Observador Vorticial No Identificado
Segundo Capítulo
Fumio se despertó bien entrada la mañana, ya más cerca del mediodía que del alba. La cabeza no le pesaba tanto y tenía algo de lucidez como para, sin gran dificultad, reconocer el sitio donde se encontraba y por qué se sentía de la manera que lo hacía, incluyendo la pesadez de sus extremidades, el hambre inaudito que lo aquejaba, y la sequedad de su apestosa boca. Al levantar un poco la cabeza, notó que tenía puesto el traje con el que trabajaba. Una mezcla de lamento y resignación no tardó en invadirlo, y que él expelió en un sonoro suspiro. Acto seguido, dejó caer su cabeza de costado en el magro lecho, pensando en que habría de elegir entre llevar el traje a la lavandería, o lavarlo él mismo en el baño. En medio de la habitación, en el piso, destacaba la solitaria lata de bebida para la resaca. Fumio la juzgó lo suficientemente apetecible y aceptable para desayunar. Debido en parte a la exigencia de sus entrañas hambreadas, que implicaría la tarea adicional de procurarse alimento sólido, aunque también por la necesidad de lavar su traje —en esto era de agradecer que fuera sábado, lo que significaba que tenía todo el fin de semana para volver a ponerlo en condiciones—, Fumio primeramente se sentó, reuniendo por etapas la fuerza necesaria para ponerse de pie. Cuando se decidió a incorporarse, se quitó el saco y buscó su ropa de entrecasa, que a la vez era su ropa de cama: una camiseta blanca y un pantalón corto. Normalmente, los hubiera hallado donde los dejaba, colgando del respaldo de la silla, pero no estaban allí. Y, en el preciso momento en que se disponía a continuar la búsqueda de su ropa, cayó en la cuenta de que había estado escuchando ruidos desde que se había despertado, y que aquellos provenían de su propio departamento; no les había prestado atención, acaso asumiendo que eran producidos en alguna de las viviendas contiguas —así de acostumbrado estaba a la silenciosa soledad de su departamento—. Fumio recogió la lata de bebida de cúrcuma del piso y le hizo un lugar en la mesa sin hacer ruido. Acto seguido, avanzó con el mismo sigilo hacia el baño; ahora, que estaba más despierto, oía con claridad el sonido del agua corriendo y veía el destello de la bombilla del baño acompañado de una sombra grisácea, diáfana, proyectada en la pared perpendicular a la abertura sin puerta.
Fumio se asomó al baño, y lo que se le apareció lo petrificó en el acto.
De pie a centímetros de distancia, mirándose al espejo rectangular que colgaba en la pared arriba del lavabo, vio a su ex completamente desnuda. Ella, ni bien notó su presencia, volvió su rostro hacia él y le dijo:
—Oh, así que ya despertaste. Buenos días.
—Ma… ¿Marisa? —balbuceó Fumio, y la miró de arriba abajo, incrédulo hasta el extremo.
La joven esbozó una leve y enigmática sonrisa.
—Ah, con que ese es su nombre —murmuró para sí—. No, no, no soy Marisa —afirmó a continuación con pasmosa serenidad, sin considerar las inauditas implicancias de sus palabras—. ¿Tienes algo de ropa para prestarme?
Un fuerte mareo sacudió a Fumio.
—¿Cómo que…? Pero…
La visitante salió del baño —Fumio instintivamente se hizo a un lado para dejarla pasar—, y se dirigió al dormitorio impunemente y con total impudicia también, sin preocuparse por cubrir sus partes íntimas. Fumio fue tras ella aturdido. Había demasiadas cosas sin explicación: la presencia de alguien en su departamento, que se veía exactamente como su ex, pero que decía no ser tal, que no traía ropa, que lo trataba como si ella misma fuera la dueña de casa… Y a todo ello debían sumarse los eventos de la noche anterior: el vórtice, la bola de luz azul, los pensamientos ajenos en su cabeza, el objeto no identificado que se había llevado al bolsillo…
—Marisa… —se dijo a sí misma la joven, mientras observaba el panorama en la diminuta y desaseada estancia, como buscando algo con la mirada.
—Perdón, ¿dijiste que no eres Marisa? —inquirió Fumio.
La misteriosa joven se volvió hacia él.
—Así es. Voy a explicarte todo, no te preocupes, pero, ¿no tienes ropa limpia para prestarme?
—Sí, puedes usar la mía —dijo el hombre, aturdido, mirando en torno de sí—. Sólo que no la encuentro.
—Había ropa en la silla —la joven la señaló, como si hubiera hecho falta—, pero estaba sucia, así que la lavé y se está secando afuera.
Fumio se extrañó. Él jamás dejaba la ropa «afuera», y sí en la cocina, pendiendo de perchas que a su vez colgaba de clavos en la pared, frente a la ventanita que daba a la galería, dejando que la corriente de aire entrante secara la ropa. Se dirigió a la salida profundamente turbado por la situación. Además, y de manera en absoluto irrelevante, sentía gran vergüenza de que alguien, por más que fuera una desconocida (incómodamente familiar aspecto aparte), viera las paupérrimas condiciones en la que él vivía; y, como si todo ello fuera poco, al mismo tiempo consideraba una ofensiva intromisión en su vida el que lavaran la ropa por él —él ya sabía que la ropa debía ser lavada, pero nadie más que él tenía la potestad de decidir cuándo sería el momento de hacerlo—. Apenas salió del departamento con esa mezcla de emociones haciendo ebullición en su confundido pecho, Fumio vio la camiseta y el pantalón colgando de las perchas, pero éstas se hallaban sujetas al marco de la pequeña ventana, de modo que el aire que corría por la galería era lo que secaba las prendas. Fumio echó mano de la ropa, y al hacerlo comprobó que no estaban del todo secas, aunque tampoco estaban muy húmedas. La visitante inesperada habría de aceptar esas prendas —que, por otra parte, eran las únicas limpias, como lo evidenciaban los relucientes colores que tenían y la ausencia de manchas en ellas— o, de lo contrario, Fumio le tendría que ofrecer ropa vieja o un abrigo de invierno.
—Lo lamento —dijo él, cuando estuvo de vuelta en la habitación—, no se terminó de secar.
La joven tomó las prendas de manos de Fumio y se las quedó.
—No importa, por mí están bien. Ya las terminará de secar el calor de mi cuerpo.
Acto seguido, se vistió en frente de Fumio, quien la observaba más por incredulidad que por lascivia o por morbosa curiosidad.
—No es que me moleste andar desnuda; después de todo, ya has visto este cuerpo muchas veces, ¿verdad? Pero es costumbre no andar todo el tiempo así.
Fumio se sonrojó y volvió la vista a un lado.
—¿Podrías explicarme qué está pasando? ¿Cómo es que no eres…? —y se contuvo para no pronunciar el nombre de su exnovia.
—Mira, para ser breve, yo no soy de aquí. Cuando llegué, tuve que adoptar un cuerpo, una apariencia. —La joven tomó una fotografía que descansaba sobre la mesa y se la enseñó al dueño de casa.— Puedo tomar la forma de cualquier ser, pero me gustó este cuerpo que vi.
En la fotografía estaban Fumio y Marisa, de pie uno al lado del otro, mejilla con mejilla, abrazados, sonrientes, felices. El hombre no quiso verla, y sólo el reconocer la fotografía hizo que un sentimiento doloroso atravesara su corazón como una flecha, que lo distrajo, por otra parte, del hecho de que la extraña joven había metido las narices en el aparador —donde la foto estaba escondida o guardada— sin su permiso, por lo visto mientras él dormía. Otra imperdonable violación a su privacidad.
—Además, debo admitir que al principio pensé en gastarte una broma, pensando que era tu novia —prosiguió la visitante, sin gracia en la voz—. Pero es tu ex, ¿verdad?
Fumio no quiso responder. No que hubiera hecho falta, en todo caso.
—En fin, lo que hice fue copiar el cuerpo de la chica de la foto. Es una mujer muy bella.
«Sí, ya me figuraba que ella no era la verdadera Mari —pensó Fumio—. No tiene la manchita de nacimiento a un costado del ombligo, ni el lunar del muslo, ni el de la clavícula.» También se había percatado acaso demasiado rápidamente de que los pechos de Uen eran ligeramente más grandes que los de su exnovia, y sus caderas aparentemente un poco más anchas también. Este hecho parecía darle la razón a la intrusa, en tanto evidenciaba que había «copiado» —según sus propias palabras— el cuerpo de Marisa imperfectamente, lo cual era —si uno lo piensa un poco— lo esperable, teniendo en cuenta que se había basado tan sólo en una fotografía para copiar aquel cuerpo. Por lo demás, sin embargo, su rostro era idéntico: los ojos vivaces, redondeados, un poco saltones; la barbilla pequeña, rematada por una canica ósea por mentón; la nariz pequeña y un tanto puntiaguda y la boca alargada, cuya curvatura custodiaban dos delgados labios de un rosa pálido, y la altura era exactamente la de la verdadera ex: medio centímetro menor que la de Fumio. Su cabello, negro como la brea, con las puntas descansando debajo de sus hombros, lucía como si estuviera hecho de grandes mechones independientes, unidos al cuero cabelludo por algún pegamento fisiológico, y peinado cada uno a su manera, algunos de los cuales se abrían a ambos lados de la cabeza por obra de un gentil viento imperceptible y perenne, que a sus veintitantos años seguía infundiendo su aspecto de una frescura juvenil bien conocida en tiempos algo lejanos. Su color de piel y la forma de sus extremidades (en especial sus brazos, que asemejaba cada uno de ellos un par de rodillos carnosos de superficie lisa y recta, conectados por una bisagra anatómica, y suaves al golpe de vista) habían sido imitadas a la perfección. La similitud superficial con Marisa era, en cierta forma, aterradora.
No obstante, si había algo en que ambas eran sin lugar a dudas distinguibles era el tono de voz. Marisa pronunciaba las palabras con un mínimo aporte gutural, mientras que la voz de Uen sonaba más clara y un tanto más aguda, sin llegar a ser atiplada, y por ello era más agradable al oído también; por añadidura, la visitante hablaba tranquilamente y sin alzar la voz (era temprano para concluir si esto respondía a mansedumbre de temperamento o a mera galbana), y sin prisa, sin que le urgiera atropellar las palabras con la lengua. Y Fumio se había dado cuenta de ello ni bien las primeras palabras de Uen entraron en sus oídos, sólo que, debido a la confusión del encuentro inicial, no le había dado mayor atención al hecho ya descrito; conforme la voz de Uen se propagaba con placidez por todo el miserable tabuco, más le parecía a Fumio que aquella no era su ex.
Pero, entonces, surgía una pregunta obvia.
—Bueno, ¿qué te parece si desayunamos, ahora que estás despierto? —dijo la joven y, sin esperar respuesta, se dirigió a la cocina.
Fumio permaneció en la habitación, pensativo. A su juicio, la extraña chica que aparentaba ser su ex no había explicado nada realmente, y esto lo dejaba aún más confundido. Las posibles preguntas que podía formular en aquella inédita situación se agolpaban en su cabeza: ¿quién era ella, si no su ex? ¿De dónde venía? ¿Por qué estaba allí, en casa ajena —y precisamente en su departamento, de todos los lugares posibles en el vasto mundo—? ¿Cuál era su verdadera apariencia? Etcétera, etcétera.
—¿Tienes té? —se oyó desde la cocina.
—Tengo un poco en un frasco —repuso Fumio desde la habitación.
La extraña chica revolvió los elementos de la encimera y halló detrás de unas bolsas plásticas un frasco de vidrio con algunas hebras de té humedecidas adheridas al fondo. Ella examinó el contenido del frasco a contraluz, lo agitó un poco y meneó la cabeza en gesto de reprobación. Fumio apareció en escena de inmediato.
—Yo prepararé el té —dijo él—. Tú ve a sentarte.
La chica temió que Fumio estuviera molesto por alguna razón, pero accedió en silencio, y fue a la habitación. Antes, sin embargo, Fumio le hizo la primera de las preguntas obvias:
—Si no eres ella, entonces, ¿cómo te llamas?
La chica le dio otra sonrisa tranquila, amistosa y enigmática.
—Mi nombre… No lo he decidido aún.
—¿No tienes un nombre?
—Sí tengo, pero no aquí. Cómo podría llamarme… —pensó en voz alta—, ¿Vorticia? ¿Vore-ticia?
—¿Qué? ¿«Vorticia»? ¿Por qué ese nombre?
—¿No has visto el cielo el día de hoy? —inquirió la joven con una mirada significativa.
Fumio comprendió que algo había que ver. Abrió la puerta de inmediato y salió a la galería. El vecindario lucía normal, y el día estaba templado, sin duda entibiado por los rayos del sol. El cielo, de un azul profundo, estaba completamente despejado. Y no había vórtice alguno en él. Esto es lo que Fumio acabó por advertir.
—El vórtice —murmuró.
Regresó igual de rápido al departamento. La visitante no estaba en la cocina, pues se había ido a sentar, tal como le había ordenado él hacía un minuto. «No era de esperar que se diera cuenta —pensaba ella, mientras tanto—. Acaba de levantarse y no se ha espabilado, y tampoco se ve bien de salud; eso es evidente.»
—Tú tienes que ver con eso, ¿verdad? Con lo que vi ayer en el cielo… —y el sólo referirse al vórtice y el pronunciar la palabra «ayer» le hizo recordar lo otro—, ¡y la bola de luz!
Tuvo entonces otro fuerte mareo, abrumado por la cantidad de recuerdos que caían sobre su mente como una avalancha, mas logró mantenerse en pie, y su respiración se agitó un poco. Temió en un segundo que la extraña chica pudiera comportar un peligro para su vida, en cierta forma y por alguna inexplicable razón, por más que aparentara ser inofensiva e inocente, sentada muy tranquilamente como lo estaba, visiblemente relajada, con los brazos reposando sobre su regazo y las piernas a medio extender. Más incógnitas se sumaban a las que ya llenaban su cabeza: ¿qué relación tenía ella con el vórtice y con la bola de luz?
—¿Tú sabes lo que era eso que vi en el cielo ayer? ¿Y qué era, un vórtice? ¿O una especie de portal?
—Un portal no es más que un vórtice visto de frente —observó la chica—. ¿No te has fijado?
Se hizo el silencio por unos segundos; Fumio pensaba en lo que acababa de oír, y la joven insistía en mantener una actitud pasiva y hasta un tanto indiferente.
—Si no se te ocurre un nombre para darme, puedes llamarme «Uen» —dijo ella.
—¿Uen? ¿Es un nombre?
—Digamos que sí. Aquí me llamaré Uen.
«Qué nombre más extraño», pensó Fumio. Decidió que era coherente con la mención acerca de ser de otro lugar, por más que no hubiera aportado ningún detalle al respecto. Esto, a su vez, le hizo pensar que la joven no había respondido una sola de sus preguntas, se demoraba en ofrecer una explicación clara, y hasta acababa de cambiarle el tema de conversación (o eso era lo que él creyó que pretendía ella) para pedir explícitamente ser llamada con un nombre falso. Ante una persona que exhibiera tal comportamiento sólo cabía ser suspicaz, y Fumio ya comenzaba a serlo. No podía imaginarse qué clase de peligro exactamente estaría corriendo al dejar que la visitante se quedara en su departamento, pero lo mejor era estar alerta, y, para eso, tenía que estar despierto y libre de resaca.
Fingiendo inocencia, Fumio recogió la lata de bebida de cúrcuma de la mesa, retiró con premura las bolsas de las compras y se dirigió a la cocina. Deseaba asear un poco la casa, ya que tenía visita, pero había tanta mugre que en su lugar uno no sabría por dónde empezar. Fumio cargó la pava eléctrica con agua del grifo, la conectó, y decidió, al tiempo que el agua se calentaba, limpiar la mesa donde iban a desayunar. En el fregadero encontró el trapo, reseco y lleno de manchas; le echó un poco de detergente y dejó correr el agua del grifo sobre él. Mientras tanto, no perdió el tiempo y abrió la bebida de cúrcuma, y la bebió apresuradamente, a grandes sorbos, dejando que un poco de líquido chorreara por un costado de su boca. Se limpió con la manga de la camisa, escurrió el trapo y regresó a la habitación.
—Si no tienes té no importa, yo sólo quería hablar contigo —le dijo Uen al verlo.
Fumio se quedó quieto por un segundo, atacado por un súbita indecisión, pero luego volvió a limpiar la mesa en silencio, recogiendo con una mano la basura remanente y pasando el trapo húmedo con la otra. Sentía vergüenza y humillación de tener que hacer aquello frente a los ojos de la visita, e incluso sentía un poco de rabia por la situación de que su soledad (que por ello mismo volvía un secreto su lamentable modo de vida), por más miserable que fuera, fuera interrumpida por una desconocida, sin previo aviso y sin pedir permiso. Uen percibió algo de esto, por lo que permaneció callada, conteniéndose de realizar cualquier comentario que Fumio pudiera encontrar injurioso, hiriente, y llevó su vista a la pared más cercana, en la dirección opuesta a la desaseada habitación —pero hasta en la parte inferior de las paredes empezaba a extenderse una pátina de moho en parches dispersos e informes—. A su vez, Fumio notó a través de un rápido vistazo la postura que Uen había tomado, y comprendió que no ayudaba a la situación el dejar que su molestia fuera visible.
—Lamento el desorden —se disculpó, bajando un poco la mirada, sin dejar de frotar la mesa—. No he tenido mucho tiempo de limpiar.
—Oh, no te molestes —repuso ella—, no hace falta que limpies. No sé cuánto tiempo he de quedarme.
Fumio no supo qué pensar al respecto.
—Tengo que ser un buen anfitrión —dijo con voz suave pero también con seriedad, y se llevó la basura a la cocina.
El agua de la pava eléctrica lo esperaba. Fumio tomó los vasos plásticos —los únicos recipientes para bebidas que había en el departamento—, los olisqueó y no les pareció que realmente tuvieran mal olor. Entonces vertió el agua caliente dentro del frasco con las hebras de té, lo cerró y lo revolvió, pues no contaba con los elementos para preparar té como es debido. A continuación, sirvió té para los dos pasándolo por un pequeño tamiz de alambre. Antes de llevarlo a la mesa, sin embargo, se tomó un brevísimo instante para ir al baño y lavarse la cara y acomodarse el cabello frente al espejo cuyas vetas Uen sin dudas —nadie más pudo haber sido— había limpiado.
—Antes que nada, debo agradecerte —dijo Uen, una vez Fumio estuvo de regreso con los vasos de té.
Él le lanzó una mirada cargada de curiosidad.
—Cuando bajé a la tierra del cielo, me di cuenta que debía presentar un aspecto común, para no llamar demasiado la atención. Entonces tú me recogiste y me trajiste aquí.
—Espera un momento —la interrumpió Fumio, sintiendo su mente otra vez abrumada por preguntas, recuerdos e intentos de comprender lo ocurrido la noche anterior—. ¿De dónde vienes? ¿Del vórtice?
—Vengo de otra realidad —repuso Uen lentamente, como un adulto le explica algo complicado a un niño—. Y vine a través del vórtice.
«¿Otra realidad?», pensó Fumio. Desconfiaba profundamente de lo que la joven decía, pues sonaba harto increíble, pero al mismo tiempo no podía evitar pensar que ella decía la verdad, de que no estaba mintiendo, de que no quería engañarlo ni embaucarlo; a tal punto encontraba convincente las palabras y la actitud de Uen.
—El vórtice… —murmuró Fumio—. ¿Y qué hay de la bola de luz? ¿Eras tú?
Uen asintió con la cabeza, mientras bebía el primer sorbo de té.
—Entiendo que te refieres a lo que viste dentro del vórtice. Así es como bajé a la tierra —añadió ella luego.
—Hum… —volvió a murmurar Fumio, pensativo.
Fue a sentarse sobre el lecho con su vaso de apestoso té rancio. Uen giró un poco en la silla para quedar frente a él.
—Cuando vi el vórtice y el objeto brillante dentro de él, creí que eras un ovni —dijo él.
—¿Qué es un ovni?
Pero Fumio ya estaba pensando en lanzar la siguiente pregunta. Al ser incapaz de ordenar sus pensamientos en un período lo suficientemente breve, preguntó lo que se le ocurrió primero.
—Pero, entonces, ¿qué eres?
—Soy simplemente un ser de otra realidad, paralela a esta, a Filónica.
—¿Y cómo es esa realidad?
—Es muy similar a esta. Incluso creo que es idéntica, pero no lo sé; podrían ser distintas.
—¿Entonces eres una humana de otra realidad?
—Yo no dije eso —repuso Uen—. Dije que soy «un ser»; no dije que fuera un ser humano, ni tampoco dije que fuera mujer…
—No entiendo —gruñó Fumio, desconcertado por las respuestas de Uen, que se le antojaban innecesariamente elusivas y que no parecían aclarar nada acerca del asunto en que ahora se veía involuntariamente involucrado, muy probablemente con esa misma intención.
—Preferiría no hablar de mi verdadera forma —dijo Uen, tratando, ahora sí, de proveer una explicación, dentro de lo posible, a Fumio acerca de quién era «ella»—; de todas formas, no ha de ser considerada un tema relevante. Sí, yo me manifesté como lo que tú llamas una «bola de luz», y luego cambié de forma, para no llamar la atención de quien no era debido. ¿Recuerdas aquello que recogiste del suelo anoche? Yo era eso.
Fumio recordó al instante el objeto de forma irregular y aspecto indefinido y cambiante.
—Ya me parecía que ambas cosas tenían que ver entre sí —pensó el hombre en voz alta—. Así que, por lo que veo, puedes cambiar de forma. Bueno, ahora mismo te veo muy parecida a mi ex —concluyó, y se sorprendió internamente de poder haber pronunciado esa palabra, que ni en pensamientos era capaz de formular (pero lo había hecho por accidente).
—Así es. Tengo la habilidad de cambiar de forma. Pero sólo puedo adoptar la apariencia de algo que yo conozca. Por eso tomé prestado el aspecto de… —y casi dijo «tu ex», pero decidió corregirse a tiempo—: Marisa.
La sola mención de aquel nombre fulminó los oídos del pobre Fumio; salvo en las ocasiones en que se volvía inevitable, pensar en la exnovia estaba prohibido, y más aún pronunciar su nombre, so pena de agudos tormentos espirituales. Sin embargo, ¿qué podía hacer él, cuando el único enterado de la prohibición era él mismo? No se necesitaba provenir de otra realidad para transgredir inintencionadamente una regla tan oscura como secreta. Por otra parte, sus ojos habían estado soportando la visión de la novia perdida casi desde el momento de despertar, cuando su corazón deshecho se desgarraba de nuevo sólo de verla en fotografías. Y Uen era la culpable de ello, pero no imaginaba que su forma de proceder tuviera tales efectos en su anfitrión. Tras acusar el golpe sin mover un músculo de su rostro, con un estoicismo tan impresionante como atípico en él, Fumio hizo silencio por un momento para ordenar sus pensamientos y digerir la información que estaba recibiendo. Entre tanto, aprovechó para dar el primer sorbo al té, pero encontró su sabor repugnante —lo que estaba bebiendo podría haber sido calificado más bien de agua de la zanja— y tuvo que hacer un esfuerzo para hacerlo pasar a través de su garganta. No obstante, y por su parte, Uen bebía sin asquearse.
—¿Te molesta que haya tomado esta apariencia?
Fumio negó con la cabeza insinceramente.
—Sólo me sorprendió mucho —dijo con voz un poco nerviosa.
Quiso beber otro sorbo de té, escondiendo su rostro medio ofendido, lográndolo a duras penas. A cada trago el té se ponía más repulsivo; más le sabía a agua podrida, y más insoportable le resultaba la presencia del virtual clon de alguien tan conocida.
—¿Qué tal el té? —preguntó luego. Supuso en una fracción de segundo que posiblemente sólo era su propio vaso el que tenía algo malo, que había escapado a su somero examen olfativo, y no que hubiera algo malo en el agua o en las envejecidas hebras de té.
—Bien, supongo —repuso Uen, alzando el vaso frente a sus ojos y viéndolo de costado.
—¿No le sientes gusto raro?
—Honestamente, apenas le siento gusto.
Uen bebió un poco más.
—Quizás no estoy acostumbrada a aquí. Tampoco tengo un gran sentido del olfato. Y el tacto, ahora que lo pienso… —dijo, y pasó un dedo por la mesa, esperando percibir su textura—, apenas puedo sentir los objetos.
—Qué raro —opinó Fumio, más incrédulo que sorprendido—. Y en esa otra realidad de la que hablas, ¿tienes sentidos?
—Claro que sí. La realidad de la que vengo también tiene una parte física, y la puedo percibir normalmente. Por eso digo que tal vez no estoy acostumbrada a esta realidad aún.
Pero omitió explicar que, en su realidad, usualmente ignoraba en cierto grado sus sentidos, puesto que los consideraba una distracción; Fumio se hubiera confundido aún más; no lo habría sabido comprender.
—Y, dime —dijo Fumio, cuidando el tono que daba a la siguiente pregunta, para que no sonara ofensiva—, ¿por qué has venido?
Uen se tomó un segundo para pensar.
—Tuve deseo de experimentar esta realidad. Tuve curiosidad —dijo con los ojos en la nada, en un sitio en la pared desnuda que por un tiempo había ocupado un cuadro de Marisa, que esta se había llevado consigo cinco meses atrás…
Fumio se decepcionó de una respuesta tan escueta y poco explicativa.
—¿Sólo eso? —inquirió.
Uen volvió a pensar por otro segundo antes de responder:
—Sí, así es.
Ahora Fumio se molestó por la actitud que había tomado la visita. Sospechó de manera muy comprensible que le estaba ocultando la verdadera razón de haber aparecido en Filónica de improviso.
—Bueno —dijo él, poniéndose de pie trabajosamente, y su ofuscación ciertamente se traslució en sus palabras—, y, ¿qué te parece esta realidad?
Uen percibió un dejo de ironía en la manera en que Fumio dijo «esta realidad», y no se equivocaba.
—No he visto mucho aún, pero lo que puedo decir es que se parece bastante al lugar de donde vengo —repuso ella, sin hacer caso del enojo de su anfitrión.
—Ya veo —opinó Fumio secamente, por compromiso.
Acto seguido, se llevó su vaso medio lleno a la cocina.
—Has elegido un mal lugar para venir —dijo desde allí, ahora con una pizca de amarga humillación en la voz—. No he tenido tiempo de limpiar últimamente.
—Te recuerdo que has sido tú quien me trajo —dijo Uen inocentemente, de pronto apoyada en el marco de la abertura sin puerta que conectaba la cocina con la habitación.
—No sabía lo que estaba haciendo —replicó Fumio entre dientes, inmóvil, con la cabeza inclinada hacia adelante, hacia el fregadero, donde acababa de echar el té podrido—. No tenía idea de que ese objeto iba a cambiar de forma y esas cosas…
—Lo entiendo. Nadie lo hubiera esperado.
Uen dio un paso hacia él y extendió delicadamente su brazo para depositar el vaso vacío sobre la encimera.
—Gracias por el té y por tu hospitalidad —añadió—. Y ahora, continuaré con mi experiencia afuera. Lamento mucho haberte causado molestias.
Dicho esto, Uen se dirigió a la puerta y salió tranquilamente. No había en sus palabras ni acciones signo alguno de haberse sentido agraviada; antes bien, sólo un cálido y sincero sentimiento de gratitud se reflejaba en ellas y llegaba a esbozarle una débil y serena sonrisa en su rostro.
—Ah, vendré a devolverte la ropa en cuanto consiga ropa nueva —dijo finalmente.
Fumio la miró desde el fregadero lamentándose de su actitud para con la visita. Cualquiera que hubiera notado su fastidio fácilmente pudo haberse sentido ofendido, pero no era el caso de Uen, y Fumio presumió que ella tal vez lo estaba ocultando con asombrosa habilidad.
La puerta se cerró suavemente, y el departamento volvió a caer en el absoluto y típico silencio. Una parte de Fumio quiso abrirla de inmediato y pedir disculpas a Uen, e invitarla a regresar. Sin embargo, su indecisión venció sin mayores problemas, y así, Fumio se quedó de pie junto a la puerta, sin reacción. Después de un instante de grave quiescencia, miró hacia la habitación, que seguía mayormente desordenada y sucia, y pensó: «¿Cómo podría pedirle que se quede en esta pocilga?».