Visiones de una ciudad más allá

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La chica alegre

Capítulo 1

Una preciosa mañana, apacible y serena como todo el suburbio, el vecindario y la casa del portón verde, un rayo de sol que se coló entre las cortinas le tocó la frente a cierto joven que dormía tan profundamente, sin saber lo tarde que era.

Ese joven era yo.

Sanke Jina, diecisiete años entonces.

Un impulso repentino, que atribuyo al contacto con mi piel de aquel simple rayo de sol, me sacudió de vuelta a la realidad para despertarme. Con la vista bajo el ataque de la luminosidad de la mañana hacía largo rato empezada, busqué los dígitos rojos del reloj en la mesita de noche. Y dichos dígitos no mentían: ya era tarde, y mucho.

Adormilado, apenas tuve tiempo y energías de sentirme un idiota, mientras me vestía con impresionante celeridad y colocaba los cuadernos en la mochila sin pensar. La noche anterior me había desvelado, inmerso en pensamientos e ideas que me impedían dormir, y cuando el sueño por fin me venció ya era de madrugada.

Así es que me había quedado dormido en el peor día para hacerlo.

Era el primer día de clases.

Salí precipitadamente de la habitación no del todo arreglado, y en mi veloz huida, me tomé apenas una fracción de segundo para detenerme o algo así y saludar a mi madre.

—¡Ya me voy!

Cuando ella reaccionó, yo ya tenía medio cuerpo afuera.

—¡Que te vaya bien! —la oí decir cariñosamente.

Una vez en la calle, zambullido en la tranquilidad y la parsimonia del vecindario, con las que contrastaba mi apremio por asistir a clases, tratando de apretar el paso con las consecuencias de una noche de pobre descanso a cuestas, empezaron a venirme recuerdos a la agotada mente.

Ya era el tercer año haciendo el mismo camino a la escuela, caminando dos cuadras insípidas hasta la parada del autobús, medio escondida entre un par de árboles de espesas copas, luego tomando el autobús y bajando a tres cuadras de la secundaria del suburbio. De tanto repetir una y otra vez el mismo viaje, ya mi cuerpo lo hacía automáticamente. Incluso lo podía hacer con los ojos vendados, si no hubiera vehículos que pudieran atropellarme. Y definitivamente lo podía hacer absorto como estaba en mis pensamientos, en el recuerdo de lo que había ocurrido casi exactamente dos años antes.


Dos años antes, yo me preparaba para comenzar la escuela secundaria. Hacía un calor un tanto inaudito para la época del año, y yo no podía dejar de pensar en cualquier cosa que tuviera que ver —aun en lo más mínimo— con la nueva etapa a la que estaba entrando mi vida. Muchos pensamientos se sucedían uno tras otro, tan veloces algunos, que se esfumaban irremediablemente en el aire antes de yo poder determinar su significado o ponerles la debida atención siquiera. Pocas veces había estado tan inquieto y tan ansioso. Era la incertidumbre acerca de lo que la nueva escuela tenía preparado —o no— para mí; lo que el destino, de existir entonces, había decidido que me fuera a suceder. No exagero demasiado cuando digo que esperaba entrar en un nuevo mundo, donde a cada paso, en cada nuevo rincón inexplorado por mí iba a cruzarme con desconocidos —pues sólo dos de mis amigos de la primaria, Kazu y Emell, irían a la misma secundaria que yo; al resto habría de verlos fuera del horario de clases—. Además, yo sería uno de los más jóvenes de toda la escuela; iba a relacionarme con jóvenes a quienes nunca había visto, conocer nuevos profesores, realizar nuevas actividades, aprender un montón de cosas nuevas sobre la vida y el mundo…

Todas estas ideas y muchas más surcaban mi mente, pero de una manera vaga, eludiendo mis intentos de concentrarme y extenderme en ellas. Las naturales ansias de cualquier nuevo estudiante como yo sólo podían aportar a la sensación de intranquilidad interna que tenía.

De pronto, una mano asió suavemente mi brazo.

Era mi madre, que me traía de vuelta al estado de vigilia.

—¿Vas a llegar tarde el primer día de clases? —me preguntó ella, con un tono inusitadamente afectuoso, o eso creo recordar, y que desde luego me fue imposible comprender. Entonces ella se apartó de mi lado y se retiró de la habitación, dejando que me sintiera como un idiota en soledad. En algún punto de la madrugada, mi mente excitada hasta el cansancio había sido vencida por el sueño. Y ahí estaba yo, sentado en la cama, mirando la luz del nuevo día en el cielo derramarse sobre los tejados del vecindario.

Ese día en el que tanto había pensado, y por el que tanto me había alborotado internamente, ya había empezado sin esperarme.

Me levanté de un salto sin pensar y salí corriendo a la escuela. Antes de salir poco menos que eyectado de mi casa, saludé a mis padres. Con las prisas no se me había ocurrido servirme siquiera algo del desayuno que me habían preparado para comer en el camino y así no presentarme en la escuela con el estómago vacío.

No, era menester estar en la escuela desde el primer minuto, si no desde el primer segundo. Y si había que sacrificar el desayuno para lograrlo, entonces por una vez que así fuera.

Ya en la calle, desesperado, empezando a sentir en el estómago la falta de alimento, quise creer que aún tenía posibilidades de arribar temprano, o al menos sobre la hora, con el toque de la campana en los oídos. Consideraba que tal vez… no, que seguramente el llegar tarde el primer día de clases habría de ganarme una inconveniente mala reputación, y eso me preocupaba un poco.

Entre mis desasosegados pasos en la parada del autobús que, a juicio de un espectador desconocido, le pertenecían más bien a los de un desquiciado, pensaba que el mundo real era un fraude.

«Si las historias de ficción fuesen reales, yo podría tratar de detener el tiempo y llegar puntualmente… Y comer algo también… Pero no, en esta realidad no se puede. Qué aburrido, qué fraude es este mundo. Si pudiera hacer como esa sirvienta y parar el tiempo, hacer como Sakura… no, Sayaka, así se llama; Sayaka… Asayoi o algo así…»

Pero de ninguna manera podía echarle la culpa a quienes creaban personajes con tan útil habilidad. La situación en la que yo me encontraba se debía única y exclusivamente a mi irresponsabilidad. Al crecer uno aprende a aceptarlo.

En el autobús que tardó eternos minutos en aparecer seguí pensando en el día que ya estaba viviendo. En algún punto del viaje mis entrañas inadvertidamente se calmaron un poco, pero mi cerebro estaba aturdido por tantos pensamientos; desde la noche anterior mi mente estaba inusitadamente hiperactiva y parlanchina. La cabeza empezaba a pesarme. Mirando la hora nerviosamente a cada instante, calculaba qué estaría sucediendo en la escuela. Los eventos debían ser los mismos que los de cualquier escuela el primer día de clases: primero, la apertura de las puertas; después, un discurso de bienvenida por parte del director, seguido de la entrada al aula y del comienzo de la primera clase…

Finalmente llegué a destino pero, a pesar de mis esfuerzos, no hubo milagro ni un piadoso guiño de las circunstancias siquiera. Tal como lo había temido, las puertas ya habían sido cerradas, y para que me fueran abiertas tenía que tocar el timbre y pedir permiso para entrar. Ya sintiendo la humillación oprimí el botón y esperé que alguien me hallara frente a la puerta, esperando como un favor que me dejaran pasar.

Avancé decididamente por el vestíbulo, el cual daba la impresión de ser mucho más amplio de lo que en realidad era debido a la ausencia casi total de muebles y a la excesiva altura del techo abovedado. Ya por la fachada, la escuela se veía como un edificio un tanto antiguo, cosa que la ambientación del interior confirmaba. Todo lo que había en el vestíbulo, aparte de los cuadros de próceres varios colgando de las paredes pintadas de un verde acuoso, era una vitrina de trofeos casi vacía y un escritorio y una silla a un costado, donde deduje que ocupaba asiento la persona de semblante grave que acababa de abrirme la puerta. En gigantescas baldosas de mármol resonaban tímidamente mis presurosos pasos.

Habiendo traspasado el vestíbulo, me hallé en el corredor principal de la planta baja. Me sorprendió el verme de pronto rodeado de una multitud de estudiantes. «Tal vez no es tan tarde después de todo», me ilusioné. De inmediato me pregunté si aún no había tenido lugar el discurso de inicio de año o si, por el contrario, ya había terminado. Todos a quienes veía poseían una actitud relajada, como cuando se está en recreo. Pronto noté que ellos se veían mayores que yo, lo que indicaba que de seguro eran de las clases superiores. Algunos de ellos me miraban y murmuraban entre sí; a otros se les dibujaba en el rostro una mueca de curiosidad, pero la mayoría me ignoraba, o se limitaba a verme pasar sin hacerme mucho caso. Y yo no me detuve en ningún momento; estaba concentrado en la búsqueda de Kazu y Emell, y de toda la clase a la que pertenecía ahora. Mis nerviosos pasos se sucedían y no veía a mis amigos, ni tampoco a algún profesor o adulto responsable a quien pudiera preguntarle dónde se hallaba mi salón. Debía hallarlo por mis propios medios, por lo tanto.

A mitad de camino hallé la respuesta a mi pregunta de antes. A mi izquierda vi enormes puertas abiertas de par en par y, detrás de ellas, un extenso patio, el cual era visible también a través de las grandes ventanas ubicadas entre las puertas ya mencionadas. En ese preciso momento el patio se estaba vaciando de alumnos; es decir, que estos entraban como una marea al corredor.

Tres chicas que me pasaron a un lado conversaban entre ellas. Claramente oí a una de ellas decir:

—Ese director sí que da miedo. No quisiera meterme en problemas este año.

Las otras dos chicas rieron, aunque su amiga había sonado muy sincera.

Por más que me permití echar un breve vistazo a través del impecable cristal de una de las ventanas, no divisé a nadie cuyo aspecto pudiera ser atribuido al de un aterrador director de escuela; pude distinguir una tarima y un atril en medio del patio, pero no había gente en un par de metros en derredor. Rápidamente barrí de mi cabeza la curiosidad, que me hacía perder el tiempo, y continué caminando por el corredor. Llegué hasta el final de aquél sin hallar mi salón, así que subí la escalera rumbo al primer piso.

De manera opuesta a lo que había visto abajo, el corredor del primer piso estaba completamente vacío y silente. Fue por ello que me permití correr hasta el aula que, sin embargo, primero tenía que encontrar. No me llevó mucho hacerlo: la señalización era clara.

Fijé la vista por un instante en el cartel que rezaba «1-A», respiré hondo, y abrí la puerta lentamente, no queriendo interrumpir lo que dentro del salón estaba ocurriendo. Mas era imposible no hacerlo, desde luego. Y qué momento para llegar: mis compañeros ya estaban presentándose.

Ni bien el primer centímetro cuadrado de mí ingresó en el aula, todas las miradas cayeron sobre mí en una avalancha, y una multitud de ojos me hizo enseguida un escaneo de cuerpo completo. Noté que alguien que estaba hablando calló de repente. Avancé con los labios sellados, la boca torcida de vergüenza y la cabeza un poco inclinada, cual perrito que se sabe a punto de ser reprendido.

El profesor me miró desde sus calvas alturas, y en sus ojos sentí la inmisericordia, o eso creí en el momento. Tras un par de los segundos más incómodos de mi vida, el profesor dijo:

—Bueno, pensé que ya habíamos entrado todos.

Un débil murmullo ahogado, como de quien reprime una carcajada, surcó tímidamente el salón.

Volviéndose hacia mí, el profesor prosiguió:

—Buenos días, alumno. Como recién ha llegado, tendrá que presentarse ahora mismo.

El sentimiento de vergüenza no hizo sino aumentar, y en la confusión de la que estaba siendo presa no logré hallar los rostros de mis amigos, que suponía debían estar en algún lugar de ese salón.

—Sí, claro… Buenos días… —dije, titubeando.

Recordé que no había practicado presentarme, como me lo había recomendado Emell, ni pensado siquiera qué era lo que iba a decir acerca de mí mismo. Sentía que no había mucho que contar; yo no era más que un joven común y corriente, como cualquier otro; nada extraordinario o destacable o interesante podía decirse de mí en ese tiempo, o así lo consideraba en ese entonces (y era cierto).

Sin embargo, algo había que decir. Lo que fuera. Y ya no había tiempo para pensar; tocaba improvisar, algo en lo que, debo confesar, nunca fui bueno.

—Hola, soy Sanke… Sanke Jina… Espero que nos llevemos bien. Me gusta… eh… jugar…

Y mis pulmones se paralizaron.

—Jugar a la pelota, quiere decir. Él y yo siempre jugamos a la pelota con amigos —dijo mi buen amigo Kazu, desde algún punto del aula, acudiendo al rescate.

Así, la parálisis pulmonar cesó luego de menos de un segundo, y se me pasó misteriosamente cuando mis ojos ingobernados se posaron sobre el divertido rostro de Kazu. Junto a él estaba Emell.

—Sí, eso, entre otras cosas. Es que tengo muchos gustos, como también… los seres vivos… quiero decir, la Biología… —intenté completar, aliviado de haberme topado con el par de rostros familiares, y habiendo ganado la confianza suficiente para darle una conclusión a mi presentación y luego disponerme a ocupar un asiento libre a toda velocidad, dividido entre la creencia de haber piloteado el momento satisfactoriamente y la esperanza de no haber quedado como un idiota frente a la clase y al profesor.

—Breve y conciso, como debe ser —sentenció el profesor, algo pedante en su actitud. Empezaba a sentirme aliviado cuando él agregó—: Aunque un tanto ambiguo también.

Y lo que dijo después me devolvió parte de la tranquilidad perdida:

—Pero lo dejaré pasar esta vez. Somos muchos y tengo una clase que dar. Puede sentarse, alumno. Tiene un lugar allí —y señaló con un dedo un pupitre en la tercera fila.

Hacia allá fui, entre miradas que sabía inquisitivas, pero que no era capaz de enfrentar.

Pese a haber llegado tarde, desde un permisivo punto de vista no había sido tan grave mi infracción. Como me fui dando cuenta en ese pupitre de la tercera fila, lejos de mi zona favorita —el fondo—, pero al menos no en mi zona menos favorita —la primera fila, justo delante de las narices de los profesores—, más o menos la mitad del curso se había presentado antes que yo. Al irse diluyendo la sensación de patetismo que me había invadido, mi mente fue recuperando de a poco su excitación; de momento, había demasiadas caras nuevas y demasiados nombres y apellidos que olvidaba en segundos, si es que lograba prestarles atención siquiera.

No obstante, demasiado rápido se esfumó mi exaltación inicial, conforme la clase ganaba en tedio; al irse aquella de mí, dejó espacio para que lo ocupara el cansancio de mi larguísima noche en vela. Así fue que, cuando sonó la campana anunciando el primer recreo del día, me sentí realmente dichoso y animado.

Afuera del salón me reuní con Kazu y Emell.

—Sólo tú eres capaz de llegar tarde el primer día de escuela —me dijo el primero.

—Sí, ¿qué te pasó? Te estuvimos esperando, como habíamos acordado.

—Se quedó dormido —afirmó Kazu, respondiendo por mí—. Mira la cara de sueño que tiene. Y tu cabello está despeinado ahí —agregó, diciéndome lo último a mí, y con un dedo apuntó al sitio de la cabeza donde debía arreglar mi cabello.

Bostecé y les pedí a ambos que me esperaran antes de dar un paseo por la escuela. Entonces fui al baño, que estaba a escasos metros de la puerta del salón, volviendo la vista hacia un lado, para que todo aquel con quien me cruzara no viera mi aspecto. Y es que, por el tono de las palabras de Kazu, debía estar viéndome mal, muy desaliñado. Ello no podía ser conveniente; si no me veía bien no iba a ser respetado ni tomado en serio por ninguno de mis nuevos compañeros, por no mencionar a los profesores.

Sin embargo, al ver mi rostro al espejo no juzgué su aspecto tan malo como me lo había imaginado o como Kazu lo había hecho parecer. Y es que Kazu en ocasiones imprimía una seriedad o una gravedad innecesaria a lo que él quería decir, aparte de que no solía tener tacto para decir ciertas cosas. Pero, si ello no me afectaba, era porque yo era su amigo y lo conocía bien, y entendía que esa era su forma de ser, que no siempre medía sus palabras y sus actitudes, y que no se daba cuenta que a veces lo que decía se prestaba a malas interpretaciones o era considerado grosero.

Además, él tenía razón en que mi cabello estaba desarreglado: a un costado de mi cabeza, un pequeño manojo de pelos sobresalía tomando forma de cuerno, con la punta hacia afuera. Mojé una de mis manos con agua y alisé el cuerno, aprovechando para emprolijar todo mi cabello. Luego me lavé la cara muy brevemente, tan sólo para remover de ella cualquier rastro de somnolencia que pudo haber quedado.

«No puedo creer que me haya quedado dormido hoy. Debo ser el único al que le suceden estas cosas —me lamenté—. ¿Por qué será que… las cosas no salen como espero?»

La apertura de la puerta, que se reflejó en el espejo delante de mí, me distrajo de mis pensamientos. Kazu apareció tras la puerta.

—¿Ya estás listo?

Nos pusimos en marcha los tres. No tardé en advertir —aunque ya tenía una sospecha surgida durante mi carrera al salón más temprano— que las aulas del primer año se hallaban todas en el primer piso. Además, en un extremo de la planta, estaban los salones de los cursos 2-A y 2-B, enfrentados entre sí. Entre ambos, como separándolos, se extendía el último tramo de corredor antes de la escalera que usamos para visitar la planta baja.

Allí nos sorprendió una muchedumbre estudiantil que atestaba tanto los corredores como el patio. Para seguir camino tuvimos que abrirnos paso en una fila, como una lombriz bajo la tierra del jardín; con tanta gente alrededor era difícil poner atención a los sitios que íbamos recorriendo. Pero yo en particular miraba a los estudiantes. Ellos formaban grupos más o menos numerosos, no dejando a nadie solo, y conversaban animadamente y en general a viva voz o incluso a los gritos, para superar el ruido de fondo que ellos mismos en conjunto generaban. Todos se veían alegres de estar con sus amigos, de reencontrarse con ellos, y de estar comenzando un nuevo año escolar juntos. Me pregunté entonces si llegaría a desarrollar amistades con alguna de aquellas personas, y si podría llegar a formar parte de un grupo más popular. Porque los anteriores años de escuela los había pasado con mis mejores amigos, y no éramos precisamente populares, mucho menos carismáticos, y no nos destacábamos por ningún logro. Kazu era un alumno poco brillante, que abría la boca compulsivamente y que, por más que lo intentara, o sin darse cuenta, no era gracioso. Emell era un estudiante apenas por encima de la media, tranquilo, pacífico, de espíritu manso, y que podía decir las frases más serias o los chistes más absurdos con la misma lentitud en la voz y con la misma cara inexpresiva, por lo que a veces a uno le costaba saber cuándo él hablaba en serio y cuándo estaba bromeando. Y yo… tal vez no era muy distinto de mis amigos, aunque no era de los que hacían chistes, y sí de los que se reían de ellos. Mis notas no impresionaban a nadie, pero tampoco me traían problemas, y no era muy hábil para el deporte, aunque ciertamente me gustaba jugar al fútbol. Siempre trataba de ser amistoso con todos, cosa que, sin embargo, no me había ganado grandes simpatías entre mis compañeros, ni mucho menos convertido en un estudiante carismático.

Salimos al patio. Muchos grupos, al igual que el mío, se desplazaban de un lado a otro, mientras que otros ocupaban las bancas o permanecían de pie en pequeños círculos. Durante la breve travesía que hicimos para explorar el lugar, vi a un alumno sacar de entre sus ropas una diminuta pelota de goma y ponerse a jugar al fútbol con otros estudiantes cerca de una de las paredes, aprovechando que no había autoridad alguna vigilando. Pensé en ir a hablarles en algún momento y hacerme su amigo, para así ser incluido en futuros partidillos. En derredor de una de las bancas, al otro lado del patio, seis estudiantes jugaban a las cartas, observados muy atentamente y hasta con cierta emoción por una congregación de espectadores.

Pero Kazu y Emell no les hicieron mucho caso a lo que yo observaba. Ambos iban delante de mí, hablando en voz baja, apenas moviendo los labios, acerca de las chicas que veían, identificándolas mediante códigos apropiados basados en su aspecto e intercambiando opiniones disimuladamente. Sólo entonces caí en la cuenta de que yo no les había prestado especial atención a las chicas. Supongo que en esa época no me interesaban demasiado, o eso era lo que creía.

Demasiado rápido terminó el paseo, siendo que la escuela no era tan grande, y antes de que el recreo terminara ya estaba de vuelta en el primer piso con cara de sueño y la espalda apoyada pesadamente en la pared, frente a la puerta del salón 1-A, sin muchas ganas de hablar. No obstante, debía agradecer el no estar solo; con mis amigos confiaba en que sería mucho más fácil adaptarme al nuevo ambiente.

Pero, por lo pronto, nada había que hacer aparte de esperar a que la campana sonara y que el profesor de matemáticas apareciera de una vez. Tan sólo esperar, sin hacer nada, con la mente en blanco.

Porque nada más había que hacer, y nada más había que ver.

¿O sí?

Tal vez.

Bueno, sí. Y ese es el punto. Es que, en ese momento, cuando dentro de mí habitaba la sensación de que nada estaba ocurriendo (tan sólo el tiempo escabulléndose fantasmal e impunemente, dejando apenas huella de su huida)… algo único e irrepetible ocurrió.

Lo que no he olvidado después de todo este tiempo.

Una chica salió del aula, y al hacerlo nuestras miradas se cruzaron por una fracción de segundo.

Todo no duró casi nada. No conocía a la chica y no recordaba haberla visto antes (de hecho, en ese brevísimo lapso no presté mucha atención a su aspecto general), a pesar de que por lo visto estábamos en la misma clase. Tampoco recordaba haber oído su presentación. Los dos estuvimos separados por una distancia de cinco metros. Y, sin embargo, no puedo decir que nada ocurrió. Sí que ocurrió. Es sólo que me es difícil describirlo con claridad. Fue algo que no pude ignorar.

Tratando de ser más preciso, yo sentí algo en simultáneo al cruce de miradas. ¿Qué sentí, exactamente? Supongo que puedo describirlo como un súbito «darme cuenta» de algo o como una señal del inconsciente, un aviso o una llamada surgida desde lo más profundo de mi mente o de mi consciencia, pero sin palabras; un mensaje en un sobre vacío; una frase pronunciada por una voz muda. Fue como si hubiera algo especial acerca de aquella joven, algo en su mirada alegre, fresca y despreocupada, y como si yo tuviera que saberlo sin conocerla.

En cuanto a la chica, nunca detuvo su andar, y en cuestión de segundos ya había escapado de mi campo visual. Y yo me quedé quieto, empezando a tratar de ignorar aquello.

Kazu me distrajo con un codazo.

—Él dice que conoce una tienda de cómics cerca de aquí. ¿Quieres ir con nosotros después de clases? —me dijo.

Detrás de Kazu, asomó Pier, uno de los estudiantes del primer año.

—Seguro.


Si bien pretendí restarle importancia a lo que fuera que hubiera sucedido, tan pronto como estuve de regreso en el aula volví a ver a la chica. Desde mi lugar la vi ocupar asiento en la primera fila, acompañada por sus amigas. Ello se repetiría durante todo el año escolar, más de una vez al día. Debido a mi ubicación en el salón, cuando la chica en cuestión giraba la cabeza para hablar con sus tres amigas —una de las cuales se sentaba a su lado, mientras que las otras dos ocupaban el par de pupitres de atrás—, parte de su rostro se revelaba ante mí. Tenía una mirada vivaz en un par de ojos bien abiertos, que brillaban aunque uno de ellos con cierta frecuencia quedaba bajo riesgo de ser cubierto por el flequillo, y una sonrisa serena y permanente, propia de quien disfruta cada momento de su vida como un paseo, y que por algún motivo provocaba en mí una sensación de sosiego. Además, su semblante luminoso y fresco, su actitud y su soltura y elegancia de movimientos no eran forzados, sino que en ella se veían naturales. Ello le añadía atractivo, la hacía parecer aún más especial.

Era una bella joven realmente.

Por eso no podía evitar mirar en dirección a ella cada tanto.

Así, con el pasar de los días, de tanto ver a esa chica andar alegremente por el aula y los corredores, pasando por delante de mí o por un costado, conversar animadamente con cualquiera, reír de cualquier comentario mínimamente jocoso y mantener en todo momento una expresión optimista y tranquila en su rostro, un cambio empezó a operar en mí. Dicho cambio fue silencioso y gradual y, cuando me di cuenta, tuve que admitir que ya no podía verla como a cualquier otra persona. Fue un tanto extraño y me costó comprenderlo, siendo que jamás me había sentido de esa manera. Y es que jamás había conocido a alguien como ella, tampoco.

De modo que, en el cuasi eterno viaje en autobús hacia la escuela no dejaba de pensar en ella, en que estaba por verla de nuevo luego de las vacaciones. Ello me tenía ansioso, lo que no ayudaba para nada a la impaciencia que ya arrastraba desde el preciso momento en que había salido de mi casa.

Llegué a pensar que quizás ya era hora de acercarme a ella de una vez. Era inaudito que, después de tanto tiempo, pocas cosas realmente conociera acerca de ella —su nombre… y no mucho más—.

Kari era su nombre; antes de saber cómo se llamaba, desde la segura privacidad de mis pensamientos me refería a ella como «la chica alegre».

Sí, era ella quien me estaba gustando.

La chica alegre.