con rápidas miradas, impedido de recorrerlas con los ojos, como lo hubiera hecho de no haberse sentido observado por alguien más… Alguien cuyos ignorados intereses estaban involucrados en el asunto. Apartó inconscientemente a ese individuo de su mente. No era su recuerdo en lo que Pablo pretendía regodearse, remoloneando aquella espléndida mañana. Así que pasó a reconstruir sus largos dedos, pálidos y delgados como ella misma, en los que chillaba el esmalte rojo, apoyando las yemas en el panel táctil que registraba las huellas. Él levantaba un poco la mano derecha, para indicarle visualmente con qué mano debía empezar, y ella, confundida, imitaba su ademán, pero levantando la izquierda. Él hacía un gesto curvo con la mano abierta para que ella se diera cuenta de su error, sin éxito. Y no le parecía nada nuevo, y por eso no se sorprendía… Y, por otro lado, tampoco se animaba él a tomarle la mano con firmeza, ni a rozarle la piel siquiera; tal era su falta de costumbre de tratar con mujeres; inconscientemente, las diferencias que él notaba entre sí y el sexo opuesto abrían delante de sí un abismo infranqueable. Claro está, de ello él no se daba cuenta, y menos aún ahora, que, habiendo por fin registrado las huellas de la chica, y salteando la escena de la firma, anunciaba que el trámite estaba completo, al menos —pero eso no lo había indicado específicamente— la primera etapa. Todavía tenían que volcar la información en la base de datos del Registro…, previo a que esa información más tarde fuera impresa en un trozo de plástico. Aquella era la mejor parte —no la de volcar la información en la base de datos, sino la de la minúscula explosión de alegría de la chica—. La fantasía, los deseos inadvertidamente acumulados, que ahora pugnaban por salir, trastocaron el recuerdo, se dispusieron a manipularlo. Dalia se levantó del asiento, exclamó «ay, gracias, gracias», extendiendo los brazos, y… sí, esta vez sí se le echó al cuello. Los párpados de Pablo se apretaron un poco, y sus brazos inertes se tensaron un poco, haciendo una ligera presión sobre su pecho, como para acompañar su feliz visión con una sensación en su piel, y una sonrisa se dibujó en sus labios. ¿Qué importaba el motivo por el que necesitaba un documento nuevo a su edad, y qué importaba que no tuviera papeles? Ella se hizo un poco hacia atrás, pero le dejó las manos apoyadas en los hombros; sus ojazos estaban fijos en él, y lo miraban con amor. Ella se había enamorado de él. Clara y el hombre sentado frente a ella los vieron; aquélla se sorprendió; supuso que, contrario a lo que hubiera pensado, Pablo tenía algún encanto como para atraer a la bella joven; el semblante del tramitador, por su parte, no ocultaba una envidiosa admiración. Nuestro protagonista, seguro de que un movimiento de su parte no sería rechazado —y más aún, era esperado—, le pedía su número de teléfono, en caso de que ella quisiera consultar acerca del estado de su trámite… no, era mejor que ella misma le preguntara a qué hora salía de trabajar, para que él le dijera que le faltaba poco para completar su jornada. Entonces concertaban allí mismo una cita; y por ello Pablo se iba temprano, abandonado el café y dejando a Clara con los últimos tramitadores. Sí, una cita con una hermosa joven, ¿qué hombre no ha soñado con ello? ¡Si hasta el más feo sueña con salir con una bella mujer, y con que ella lo ame sinceramente! ¿Y por qué Dalia no se podría enamorar de él, si el amor no entiende de razones? De un segundo al otro, salteando escenas mentales, Pablo pasó a la primera cita, a un encuentro afuera, y a la escena del primer beso. Dónde ocurría era lo menos importante; podía darse en el banco de una plaza o de un parque, en el medio de la calle o en el umbral de la casa donde ella vivía en su imaginación, despidiéndose hasta el siguiente encuentro… Y ella lo adoraba, sólo tenía ojos para él… Ah, y se olvidaba, ¡debía comprarle las dalias en la florería a la vuelta de la estación, y obsequiarle una mientras le decía: «una dalia para otra dalia»!

¡Ah, cuántos inesperados Casanovas se esconden detrás de los «corazones débiles y soñadores»!

Sin darse cuenta, giró otra vez su cuerpo, y lentamente se acurrucó, como protegiendo o conservando para sí el calor en el alma que le daba esa ficticia experiencia del irrepetible primer amor correspondido, del primer romance. Los días se sucedían y los tórtolos se amaban más y más. E inevitablemente llegaría la hora de presentarla a su familia. ¡Ah, qué revuelo armaría! Sus hermanas ahora lo respetarían, ya no podrían pensar en él como un niñato que anda medio perdido por la vida, inseguro de cómo hacer su camino. ¡Y cuánto se alegrarían sus padres! Llegaba el día de presentar a Dalia… Ella se moría de nervios, pues temía no agradarle a la familia de Pablo, pero él, sujetándola del brazo, procuraba tranquilizarla, asegurándole que no había nada que temer, que ellos la iban a adorar. Y, por supuesto, ella les caía más que bien. Su alegría, sus maneras dulces y simpáticas, su resplandeciente corazón y su sencillez deslumbraban a su familia, quienes instantáneamente quedaban hechizados por su encanto. Agradaba a los padres y se entendía de maravilla con las hermanas, mujeres como ella… Y en posteriores visitas —su familia le pediría constantemente a Pablo que lleve a la novia—, Dalia se revelaría como una compañía agradable, incluso divertida, alguien con quien da gusto estar…

Y la historia bien pudo haber terminado así, con periódicas ensoñaciones fantasiosas y fantásticas reclamando su parte de tiempo muerto de nuestro protagonista, de no haber sido por lo que sucedió después. Porque, amable lector, si he de ser honesto, esta historia no ha hecho más que empezar.