Visiones de una ciudad más allá

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Observador Vorticial No Identificado

Primer Capítulo

Un pitido muy breve y suave —delicado y un tanto musical— salió de las entrañas del reloj en las alturas de la pared del fondo, y se adueñó por su segundo de vida de la gigantesca y muda estancia, volando por encima de los moribundos golpeteos de los teclados de las computadoras hasta penetrar dócilmente los oídos de Fumio Darou y de sus compañeros de trabajo.

Fumio abrió los ojos y, aprovechando que tenía la cabeza gacha y los brazos muertos debajo del escritorio, caídos sobre sus piernas, giró tímidamente una muñeca, descubriendo en tan sutil y a la vez fatigoso movimiento el reloj de pulsera. Tal como lo suponía, era la hora de regresar, como lo indicaba el ángulo recto formado por las manecillas metálicas. El reloj de la pared del fondo nunca mentía, pero anunciaba el cambio de hora con una discreción tan excesiva, que se podría decir que en realidad deseaba no ser escuchado, que intentaba pasar desapercibido, que sólo sonaba por cortesía o por obligación, y que prefería que los trabajadores se quedaran después de hora sin que se dieran cuenta.

«Por fin», pensó Fumio, y no tuvo empacho en dar un largo y sentido bostezo.

Lo único que había estado deseando desde el momento de entrar al trabajo había sido que terminara su jornada, para poder volver a su departamento.

«Cuando llegue, una sopa y a la cama.»

Sin embargo, la perspectiva de estar en su departamento no lo entusiasmaba tanto como la de estar fuera del odioso complejo de oficinas y de su cubículo gris, frío y sin alma —fuera y lejos, muy lejos de ellos—. El departamento en el barrio oeste le brindaba a Fumio las exiguas comodidad y sensación de seguridad con las que las circunstancias lo habían llevado a conformarse.

Esa noche, Fumio tan sólo necesitaba un pote de sopa instantánea calentada en el microondas y el colchón en el rincón de siempre. Inconscientemente él se figuraba que necesitaría cubrirse con el saco aparte de con sus sábanas, dado el frío que estaba haciendo afuera, y que se había infiltrado poco a poco e inadvertidamente hasta llenar el gran vestíbulo, allende las puertas de salida. Y, ya previendo el frío del lecho, que su magro y alongado cuerpo iba a tener que calentar, sabía que, incluso antes de asir el saco y desplegarlo encima de las sábanas rogaría para sus adentros, en silencio, que no se arrugara durante la noche.

Apartando estos pensamientos de su mente hasta que el momento de traerlos de vuelta llegara, Fumio se puso de pie, decidido a no perder más tiempo, estiró apropiadamente sus extremidades y recogió cansinamente su saco del respaldo de la silla.

«Increíble que haya aguantado esta semana —pensó, y se corrigió de inmediato—: increíble que haya aguantado el día de hoy.»

Esperó con una pasividad que asemejaba paciencia que la computadora de su escritorio se apagara, bajo la mirada ausente de un par de ojos más que hartos de recibir horas del brillo de la pantalla, y que no veían la hora de arroparse con los agotados y pesados párpados y tomar también su merecido descanso.

—Es que odio este trabajo; odio trabajar sin un propósito —murmuró para sí mismo.

Acababa de dejar salir involuntariamente un pensamiento que había tenido repetidas veces durante los días previos, y que, sin embargo, no podía explicarse a sí mismo; espontáneamente surgía, y Fumio no comprendía el porqué de esas palabras: «sin un propósito». ¿Algo en su inconsciente pretendía hacer aflorar una idea que él, agobiado y distraído en las pequeñeces de la rutina, no era capaz de ver?

—Darou —de inmediato dijo una voz muy seca y clara a sus espaldas.

Fumio se petrificó instantáneamente, erizándosele la piel, y con la misma rapidez temió lo peor: que uno de sus superiores acabara de oírlo. Ante un acto de semejante deslealtad hacia la compañía, lo menos que podía esperar era una severa sanción y el consecuente desprecio implacable de sus colegas. Por ello no se atrevió a volverse hacia quien le dirigía la palabra y, en cambio, fingió estúpidamente no haber escuchado por estar reconcentrado ordenando los objetos de su escritorio —los mismos que ya estaban ordenados, pues él casi no los tocaba en una jornada típica—.

—Oye, Darou —insistió la voz, ahora con un tono más amigable, menos formal; a Fumio súbitamente le volvió el alma al cuerpo, puesto que no se oía como un superior, e incluso no parecía que hubiera oído su amarga y secreta queja—. Estamos por ir a tomar unas cervezas, ¿vienes con nosotros?

Fumio se dio la vuelta respirando irregularmente y vio a tres de sus compañeros de trabajo, cada uno con su saco puesto y su maletín en la mano, listos para largarse de allí.

—Sí —respondió Fumio maquinalmente, sin mostrar la más mínima emoción en su rostro dejado, cuya barba había sido rasurada a las prisas, y su cabello, peinado con exigua dedicación, y olvidando de pronto la sopa y el colchón que lo esperaban en el frío departamento.

—Andando, entonces —dijo el colega ahora con algo de pereza. Él y sus acompañantes dieron media vuelta y echaron a andar arrastrando ligeramente los pies hacia las anchas puertas tras las cuales se extendía el gélido y silente vestíbulo, todo bajo la impasible mirada cristalina del reloj de la pared del fondo, en el extremo opuesto de la planta.

Fumio se colocó el saco mientras echaba un vistazo al pequeño almanaque de cartón cuyo sitio fijo era un extremo del escritorio, ese almanaque que solía no mirar —puesto que, cuando todos los días son iguales, las fechas son irrelevantes—, pero al que ese día sí le había prestado atención.

«Hoy se cumplen cinco meses —se dijo por no primera vez en el día—; tal vez me venga bien la cerveza.»

Se cumplían cinco meses desde que su novia lo había dejado. La fecha daba vueltas en el fondo de la mente de Fumio, para reaparecer en su superficie cada tanto, en días como aquel, en que la parte más racional de un ser en exceso racional ve un mojón temporal, la completitud de un ciclo con el correspondiente inmediato inicio del siguiente, la coincidencia de un número —una mera cifra en un trozo de cartón—, y que Fumio usaba para autoflagelarse, como sal para echarse en la herida de su corazón, revolcándose internamente en su desesperada y crónica desdicha, mientras que por fuera su apariencia fuera exactamente lo contrario: presentarse en la oficina con serio continente (o apático cuanto menos), luego dejarse arrastrar por la corriente del tiempo durante el viaje de regreso al departamento y allí, avanzada la noche, sólo yacer en el colchón, completamente inmóvil, tapado hasta la coronilla por las sábanas, esperando quedarse dormido para así dejar de ser consciente de su dolor y adormecer su espíritu hasta que regresara al estado de vigilia, para pasar a distraerse con su trabajo. En esto ayudaba el trasegar alcohol, actividad ya típica en aquellas duras jornadas, que, en realidad, era lo que lo conducía a postrarse abatido en el lecho y le facilitaba el adormecimiento de su espíritu y su entrada al siempre confuso y enigmático reino onírico. Pero ese día Fumio no tenía alcohol en su casa; el día anterior, que había hecho las compras, no había tenido la compulsión de tomar una botella de licor de la estantería, presintiendo misteriosamente que no tendría ganas de beber el día previsto. Y no se equivocó, aunque, después de todo, sí acabaría bebiendo, sólo que de manera impensada, dada la espontánea invitación de sus colegas.

Fumio alcanzó a sus acompañantes al tiempo que éstos abrían las grandes puertas, dejándolas abiertas de par en par para quienes venían detrás de sí. En cuestión de minutos, el edificio de oficinas había sido completamente vaciado, quedando únicamente en su interior el sereno, que ya había tomado su posición tras el escritorio de la recepcionista, repantigado en su mullido asiento, recargando en su respaldo el peso de su ancho cuerpo, envuelto con la gruesa chaqueta, encasquetado el gorro de lana, con las manos en los bolsillos y las piernas extendidas, un pie descansando sobre el otro.

Algunas horas después, Fumio y sus tres colegas salían del bar como bestias que simplemente se desplazaban irracionalmente por la vía pública, pero las bestias no acostumbran andar de manera tan errática y sin ver por dónde van. Uno de los empleados iba rezagado, cerrando la marcha a los tumbos, aquejado de terribles náuseas, con la espina doblada hacia adelante. Los otros colegas de Fumio iban juntos, vomitando con etílica algarabía frases incoherentes que se disipaban en el aire húmedo y espeso a poco de ser expelidas. Fumio, por su parte, iba delante de sus compañeros, a una cierta distancia de los que gritaban sus frases a medio hilvanar y soltaban risotadas que se elevaban hasta el cielo; él iba con la cabeza gacha, tratando de mirar por dónde pisaba, sabiendo que sus camaradas estaban detrás, cerca de él, aun llevando varios minutos sin darse la vuelta para mirarlos y sin prestar atención a sus aullidos ni a sus carcajadas; las últimas neuronas funcionales en su cerebro eran quienes posibilitaban que Fumio se mantuviera en pie y caminara como es debido, adelantando primero un pie, y luego el otro, una y otra vez. Y esas mismas neuronas, sobrevivientes del aluvión alcohólico que había arrastrado a las demás, haciéndoles perder toda conexión entre sí, eran quienes guiaban a Fumio —aunque éste no lo supiera— a una tienda de las que abren las veinticuatro horas. Y, si se necesitaban tan pocas neuronas para lograr tan trivial cometido, era porque Fumio conocía bien las calles por las que andaba en esa madrugada. El que peor estaba en el grupo, no pudiendo sobrellevar ya su malestar, se sentó en el arroyo y vomitó por fin, y se quedó allí, encorvado como un anciano, con el pantalón salpicado de espesas manchas ácidas; los otros dos, habiéndose olvidado de su amigo, llamaron a Fumio con alaridos desafinados y roncos y, cuando éste se volvió hacia ellos, lo saludaron y se desviaron en una intersección para continuar solos su camino, aprovechando que vivían cerca uno del otro. Sólo entonces Fumio cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo; no obstante, ello no le bastó para poner más empeño, para lo cual podría haber empezado levantando la cerviz y los hombros, y enderezando la espina. Aún así, logró hacer tres cuadras en un tiempo razonable —incluso para el deplorable estado en que se hallaba— hasta llegar a la tienda. Y por un brevísimo lapso lo sorprendió una lucidez impensada, dadas las circunstancias, que lo hizo detenerse frente a la puerta de la tienda, y dirigir una mirada al cielo a sus espaldas. En el tiempo que él había estado ahogando amargamente sus penas en alcohol, una capa de largas nubes grises se había extendido a lo largo del cielo, hasta encapotarlo por completo. Normalmente, Fumio hubiera pensado que las probabilidades de una inconveniente lluvia no eran despreciables, y que lo mejor sería regresar rápido para evitar ser pillado por un imprevisto capricho del clima. Pero su mente apabullada por la bebida fue incapaz de reaccionar con pensamiento lúcido alguno. Sin embargo, al menos pudo notar algo en el cielo. En lo alto, entre las nubes, casi por encima de su cabeza, había un vórtice. No aparentaba ser demasiado grande y, debido a la oscuridad del entorno a esa hora, podía ser fácilmente confundido con un trozo de firmamento que, por alguna razón, había escapado de ser devorado por las nubes. De todas formas, casi no había gente despierta y andando por la calle que pudiera notar el extraño fenómeno, y, en todo caso, Fumio —el único que lo había advertido— apenas fue capaz de distinguirlo como lo que era. El hombre contempló aquel ojo en el cielo por unos segundos, durante los cuales, en lo más recónditamente sobrio de su ser percibió que una idea intentaba nacer; idea que, empero, era abortada antes de poder tomar una forma reconocible, cognoscible.

La idea que hubiera tenido era que, más temprano aquel día, había visto al mismo vórtice en el cielo azul, despejado, de la mañana. Y en el centro de dicho vórtice, es decir, en su fondo, una luminaria permanecía inmóvil; era más brillante que cualquier estrella del firmamento, pero menos que el sol, y aparentemente más pequeña que éste también. No era, sin embargo, una estrella —un punto luminoso—, sino más bien un objeto de forma irregular. Fumio lo había descubierto camino del trabajo, andando por la calle. Por alguna fortuita razón, mientras esperaba para cruzar una de las avenidas que, anchas como ríos, atraviesan Filónica de norte a sur y de este a oeste, Fumio alzó la vista en un tímido ángulo —no estirando el cuello como una jirafa—, pero llegando bien alto en tanto su mirada viajó lejos, hasta donde pudo llegar, más allá de los rascacielos y los edificios de oficinas a los que la bóveda celeste les era siempre inalcanzable, y lo vio. Vio el vórtice y la luminaria dentro de él, y se inquietó —y no era para menos; un fenómeno tan inusual no podía ser menos que inquietante—. Por unos pocos segundos pudo Fumio observar aquel misterioso espectáculo, antes de que la marea de gente que lo rodeaba se pusiera en marcha, arrastrándolo hacia adelante, obligándolo a continuar con su rutina. Fumio siguió su camino, pero cada tanto echaba una mirada de refilón al rincón de las alturas donde el vórtice y su estrella parecían observarlo, a él y a toda Filónica. No tardó en preguntarse cómo podía algo así ocurrir, y si aquello se debía a un fenómeno atmosférico anormal; luego se preguntó desde cuándo estaba el vórtice allí; no recordaba haberlo oído mencionar en el noticiero ni en las triviales charlas de sus compañeros de trabajo… ni nunca en la vida. Casi de inmediato, al tener estos pensamientos, sin dejar de caminar ni espiar al vórtice —lo que implicaba alzar la vista por encima de la muchedumbre cada vez—, se dio cuenta de que todos a su alrededor —y él mismo, hasta hacía unos instantes— ignoraban la existencia del misterioso vórtice —o peor, que lo conocían, pero se les había vuelto tan natural que ya no le prestaban atención, y Fumio era el único ignorante al respecto—, puesto que todos iban con la cabeza gacha, o desviaban la mirada para distraerse con banalidades de la cotidianeidad, como un producto en exhibición en un escaparate, un letrero de vivos colores o un mensaje arribando a la pantalla del celular. Queriendo de pronto llamar la atención de los transeúntes para que vieran lo mismo que a él le inquietaba y que le era imposible de desatender, se detuvo en la siguiente esquina, como quien espera para cruzar la calle, y estiró exageradamente el cuello en dirección al misterioso fenómeno, y se quedó allí unos momentos, echando cada tanto una mirada de soslayo en dirección a los peatones. Pero éstos no hacían caso de Fumio ni de su muda y flagrante indicación. Eventualmente, él se cansó de esperar una reacción de la gente; no obstante, tomó la determinación de indagar acerca del fenómeno y de averiguar si alguien más lo había notado, y si había llegado a las páginas de algún periódico —físico o digital—, ni bien arribara a su lugar de trabajo. Pero llegó sobre la hora, y pronto se vio obligado a encender la computadora para comenzar con sus exigentes labores. Toda la semana había estado trabajando en revisar el modelo computarizado de la pieza de un aparato diseñado por la compañía para la que trabajaba. El modelo presentaba errores que Fumio, a pesar del concienzudo examen al que venía sometiendo al código que le daba origen, no lograba hallar; él mismo hubiera podido reescribir el código desde cero, o gran parte de él, pero no se le permitía realizarle «modificaciones esenciales». Y, si bien hubiera sido muy fácil para él abrir una pestaña nueva en el navegador para iniciar su búsqueda de respuestas, no deseaba y no gustaba de distraerse de su trabajo. En esto Fumio era muy disciplinado, por más pesado u odioso que le resultaran sus tareas en aquellos días en que su espíritu se deprimía excepcionalmente. Ni tampoco podía arriesgarse —debe ser dicho— a que algún superior llegara a descubrir o enterarse que él usaba la computadora y el servicio de internet de la compañía con fines personales, ajenos al trabajo.

No, en vez de recordar el vórtice, Fumio lo observó con gesto absorto por un par de segundos, para luego empujar con suma torpeza la puerta de la tienda, ensuciando con la grasitud de sus manos sus grandes cristales. No bien ingresó, Fumio enfiló directo por el pasillo más cercano, sin oír que la dependiente, intranquila por el desagradable aspecto que traía este y por su semblante enturbiado por el alcohol, le había saludado tímidamente, con una pizca de temor. Y el reducto recóndito y sobrio en el interior de Fumio lo condujo por el estrecho pasillo de la tienda con cuidado, ya que, si él hubiera llegado a tambalear, podría haber volteado los artículos de las estanterías, o haber caído él mismo y lastimádose. Llegando al fondo, enfrente de los grandes refrigeradores llenos de todo tipo de bebidas, entre las cuales destellaban potentes tubos fluorescentes —algo agresivas aun para sus ojos fogueados en la exposición a la luz artificial—, Fumio logró reconocer las latas de colores, perfectamente clasificadas y ordenadas en los estantes. Le tomó un tiempo hallar lo que buscaba: una bebida a base de cúrcuma, de cierta marca muy famosa en Filónica, de las que se toman para aliviar los síntomas de la resaca. La mirada agotada de Fumio encontró las latas del característico color negro; acto seguido, extendió lánguidamente un brazo y asió una de ellas, y al traerla hacia sí hizo caer un par. Sin poder avergonzarse, se hincó por un momento para recoger una de las latas caídas, pero no la otra, que había rodado debajo de la estantería. Algo en su nublada mente, entonces, le susurró que tal vez podría comprar las dos latas con el dinero que traía encima. Fumio regresó por el pasillo hasta la caja sin causar más desorden, y apoyó sobre el mostrador las latas ante la mirada todavía temerosa de la empleada, quien, si bien no consideraba realmente que su cliente fuera un sujeto peligroso, sí temía que su estado de ebriedad volviera su conducta impredecible. Fumio lentamente extrajo un manojo de billetes arrugados y varias monedas del bolsillo de su pantalón y, sin contarlos, los puso sobre el mostrador. Luego miró a la dependiente, pidiéndole en silencio, con una esforzada mueca, que tomara el dinero, mientras su cuerpo no dejaba de ladearse en direcciones aleatorias, lo que le obligaba a hacer constantemente ligeras correcciones a su postura para mantener el equilibrio —pero la empleada había visto a gente en peores condiciones—. La joven se permitió tomar primero los billetes uno por uno —no sin antes pedir permiso muy educadamente—, alisarlos y ponerlos a un lado, al tiempo que contaba escrupulosamente, en voz alta, como si su cliente hubiera podido prestarle atención, el dinero que iba apartando. Como todos los billetes no alcanzaban para comprar las dos latas, la dependiente pasó a tomar las monedas hasta completar el importe total y, una vez lo hubo hecho, puso el dinero en la caja registradora. En el ínterin, Fumio, suponiendo que le había dado dinero suficiente a la empleada, ya se había permitido tomar las latas, y se había acercado a la puerta con la intención de marcharse, no sin antes dar un nuevo vistazo al cielo. A través del cristal embarrado de su propia grasa cutánea creyó ver de nuevo el vórtice, pero no podía estar completamente seguro de ello. Entonces se le ocurrió preguntarle a la dependiente si había visto aquel fenómeno o si había oído algo acerca de él; al volverse hacia ella, la halló con el brazo extendido y los dedos juntos, aprisionando con ellos un par de monedas.

—Señor, su cambio —le dijo ella.

Fumio volvió parcamente sobre sus pasos, queriendo hablar con la chica. Sin embargo, no logró más que mover un poco los labios resecos, consiguiendo emitir apenas un par de rebuznos que daban vergüenza ajena. Sabiéndose incapaz de hacerse entender —y, en cierta medida, siendo incapaz de expresarse con las palabras adecuadas—, Fumio se resignó a guardar decoroso silencio y aceptar el cambio.

De regreso en la calle, Fumio no esperó para abrir una bebida de cúrcuma y darle los primeros ruidosos sorbos allí mismo, de pie delante de la tienda. No pensó en lluvias inminentes ni en vórtices ni en luminarias dentro de vórtices. Se sentó en el arroyo, terminó la primera de las latas, y se quedó allí unos momentos, reposando sus exhaustas piernas, y dándose el tiempo para ganar lucidez mental antes de emprender el definitivo regreso a su departamento. Cuando sintió que la pesadez en su cabeza se levantaba, echó los brazos hacia atrás, descansando el peso de su cuerpo en ellos, y miró hacia arriba. Casi de inmediato recordó el misterioso vórtice, y lo buscó con la mirada. Lo encontró igual que siempre, arriba de un par de altísimos edificios de departamentos, a una distancia de ellos que podía ser bien unos cuantos metros, bien varios kilómetros. Pero el objeto luminoso dentro del vórtice había desaparecido, o quizás, como supuso Fumio al notarlo, se había apagado.

Ya sin mucho más que hacer allí, y con algo de sus energías repuestas, Fumio decidió incorporarse y volver a su departamento. El frío que estaba empezando a tener de nuevo trajo a su memoria la sopa y el colchón a entibiar que se había prometido a sí mismo horas antes. Sabía que la sopa instantánea le vendría bien; no obstante, no estaba seguro de que se la prepararía, dado el sueño que tenía, que competía con el hambre más que sumarse a él, y que lo hacía andar pausadamente por la calle, a velocidad de paseo, una vez se hubo puesto en marcha, y con los párpados caídos, dispuestos a cerrarse allí mismo, amparados por la oscuridad de la noche.

Llegando a la esquina, no obstante, su parsimonia dio de bruces con un hecho llamativo. Un potente destello proveniente de algún punto a varios metros de distancia captó inmediatamente su atención. Y cuando Fumio giró su cabeza hacia el mencionado destello, vio una bola de luz azul flotando a un metro del suelo, moviéndose rápidamente a lo largo de la calle que él acababa de alcanzar, para perderse de vista tras la primera esquina. Fumio tuvo la inexplicable corazonada de que aquel objeto era el mismo que había visto en el cielo, dentro del vórtice —y que recientemente lo había, al parecer, abandonado—. Entonces se precipitó tanto como sus piernas se lo permitieron en la dirección a la que la bola de luz se había fugado. Sus ojos ahora más despiertos —o, mejor dicho, más atentos, o más abiertos— tan solo consiguieron distinguir un resplandor muchos metros más adelante, que lentamente fue perdiendo intensidad hasta extinguirse por completo. Fumio siguió su curso con la esperanza de descubrir qué había sido de la bola de luz. En el sitio donde aquella había cesado de existir como tal no se apreciaba nada fuera de lo común, y ningún rastro del misterioso objeto se dejaba ver… o eso creyó Fumio en un principio, que, al mirar al piso en torno suyo, notó la presencia de un objeto a corta distancia de sus pies. Al principio lo confundió con una hoja caída de un árbol, pero, cuando se hincó curioso delante de él y le acercó los ojos, vio que no tenía forma de hoja; de hecho, su forma era harto irregular, difícil de describir, y diferente a todo lo que él conocía y podía imaginar. E incluso viéndolo de tan cerca no podía decir a qué se parecía, razón por la cual procedió a recogerlo y examinarlo a la luz amarillenta de los faroles. Y aún así el objeto en cuestión se empeñaba en exhibir una apariencia indeterminada, esquiva. Podía lucir como una roca más o menos plana, y al segundo siguiente asemejarse más bien a un trozo grueso de corteza de árbol, y tras un parpadeo pasaba a parecerse más a una suela de goma de una zapatilla que una jauría hubiera despedazado a dentelladas. Fumio temió que un ingrediente extraño, añadido maliciosamente y sin su consentimiento ni su conocimiento, en la bebida que había consumido en el bar hubiera alterado su visión, aunque en toda la noche no había tenido mayores problemas para ver.

De pronto, el alarido mecánico de una sirena irrumpió en la tranquila noche, acompañado de la fricción de cuatro neumáticos en el asfalto y de patrones de cegadoras luces blancas y azules adueñándose arrebatadamente del ambiente. Un automóvil de la policía se aproximaba a toda velocidad por esa misma calle, y no tardó en oírse a lo lejos otra sirena. Fumio se asustó, y metió con premura el objeto en el bolsillo interior de su saco, y echó a andar, imaginando que la razón por la cual las fuerzas del orden se estaban haciendo presentes era que tal vez un delincuente rondaba la zona. El patrullero paró bruscamente unos metros delante de él, y los policías que iban en el vehículo se apearon con inusitada celeridad, dejando las puertas abiertas, y subieron de una zancada a la acera. Allí se toparon con Fumio, quien se había detenido, presa de un pánico inexplicable, y que los miraba con los ojos aterrados, abiertos como platos, y con la mandíbula algo baja.

—¿Qué está haciendo usted aquí, señor? —inquirió rudamente uno de los uniformados.

Fumio balbuceó, mas logró responder, a tiempo para evitar que le insistieran:

—Estoy volviendo a casa.

Los policías dieron unos pasos a su alrededor, mientras lo examinaban de pies a cabeza pese a que los árboles proyectaban sobre él largas sombras, que lo cubrían casi por completo.

—¿Qué tiene en la mano? —preguntó, entonces, el otro policía en un rugido, como si le hubiera visto en ella un objeto sospechoso, y llevándose rápidamente una mano a la cintura.

—Esto, esto —repuso Fumio con los nervios de punta, levantando las manos como un delincuente cuando es atrapado, enseñándoles la lata de bebida a base de cúrcuma—, estaba comprando.

—Bueno, retírese, señor —dijo con severa impaciencia el primer policía, acompañando sus palabras con un ademán enérgico y un tanto grosero.

Fumio hizo caso sin chistar, haciendo su mejor esfuerzo por apresurarse; para alejarse lo antes posible de los policías cruzó la calle y dobló la primera esquina, perdiéndose de vista en el acto.

Con la extensa caminata de regreso a su hogar —no había taxis ni transporte público a la vista a esa hora— y el efecto de la bebida de cúrcuma, Fumio empezó gradualmente a ganar lucidez, pudiendo llegar a erguirse casi por completo y reconocer las calles por las que iba. No obstante, lo que sedimentaba en su organismo al irse disipando la pesada niebla que llenaba su cabeza era una intensa sensación de agotamiento, que se manifestaba en la lentitud de su marcha. Y, al mismo tiempo, y en despecho de su miserable estado, una especie de pensamiento aparecía en su mente constantemente, repitiéndose una y otra vez, insistiendo en una idea fuera de lugar, inexplicable, incomprensible. Pero no era él quien generaba dicho pensamiento, sino que éste se había infiltrado en su cerebro, alterando su estado de aletargamiento inducido por el alcohol y el prolongado período en estado de vigilia, impidiendo que sus funciones se fueran restableciendo con total normalidad. Al principio Fumio se sobrecogió, para luego temer estar volviéndose loco y recordar el posible ingrediente extraño en el bar. Pronto tomó la determinación de tratar de distraerse, creyendo que, si ignoraba el intrusivo pensamiento, este acabaría por desaparecer. Sin embargo, lidiar con aquel le resultó mentalmente agotador, amén de lo enigmático que era: esa voz en su cabeza le conminaba a conseguir algo, algo especial, y cuya identidad él mismo desconocía. La situación, de esta forma, no tardó en tornarse desesperante.

Para cuando llegó a la cuadra donde vivía, estando a escasos metros de la entrada al edificio de departamentos, no pudo soportarlo más y se decidió a tomar su teléfono celular y hacer una llamada. En medio de su esquizofrénica necesidad, que había conquistado con perseverancia su aturdida mente, Fumio sintió algo de lástima por estar llamando a alguien a esa hora de la madrugada, interrumpiendo su sagrado descanso. Pero no podía resistirse: lo que se había apoderado de su mente ya era una fuerza misteriosa en toda regla que dominaba todo su ser, y Fumio no podía hacer más que observar pasmado cómo su cuerpo era utilizado para buscar en la agenda del celular un contacto en particular, y llamar sin demora. Estaba llamando a Akane, su única amiga.

Fumio y Akane se habían conocido en un empleo en el que habían coincidido hacía ya varios años, luego de que Fumio terminara la secundaria y pasara a «insertarse en el mercado laboral», como suele decirse. Akane era la persona más buena y amable que Fumio —y que muchos otros más— había tenido la oportunidad de conocer en la vida. Uno podía suponerlo —darse cuenta de ello, incluso— viendo su rostro sereno, bondadoso y cálido a decenas de metros de distancia, y por su andar pausado y tranquilo, y por sus acciones carentes por completo de exageración, afectación o exhibicionismo; Akane no era la clase de persona que buscaba llamar la atención, sin que ello signifique que era alguien de perfil bajo. Su bondad, a diferencia de lo que ocurre con la mayoría de las personas, era activa (esto es, que no podía evitar ayudar a quien lo necesitara), amén de ser considerada con todos por igual, sin reparar en edades, apariencias, rangos, personalidades, ni nada parecido; probablemente nadie en Filónica se consagraba al prójimo como lo hacía ella. Así las cosas, era natural que Fumio y Akane acabaran siendo amigos, aunque debe ser dicho que no había por parte de esta última ninguna afinidad por él que no fuera una especie de afecto fraternal y compasivo, como lo tendría una hermana mayor por un hermano menor cuya conducta oscila entre lo flemático y lo indiferente, pero era lo más usual que Akane se relacionara con él igual que lo hacía con el resto de sus colegas. Y, aunque hacía un largo tiempo —medible en meses o incluso en años— que no hablaban, Fumio sabía en el fondo de su ser que podía pedirle un favor, por más que lo hiciera en medio de la noche, y que ella no se molestaría por ello.

El teléfono de Akane sonó con insistencia desde la mesita de noche. Le tomó unos buenos instantes despertarla a ella y a su marido. La mujer alargó la mano para capturar a tientas el aparato, pensando en un primer momento que se trataba del despertador sonando antes de lo debido o de lo deseado. Pero halló el nombre de Fumio en la pantalla y se sorprendió.

—¿Hola?

—Hola —respondió Fumio precipitadamente, y luego sólo pudo balbucear—: Akane, Akane…

—Fumio, ¿eres tú? ¿Qué te sucede? —la mujer abrió los ojos de par en par en la oscuridad, inquieta.

—Akane, necesito tu ayuda —dijo él con algo de desesperación, más que nada debido a que no sentía que él mismo estuviera hablando, y sí que algo ajeno a su persona lo hacía hablar.

—Fumio, ¿estás…?

—Tú sabes algo —la interrumpió él—. Necesito unas piedras; no recuerdo cómo se llaman…

—¿Piedras? Fumio, ¿sabes qué hora es?

—Sí, perdón, pero las piedras que tienes en tu casa, ¿cómo se llaman?

—Ah, eso. Tengo varias clases de piedras, pero ¿a qué viene todo esto?

—Las piedras que… ¡Que sacan la energía del aire! —exclamó Fumio, exasperado, impacientado—. Necesito que las traigas a mi casa… —prosiguió, en tono exhausto, su voz apagándose de a poco.

—Fumio. ¿Estás ahí, Fumio?

No hubo respuesta de su parte; Akane quiso decirle que creía saber a qué piedras se refería él, mas ya no había nadie al otro lado de la línea que escuchara sus palabras. Fumio, sintiendo estar agotándose sus últimas fuerzas, se había recostado en el umbral del edificio donde vivía y allí mismo se había quedado dormido, con el celular caído a un lado.

—¿Qué está pasando? —preguntó con voz ronca, amodorrada y malhumorada el esposo de Akane.

La mujer estaba sentada en la cama, y había encendido el velador que reposaba sobre la mesita de noche.

—Es Fumio, un amigo —respondió ella—. Creo que le pasa algo malo.

—Bueno, espero que esté bien —dijo el hombre con una pizca de cínico desinterés en la voz, se acomodó de nuevo en su lado de la cama, dándole la espalda a su mujer y al velador, y se arropó tranquilamente, con la dicha de quien se dispone a reanudar de inmediato un placentero descanso, y por ello olvidando (y “perdonando”, hubiera dicho él) la inesperada escena que acababa de tener lugar en la confortable habitación.

Akane, por su parte, luego de hacer unos segundos de soñoliento silencio, destapó sus piernas y giró su cuerpo, poniendo los pies en el piso.

Erguenitas —pensó en voz alta—. Debe estar necesitando erguenitas.

Entonces se levantó de una vez, olvidando que era la mitad de la noche y que normalmente habría de retomar su descanso. La minúscula corriente de aire provocada por el movimiento de la frazada le hizo dar un poco de frío a su esposo, un frío tan transitorio e inofensivo como molesto.

—¿Qué haces? —inquirió éste de su mujer, algo enfadado.

—¿Puedes llevarme a su casa en el auto?

—¡¿Qué?! —exclamó él con indignación e incredulidad, volviendo súbitamente la vista hacia ella, y despegando la cabeza de la almohada de plumas por un segundo entero antes de dejarla caer pesadamente.

—Sí, tengo que llevarle erguenitas a Fumio… Creo que se siente muy mal.

—¡Que se joda! Yo quiero dormir —exclamó el hombre, y pretendió amoldarse de nuevo a la depresión cálida y suave a la que el peso de su propio cuerpo daba forma en el colchón.

—Por favor, vamos —suplicó Akane.

—¿Y por qué tenemos que ir? —protestó su esposo—. ¡Son las cuatro de la mañana!

—Pues porque necesita ayuda —repuso tranquilamente Akane, como quien da una respuesta lógica, y procedió a cambiarse de ropa.

—¿Y quién es ese tipo, que te llama a estas horas?

Ahora el esposo de Akane estaba boca arriba, cejijunto, y con las pupilas vueltas hacia la silueta de una especie de hermana mayor recortada por la luz del velador, la que sus ojos ya podían tolerar, siempre que no se abrieran demasiado.

—Ya te dije, es un amigo con el que trabajé hace un tiempo.

—Pero, ni que fuera tan importante…

Ahora Akane se calzaba las medias de algodón, sentada de nuevo en la cama, mientras volvía a murmurar para sí:

—Hum… Quizás necesita un tratamiento energético con erguenita. Se le oía como si su campo bioenergético estuviera muy disminuido… De hecho, puede que sea más grave que un desequilibrio energético…

Se puso de pie y miró a su esposo, quien había cerrado los ojos de nuevo, y puesto los brazos a los costados, todo rastro de dicha desaparecido amargamente de su faz.

—¿Vas a llevarme? No quisiera ir sola…

El hombre primero gruñó, tras lo cual soltó un alarido inarticulado entre dientes y pataleó bajo la frazada —hubiérase dicho que estaba a punto de hacer un berrinche de niño pequeño—; acto seguido, se dio la vuelta bruscamente, enterró la cara enrojecida en la almohada, exhaló en ella una hilera de palabras furiosas y nada felices… y luego, finalmente, apartó la frazada de encima suyo, se sentó al borde de la cama y empezó a vestirse, todo sin el menor apuro. Por su parte, después de presenciar impertérrita la peculiar escena, Akane fue a la sala de estar, donde las erguenitas. Justo antes de pasar al corredor, llegó a oír de su esposo:

—Más le vale estarse muriendo, para hacerme levantar a esta hora.

Mientras tanto, luego de un breve instante de sueño, Fumio volvió en sí y, sintiendo de vuelta el intenso frío y la despiadada dureza de la pared en su columna vertebral, entró en el edificio y arrastró los pies hasta su departamento en el segundo piso. Ya no pensaba en piedras energéticas ni en sopas instantáneas ni en bebidas para la resaca, y —muy para su inconsciente alivio— la voz intrusa en su cabeza se había retirado sin dejar rastro, haciendo espacio a un sentimiento de libertad ahogado por el sopor; Fumio le confió a su instinto la misión de llevarlo hasta el colchón mismo, y así acabó por reptar trabajosamente bajo las sábanas percudidas de hilo, como una lombriz se abre paso bajo la tierra, pero se desplomó sin llegar a completar el recorrido y sus piernas quedaron extendidas por fuera del colchón. No se había quitado la ropa tampoco, ni siquiera el saco, ni siquiera los zapatos.

La incomparable —excesiva a veces— bondad de Akane iba de la mano con sus creencias. Si bien no se había criado en un hogar religioso, sino que su familia y conocidos observaban solamente las fechas y ritos más «profanizados», durante su adolescencia había desarrollado un interés por lo que algunos llamarían «espiritualidad», lo que rápidamente se extendió a los asuntos esotéricos. De esta manera, por sugerencia de una amistad que había hecho en aquel tiempo —sugerencia acompañada de un libro de regalo—, empezó a estudiar astrología, aunque nunca alcanzó un grado aceptable de pericia en este campo, principalmente debido a que careció siempre de la constancia y la dedicación necesarias para aprender a interpretar todas las interacciones entre los astros y su influencia sobre los individuos (ni tampoco hubo quien se las explicara todas…). Luego fue entrando en contacto con pretendidos gurúes, «sabios» o «maestros», que la pusieron al corriente de todo tipo de «especulaciones metafísicas», desde la meditación hasta la canalización de energías mediante ejercicios corporales y vocales, pasando, desde luego, por la utilización de una variedad de piedras con diversos propósitos benignos, y se informó acerca de despertares de consciencia, ciclos de reencarnación, accesos a registros cósmicos de todas las acciones humanas, intervención de entidades extraterrestres, «inter» o «extradimensionales» en favor o en contra de la humanidad, la naturaleza vibracional-frecuencial del universo, y mucho más… Particularmente, Akane se había interesado por las teorías de cierto doctor extranjero, quien afirmaba que una energía sutil y cósmica que él dio en llamar «erguén» permea a través de todo el Universo, y que dicha energía es, en realidad, la que posibilita la existencia de la vida (posiblemente el «hálito de vida» que el dios judeocristiano insufló a Adán, por poner un ejemplo de una tradición bastante conocida), y que la única forma de captar la mencionada energía era mediante el uso de un tipo de roca que él había descubierto, y que hoy se conoce como «erguenita», por el nombre dado a la energía por él teorizada. Y este camino de adquisición de presuntos conocimientos era interpretado por Akane como un proceso de «despertar de consciencia», que la conducía a la ascensión espiritual; ella se veía aprendiendo las elevadas leyes que rigen aquello a lo que muchos dan el nombre de distintos «planos de existencia», que coexisten en paralelo con la realidad consciente, perceptible mediante los sentidos. Y de dichas leyes ella creía interpretar que la ascensión habría de lograrse emitiendo «energías positivas», vibrando a altas frecuencias, armonizando su espíritu con el Universo y realizando buenas acciones siempre que se le presentara la ocasión.

Akane, pues, abrió las puertas del mueble de la sala de estar donde coleccionaba sus piedras —cada una de las cuales, según se dice, posee un «poder» o «propiedad» particular—, y puso la tétrada de erguenitas que poseía en una bolsa de tela. Si el caso era grave, como ella lo consideraba, lo mejor sería llevar todas, e incluso podría ser que aquellas rocas no fueran suficientes en número para devolver a Fumio la vitalidad perdida.

Un rato más tarde, marido y mujer arribaron al domicilio de Fumio. Cuando se pusieron frente a la puerta de entrada con la intención de tocar el timbre, advirtieron que estaba entreabierta. Akane tuvo un mal presentimiento al respecto, mientras que su esposo fruncía el ceño con suspicacia. Aun así, no dudaron en franquear el umbral.

El diminuto recibidor estaba completamente oscuro, dado que alguien había apagado las luces, dejando encendidas la que iluminaba los peldaños inferiores de las escaleras, y las del ascensor, junto a éstas últimas; ambos a escasos metros de la entrada. Los visitantes se dirigieron al ascensor, quien los esperaba con la puerta abierta; en cuestión de segundos —casi inexistentes por lo breves— ya habían sido depositados en el segundo piso, de cara a un umbrío corredor que conectaba con la galería que rodeaba la planta, y que daba acceso a todos los departamentos en ella. Akane buscó la puerta del departamento de Fumio con cierta dificultad, dado que allí también la oscuridad era casi total, por más que la poca luz en el ambiente, provista por los faroles de la calle, penetrara fácilmente en la galería, dando a las puertas un barniz argentado y frío, como el que le hubiera dado la ausente luna. Sólo el silencio rondaba los pasillos y recodos del edificio a esa hora.

—Algo no anda del todo bien —dijo Akane con cierto aire abstraído—, lo siento en el aire.

Su esposo respondió con un gruñido desaprobador.

Luego hallaron la puerta indicada. A diferencia de la del edificio, ésta estaba cerrada, amén de que ningún sonido se dejaba escuchar al otro lado. Akane golpeó tímida y respetuosamente la puerta. Al no haber respuesta ni señal de ningún tipo, su esposo se puso a golpear fuertemente la puerta repetidas veces con el canto de la mano.

—¡Eh, eh! —vociferó, pues no quería pronunciar el nombre de Fumio.

Nuevamente, no hubo respuesta, ni de Fumio ni de sus vecinos, a quienes el ruido bien pudo haber despertado. Entonces, Akane apoyó con reservas la mano en el picaporte, lo giró y abrió suavemente la puerta. Su esposo hubiera preferido darse por vencido y regresar a su casa a dormir, pero ahora (aparte de lo imposible que es dar marcha atrás ante un interrogante cuya respuesta se halla tan cerca) sentía un poco de curiosidad acerca del tal Fumio y del problema que pudiera estar atravesando, aunque en su interior estaba convencido de que, cualquiera fuera aquel, no habrían de resolverlo las erguenitas, y sí un médico, un psicólogo o unas rondas de cervezas en un bar un viernes por la noche. De modo que ambos visitantes se permitieron abrirse paso muy lentamente en el departamento, tanteando las paredes a ambos lados de la puerta en busca del interruptor de la luz. Los recibió una multitud de sombras indefinidas en todas direcciones, allí donde la luz que se colaba a través del espacio abierto entre el marco y el batiente y de la minúscula ventana de junto a la puerta no podía llegar en grado o cantidad suficiente. Eventualmente, Akane logró encender la luz. Una bombilla de baja potencia les mostró que el departamento constaba de dos diminutas estancias separadas por un delgado tabique, comunicadas por una abertura sin puerta: en la primera de ellas, que era a la que acababan de acceder, a la izquierda de los visitantes, estaba lo que Fumio consideraba una cocina, que consistía en una encimera con fregadero, y que se completaba con un tablero colgado en la pared con una rejilla de acero incrustada en él, que hacía las veces de secaplatos, un microondas sucio, rociado de motas anaranjadas hacía tiempo endurecidas, y un diminuto cesto de residuos a un costado, que rebalsaba de basura. Bolsas plásticas con envases y probablemente todo tipo de desperdicios poblaban la encimera, y más basura se acumulaba alrededor del pequeño cesto, tirada descuidadamente; a la derecha había un pequeño refrigerador y un grupo de frascos y cacharros varios en una repisa —y otros vacíos en el piso—, y a la derecha asomaba otra abertura sin puerta que llevaba a un baño largo y estrecho, que compartía pared con la otra estancia. Más adelante, es decir, en la otra mitad de la vivienda, marido y mujer hallaron con la impactada vista una mesa con su silla, un aparador enano y, en una esquina en el fondo, el colchón de Fumio… y el propio Fumio, echado boca abajo, con medio cuerpo cubierto por las sábanas, y la cintura y las piernas en el piso. Sobre la mesa había más bolsas plásticas con recipientes pequeños —reconocibles por sus colores y formas como envases de sopa instantánea—, una computadora portátil y una pila de hojas de papel. En el piso había otro tanto de basura, periódicos doblados por la mitad, una segunda computadora portátil, una lata de bebida a base de cúrcuma y un objeto oscuro de forma irregular. Akane contempló todo el lugar con honda consternación, sintiendo pena por la forma en que vivía su amigo, intentando en vano reprimir la innegable revelación de que él llevaba una existencia miserable y que era profundamente desdichado.

—Esta no es forma de vivir… —murmuró con voz apenas audible.

Su esposo guardó silencio; lo que al principio era un prejuicioso desprecio por alguien a quien se imaginaba como un ser infame rápidamente trocó en un sentimiento de lástima por él, comparable al que tenía su esposa. Pero su falta de reacción inicial se debió más que nada a lo impensado de la situación: de manera comprensible, no había esperado hallarse en una zahúrda en pleno barrio oeste, una zona residencial de Filónica, pulcra y de habitantes promedio en todo sentido. De todas formas, no podía olvidar que estaba enojado con el desconocido, quien le había hecho salir de la cama a mitad de su sagrado descanso.

—Esto es un chiquero —sentenció desdeñosamente y con un dejo de malicia también.

Luego ambos se acercaron a Fumio lentamente, cuidando de no pisar los objetos desperdigados por el piso. Akane se acuclilló frente a su amigo, destapó la frazada de su cabeza con sumo cuidado, como si temiera despertarlo de repente, y observó la mitad de rostro que no estampaba el colchón sin almohada.

Antes de que su esposo se atreviera a darle una suave patada en las piernas para confirmar por su cuenta sus signos vitales, Akane afirmó:

—Está durmiendo.

—Ya ves, está durmiendo —dijo el hombre, indignado, alzando la voz y los brazos—. ¿Para esto me hizo venir hasta acá?

Akane apenas le hizo caso. Estaba aliviada de que su viejo amigo no estuviera muerto.

—Lo mejor sería acostarlo bien —dijo.

Su esposo refunfuñó, pero aceptó tácitamente la sugerencia.

—Y después nos vamos. Déjale las piedras o lo que sea y vámonos.

Entonces el hombre asió a Fumio por los tobillos, mientras su mujer levantaba un poco las sábanas, para que el primero ubicara las extremidades de Fumio sobre el colchón, juntas y alineadas con el resto de su cuerpo. Akane le quitó delicadamente los zapatos a Fumio y cubrió sus mustias piernas con las sucias sábanas de hilo.

—Voy a dejarle las piedras, por si acaso. Pero mañana quiero regresar y comprobar que esté mejor.

—¿Regresar? ¡Ni hablar! —se quejó el hombre y, no queriendo ver más de la escena, dio media vuelta bruscamente y se dirigió a la salida, apenas mirando por dónde pisaba—. Más le vale reponerse —añadió.

—El desequilibrio energético es evidente —se dijo Akane en un suspiro, y se irguió—. Será mejor que…

Sacó las erguenitas de la bolsa una a una, y las fue depositando en las cuatro esquinas de la habitación, orientándolas de modo que un ápice de cada piedra apuntaba hacia el centro. En el proceso tuvo que tener cuidado de no pisar la basura. Su marido la esperaba de brazos cruzados en la galería.

—Con esto sus energías deberían estabilizarse —decía Akane con suavidad, como explicando a alguien (no su esposo, desde luego) lo que hacía, sin querer despertar al dueño de casa, al tiempo que iba de un rincón a otro de la estancia en puntas de pie, haciendo equilibrio—. Un campo erguénico que abarque toda esta habitación debería mantenerlo a salvo hasta que vuelva… El estar relajado sin duda ayudará a que la frecuencia del campo erguénico se sincronice con sus flujos energéticos internos, normalizándolos… —Echó un compasivo vistazo al dueño de casa mientras un pensamiento acerca de las ondas cerebrales del desventurado complementaba sus recientes expresiones—. Sólo resiste un poco, Fumio.

Al pasar junto a él, se despidió con una caricia en su cabello ya definitivamente desaliñado y apestoso.

—Dile que se compre una escoba y limpie este lugar —dijo su esposo, recostado en el marco de la puerta.

—Podríamos ayudarle a hacerlo mañana.

—¡No, no, no! ¿Para qué quieres volver?

—Hay que ver cómo evoluciona. Además, tengo que encargarme de su tratamiento energético, en caso de que él no sepa cómo se hace.

—Pero esas piedras no hacen un carajo. El tipo ha de estar enfermo, o borracho. Viviendo así, seguro que está enfermo.

—No es bueno que menosprecies el poder de los minerales.

El esposo de Akane gruñó mirando a un lado, como un jovencito rebelde cuando es reprendido. Ya le habían explicado que los minerales son importantes y que «en ellos se sostiene la vida», y no quería oír todo aquello de nuevo. Akane presionó el interruptor de la luz y cerró la puerta tras de sí con delicadeza, sin hacer ruido.

—Un tipo que no conozco para nada —decía entre dientes su esposo, caminando por la galería junto a su mujer, rumbo al ascensor—, nos hace venir hasta su casa, pidiendo ayuda, diciendo que se muere… Y, cuando llegamos, resulta que está durmiendo muy a gusto, como un tronco. ¡Hay que ser sinvergüenza!

Dio con el canto de la mano un golpe al botón de la planta baja.

—Ahora ya no voy a poder volver a dormir —prosiguió el hombre—. ¡Me arruinó la noche ese tipo! Y me extraña que hagas amistades con esa clase de gente. Es un tipo muy raro…

—No, él no es así. Debe estar pasando por una experiencia adversa. Por eso necesita ayuda, ¡él me lo pidió desesperadamente!

—¡Suficiente ayuda le dimos! ¿No te parece? En todo caso, dile que empiece por limpiar su departamento, que es una… —y la última palabra de su frase es francamente irreproducible—. Yo no pienso volver. Si tú quieres venir, tendrás que hacerlo sola.

A la mañana siguiente, Akane y su esposo se hallaban de vuelta frente al edificio donde vivía Fumio. Marido y mujer habían dormido hasta tarde y, después del desayuno y de otra tanda de rezongos y quejas por parte del primero, estaban de regreso para una visita breve. Y es que nada hubiera podido haber tranquilizado a Akane sino el comprobar por sí misma que su viejo amigo estaba mejor.

Esta vez encontraron la puerta principal cerrada. Aun si hubiera estado abierta, Akane hubiera preferido tocar el timbre, suponiendo que Fumio debía estar despierto a esa hora, y con energías suficientes al menos para hablar a través del portero eléctrico. De modo que Akane presionó el timbre y esperó con ansias junto al portero, mientras su marido iba y venía con las manos en los bolsillos, deseoso de terminar lo antes posible con el odioso asunto.

Al no producirse respuesta alguna, Akane se permitió insistir.

—¿Quién es? —preguntó por fin una voz a través de la rendija del portero.

Akane se sobresaltó, aún cuando lo que más esperaba era que Fumio contestara.

—Oh, Fumio, ¿eres tú? Soy Akane Asano, ¿recuerdas? Anoche me llamaste por teléfono…

—Oh, sí… —se oyó, luego de un balbuceo.

—¿Cómo estás, Fumio? Vinimos a verte.

—¿«Vinimos»?

—Sí, he venido con mi esposo.

—Ya veo. Disculpen, me encantaría recibirlos, pero estoy muy ocupado ahora mismo —dijo la voz al otro lado del portero, ahora animada, casi alegre, se podría haber dicho—. Estoy limpiando el departamento…

—Sentimos molestarte. ¿Entonces te sientes mejor ya?

—Hum… Sí, gracias por preguntar —repuso la voz, volviendo a mostrar dudas.

—No vayas a desechar las piedras de mi mujer… o sí, hazlo, qué más da —dijo el esposo de Akane, desde una distancia; había detenido su impaciente marcha circular y seguía atentamente la conversación, por más que quisiera aparentar lo opuesto.

—Oh, sí, te he dejado las erguenitas que me pediste —dijo Akane—. ¿Podemos visitarte en otro momento? Quisiera hablar contigo, saber cómo has estado…

—¡Sí, por supuesto! Hoy no creo que sea posible, pero uno de estos días me gustaría hablar contigo.

El esposo de Akane pudo fácilmente haberse molestado por lo que parecía una invitación a verse con su mujer sin él de por medio, pero algo en el tono de voz de «ese tipo», como él lo llamaba, cándido y bondadoso, como su mujer, le impedía considerarlo una amenaza.

—De acuerdo, Fumio, llámame si necesitas algo. ¡Qué bueno saber que estás bien!

Su interlocutor hizo silencio. Akane se preocupó y volvió a tocar el timbre. Entonces, desde la galería del segundo piso alguien exclamó:

—¡Aquí!

Akane y su esposo vieron a Fumio saludarles con un ademán enérgico y una sonrisa en su rostro fresco y descansado. Se había quitado la ropa del trabajo y vestía una camiseta blanca de entrecasa.

—Oh, ¡ahí estás!

—¡Gracias por las piedras! Las necesitaré un par de días más, ¡pero luego se las devolveré! ¡Y perdón por las molestias!

—¡De acuerdo, Fumio! ¡Qué bueno verte bien!

—¡Oye! —exclamó ahora el esposo de Akane—. ¡Si vuelves a despertarnos a la madrugada, te juro que te moleré a golpes! ¡Sé donde vives!

Fumio juntó las manos en señal de disculpas y, manteniendo una gran sonrisa en su rostro, sin dejarse amedrentar, respondió:

—¡Les pido perdón! ¡Y ahora debo irme! ¡Adiós!

Y desapareció rápidamente. Akane se quedó viendo la galería vacía un instante, y luego, sin emitir palabra, enfiló rumbo al auto. Su esposo fue tras ella.

—Es muy raro ese tipo, ya te lo dije.

El «tipo» del segundo piso vio agazapado en la esquina de la galería cómo el auto de su vieja amiga y de su cónyuge se alejaba a toda velocidad; luego se irguió, apoyó las manos en la baranda y contempló el paisaje delante de sus ojos con gran satisfacción. La calle estaba vacía y tranquila; sólo el viento frío de otoño lo recorría, y los tejados de las viviendas vecinas reflejaban la majestuosa luz del sol, que dominaba el cielo sin nubes y sin vórtices y definitivamente sin extraños objetos luminosos dentro de vórtices.