Visiones de una ciudad más allá

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Un sueño

Tuve un sueño en el que me ahogaba y perecía.

El camarote en que me encontraba de pronto comenzaba a ladearse, y en un rincón ingresaba furiosamente un torrente acuático.

Al principio pretendí conservar la calma, confiando en ser capaz de librarme de la situación si actuaba con rapidez. Y así lo hice: me dirigí a la compuerta, aunque para hacerlo tuve que apoyarme en el mamparo, dada la inclinación de toda la estructura, que ya me hacía imposible el mantenerme erguido. Mientras tanto, el agua no cesaba de entrar, inundando la reducida cabina.

Con gran esfuerzo logré abrir la compuerta que comunicaba con la crujía de la cubierta, pero, no bien lo hice, otra corriente de agua penetró con celeridad, echándome encima la pesada compuerta, haciéndome perder el equilibrio y caer hacia atrás, con lo que mi cabeza dio con un objeto contundente. Me revolqué de dolor, chapoteando torpemente a la vez que intentaba, en despecho de la dolorosa sensación que envolvía mi cabeza al sacudirse ésta con el terrible golpe, incorporarme y escapar de una vez, y mientras tragaba algo de agua salina contaminada de petróleo y saturada del roce con el acero y el hierro de la nave de la que me había empapado y que ahora pretendía aprisionarme.

Me puse, pues, y a duras penas, de pie; el agua ya me llegaba a las rodillas; con una palma apoyada en el mamparo, tosiendo y jadeando, me di cuenta de mi error: no había considerado que el exterior resultaba estar más anegado que el camarote, y haber abierto la compuerta que los separaba sólo hizo que entrara más agua en este último. Afortunadamente, aún había una oportunidad de escapar: a través de una escotilla que llevaba a la cubierta superior.

Entonces, mientras miraba en derredor en busca de algo que me permitiera alcanzar la escotilla, todo se estremeció con la violencia suficiente como para hacerme tambalear, mas sin que yo cayera. Unos segundos después, en el momento en que me disponía a escalar por el mamparo inclinado, las luces se apagaron, sumiendo el lugar en una oscuridad casi absoluta.

El agua, que podía ser vista como una enemiga para mi interés en sobrevivir, ahora me elevaba hacia la bendita escotilla. Estiré un brazo para buscarla a tientas, sacudiéndolo de aquí a allá, hasta que di por fin con la manija, y a ella me aferré con alma y vida. Mi abdomen se sentía constreñido por la presión del agua, y mis pulmones apenas podían procurarse algo de aire, que, por otra parte, cada vez escaseaba más.

Ya comenzando a ceder ante la desesperación, intenté girar la manija, pero estaba cerrada muy fuerte, quizás incluso trabada por alguna espantosa razón, o eso me temí entonces, al verme incapaz de abrir la escotilla. Mis brazos estaban exhaustos, y ya no sentía mis piernas tocar el piso. Atiné a gritar por ayuda, mas mis pulmones y garganta no supieron responder; acto seguido, hice un último esfuerzo supremo para girar la manija, y no hubo caso: ésta volvió a resistirse, negándome la tan anhelada salvación. Hubo entonces una nueva sacudida de la estructura; me pareció que el agua de mar entraba cada vez más deprisa. No tardó aquella en llenar implacable el último rincón libre, sumergiéndome por completo. El poco aire remanente lo engullí con una esforzada y agónica bocanada. Contuve la respiración todo lo que pude, al tiempo que me aferraba obstinadamente a la manija y trataba de darle la vuelta impulsándola con todo el peso de mi cuerpo. Pero mis intentos cesaron cuando se acabó el oxígeno, y mi cuerpo tuvo que darse por vencido; las últimas burbujas de aire en mi interior salieron en un grito ahogado de inenarrable horror…

Abrí los ojos, y todo lo que hallé fue oscuridad y desolación. Un sentimiento de inacabable tristeza, de indescriptible desesperanza y, sobre todo, de abismal soledad, como jamás los había experimentado.

Sentí que había perdido mi alma.

Además, había dejado de sentir un cuerpo, como si hubiera dejado de existir como persona y todo lo que hubiera quedado de mí fuera una conciencia infinitamente torturada, atrapada en una pesadilla inexplicable. Incluso no podía estar seguro de encontrarme en un sitio de plena oscuridad o de haber perdido la visión junto con el resto de mis sentidos.

Eventualmente, tras un período que soy completamente incapaz de determinar, y que bien pudo haber sido un minuto, bien un siglo, de alguna forma, como por obra de imaginación —acaso simplemente por acción de mi voluntad—, fui disipando aquellas misteriosas tinieblas, dándome cuenta al hacerlo de que en realidad se trataba de una ominosa niebla negra que me había envuelto, pegándose a la superficie de la conciencia que estaba seguro era todo lo que me quedaba.

Al irme yo separando de la sustancia oscura, los sentimientos de profunda desdicha también disminuyeron, lo cual me hizo darme cuenta de lo que son realmente el alivio y —sobre todo— la libertad, conceptos que descubrí más allá de lo que hubiera podido imaginar en toda mi vida.

Por añadidura, lo que reemplazó gradualmente a las tinieblas fue una visión pacífica y luminosa, casi feliz: una playa de arena finísima y blanquecina, una brisa gentil y salina andando a la par, llenando mis pulmones en vez de la impiadosa agua en la que se mezclaban la sangre y el fuego; a lo lejos, allá donde apenas llegaba mi vista, casi ocultándose tras el horizonte, se divisaba una bulliciosa urbe costera.

Sin embargo, las secuelas de aquella experiencia lejos están de haberme dejado.

Sentado en la orilla, todavía creo ver de tanto en tanto, por las noches, la imponente y sombría silueta de un buque que, poco a poco, se escora en medio de violentos aunque esporádicos estremecimientos y se hunde para siempre en el mar. Sus angustiados quejidos metálicos se ahogan en medio de un inquieto oleaje, y una columna de denso humo que emana de sus entrañas se funde en la negrura de la noche.

Cierro los ojos por lo que pienso que es un momento, y cuando los abro de nuevo, siento que me despierto a otra visión; ya no sé si lo que hallo delante de mí es la realidad del estado de vigilia o si es otro sueño, como tampoco sé ya si el horrísono sueño en el buque ha pasado a ser mi nueva realidad, como tampoco sé qué es la realidad.

A veces, ese parpadeo involuntario, inevitable y sin párpados me lleva de regreso al estado de semieterna oscuridad, donde vuelvo a ser presa de los más inauditos tormentos, a los que se suma el dolor de ser consciente de no poder escapar de ellos, de reconocerme indefenso frente a un ineluctable destino. En ese estado, pierdo la noción del tiempo al punto tal que llego a convencerme de que no existe en realidad, o de que es posible que se detenga, aprisionándome cruel e impasiblemente entre dos pasos del segundero.

Pero, entonces, de alguna manera abandono aquel sitio de indescriptible agonía, en ocasiones lentamente, gradualmente, como quien despierta por la mañana; otras veces más bien repentinamente, sin que me dé cuenta, como en los sueños que solía tener antes del hundimiento del buque, aquellos sueños normales en que las escenas transcurrían entre transiciones caprichosamente confusas, súbitas, no programadas.

Con cierta frecuencia vuelvo al segundo año de la guerra, cuando me embarqué como voluntario en una misión, y no como combatiente. El último tramo del extenso viaje se hizo de noche, ya que, al abrigo de la oscuridad se suponía que habría menores posibilidades de ser hallados por buques de guerra, que tenían la orden de hundir todo aquello que atravesara la zona de conflicto. Al término de una cena —frugal a instancias de un inexplicable nerviosismo que me aquejaba, pese al optimismo manso y generalizado de la tripulación—, fui a una de los camarotes, y allí descansé… hasta que un estruendo sordo y potente llegó a mis oídos, causándome un sobresalto. A continuación, casi de inmediato, sentí un estremecimiento del barco. Para que una mole de acero de tales dimensiones se sacudiera de aquella forma, el asunto debía sin lugar a dudas ser serio…

Luego, lo de siempre: observar horrorizado cómo el camarote donde había decidido tomar mi descanso se anegaba, correr inútilmente contra el reloj y contra el agua para salvarme a través de la escotilla trabada, a la que me aferraba con la desesperación que sólo se puede experimentar al tener a la muerte pisándole a uno los talones… Pero nunca lograba escapar, e inevitablemente las circunstancias me vencían, sin posibilidad para mí de salvación…

Pero lo peor por mucho es encontrarme cada vez en el angustioso vacío de la nada, en el fondo del mismo abismo interminable, sin final, sin luz, sin esperanza, tragado por las tinieblas, privado de mis sentidos —y, por consiguiente, de todo contacto con la «realidad»—, a solas con mis pensamientos, al punto que mis pensamientos se vuelven todo lo que soy —lo único que soy—, pensando hasta enloquecer, en absoluta soledad, por períodos «que no pueden ser medidos», pero que hacen que en cierto punto comience a sentir que me vuelvo vacío yo mismo, que me fundo con él y dejo de ser «yo», esperando con infinitas ansias el momento de ser rescatado por la luz, aunque sea para reemplazar aquella visión por otra, por más que se trate de una inofensiva alucinación o de un sueño sin sentido (el solo ver el más ínfimo rayo de luz en aquel sitio de perdición me causa siempre la dicha más grande que se pueda tener). Los tormentos son tan insoportables que incluso el revivir la noche del hundimiento, con todo lo que conlleva para mi alma (que no es de ninguna manera poco), sin llegar a ser deseable, de pronto es preferible a permanecer en el abismo un segundo más.

Las sensaciones que experimento o creo experimentar son demasiado reales como para considerar que pertenecen a una pesadilla, pero, al mismo tiempo, me resulta imposible creer en la existencia física de un lugar así, como no puedo comprender que este abismo deba necesariamente existir. Y mucho más inconcebible aún me es el que yo deba caer en él, permanecer en él, regresar a él, ¡yo! ¿Por qué yo?

¿Habré hecho yo, sin darme cuenta, sin ser capaz de recordarlo, algo por lo que me convirtiera en merecedor de estos infernales tormentos?

Insistentes pensamientos acerca de la situación que describo son una ínfima parte de la tortura por la que debo pasar. Me he encontrado pensando en ello mientras me ahogaba, entre el murmullo del agua revolviéndose inquieta en la sala, con los ojos abiertos en la oscuridad ocasionada por el apagón, pero aun así casi viendo pasar delante de mí —casi percibiendo el torbellino provocado por su movimiento— a un torpedo buscando hacer blanco…

Y la ausencia de respuestas que mi conciencia pueda plantear me sume cada vez en un estado de desesperada locura. La propia naturaleza del asunto excede con mucho mi capacidad de entendimiento. Quizás sólo el dios que brilla por su ausencia pueda comprenderlo.

Las preguntas y reproches sin destinatario determinado me llevan a través de reflexiones e ideas un tanto vagas que me terminan confundiendo. Invariablemente, llego a preguntarme, en la profundidad del vacío, desprovisto de mi alma (sólo soy consciente de que existe cuando siento su falta), si realmente soy yo el voluntario que se ha embarcado durante el segundo año de la guerra y cuya nave ha sido torpedeada a mitad de la noche, o si soy —como lo asumí desde un principio, acaso hace mucho tiempo— alguien que ha soñado ser aquel desafortunado marinero, y que, por alguna absurda razón vuelve a tener la misma pesadilla una y otra vez. Pero no recuerdo nada acerca de quien sería yo. Pienso que lo he olvidado al ahogarme por primera vez, o estando en el incomprensible abismo, perdido en medio de mi aflicción, o en una de las muchas visiones que se me presentan, mas no puedo evitar preguntarme si no seré yo un marinero que sueña que se ha embarcado como voluntario. Otras veces se me ocurre si no seré yo simplemente el protagonista de la pesadilla, una ilusión que sólo parece existir en el vívido sueño de alguien más, pues en ninguna de las visiones que presencio percibo un cuerpo propio, como si no hubiera dejado de ser mi propia conciencia o, por qué no, cual espectro invisible atrapado en la materialidad de una ciudad a orillas del mar. Quizás —pienso en consecuencia— no soy el único que es enviado al abismo, que debe haber otros como yo, que una noche se han acostado a dormir como siempre, y se han visto de pronto en una pesadilla, y han despertado en el sitio de oscuridad total, convertidos en entidades sin alma, o han quedado atrapados en un ciclo de visiones oníricas del que no saben cómo salir. Y ello me lleva a su vez a preguntarme quiénes son ellos, los que atraviesan la misma situación que yo, los que están atrapados igual que yo, pero a quienes no puedo ver ni conocer. ¿Andarían por las mismas calles de la ciudad marina vueltos presencias ausentes, hechos trozos de viento con una conciencia aliviada momentáneamente de un suplicio espiritual infinito? Y, de manera no menos importante, ¿habrá quien nos esté buscando, o quien nos esté esperando en algún lugar, esperando que despertemos? ¿O lo que para mí es una sucesión de eternidades en un rincón oscuro del vasto cosmos en realidad está teniendo lugar en los breves minutos que dura el sueño de un individuo cualquiera, cosa de la que nadie a nuestro alrededor, ni siquiera uno mismo, se entera, y que implica que eventualmente hemos de despertar a la realidad cotidiana?

¿Quién piensa en la gente que sufre todos los días? ¿Y quién piensa en aquellos que se han ido a la cama y han muerto en sueños, y ahora sólo existen —que no viven— en visiones ajenas o en las tenebrosas profundidades de un vacío insondable, infinito?

Con frecuencia lamento el no ser capaz de cambiar el curso de los acontecimientos. Cuando reconozco el camarote en el que he de procurarme descanso para disipar la tensión que se ha apoderado de mí, me veo invadido por el terror de saber exactamente qué es lo que ocurrirá a continuación. Puede haber sido una cruel emboscada tendida por uno de los beligerantes, una trampa nocturna a la que fuimos hábilmente conducidos por un cazador nocturno y submarino, o pudo haber sido un mero giro desafortunado de las circunstancias que nos ha puesto frente al despiadado enemigo, pero sé cómo terminará. Esto me ha llevado una y otra vez a resignarme mientras sobrevuelo la ciudad costera o me siento a contemplar el ocaso en sus playas de arena blanca, a saber que la próxima vez será igual, que no puedo evitar irme a dormir con el estómago inquieto y un pálpito funesto en el pecho, para cerrar los ojos, conquistado por el cansancio de un largo día en alta mar. Un estampido me despierta. Sobresaltado, intento ponerme rápidamente de pie, pero un mareo me dificulta tan sencilla acción, no tanto por efecto del súbito retorno al estado de vigilia como por estar la cabina inclinándose, hecho del que no tardo en percatarme; además, en un rincón brota un torrente acuático. Un estremecimiento del barco me hace perder momentáneamente el equilibrio. Rápidamente comprendo lo que sucede: algo ha sucedido —el impacto de un torpedo o de un obús, una explosión accidental o una colisión, si hemos de tener menos suerte aún—, y la estructura del buque ha sido comprometida. Pretendo actuar con celeridad, como estos casos lo requieren; lo primero que se me ocurre es huir; no obstante, me detengo antes de abrir la compuerta que da a la crujía de la cubierta. Me doy cuenta de que, por la manera en que se escora el barco, la crujía debe estar más inundada que el camarote. Abro, pues, la compuerta de una vez, haciéndome a un lado inmediatamente para no ser golpeado por ella. Fuera de la cabina, dirijo la vista hacia la escotilla superior, y comprendo que es una vía más segura y sensata de escape. Aprovechando la inclinación parcial del navío, que hace del mamparo una rampa, me acerco a la manija y, aunque al hacerlo mi cuerpo queda en una postura harto incómoda, me aferro a la manija con todas mis fuerzas, e intento girarla. No hay caso, por desgracia, como cada vez. Empezando a sentir la desesperación, con el agua de mar brotando sin cesar, salpicándome de espuma salada y de gotículas oleosas, atino a gritar. Me desgañito, grito hasta aturdirme yo mismo, hasta sentir la dolorosa vibración de mis tímpanos, hasta desgastar mi garganta. Y luego, con el agua alcanzando ya mi cintura, veo con los ojos abiertos de par en par la tímida rotación de la manija de la escotilla. Incrédulo, siento una lágrima brotar de mi ojo, aliviada y feliz. Las luces de pronto se apagan, sumiendo al lugar en una oscuridad casi absoluta, pero la escotilla ahora parece una lumbrera, con un ser asomándose, hallándome, exhausto y a medio desahuciar; ese ser tiene la piel blanca y resplandece: es un verdadero «ser de luz»…

El ser extiende su brazo hacia abajo; yo me impulso de alguna manera hacia arriba, a su encuentro, a salvarme. Asciendo con ayuda del ser luminoso y, al atravesar la escotilla, un fulgor me deslumbra, me enceguece…

Abro los ojos.

Ha sido otro sueño…