Visiones de una ciudad más allá

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La reyerta

El doctor Gaspar Conde da clases de Física en la universidad a la que asisto por las tardes, en el aula doscientos dos. Es un viejo bonachón, de no menos de seis décadas de edad, según mis cálculos. Alto y delgado, el tono permanentemente bronceado de su calva y la corona de canas de un blanco purísimo —más que el de la leche— que la rodea evidencian una existencia no corta. Las tenues arrugas dibujadas en su rostro me hacen pensar que ha mantenido su contextura física a lo largo de muchos años. Tiene una voz constante y serena, propia de un hombre a quien la experiencia le ha robado el miedo y la sorpresa. Suele vestir camisa blanca y pantalón de vestir gris oscuro, que siempre termina impregnado de polvo de tiza.

Hoy tuve clase de Física con el profesor Conde. Empecé por despertar sobresaltado. Pensando en cosas de la vida, había dormido una siesta no programada. Me levanté de un salto, me abrigué sin pensar, le robé a la mesa un puñado de galletas, y salí. Corrí, caminé, y volví a correr; de alguna forma terminé llegando al edificio de la Facultad de… Sentí que entre el momento en que traspasé la entrada del este hasta el momento en que puse el pie en el primer piso había transcurrido menos de un segundo. Al arribar al aula doscientos dos, sin saber la hora porque no había querido saberla, no halló mi mirada al profesor. Me sentí aliviado por ello (no debía ser muy tarde; el profesor solía entrar al aula quince minutos después de la hora establecida de inicio de la clase para esperar a los rezagados, de modo que razoné que dicho lapso no había terminado de consumirse) tanto como por ver que el asiento que ocupo siempre no había sido usurpado. Me ubiqué en la primera fila de un salón casi repleto, y solté un mesurado suspiro. Entonces me consideré libre de echar un vistazo al reloj para enterarme de la hora. «¿Las seis? ¿Es que de verdad pasó una hora?», me pregunté, alarmado e incrédulo a la vez, con los dos ojos abiertos de par en par. La clase debía haber comenzado a las cinco y cuarto…

Giré en mi asiento, y comprobé con lo que ya era horror que en realidad sólo la mitad de los pupitres estaban ocupados.

Le pregunté a la compañera que tenía a mi izquierda:

—¿Y el profesor?

—No sabemos. No ha llegado aún. Recién fueron unas chicas a preguntar por él al Departamento de Alumnos, otros fueron a buscarlo a la sala de profesores… —y concluyó su informe encogiéndose de hombros.

—Gracias —le dije, y me acomodé en la silla.

Sin darme tiempo de preocuparme demasiado, tres jóvenes entraron, y una de ellas anunció desde el frente a los que estábamos dentro:

—Fuimos al Departamento de Alumnos, y ahí nos dijeron que no sabían nada del profesor, y que nada tenían que ver con él, y que no teníamos que preguntarles a ellos.

—Y nos trataron mal —añadió una segunda alumna, y se rio mientras soltaba las últimas sílabas.

—Y nos trataron mal —repitió, no obstante, la primera alumna, con el mismo tono neutral de antes.

Todos en el aula doscientos dos nos preocupamos. A más de uno se nos pasó por la cabeza que tal vez algo malo le había sucedido al profesor, impidiendo que se presentara a dictar clases. Pensé en ello brevemente, y luego en nada, mirando hacia adelante, hacia el pizarrón en blanco (o, mejor dicho, en negro). Varios minutos —no muchos— nos dejaron atrás antes de que los alumnos que se habían dispersado anárquicamente por los corredores volvieran a entrar. Una chica lo hizo a los saltos, exclamando «¡Ya vino! ¡Ya vino!». Otros estaban más bien decepcionados. Por fin, escuché la voz tan familiar diciendo «Entren, entren, por favor». Luego lo vi —¡sí, era el profesor!—.

—Me disculpo profundamente por el retraso —dijo él, ya de pie detrás del escritorio, sitio desde donde acostumbraba presentar el tema del día—. Tuve un inconveniente. Pero ya está; vamos a comenzar.

El profesor abrió entonces su pequeña mochila, extrajo de ella el libro de ejercicios, y lo hojeó tranquilamente, sin prisa, buscando el primer ejemplo para mostrar. Su calmo proceder fue interrumpido por la irrupción de un hombre. Por algún motivo, lo primero que pensé de éste fue que tenía cara de francés. Tonto lo mío.

—¿Qué hace usted aquí? —inquirió con profundo enojo este desconocido, de tez clara, no muy alto en mi opinión, que vestía camisa blanca, y corbata y pantalón de vestir azul oscuro; cabello prolijamente peinado, sin pelada; bigote y anteojos de tamaño suficiente.

—Estoy dando clase en mi aula —respondió Conde, alzando la voz y articulando cada sílaba muy correctamente, para mayor claridad. Además, imprimió un ligero énfasis a la palabra «mi».

La tensión entre ambos docentes escaló muy rápidamente.

—Esta no es su aula; no le pertenece.

—No, pero yo doy clases en este aula cada martes y jueves de cinco a ocho, ¡y se acabó!

—El Departamento de Planificación dijo…

—El Departamento de Planificación no dio una respuesta satisfactoria —interrumpió groseramente el profesor Conde—. Ni definida. No me asignó un aula para hoy, así que aquí estoy.

—No, aquí debemos estar mis alumnos y yo.

Sólo cuando el recién llegado, acompañando estas últimas palabras con un movimiento de su mano, indicó dónde se encontraban los alumnos, los vimos. Se habían aglomerado en derredor de la puerta, cuaderno en mano la mayoría de ellos, esperando el momento de entrar.

—Cuando me asignen otra aula, iré a dar clases en ella, pero, mientras eso no suceda, me quedaré aquí, donde siempre —afirmó el profesor Conde, y tomó una tiza para empezar a escribir, resuelto a dar su clase a pesar del reclamo de su colega.

—No, ¡esta aula es mía! —insistió éste último una vez más.

—¡No; es mía!

El profesor de cabello y bigote negros dio media vuelta, resuelto a terminar con el tira y afloja de palabras dichas tensamente, y exclamó, pese a la corta distancia que lo separaba del exterior:

—Alumnos, ¡entren! ¡Los sacaremos de aquí!

Entonces uno, dos, tres alumnos ingresaron con paso decidido, como soldados. Sus demás compañeros de clase observaban todavía desde afuera, no del todo convencidos de acatar la orden. De a poco, algunos de ellos se sumaron tímidamente, creyendo que la determinación que intentaban mostrar lograría amedrentarnos, haciendo que liberáramos el aula. Pero los que estaban sentados más cerca de la puerta no se dejaron impresionar, y hasta recibieron a los invasores con miradas desafiantes.

—¡Vamos! —volvió a animar a los suyos el profesor intruso. Un nuevo contingente se agolpó en la entrada, y los soldados de la primera línea pidieron con mayor o menor educación, según el caso, que se les dejara lugar. Mis compañeros se negaron firmemente, y se aferraron a sillas y pupitres. Los invasores pasaron a exigir con vehemencia que vaciaran el salón; su comandante, exasperado por nuestra resistencia, perdió los estribos y amenazó a una de mis compañeras; de un manotazo tiró su cuaderno al suelo. Ese fue el detonante de los verdaderos disturbios.

—¡Deje en paz a mi alumna! —exclamó el profesor Conde, con nuevo énfasis en la palabra «mi», y abandonó su lugar entre el escritorio y el pizarrón para enfrentarse físicamente a su rival. Al ver que estaban decididos a trenzarse en lucha, los habitantes del aula doscientos dos nos levantamos por fin y acometimos contra los invasores; les arrojamos todo tipo de objetos que tuviéramos al alcance de la mano, y las propias manos también, por qué no. Nuestra violenta reacción obligó a los invasores a defenderse: la primera línea avanzó con patadas contra los que iban hacia ellos; desde atrás salían eyectados bolígrafos, estuches enteros, con sus útiles dentro, bollos de papel de cuaderno, y gises velozmente sustraídos del pizarrón y del cajón del escritorio. Marcos, el geniecito del curso, quien se sentaba en el centro del salón, se paró en su pupitre, alzó la silla en la que se sentaba, y la arrojó al rincón, donde los invasores se concentraban. Estos resistían el ataque de los míos en el frente de la primera fila de pupitres, con la puerta a sus espaldas, en una lucha cuerpo a cuerpo a ciegas, de ojos cerrados y golpes sin destino certero. En el flanco derecho se encontraban los tiradores, los que disparaban tizas, bolígrafos, zapatillas y todo lo que cayera de su lado; por detrás ingresaba la retaguardia que arrolló al profesor Conde, haciendo que se replegara en el otro rincón, más allá del pizarrón. De paso, ayudaron a su comandante a incorporarse; acto seguido, levantaron entre varios de ellos el escritorio —mientras otros se ponían delante para tratar de cubrirlos del fuego de artillería de sillas— y lo lanzaron pobremente, descoordinadamente, a los defensores que se atrincheraban detrás de los pupitres. El escritorio y un par de sillas chocaron en el aire, y cayeron produciendo un estruendo infernal al golpear la primera fila de pupitres, de donde yo ya había huido. Por cierto, en cuanto a mí, había saltado de mi asiento con la intención de impedir que hicieran daño al profesor Conde. Con ayuda de compañeros, lo llevamos hasta el rincón. Al profesor no le importaban sus heridas en las manos y en una mejilla, ni parecía sentir dolor en el ojo que se le estaba poniendo negro, sino que, muy por el contrario, deseaba participar del combate, y trataba de zafarse de los brazos que lo contenían. Tras dejar al profesor en manos seguras, me uní a la batalla, enardecido mi espíritu por la situación que estaba desarrollándose. Empecé por darle un empujón a un joven que acababa de lanzar un borrador, y antes de que él pudiera reaccionar, me escabullí como un ratón detrás de un pupitre. Ni bien lo hice, vi justo a tiempo a un invasor arrojando una regla hacia mí. El escritorio volteado lo protegía. Me agaché a puro reflejo, y sentí mi cabello siendo despeinado por la regla, que pasó silbando por encima de mí, llegando a golpear la pared. Alcé la cabeza; el muchacho empujado venía a buscar su venganza. Estirándome por encima del pupitre, lo empujé de vuelta con las dos manos. El pobre cayó hacia atrás, y con el cráneo le sacó al pizarrón un fuerte sonido. Me arrepentí en una fracción de segundo de lo que había hecho: había cometido una agresión desmedida. Pero no tenía tiempo de detenerme, y me retiré de encima del pupitre. Otros dos invasores corrían en dirección a mí. La expresión feroz en sus rostros me aterró, y comencé una huida accidentada hacia el fondo del aula. Los muebles se encontraban con mis piernas, clavándose en ellas si no les impedían el paso, al tiempo que chirriaban ruidosamente. De pronto, pisé sin querer un paraguas olvidado y polvoso. Lo levanté sin pensar —mis perseguidores ya alargaban sus brazos para llegar a asirme de mis ropas— y lo blandí. Tomé impulso, fijando la vista en uno de los jóvenes, y…


—¿Qué está pasando aquí? —preguntó una voz femenina, adueñándose del aire.

El aula doscientos dos se detuvo de inmediato, como por obra de un encanto. Bajé el paraguas muy suavemente. Por los siguientes siete segundos nadie dijo nada, y los muebles no hicieron ruido. Sólo nos quedamos mirando a la mujer que, de pie a la entrada, nos contemplaba con gesto adusto. Expirado el plazo, todos nos acercamos a ella, presentando nuestras quejas y testimonios al mismo tiempo, alzando la voz, gritando, agitando los brazos y señalándonos con los dedos. La mujer no se inmutó; siguió mirándonos como si aún estuviésemos callados y quietos; cuando los empujones que los contendientes nos dábamos unos a otros fueron transmitidos hasta ella, nos detuvo en seco con un nuevo grito de vocales alargadas:

—¡Sii-leen-cioo!

Miré mi mano derecha. El paraguas ya no estaba, lo que me pareció muy extraño, ya que no recordaba haberlo soltado. Casi de inmediato lo encontré. Estaba en las manos de ese chico a quien había empujado dos veces; lo vi siendo tomado como a un garrote, lo vi viniendo hacia mí…


La clase entera rio; abrí los ojos de golpe. Me dolía la mitad de la cara, aunque no tanto como mi espíritu por el impacto. El profesor Conde interrumpió la marcha de la tiza sobre la madera del pizarrón. Comprendí que había despertado. Despegué la cabeza caída del pupitre con la cara ya ruborizada al máximo.

—Sólo fue… un mal sueño —murmuré, empezando a sentir un gran alivio.

—Eso quisiera —dijo el profesor, dio media vuelta y me miró. Entonces le vi el ojo negro, el corte lineal en la mejilla, la camisa salpicada de rojo sanguíneo.