En el supermercado
1
Lorenzo es un hombre solo que vive en una pensión llena de gente. Él habita una estrecha estancia de tres metros por cinco dentro de una gran casa convertida en una suerte de complejo habitacional a pequeña escala por el dueño de la propiedad, un sujeto llamado Coselli; un cosmos en miniatura subdividido en compartimentos donde se hacina una treintena de seres humanos, medio aislados todos y cada uno de ellos.
La vivienda cuenta con tres plantas. La superior tiene dos habitaciones, que eran un solo recinto hasta que una placa de aglomerado fue colocada como tabique, y se instaló una letrina en el rincón de uno de los nuevos compartimentos. Esta planta superior no es en realidad tal, o lo es a medias: solía ser el cuartillo de la azotea donde Coselli guardaba las herramientas y los cadáveres de cosas útiles, y que más tarde, necesitado de dinero rápido, había «reacondicionado» para convertirlo en los dormitorios que ya mencioné y que, por medio de una ampliación, pasó a ocupar una mitad de la azotea. La otra mitad conserva la pileta para lavar la ropa y las sogas para colgarla, y las plantas de Coselli. De esta forma, los habitantes del piso superior tienen el privilegio de una vista panorámica de la media azotea, desde donde se pueden contemplar las terrazas, los tejados y los balcones de los alrededores. En cuanto a los otros pisos, cada uno cuenta con un baño propiamente dicho, y una cocina (en el primer piso, una kitchenette que hace las veces de cocina). En total, el edificio tiene ocho habitaciones. Ocho, para la treintena de personas a la que me referí antes. En dormitorios de tres por tres duermen de tres a cuatro personas; otras, al regresar por la noche del trabajo, toman su merecido descanso en el piso de la cocina o de la kitchenette, o en la media azotea, siempre que no haga frío.
Coselli no es menos afortunado que aquellos a quienes aloja. Él es un ingeniero químico que debido a ciertas circunstancias se vio forzado a renunciar a su cargo de docente en la universidad donde dictaba clases. También se le prohibió trabajar para el Estado y, en un país en que el Estado ha acaparado la iniciativa en lo concerniente a la educación y la ingeniería química, Coselli no pudo volver a trabajar formalmente. Cuando el dinero se terminó, halló su nuevo horizonte en el negocio del alquiler de su casa. Comenzó a alojar trabajadores y estudiantes de la ciudad; el dinero entraba, pero no en la abundancia deseada por él. Decidió entonces Coselli que debía incrementar el número de huéspedes, y que, para tal fin, las habitaciones debían empezar a compartirse entre dos o más personas cada una. Sacrificó el cuarto de estudios por más dinero, y lo transformó en habitación para uno. Puso su pasado en una caja; lo último en entrar allí fue una foto de su exesposa e hijos. «Algún día los recuperaré», juró solemne y silenciosamente. Con parte de los ingresos que fue recibiendo, refaccionó los dormitorios ya existentes, y construyó los de la azotea con sus propias manos. Para procurarse los materiales necesarios para su proyecto, se zambulló tímidamente en el mundo de la recolección informal, haciendo de lo que otros desechaban un tesoro personal. No pasaría mucho tiempo hasta que aprendiera a nadar con destreza en aquellas aguas… Coselli, pretendiendo acumular la mayor cantidad posible de dinero en el menor tiempo posible, llegó a entregar incluso su propia habitación, y pasó a dormir en… duele decirlo, pero desde hace un año duerme en una hamaca colgada de dos ganchos en el techo de la cocina, suspendido por encima de la mesa donde los habitantes de la planta baja comen durante el día. Hasta ahora no se ha caído ni una sola vez.
Pero, volviendo a Lorenzo, él comparte una habitación del primer piso con Leonardo y, aun así, está solo. Lorenzo firmó su contrato hace siete meses, y ha vivido solo la mayor parte de ese tiempo: la llegada de Leonardo ha sido un acontecimiento más bien reciente. Coselli confiaba en Lorenzo, y lo apreciaba a su manera (pese a que apenas lo conocía); por eso le ha permitido tener más espacio que el resto —incluso más que él mismo— por meses. Sin embargo, su histérica necesidad terminó por superar la enigmática estima que le tenía, y recogió de la calle a Leonardo como recogía maderas y chapas de las calles de la ciudad.
En fin, toda esta descripción de Coselli y de su casa venían a servir de introducción a la narración que me propuse plasmar aquí, que es la de los sucesos de ayer en el «Ultramarket».
2
El «Ultramarket» es un imponente supermercado —un precursor de los «hipermercados» que conocemos hoy— erigido no muy lejos del centro de la ciudad, y que se extiende sobre una superficie de veinticinco mil metros cuadrados o algo así, incluyendo el estacionamiento, que puede albergar hasta ciento quince vehículos.
No hay rival para el Ultramarket en una docena de kilómetros a la redonda. No me refiero sólo a en lo que a dimensiones concierne, sino también a lo que se ofrece dentro de las instalaciones: una excursión por dos, tres, cuatro o cinco tiendas diferentes de la ciudad (¡o más!) puede ser simplificada con una sola visita al Ultramarket.
El Ultramarket se encuentra a ochocientos metros de la casa de Coselli, y por ello, éste lo conoce bien. Coselli, lo mismo que Lorenzo y los habitantes de la casa en general, se dejaba impresionar y sobrecoger por la imponencia del establecimiento, y se precipitaba hacia sus profundidades cada vez que sentía fuertes necesidades o carencias materiales. Él entraba por una abertura de siete metros de anchura y tres y medio de altura, recorría pasillos de dos metros y veinticinco centímetros de anchura, donde a cada voltear de mirada podía verse a un soldado de la legión de empleados que el Ultramarket mantenía —y al que, a su vez, él mantenía—, presto a eliminar cualquier inquietud de un cliente. Los empleados, paso a comentar, ingresan por una puerta escondida, camuflada tras una cartelera con las ofertas de la semana, de un metro de altura y cincuenta y cinco centímetros de anchura, antes de que la puerta para la clientela se abra, y se retiran por esa misma puerta después de que los últimos compradores se retiran.
Según lo que se puede leer en algún lado, el Ultramarket fue originalmente concebido como una especie de «vecindario comercial», con tiendas en lugar de casas, donde la gente pudiera pasar el día, paseando por los pasillos-calles a encontrarse con sus objetos de deseo, y no unos con otros como lo harían en un vecindario «residencial». Aquel proyecto no prosperó, pero el resultado, desde cierto punto de vista, ha sido el mismo: así como Lorenzo está solo en una pensión habitada por otras treinta personas, el cliente del Ultramarket hace sus compras en soledad, aunque esté rodeado de decenas, cientos o incluso miles de sus semejantes. Los demás son sólo una ilusión que muy de vez en cuando (en un riesgo de colisión, en una colisión consumada, en una inquietud, al momento de pagar) se materializa, y que es de todas formas efímera, pasajera.
Pues bien, en fin, viendo que otra vez comienzo a divagar, trataré de narrar lo que sucedió a Lorenzo.
Lorenzo comenzó el día de ayer teniendo que esquivar la pierna de Leonardo —que dormía en la litera superior con una pierna extendida hacia afuera— al levantarse; una vez de pie, ya se encontraba entre la cama y la mesita que conformaban todo el mobiliario de la angosta habitación. Acto seguido, dio un par de pasos de cangrejo, asió la ropa que colgaba de un gancho y se vistió parado en el rincón, a un costado de la mesita. De tantas veces que lo ha hecho así, no golpeó sus rodillas con la mesa al flexionar las piernas, y no perdió el equilibrio, ni tuvo que apoyarse en la pared tampoco. Antes de salir, estiró un brazo hacia la repisa y tanteó la navaja y el frasco de espuma de afeitar ya caducada; los halló fácilmente, puesto que los dejaba siempre en el mismo sitio. Entonces abrió la puerta apenas lo suficiente para deslizarse fuera como lo haría el perro que alguna vez tuvo Coselli, sin hacer un movimiento brusco que hiciera caer la ropa de Leonardo, que colgaba de un gancho poco estable —esto es, propenso a torcerse— en la puerta. Camino del baño se cruzó con Fernando, uno de los habitantes del piso; éste, con un cigarrillo sin encender aún en la boca, se dirigía a la media azotea a fumar. Ya en el fondo del primer piso, Lorenzo avisó con dos golpes a la puerta rojiza que entraba. Adentro, uno de los jóvenes de la planta baja se daba un baño metido en una palangana encima de una esquina de la bañera rectangular —a Lorenzo ciertamente le sorprendió que el sujeto en cuestión cupiera en la palangana, aunque bien le conocía la delgadez que le permitía hacer tal cosa—; el joven, quien se echaba agua en la cabeza con un jarro, estando de espaldas a la puerta, no hizo caso al ingreso de Lorenzo. A mitad de camino entre los jóvenes, Nolly, una mujer al borde de la sexta década de vida, lavaba los tomates para el desayuno en el lavabo. Al ver que Lorenzo se le quedaba cerca con los elementos para rasurarse en las manos, la mujer se puso a dar bufidos y a rezongar.
—¡Eh, que estoy ocupada! Eh, ¿por qué no se levanta antes?
Y, sin que se lo pidiera Lorenzo, Nolly recogió los tomates, los puso en un recipiente plástico y se los llevó, dándole empujones con uno de sus anchos y flácidos brazos a Lorenzo para abrirse paso hacia la puerta, sin dejar de resoplar y de mascullar monosílabos. A Lorenzo le molestó la actitud de la mujer, pero olvidó de inmediato lo que acababa de suceder: el próximo en reclamar el uso del baño no tardaría en aparecer, y por ello no debía perder el tiempo.
Lorenzo regresó brevemente a su habitación para dejar en la repisa la navaja y el frasco de espuma de afeitar y recoger el dinero, y se marchó para realizar las compras.
Poco después de bajar por la escalera cuidando de no pisar a los dos estudiantes de Medicina que solían leer sus textos allí, y de saludar a Coselli, quien se disponía a comer su sencillo desayuno de un pote de yogur, Lorenzo ya estaba andando las calles de siempre, como en cualquier otro día. Nada había de especial acerca del día de ayer, excepto que, con el feriado a la vuelta de la esquina, lo que sin falta causaba insufribles aglomeraciones e infinitas colas, lo mejor era estar aprovisionado desde antes. Y para ello, además, la hora más apropiada para hacer las compras era la mañana. Lorenzo bien lo sabía; aprovechó que ayer fue su día libre, y fue con la lista en un bolsillo. Pensaba comprar leche, galletas y cebollas.
Tantas veces ha ido él en los siete meses que lleva en el barrio, que ya sabía dónde hallar lo que buscaba. (De todas formas, periódicamente los empleados cambian los artículos de lugar, pero no muy lejos de donde estaban.) Los artículos de la lista estaban relativamente cerca de la entrada: el sector de verdulería se hallaba en el medio de la planta baja; las galletas, en la mitad más cercana a la entrada, igual que los productos lácteos. «Será cosa de unos minutos», pensó Lorenzo, dando por sentado en su fuero interno que no se asomaría a aquel misterioso e inquietante rincón del primer piso, allí donde los compradores retiraban un producto de la estantería, lo dejaban en el pasillo y pasaban a ocupar su lugar, teniendo que escalar los estantes o ponerse de cuclillas, según el sitio elegido para exhibirse a sí mismos.
Entonces atravesó él la inmensa entrada, y fue directo —seguro de lo que debía hacer y ya estaba haciendo— al sector de productos lácteos. Había un número tan grande de marcas, y cada marca tenía sus propios diferentes tipos de leche, y varias presentaciones posibles también… pero Lorenzo sabía qué era lo que quería, y no se dejó distraer por las botellas, los sachets ni los cartones de leche entera, descremada, con hierro, sin lactosa, con ácidos grasos… ni por las ruedas de oro, ni las alas rojas, ni las caricaturas de vacas sonrientes impresas en los envases, y tomó la misma botella de vidrio de siempre, y luego se dirigió al sector de verdulería…
Media hora más tarde, estaba llegando a la pensión de Coselli. En las bolsas traía la leche, las galletas y las cebollas, además de café, manzanas verdes, carne, desodorante de pared, una esponja, y lavandina. No le había alcanzado para nada más. La puerta de la casa estaba abierta (dos muchachos de la planta baja conversaban con vecinos), así que Lorenzo no tuvo que abrirla. Subió tranquilamente por la escalera, partió con sus pasos a la kitchenette, y entró en la habitación. Leonardo no se encontraba allí; estaba fumando en la media azotea, como de costumbre. Lorenzo de inmediato procedió a ubicar en sus respectivos sitios los productos que acababa de comprar. El desodorante de pared fue al último sitio libre de la repisa; las cebollas y las manzanas, al cajón de las frutas y verduras en la kitchenette. La leche y la carne fueron a la heladera, y en cuanto a la esponja y la botella de lavandina…
Lorenzo buscó el ticket para guardarlo, puesto que llevaba estricta cuenta de sus gastos. (Él, como Coselli, buscaba acaparar tanto dinero y tan rápidamente como le fuera posible, pero de eso se olvidaba cuando entraba al Ultramarket.) Extrajo del bolsillo el ticket, que se había pegado al cambio; pensó también en sacar las llaves y colgarlas de su gancho. No las encontró. No estaban ni en sus bolsillos, ni en las bolsas, ni en el piso de la habitación ni de la kitchenette, ni pegadas al ticket y al cambio. Lorenzo se turbó, llegando a experimentar un injustificado principio de pánico. Salió de la habitación una vez más; inspeccionó con un largo vistazo la escalera; descendió de a dos peldaños, mareado; miró el pavimento frente a la entrada a la pensión; preguntó a los muchachos que conversaban en el umbral de la puerta. Sólo halló respuestas negativas.
Sin pensar en resignarse a dar sus llaves por perdidas, Lorenzo retornó a la habitación, escudriñó sus escasos y diminutos rincones, y luego se planteó a sí mismo ridículas hipótesis de increíbles, improbables y desafortunadas caídas, todo para terminar reconociendo que las llaves no estaban en la habitación ni en el resto de la casa, y decidiendo desandar el camino hecho desde el Ultramarket.
3
El Ultramarket esperaba a Lorenzo y a cualquier habitante de la ciudad y de fuera de ella por igual, sin discriminar. Apenas regresado a la calle para regresar al Ultramarket, Lorenzo recordó que había chocado con el carro de una mujer de camino al sector de frutas y verduras. Las llaves, por lo tanto, debían de estar ahí, en el piso de cerámica, tal vez debajo de una estantería, o en Objetos Perdidos. Apretó el paso.
Las gigantescas puertas de entrada eran mantenidas abiertas para que a la gente no le molestaran la apertura y la clausura automáticas de aquellas que, a veces, cuando son sometidas a gran exigencia, funcionan a destiempo, e importunan a los transeúntes cerrándoles las hojas en la cara cuando éstos pretenden pasar. Apostados a ambos lados de la entrada, se encontraban dos guardias de uniforme negro y mirada altiva y provinciana.
Ya unos pasos dentro del Ultramarket, se extiende una larguísima hilera de cajas, cada una con su propia fila de clientes, como una gigantesca barrera que uno debía rodear para adentrarse en el lugar. Mientras se dirigía al acceso más cercano al interior del supermercado, Lorenzo tuvo la sensación de que los cajeros y los clientes discutían, pero no se acercó a comprobarlo. Estaba enfocado en su misión.
Como el choque había ocurrido en el centro de la planta baja del Ultramarket, Lorenzo fue hacia allí primero, por el pasillo central. Por todos lados, conforme él avanzaba, personas con carros surgían de detrás de cada estantería, pensaban en voz alta o en voz baja, leían sus listas, miraban los carteles indicadores tratando de comprenderlos, examinaban los productos en exhibición, daban vistacillos por encima de sus anteojos, intercambiaban opiniones con sus acompañantes. Los ojos de Lorenzo, sobreestimulados por la sobreabundancia y sobrebrillantez de colores y de luces artificiales, se distrajeron, y así su vista se nubló. Los empleados iban y venían rápidamente, como atareados. Las envolturas de las galletas hacían mucho ruido, ¿las estarían dejando caer? Las personas iban y venían casi sin reparar las unas en las otras. Lorenzo empujó y fue empujado sin querer un par de veces antes de decidirse estar más despierto y alerta en despecho de su enceguecimiento parcial y tal vez progresivo.
Entonces creyó reconocer el lugar donde, unos momentos antes, había perdido las llaves: entre estantes de arvejas en lata, granos de choclo en lata, zanahorias en lata, y un número de clases de paté mayor que el que usted cree que puede existir. Lorenzo se arrodilló y miró bajo las estanterías que lo rodeaban, aunque una multitud de pares de piernas le dificultaran tan sencilla tarea pasando, deteniéndose, flexionándose y temblando. Lorenzo llegó a pegar una oreja al piso frío y pisado con tal de hallar las benditas llaves, pero no tuvo éxito. Ellas no estaban allí. Preguntó al primer empleado que vio si las había visto.
—Disculpa, se me… —dijo, pero el repositor salió disparado hacia otro lugar en cuanto Lorenzo se le acercó con su inquietud.
Sin dejarse enojar ni desanimarse, Lorenzo le habló al siguiente empleado que encontró en su camino.
—¿No viste unas llaves caídas en el piso?
—¿Qué? Yo soy nuevo; no sé nada —respondió aquél, sin dejar de moverse hacia la línea de cajas.
—Gracias, de todas formas —dijo Lorenzo, y dio vueltas sobre su eje sin saber qué hacer.
La gente que lentamente le pasaba por los costados no notaba su presencia ni siquiera si accidentalmente le rozaban o chocaban. Lorenzo se alejó en busca de otro empleado. En el pasillo número cinco detuvo a una mujer joven con el uniforme del Ultramarket.
—¿Sabés dónde están los objetos perdidos?
—Sí, ¡en nuestros casilleros! —exclamó ella con algo de ironía y, retomando su camino, carcajeó.
Lorenzo se sintió incómodo y hasta algo avergonzado, pese a que, como ya conté, nadie reparaba en su existencia siquiera. Se le ocurrió preguntar en la línea de cajas, creyendo que allí podía encontrar ya tal vez no sus llaves, sino al menos una pista acerca del paradero de aquellas. En el pasillo número siete, el del medio, un grupo de ancianos individuales indecisos bloqueaba el paso, y si alguien les pedía permiso o les hablaba, ellos no escuchaban, pues estaban parcialmente sordos, y además concentrados en las etiquetas de los productos y en sus precios, inclinados hacia delante y con los ojos entrecerrados para verlos mejor. Lorenzo dio un nervioso rodeo, e intentó pasar por el pasillo número ocho. Allí lo no-esperaba la gente que estaba eludiendo el tapón del siete, junto con los que no sabían de la aglomeración vecina. Lorenzo ya estaba perdiendo la paciencia, así que, en lugar de dar otro molesto rodeo, atravesó el gentío apenas pidiendo permiso, rozando, empujando y chocando con grados variables de intensidad a sus congéneres y a los carritos y canastos que llevaban éstos.
Para alcanzar una de las cajas, Lorenzo apelmazó su cuerpo entre el cliente que empezaba a depositar sus productos sobre la cinta transportadora y la heladera que tentaba a los miembros de la fila con bebidas frías y deliciosas. Quienes lo vieron, incluyendo a la cajera, se sorprendieron y se molestaron, aunque no estuviera intentando colarse (¿por qué habría de hacerlo, cuando no traía producto alguno en las manos?).
—¿Se le ofrece algo, señor? —preguntó de mala manera el primer cliente de la fila.
—Voy a preguntarle algo a la cajera. Con permiso.
Pero el espacio por el que Lorenzo pretendía pasar era tan estrecho, que tuvo que apretar su cuerpo contra el del cliente muy incómodamente hasta poder verle la cara a la empleada.
—¿Señor?
—Hola. Sólo una pregunta: perdí mis llaves y…
—Esa no es una pregunta —interrumpió la mujer.
—Sí, pero ¿dónde puedo encontrarlas?
—Pues en donde las perdió —respondió ella tranquilamente, encogiéndose de hombros tanto como lo demandante de su trabajo se lo permitía.
—No están allí. Por eso quisiera saber si hay algún lugar donde guardan las cosas que se encuentran…
—Los bolsillos —respondió el hombre, interviniendo en la conversación con su voz anciana y ronca.
—Sí, en los bolsillos, o en… —y la cajera no supo continuar, concentrada como estaba en pasar correctamente los artículos de la cinta transportadora por el lector de barras.
Lorenzo se alejó sin decir una palabra. Claramente no tenía sentido buscar una respuesta satisfactoria de parte de los empleados del Ultramarket. Además, estaba costándole respirar. Decepcionado, dio más vueltas sobre su eje, pensando qué hacer. Consideró por un segundo hablar con el gerente, pero descartó esa idea rápidamente ante la perspectiva de tener que esperarlo por quién sabía cuánto tiempo, y para que lo tratara de la misma manera que el resto de los empleados, o incluso peor. Decidió entonces darse por vencido y retirarse. Pedir una nueva copia de las llaves a Coselli no podía ser tan malo, ¿o recibiría un bastonazo, o le daría un rebencazo?
Lorenzo caminó cabizbajo hacia la salida, sin reparar en lo que tenía enfrente por estar su mirada reptando por el piso blanco de cerámica. Pero la gran salida no aparecía. Lorenzo la buscó con los ojos ya apartados de los suelos; anduvo hacia un lado y hacia el otro, fue y regresó, sin poder ver la gran puerta. Fue como si ésta hubiese desaparecido, pero no, Lorenzo terminó por encontrarla (había empezado por buscar sus llaves y luego debió hacerlo con la salida), y tuvo la sensación de que las puertas se habían movido, que el Ultramarket no era en realidad tan grande. Y en el preciso instante en que se disponía a marcharse, distinguió sus llaves en el piso, caídas entre pisadas descuidadas. Lorenzo fue hacia ellas sin hacer caso a la muchedumbre que se agolpaba en las cercanías de la gran puerta; no llegó a agacharse antes de que otra persona recogiera las llaves, les echara un vistacillo, y se adentrara en las entrañas del Ultramarket con paso apretado, ajustado, rápido.
4
Lorenzo pudo haber corrido a alcanzar a la persona que se llevaba sus preciadas llaves de no haber sido por el volumen de gente que las cajas escupían, que se volvía marea contracorriente, que le dificultaba el paso. Cuerpos apresurados (mas no necesariamente veloces) y sin rostros doblaban y retorcían su trayectoria de regreso, y lo detenían en puntos muy cercanos unos de los otros. En el pasillo central, que es por donde la misteriosa persona escapaba, no había tanta gente ya. Lorenzo trotó por él, hasta que desde detrás de una montaña de cajas de vino surgió un cocker que interpretó en la prisa de Lorenzo una invitación a jugar. El hombre se asustó, pues interpretó la agitación del perro como la preparación de un ataque. Entonces detuvo su marcha por un segundo, durante el cual la persona con las llaves se perdió de vista, y luego reanudó el camino, siempre hacia adelante, cada vez más lejos del animal. Aún con la turbación mental y la desesperación por encontrar a la persona y hacer que devolviera las benditas llaves, a Lorenzo le distraían fugazmente el colorido de las etiquetas y el brillo de los envases metalizados. También la penetrante fragancia del limpiador, la estresante música sin alma y las líneas sinuosas que se dibujaban en las ropas de la gente. También las palabras voladoras de empleados invisibles: «¿Podés lavar vos los platos? Al carajo con esto», «¿Es que no los ves, insensible?», «Soy nuevo; yo no sé nada».
Lorenzo anduvo medio a ciegas, prestando atención a cualquier uniforme azul claro que viera, como el que llevaban los empleados del Ultramarket. Miró los carteles colgantes con el número de pasillo y las categorías de productos que se podían encontrar en él sin ya comprenderlos, sin ya ponerles atención para nada. Vio uniformes azulados, pero ninguno pertenecía a la persona que había visto. Ello no le desanimó; tarde o temprano esa persona habría de aparecer; el misterio de las llaves desaparecidas estaba resuelto, aunque el momento de recuperarlas se demorara.
Y la persona en cuestión terminó por ser hallada, junto a la portezuela que conducía al área reservada a los empleados, conversando con el cocinero.
—Está todo contaminado —decía éste último, con una mezcla de repugnancia e indignación en la voz—. Alguien llenó las bandejas de… —y bajó sustancialmente el volumen de su voz al acercarse inocentemente un cliente, para completar la frase.
A continuación, el cocinero y la empleada que había recogido las llaves pasaron al área de empleados. Lorenzo esperó que el inocente cliente se perdiera en la estantería de panes envasados, y traspasó la estrecha entrada también. Tras la portezuela de madera se reveló ante sus ojos un pasillo largo, oscuro, frío y húmedo —totalmente opuesto a los pasillos limpios, fragantes y luminosos del área de ventas—, al final del cual una luz mortecina brillaba tímidamente. Sin embargo, a medida que Lorenzo avanzaba, se fue volviendo más y más clara una escena en el medio del corredor. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Lorenzo se halló junto a una especie de aparador, sobre el cual estaba arrodillada una jovencita que él jamás había visto antes, pero que de alguna manera sentía que ya conocía. La jovencita revolvía objetos dentro de una alacena que parecía estar sosteniéndose en la nada, aunque ¿cómo saberlo en casi plena oscuridad? Lorenzo la observó por unos momentos. Eventualmente, ruidos de pasos lo distrajeron de la inusual escena, y lo condujeron en la vía que la empleada y el cocinero habían tomado. Las siluetas de éstos doblaron a la izquierda al final del pasillo. Decididamente los siguió Lorenzo, respirando con dificultad un espeso aire que olía a gases raros y a aceite enfriándose, transpirando intranquilidad.
Al llegar al final del pasillo, Lorenzo descubrió que la pobre iluminación era aportada por las lámparas de la cocina del Ultramarket, cuyo destello se derramaba en el pasillo. La luz de los tubos fluorescentes pintaba el ambiente de un gris traslúcido, que se mimetizaba con los vapores que emanaban de las ollas, que calentaban y saturaban de humedad el recinto diminuto y sin ventanas, tornando la atmósfera agobiante y pesada. Tres personas de un blanco sucio se encontraban sentadas en el suelo, buscando conversaciones en sus teléfonos celulares, perdidas en un resplandor frontal, más potente que el de los tubos fluorescentes. Más adelante, en el extremo opuesto a la entrada sin puerta, una cortina plástica cubría el acceso a un patio con forma de callejón, con la forma de su habitación en lo de Coselli. Tras la cortina, un empleado fumaba su cigarrillo despreocupadamente. Pero el pan se quemaba en el hornito eléctrico, y el agua de las ollas llevaba más de cinco minutos hirviendo sin que ningún alimento fuese echado en ellas. La mujer seguida por Lorenzo y el cocinero contemplaban la escena, y Lorenzo a su vez los miraba a ellos.
—¡Usted! —exclamó, por fin, a la mujer. Ella y el cocinero dieron media vuelta.
—¿Quién es usted? —inquirió la mujer, visiblemente sorprendida.
—Se me cayeron las llaves de mi casa, y creo que las tiene usted.
La mujer de azul claro metió las manos en los bolsillos sin decir una palabra. De cada bolsillo extrajo un manojo de llaves. Uno de ellos era el de Lorenzo.
—¿Estas?
—Sí, estas —dijo Lorenzo, y tomó el par. El esmalte rojizo con que Coselli había pintado una de las caras de cada llave para que Lorenzo supiera cómo insertarlas en sus correspondientes cerraduras se descamaba poco a poco. El joven dio una tierna mirada a las llaves recuperadas, grandemente aliviado —incluso jubiloso—, y alzó la vista para agradecer a la mujer. Pero, cuando lo hizo, no la vio. Sólo el cocinero seguía ahí, de pie, con cara de pocos amigos.
—Ahora andate —le dijo él a Lorenzo.
5
Lorenzo se retiró por donde había llegado sin dejarse contrariar por la brusquedad del cocinero enfadado. Estaba demasiado contento y reconfortado para prestar atención a lo que cualquiera pudiera decirle. Volvió por el pasillo desierto sin experimentar visiones, y atravesó la estrecha salida empujando la frágil plancha de madera que hacía las veces de puerta. La luz de ese exterior al que salió lo cegó parcialmente; no recordaba que aquella fuera tan intensa. Bajó la vista, en consecuencia, justo a tiempo para esquivar las malolientes manchas marrones que tenía delante. El piso estaba tan contaminado como las bandejas donde la comida para los empleados era servida. Las personas, mientras tanto, iban y venían, le pasaban por ambos costados, le rozaban, le chocaban e incluso le esquivaban; los envases metalizados brillaban y las etiquetas gritaban; las ruedas de los carritos rechinaban hasta el aturdimiento; la música se apagaba y se encendía; el aire acondicionado hacía caer frío como agujas que se le clavaban en la piel a uno; las vacas de papel mugían y las alas rodaban; las líneas sinuosas aparecían y desaparecían, o se volvían rectas. A Lorenzo ya no le importaba eludir a la gente que, empaquetada como manojos de spaghetti o como rollos de papel higiénico, se desparramaba por los pasillos tocándose sin tocarse, viéndose sin verse, sabiéndose sin saberse… porque él mismo se empaquetaba y se desparramaba igual que ella; la tocaba, la veía y la sabía también, con la diferencia de que él estaba escapando sin apresurarse. Ya casi no veía; casi no vio al carrito y a la mujer tras él doblando bruscamente hacia él, embistiéndolo, provocándole una caída entre latas de arvejas y de paté de vaya a saber usted cuántas clases.
Lorenzo se levantó; la mujer ya había desaparecido; había huido como él lo había estado haciendo, pero por razones opuestas. Un repositor dijo, en la claridad del pasillo:
—Llegué, soy el nuevo.
A Lorenzo no le importó; apenas oyó esas palabras; otro empleado a dos pasos de él abandonó repentinamente su estado de quietud para empezar diciendo calmadamente y terminar exclamándole a la cara:
—Qué calor… Necesito aire fresco… Estoy asustado. ¡Es mi primer día y estoy aterrado! ¡¡Estoy muerto; estamos muertos!! ¡¡¡Nos morimos y estamos muertos!!!
El sujeto en cuestión se agarró la desencajada cara con ambas manos y salió corriendo. Lorenzo, perturbado, hizo algo parecido, aunque de manera notablemente menos dramática. La gran salida estaba frente a él, a corta distancia; una muchedumbre se interponía entre ambos, pero podía ser fácilmente atravesada.
Afuera era ya de noche. «¿Cuánto tiempo he pasado ahí dentro?», se preguntó Lorenzo. Coselli cocía salchichas, pensativo. Lorenzo regresó a la pensión por las callejuelas de siempre, más oscuras que de costumbre. Pensó que el alumbrado público podía estar fallando. Al detenerse por fin en el umbral, una visión brevísima como relámpago alumbró su mente. El fugaz recuerdo del carrito, la señora y la caída hizo a Lorenzo preguntarse si no había vuelto a perder las llaves en esa segunda colisión. Palpó los bolsillos del pantalón. El Ultramarket cerraría en cualquier momento, y Lorenzo no podía permitirse seguir perdiendo el tiempo tan estúpidamente. Apoyó una mano firmemente en el bolsillo de la camisa. Se le había ido el día en el Ultramarket; al menos había sido su día libre en el trabajo, pero también era una lástima haberlo desaprovechado de esa forma. Palmeó sus glúteos en busca de las irregulares protuberancias o del campanilleo ahogado, imperfecto, de las llaves. El estómago se le retorció, estrangulándosele por la mitad, y en la frente —la cabeza a punto de ser aquejada de un fuerte mareo— afloró un frente de sudor frío. Miró hacia abajo, y un débil reflejo le dio tranquilidad. Las llaves habían caído sin avisar, y ahora estaban a sus pies. Estaba haciendo frío. Lorenzo recogió las llaves riendo de lo mal que se había puesto en tan poco tiempo —¡en un abrir y cerrar de ojos!—, y de que hubiera sido un gran infortunio para él haber perdido las llaves en el segundo choque. Entonces introdujo la llave de la puerta exterior con la cara pintada con esmalte bermellón hacia arriba en la cerradura. Giró la muñeca hacia la izquierda; la llave se resistió. Repitió la acción aplicando más fuerza, pero el resultado fue el mismo. Lorenzo se inquietó seriamente, aunque sin llegar al pánico total. Retiró la llave de la cerradura y la examinó a la débil luz de la noche.
—¡Qué idiota! —exclamó para sí en voz alta.
Había introducido la llave equivocada, la de su habitación. Probó con la otra. La acercó —de nuevo— con la cara pintada con esmalte bermellón hacia arriba, y al tratar de empujarla hacia la cerradura, no logró que entrase. Murmuró el principio de una frase, e intentó una vez más forzar la entrada de la llave que tenía que ser la correcta. Intranquilo, con el estómago revuelto y el sudor frío humedeciendo su frente y axilas, Lorenzo comenzó a dar fuertes golpes a la puerta casi con desesperación, y a agitar el picaporte rebelde frenéticamente. Alguien habría de escuchar los golpes y luego la descabellada historia de las llaves que se habían perdido y terminado en manos de la empleada del Ultramarket, etcétera, etcétera.
La casa de al lado olía a salchichas.