Visiones de una ciudad más allá

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Observador Vorticial No Identificado

Tercer Capítulo

Con el rabillo del ojo, pese a la cerrazón incompleta de los párpados encandilados, en la retina de Fumio la silueta blanquecina fue mutando; Uen abrió moderadamente los brazos y luego las piernas en medio de un vórtice-visto-de-frente, o portal, que, sin embargo, no era visible en sí, sino a través del movimiento del aire, como el que se levanta en volutas transparentes del asfalto hirviente de la ruta que atraviesa el desierto un día de verano. Las distintas partes del cuerpo de Uen rotaron; su torso en particular ensayó una nueva forma que adoptar, y a ambos lados del mismo se configuraron estructuras que vagamente recordaban a alas —seis alas asimétricas: las tres de la derecha distintas a las tres de la izquierda—. El cabello de Uen se abrió como si un remolino se le hubiera posado en la crisma, separando cada cabello del resto. Pronto el movimiento de la figura se detuvo, quedando ella con una postura grácil, en puntas de pie —casi flotando sobre el reluciente piso y la ropa de Fumio—; las alas se le atrofiaron y se terminaron de perder de vista detrás de su espalda… Finalmente, los destellos rosáceos se apagaron de golpe, al tiempo que el vórtice se aquietaba (o, dicho de otro modo, el portal energético se cerraba), poniendo fin a la perturbación atmosférica que se había localizado en el centro exacto de la habitación. Toda esta metamorfosis ocurrió en un par de segundos —los cambios antes descritos se sucedieron prácticamente en simultáneo—, pero en la mente de Fumio se desarrolló en un lapso más prolongado, y él fue capaz de percibir cada evento individualmente, aun con los ojos entornados y los haces luminosos agolpándose en sus córneas, estrechándose dificultosamente a través de sus pupilas. Y hasta tuvo tiempo de que una situación tan inaudita lo aterrase, congelando sus ojos en el acto, obligándolo a presenciar lo impensado, lo insospechado, disipando violentamente cualquier duda que él pudiera haber tenido respecto de la veracidad de la historia de Uen o, por lo menos, sus menciones acerca de poseer la «habilidad» de cambiar de forma, y que para ello fuera necesario extraer un tipo de energía de las erguenitas, tan especial como desconocida para él.

No: la tal Uen verdaderamente cambió de forma frente a él; sus ojos no podían haberlo estado engañando.

Sin embargo, la imagen que presentó Uen no varió mucho realmente de la que traía «prestada» de Marisa: seguía teniendo el cabello negro, sólo que un poco más corto y desaliñado, y con un mechón mitad blanco, mitad rojizo a un costado; las facciones y señas particulares de Marisa persistían en su rostro, lo mismo que su contextura física. A decir verdad, nada más había alterádose en su aspecto externo aparte del cabello y de su ropa: ahora Uen vestía una camisa blanca de mangas cortas con botones negruzcos, una corbata de moño azul alrededor de su cuello, una falda con un patrón de figuras negras y rojas, complementarias e invertidas las unas respecto de las otras, y un par de zapatos del color del hollín.

No era un atuendo que pudiera deslumbrar o impresionar a diseñador de moda alguno (Marisa muy probablemente no lo hubiera aprobado tampoco) y, aun así, le sentaba bien a Uen.

Ella y Fumio volvieron a verse de frente.

—¿Tienes miedo? ¿De qué tienes miedo? —inquirió la primera, viendo el terror en el talante del dueño de casa.

—¿Miedo? —repuso un vacilante Fumio, tratando a la vez de adoptar un semblante neutro y de normalizar su disposición.

—Estás temblando —observó Uen.

—No estoy temblando —afirmó Fumio con cierta molestia, e inmediatamente comenzó a dar pasos a un lado y al otro, en un vano y estúpido intento de disimular y de eliminar su estremecimiento, el cual, empero, y muy para su frustración, no se mostraba dispuesto a desaparecer.

Uen ocultó una inocente sonrisa con una rotación de su torso, quedando casi perfectamente de espaldas a él; mirándolo sesgadamente y con un solo ojo, inofensivamente, le dijo (aunque sin cuidar de emplear un tono tranquilizador):

—No tengas miedo; no te haré nada.

Acto seguido, procedió a recoger las piedras, tras lo cual las depositó delicadamente sobre la mesa. Nació entonces un silencio a partir del terror que no se desprendía del interior de Fumio —ya que acababa de ser testigo de un suceso por él absolutamente insospechado, que sacudió los basamentos de lo que él consideraba «real»—, y del deseo de Uen de esperar que su anfitrión recuperara la calma antes de llevarla a la casa de la tal Akane. Esta última no demoró en pasar a la cocina, siempre con la misma descarada soltura de cuerpo con que se conducía en la vivienda de un extraño, y siempre con la idea de restarle presión a su involuntario anfitrión.

Cerca estuvo de sentir algo de lástima por él, y por hacer tanto caso a aquello que sus ojos veían.

Fumio, mientras tanto, se aproximó tímidamente a la mesa, como temeroso de ser observado, y tocó una erguenita con la punta de uno de sus dedos. Pese a ser más bien lisa, Fumio percibió aspereza en su superficie. Y nada más. No percibió energía alguna fluyendo hacia él, cosa que hubiera esperado, ni nada especial, ni nada distinto en realidad a la desabrida dureza de una roca común y corriente. Luego le apoyó la palma, pero la sensación no varió en lo más mínimo.

Se preguntó, entonces, cómo era posible que de tales rocas en apariencia ordinarias se pudiera extraer energía, y hacer que un «ser» cambiara de forma de una manera tan milagrosa, emitiendo un potente brillo, como en las leyendas de los santos de antaño. Y, al no ser capaz de elaborar un intento de respuesta siquiera, se vio obligado a reconocer que había algo acerca del mundo —de la realidad— que escapaba por mucho a su limitado entendimiento, que al parecer yacía en el inaccesible corazón de unas misteriosas y extrañas piedras; misteriosas y extrañas, pero que su amiga poseía por alguna razón.

Quizás el motivo de que Akane poseyera las erguenitas se debía al simple hecho de que ella las había buscado. Lo que uno tiene es lo que uno ha conseguido.

Así las cosas, visitar a la mujer de pronto se mostraba como una sensata decisión… si el propósito era indagar en el caso que lo tenía a él mismo como protagonista y obtener respuestas concretas y claras.

Pero a cada paso la duda pretendía asaltarlo, haciéndole presentir o temer que cualquier paso en falso o distracción podría acarrearle severas consecuencias. En este sentido, no obstante, Akane podía —y habría de— ser de ayuda. Entre los asuntos de índole mística-mistérica que ella conocía o pretendía conocer debían estar los seres «de otra realidad», su naturaleza, procedencia, sentimientos e intenciones.

Uen caminaba en diminutos y disimulados círculos en la cocina, hallando con la vista los positivos cambios que habían transcurrido en el lugar desde la mañana. Ahora que el departamento estaba más ordenado y limpio, se volvía evidente que las posesiones de Fumio eran más bien escasas. No se dejó entusiasmar, de todas formas, por lo que veía. Aquel era un cambio positivo, sí, pero no significaba que nada en su esencia hubiera cambiado. No obstante, sí podía comportarle un impulso en la dirección debida.

A través de la pequeña ventana (ahora libre de polvillo) cerca de la puerta se notaba cómo el lienzo celeste había adquirido un matiz más profundo.

Fumio se apartó de las erguenitas y dio un enorme bostezo. De pronto se volvió consciente de lo cansado que estaba, tras la sucesión de actividades y de hechos poco comunes que habían captado su atención e insumido sus exiguas energías durante todo el día, que habían venido a sumarse a una semana de mal descanso y peor humor.

No lo pensó entonces, pero le hubiera sido muy conveniente haber podido extraer algo de energía de las dichosas rocas, para sentirse al menos más despierto.

Apoyada en la encimera, de espaldas a ésta, con las palmas puestas en su superficie limpia, seca y desprovista de enseres, Uen oyó claramente a su anfitrión marcar un número en su teléfono. Cada sonido que se producía en el departamento, por más mínimo o superfluo que fuera, era —con mayor o menor facilidad— audible; tal era el silencio que solía reinar en el lugar, donde no había nada que hiciera ruido por su cuenta (como lo hubiera sido un reloj o un electrodoméstico), sino que necesitaba de un agente externo (Fumio y, ahora, ella) para producirse. Por esta razón, los pequeños pasos de Fumio resonaban con su sequedad en todo el departamento, llenando los oídos de Uen tanto como las palabras que aquél intercambiaba con su amiga. Y nada de fuera de la estancia penetraba con sus ruidos o su música, salvo que se tratase de un ruido muy fuerte, cosa que no era para nada común en un vecindario tan apacible como aquél, como si la vivienda estuviera hasta cierto punto aislada acústicamente.

Uen pensó fugazmente que el departamento estaba a su manera aislado del resto de Filónica.

—¿Podría visitarte esta noche? Y hay alguien con quien quisiera ir, alguien que quiero que conozcas —dijo Fumio, lanzando un rápido vistazo de soslayo a Uen al momento de llamarla «alguien».

—Por supuesto —respondió Akane, disimulando inconscientemente su sorpresa; Uen escuchó su voz y fue capaz de interpretar las palabras por ella dichas, aun sin pretender oír la conversación, sin tener un particular interés en ella—, no hay problema.

—De acuerdo, espero no estar molestando.

—¡Nada de eso! —repuso con cierta inexplicable alegría Akane—. Ven cuando quieras.

Uen recordó muy brevemente al esposo de Akane, quien de seguro habría de desaprobar la visita. Pero a ella no le importaba en absoluto ser una molestia. Visitar a la tal Akane era lo que Uen consideraba que debía hacer, sin importar quién pudiera ponerse en contra, con o sin la intención explícita de hacerlo.

—Gracias, Akane. Adiós.

—Adiós, Fumio. Te espero.

El silencio volvió a ser absoluto sin las voces de los viejos amigos invadiéndolo, pretendiendo interrumpirlo, sin gran éxito; algo de adustez en la atmósfera lograba permanecer a pesar de las palabras excesivamente amistosas y de sus respectivos ecos, y de los mínimos ruidos que la salpicaban esporádicamente.

—Creo que ya oíste —anunció Fumio desde la habitación, con un tono acaso demasiado inofensivo—, mi amiga nos espera en su casa.

—¿Hum? —murmuró Uen, dirigiendo la vista y arqueando las cejas a su interlocutor, pero sin mostrar entusiasmo al respecto, y sí aparentando desinterés en su lugar.

—¿Quieres ir ahora? Podríamos cenar en su casa.

«Y conoceré a su esposo», añadió para sí mismo en un pensamiento. No había llegado a conocerlo, pues había perdido contacto con su amiga antes de que ella pudiera presentárselo y antes de que ella contrajera matrimonio con él. De hecho, Fumio había sido invitado; sin embargo, él terminó ausentándose a la ceremonia y a la posterior recepción por desgano. Sólo su nombre sabía, e incluso debió hacer un esfuerzo para traerlo de vuelta a su memoria.

«Ese tal Nayas, Yukio Nayas», recordó por fin.

Mientras tanto, a esa hora —eran poco menos que las seis y media de la tarde—, Yukio miraba la televisión reclinado en el sofá, más que sentado, con las piernas completamente extendidas. Hasta hacía unos momentos había estado entretenido y muy a gusto con lo que acontecía al otro lado de la pantalla —a esa hora se emite un exitoso programa de concursos en el canal local—; sin embargo, ahora contemplaba con gesto hosco a los ansiosos participantes. Había llegado del trabajo más tarde de lo usual y se había quitado los zapatos y el pantalón en la sala de estar, en el sofá mismo, al tiempo que encendía el televisor, y así, en camisa y calzoncillos, es como había quedado desde entonces. No es que Yukio acostumbrara andar en la casa «ligero de ropas», como suele decirse, sino que esa tarde en particular había regresado un tanto cansado y no del mejor humor, y estaba necesitando distraerse lo antes posible con el dichoso programa de concursos, por lo que no había perdido el tiempo en ir a la pieza matrimonial para mudarse de ropa, aunque había pensado ponerse otro pantalón y quitarse la camisa durante un corte comercial, y sólo había recordado esto último cuando oyó a medias la conversación telefónica de su mujer. Iba a tener visitantes en la casa, y eso le disgustaba.

Akane se le acercó lentamente una vez hubo colgado el teléfono.

No todas las visitas le desagradaban a Yukio, claro está; sólo las que solía recibir su mujer lo hacían. Akane se desempeñaba como «consejera espiritual» haciendo uso de los conocimientos que afirmaba poseer, y que se han mencionado antes. Todas las semanas se entrevistaba en su hogar con personas que requerían de asistencia en diversos asuntos, principalmente de salud —tanto física como emocional— o laborales, o que deseaban que se les hiciera una «carta astral», o que se les leyera el futuro, o comunicarse con sus antepasados, o que se les explicara algún fenómeno sobrenatural que habían presenciado o del que habían oído, etcétera… Yukio desaprobaba en gran manera estas actividades por considerarlas vanas y fútiles supersticiones, creencias sin fundamento racional, formuladas para engañar a los tontos, pero toleraba que su mujer ganara dinero con ellas, en lo que tenía que ver que las sesiones —o «consultas», como Akane las llamaba— típicamente tenían lugar durante la semana, temprano por la tarde, cuando Yukio se hallaba en el trabajo, o en el viaje de regreso al hogar. Pero de lo que acababa de oír entendía que habría una «consulta» esa misma noche, y lo que era peor —mucho peor—, estaría presente el detestable Fumio. «Adiós, Fumio. Te espero.» Las palabras de su mujer no dejaban lugar a dudas, y al ser sus oídos penetradas por ellas la expresión serena y un tanto divertida de Yukio se transfiguró de colérico horror.

Todo esto lo comprendió Akane incluso desde antes de afirmar «Te espero», y al aproximarse a su marido para anunciarle lo que él ya había oído y para pedirle —si hubiera hecho falta— que, si se dignaba a acompañarlos durante la cena (Akane creyó que Yukio había entendido que se trataba de una cena con amigos y no de una «consulta» común y corriente), que se pusiera al menos un pantalón, ya podía adivinar el semblante que él había adquirido en tan breve lapso. Y, aun así, no sentía culpa alguna de importunar a su marido, tan solo el deber de comunicarle la novedad explícitamente para que no hubiera confusión y para que él no pudiera quejarse de que «no me avisaste».

—Hoy vendrán Fumio y una amiga suya a cenar —dijo de una vez.

Yukio hizo silencio, petrificado de disgusto y de un poco de ira también, clavando la vista en el conductor del programa, quien, tan alegre, tan ajeno a las patrañas que llenaban las horas de cada «consulta», hacía comentarios jocosos a una pareja de participantes desde su colorido atril de plástico. Así estuvo unos segundos, hasta que decidió espontáneamente tomarse el asunto de la mejor manera; asintió ligeramente, sin despegar jamás los ojos de la pantalla, y se limitó a decir:

—Bueno.

Su voz sonó ostensiblemente seca, carente de todo entusiasmo. Quizás su forma relativamente suave de reaccionar se debió a una repentina resignación a que se cumpliera el deseo de su mujer, lo cual, por su naturaleza misma, él no podría impedir. O tal vez su enojo con el tal Fumio se había mitigado pese a que esa misma mañana él creyó haberlo visto sano y salvo, lo que le había indignado tanto como por su misterioso e inoportuno pedido de auxilio. Acaso simplemente estaba tan cansado que no tenía ganas de discutir ni de quejarse ruidosamente, como lo hacía en ocasiones al ser traída a una conversación cualquier mención acerca de recibir «consultantes», a quienes Yukio, dicho sea de paso, llamaba con una nota despectiva «pacientes». Pero, a este respecto, también es cierto que, de acuerdo a lo que se podía inferir del anuncio de Akane, Fumio no se presentaría como «consultante», sino que iría tan sólo «a cenar», y, además, acompañado de una amiga suya. Este hecho comportaba en sí un atenuante, por más que pudiera al mismo tiempo darle a Yukio una excusa para quejarse de lo que no deseaba soportar: que por qué ella invitaba de improviso a amistades tan desconocidas y extrañas, por qué a cenar y no simplemente a «tomar el té» (en su ausencia, desde luego), o algo por el estilo.

Sea como fuere, Akane aceptó contenta la escueta respuesta de su marido, y se retiró al instante, a pensar qué comida habría de preparar para las visitas. Casi en simultáneo, se hizo un corte comercial en el programa, que Yukio aprovechó para incorporarse pesadamente, recoger su pantalón y dirigirse resignado al dormitorio.

Al otro lado de la ciudad, en el edificio de departamentos del barrio oeste, Fumio y Uen aguardaban pacientemente el momento adecuado para partir a la casa de Akane. El silencio que nació luego de que Uen aceptara ir pronto para cenar en casa de la mujer era absoluto, al punto que cualquiera de los dos pudo haber sentido que se aturdía con el propio silencio. Fumio había decidido tomar asiento en la habitación, paralelo a la mesa, con un pie descansando sobre el muslo de la otra pierna y un codo apoyado en la mesa. Uen, por el contrario, no había cesado de caminar con pequeñísimos pasos por la cocina y la habitación, mirando hacia los costados casualmente, como uno normalmente haría en un museo, mas sin poner atención en ningún detalle en particular. En el centro de la mesa reposaban inocentemente las erguenitas. Fumio les echaba un vistazo de tanto en tanto, como esperando que de pronto algo ocurriera con ellas, aunque en el fondo de su ser estaba resignado a que su poder no volvería a manifestarse sin que Uen lo suscitara. Toda la situación seguía generando en él sentimientos encontrados. Por una parte, estaba a punto de convencerse de que no abrigaba realmente ningún sentimiento negativo hacia Uen, aun con todos los misteriosos y sospechosos hechos acerca de ella: su supuesta procedencia de una realidad ajena, su asombrosa habilidad para cambiar de apariencia, incluso de adquirir formas no humanas, y la desenvoltura que había exhibido durante su estadía en el departamento, actuando como si le perteneciera a ella también o, dicho de otro modo, como lo hacía Marisa hasta hacía cinco meses. Estas inusuales características parecían demostrar a Fumio que efectivamente Uen provenía de «otra realidad», pues, ¿qué otra posibilidad podía haber? ¿Que fuera una extranjera venida de algún país donde las normas de comportamiento en casa de desconocidos fueran completamente distintas a las que se observaban en Filónica, y que por ello se había metido al departamento sin pedir permiso, sin tocar el timbre y sin disculparse una vez lo hubo hecho? ¿O que se tratara de una impostora o una ilusionista, que le hacía trucos mentales o trucos de magia frente a sus propias narices, sin que él fuera capaz de detectar la trampa? Cada una de estas preguntas abría la puerta a otros numerosos interrogantes e hipótesis, como suele ocurrir con los asuntos desconocidos. Pero Fumio no deseaba detenerse en las posibilidades del verdadero origen de Uen, pues le abrumaba la curiosidad acerca de aquel ser que iba y venía maquinalmente, que tanto se asemejaba a Marisa, pero vestida de manera estrafalaria (la verdadera Marisa hubiera empleado exactamente esa palabra: «estrafalaria»; ya lo había hecho en una ocasión), que él creía que se sentía tan incómoda como él cuando la veía caminar hacia la puerta, pero que, al regresar en dirección a la mesa, enseñaba una expresión serena, casi indiferente, como si le diera igual estar ahí, esperando a que él decidiera que era la hora de partir. Uen le caía bien. No consideraba que fuera malvada, aunque no la veía como un ser bondadoso tampoco (de ninguna manera poseía la «bondad activa» de Akane Asano); el que Uen se hubiera convertido de «bola de luz» a «semilla» para que él la recogiera y la pusiera a salvo o algo así, el que lo hubiera persuadido (por decirlo de alguna manera) de pedir ayuda a Akane para que le proveyera una fuente de energía para que tomara una forma humana, ¡y el que luego hubiera «copiado» su propia apariencia para suplantarlo frente a la misma amiga a quien se disponían a visitar!, todo aquello tenía visos de ser explicable de algún misterioso modo; cabía la posibilidad de que en todo ello no hubiera malicia ni malévolas intenciones, sino, acaso, por poner un ejemplo, el más natural y ubicuo deseo de sobrevivir. Por ello, a ninguna de aquellas acciones Fumio la juzgaba malévolas o cuestionables siquiera —todo se había desarrollado en un contexto tan atípico e increíble, que él no se había detenido a examinar lo sucedido desde un punto de vista moral; incluso él se sentía por breves instantes inclinado a suponer que las extrañísimas circunstancias podían llegar a justificar de algún modo el obrar de Uen, pero no se había tomado el tiempo de reflexionar apropiadamente sobre esta idea—.

Entonces, abandonando de pronto su disposición cavilosa, Fumio se puso de pie, hurgó la bolsa con la ropa lavada más temprano, sacó de ella la ropa del trabajo, y fue al baño. No hizo falta anunciar a Uen su intención de vestirse para la velada, como tampoco lo hizo el fugaz intercambio de miradas que se produjo entre ellos.

Mientras se vestía, Fumio recordó que en la bolsa que había traído de la lavandería había prendas que podía prestar ahora a Uen. «Un poco tarde —pensó él inmediatamente tras ocurrírsele aquello—, ya se ha procurado ropa ella misma». Pero eso le hizo darse cuenta de algo: si Uen podía «vestirse» de algún misterioso modo, ¿por qué le había pedido ropa a él, que no solía tener ropa limpia (que apenas podía vestirse)? «Aparece aquí como salida de la nada, desnuda, y se toma la molestia de lavar mi ropa para usarla ella después —pensaba—. Qué raro.» A continuación, se preguntó cómo era posible que hubiera olvidado tan útil y conveniente habilidad en el momento en que más necesaria podía haber sido. En vez de intentar ver venir a su mente una posible explicación, no quiso esperar y regresó a la cocina.

—Si puedes crearte una ropa, ¿por qué me pediste ropa prestada esta mañana?

Uen sonrió muellemente; encontró positivo el rapto de lucidez que había adivinado en Fumio.

—Esto —dijo, y frotó con dos dedos la camisa que ahora traía puesta—, no deja de ser mi piel, por decirlo así. Es que la he modificado de manera que se asemeje a la ropa que una mujer vestiría.

—Todavía no me acostumbro al hecho de que puedes —y mentalmente añadió a continuación la palabra «supuestamente», pero no había razón para decirla, pues aquello mismo se había comprobado frente a sus ojos— cambiar de aspecto.

—Sí, y yo… creo que tampoco. Honestamente prefiero ponerme algo, por más ligero que sea. Es más cómodo.

Mientras pronunciaba sin cuidado las últimas palabras, Uen se dio cuenta de que estaba cometiendo un error, hablando como quien no conoce su «responsabilidad». Pero Fumio no sabía nada acerca de tal «responsabilidad» y, por lo tanto, no iba a señalar aquel inocente error ni mucho menos juzgarla por haberlo cometido ella.

—Entonces todavía quieres que te preste ropa.

Uen vaciló un instante, pero finalmente tomó una decisión; agitando suavemente una mano, respondió:

—No, no, no hace falta. Le pediré a tu amiga algo apropiado que ponerme.

Fumio se encogió de hombros, aceptando la decisión de su huésped. Acto seguido, fue en silencio adonde estaban sus zapatos, los examinó superficialmente a la luz de la bombilla de la habitación, buscando alguna mancha o restos de polvo y, al no hallar suciedad tan ostensible como para que fuera notada por sus rápidas miradas, decidió que estaban «presentables» y los apartó para calzárselos al momento de salir, el cual, por cierto, era en aquel punto inminente.

Bajando por el estrecho ascensor a la planta principal del edificio, Fumio no pudo evitar echar un disimulado vistacillo de soslayo a su acompañante. Pese al cambio de aspecto, aún ella mantenía una perturbadora similitud a Marisa, que ni siquiera la diferencia en las facciones de ambas mujeres contribuía a disminuir: Marisa era el tipo de ser humano cuyo continente es por defecto serio, y que muchos fácilmente confunden con un enojo desconocido, acaso —por qué no— por defecto también, o una mala predisposición a interactuar con otros, una contrariedad por tener que exponerse a la vista de otros ojos, cualesquiera que fuesen; por contraste, el rostro de Uen en ningún momento había dejado de expresar la apacibilidad que se manifiesta a partir de un estado prolongado de paz interior; nada parecía capaz de perturbar dicho estado, por más que, a decir verdad, no había pasado por situaciones tan impactantes como sí lo había hecho Fumio; todo lo que había ocurrido desde el momento en que la «bola de luz» se desprendió —por decirlo así— del vórtice en el cielo lo asumía Uen con una naturalidad sólo explicable (a medias, en el mejor de los casos) si se tomaba por cierta su historia: que era «un ser» capaz de moverse entre distintas «realidades» y mudar de aspecto como uno muda de ropa, y no por primera vez precisamente.

En cuántas ciudades se había «manifestado» Uen antes de su imprevisto arribo a Filónica era algo que a Fumio le era imposible imaginar y que, de no haberse estado distrayendo con la visión de su huésped bañada gentilmente por la luz de la tímida luna de otoño, tal vez se hubiera preguntado.

Quiso decirle algo, romper con el silencio que los venía envolviendo desde el momento mismo de anunciar Fumio el tan esperado momento de partir con tan solo una mirada muda y un ir hacia la puerta del departamento, tomar las llaves y calzarse los zapatos «presentables», pero nada se le ocurrió más que lo que él hubiera juzgado como tonterías, incluso para una situación tan trivial como lo era en el fondo aquella, en las que cualquier cosa que uno diga, por más banal o insignificante que sea, no puede ser mal recibida. Pero tal era el grado de inseguridad de Fumio, y, al no verse capaz de pensar un tema de conversación que no fuera excesivamente trivial, sentía algo de desesperación, y la negatividad respecto de sí mismo, su ya baja autoestima, no hacía más que agudizarse en una situación así.

Y Uen, lo mismo que durante toda la mañana, no sentía una necesidad particular de hablar, aunque, como ya se señaló anteriormente, no era este hecho causado por incomodidad de su situación particular ni por no sentirse segura de lo que decir, ni porque no se le ocurriera alguna frase para romper el hielo. Todo lo contrario: Uen no hablaba demasiado porque así lo quería, porque, contrario a lo que hace mucha gente, que es hablar de cualquier asunto para no caer en la incomodidad de un silencio prolongado —por más que «prolongado» refiera a un mero instante—, prefiere iniciar una conversación acerca de cualquier cosa, por más nimia e insignificante que pueda parecer. No: Uen prefería mantener una conversación si ésta poseía algún propósito, si de ella se pudiera obtener alguna información requerida o de su interés, o aprender algo, o señalar un hecho, o compartir una opinión, una visión del mundo y de las cosas… En otras palabras, esto es, dicho de una manera mucho más sencilla y fácil de comprender, Uen sólo sentía ganas de hablar cuando surgía un tema de conversación relevante, especialmente para sus intereses, pues debe saber usted que Uen debía de tener una razón para haber llegado a Filónica, independientemente de la manera en que resultó haberlo hecho.

Y en ese momento, que a Uen le parecía tan dulce, tan agradable, en que tan solo caminaba por la calle en un tibia noche de otoño, descalza y, aun así, sin percibir del todo la rugosidad de las baldosas de piedra bajo sus pies en apariencia calzados, sintió un modesto deseo de entablar una conversación con su amable pero atribulado anfitrión. La retenía, no obstante, la triste mas esperable certeza de que Fumio no sabría estar a la altura de las inquietudes intelectuales y espirituales que ocupaban la mente de Uen por aquel tiempo, y el no saber qué clase de preguntas podría hacerle para conocerlo mejor sin caer en referencias a los menesteres cotidianos que tan desabridos e insípidos se le antojaban.

De modo que anduvieron unos instantes en silencio, observando lo poco que se dejaba revelar ante sus ojos, dada la abundancia de penumbras en derredor, bajo cuyas alas prosperaban las sombras y siluetas indefinidas, algunas quiescentes lo mismo que de día; otras movedizas, como si la seguridad de la noche de pronto fuera lo que las animase, y tomando color tan sólo cuando las luces anaranjadas de los faroles del barrio o los faros de los automóviles las acariciaban, sin que ello necesariamente fuese suficiente para traerlas a una certera existencia… como sucedía, por decirlo así, con la propia Uen.

A lo lejos, en dirección a una importante avenida, una miríada de pequeños ojos blanquiazules, inmóviles, brillantes y sin párpados parecían indicar el camino a seguir. Fumio no lo había indicado así, pero habrían de ir a la casa de Akane a pie. Ante la ausencia de la correspondiente indicación, Uen entendió que así habría de ocurrir.

Fumio deseaba gastar lo mínimo posible de su magro salario; por este motivo, sólo tomaba el transporte público para el viaje diario entre el trabajo y el departamento, y a Uen no le molestaba caminar, ni se cansaba con facilidad; así las cosas, parecía que no habría problema en que el viaje fuera hecho a pie. No obstante, Fumio no había pensado en que Uen en realidad estaba yendo descalza, pues no había comprendido adecuadamente la explicación de la visitante respecto de alterar la apariencia de su propia piel para que asemejara ropa y calzado. De haberlo notado, habría insistido antes de la partida en cederle a su huésped sus zapatos o los viejos zuecos o, ya en aquella situación, en la que habían abandonado el departamento, habría hecho una excepción a su política de estricto ahorro, y tomado un taxi.

Además, se le acababa de ocurrir refrescar su memoria respecto de la ubicación exacta de la casa de Akane, donde jamás había estado, pues era la casa a la que se había mudado con su cónyuge tras la boda, para lo cual necesitaría abrir el mapa en su celular. Esto le daría una excusa para no permanecer un minuto más en penoso silencio, indeciso acerca de cómo actuar o de lo que decir.

—Son unas quince calles desde aquí —dijo por fin él; su voz sonó tan seca en el aire agradable y liviano de la noche, que por un instante pareció que estaban aún en el departamento, donde nada aparte de la voz de uno se oía, y lo hacía, ergo, con extrema claridad; por un instante, además, la brisa ocasional y efímera, los grillos y los vehículos parecieron enmudecer de repente—. Pensé que estaba más lejos, no sé por qué…

Uen asintió suavemente volviendo su rostro sonriente hacia Fumio por menos de un segundo.

Aquella frase, que había pronunciado casi sin pensar, lo animó a intentar proseguir la conversación.

—Hace mucho tiempo no veía a mi amiga. Supongo —no supo por qué empleó esta palabra— que le debía una visita, a ella y a su esposo, a quien no tuve la oportunidad de conocer.

Debió haber dicho: «a quien no me di la oportunidad de conocer».

—Siempre es bueno que visites a tus amigos —dijo Uen, siempre con la misma dulce calma en la voz—. Y a tus parientes. ¿Tienes parientes, Fumio?

Era la primera vez que lo llamaba por su nombre, y a Fumio no se le pasó por alto este hecho.

—Sí, tengo a mis padres. Ellos viven algo lejos…

Uen interpretó que ellos vivían en una parte remota de la ciudad, y no en otro sitio fuera de Filónica.

—¿Y tú? —se animó a preguntar Fumio, aunque, mientras las palabras salían algo compulsivamente de su boca, temió que no hubiera una respuesta clara, o no una respuesta usual, cuanto menos.

—Sí, los tengo —repuso Uen—. Tengo padres y un hermano.

—Hum… —Fumio la miró, asombrado de lo mundano de la réplica. Incluso estuvo a punto de preguntarle si lo decía de verdad, o si aquellos padres y hermano eran «metafóricos», por ponerlo de alguna manera, mas eligió contenerse, pues de forma tan súbita como fugaz le preocupó el sonar ofensivo. Pero también debe ser dicho que lo recién expresado por Uen parecía ir en contra o no concordar con lo que le había estado contando, que provenía de «otra realidad», ni con la insinuación de que tal vez ni siquiera era humana. Y Fumio olió algo de esto sin darse cuenta, y quizás eso contribuyó a que no reaccionara con la misma naturalidad con que Uen había respondido su distraída pregunta.

—Pero viven muy, muy lejos —añadió entonces Uen, soltando una risita a medias.

Comprendió entonces Fumio que su interlocutora acababa de referirse a algo que él desconocía; la risita parecía implicar que ese «muy, muy lejos» era figurado.

¿Vivirían todos en la realidad al otro lado del dichoso vórtice?

Cruzaron la calle sin reparar demasiado en el tráfico, que era muy ligero a esa hora y en ese rincón de la ciudad.

—¿Cómo es eso? —inquirió Fumio.

Si Uen se permitía hacer referencia a tener parientes, y agregaba que vivían «muy, muy lejos», entonces él tenía derecho a preguntar qué era lo que había querido decir, por más que ella hubiera deseado mantener la verdad en secreto ocultándola bajo una frase ambigua y una risita de dudosa motivación.

—Que viven en un sitio muy lejano, mis padres y mi hermano. Pero los tengo, sí —respondió Uen, con suma tranquilidad, como quien da la respuesta más sincera posible—. Y yo, ahora que lo dices… no los he visto en un tiempo…

—¿Y cómo son ellos? —preguntó ahora Fumio, algo animado por estar de a poco consiguiendo que Uen diera alguna precisión acerca de su vida y de lo que ella era, o sintiendo o ilusionándose con que ella se dispusiera por fin a hacerlo con palabras que él pudiera entender.

—Son… como yo. ¿Cómo podría definirlos, si no? ¿O a qué te referías?

—No lo sé —dijo Fumio, pretendiendo no temer otra evasiva de parte de Uen—. Dijiste que eres «un ser», algo no necesariamente humano…

—Ah, comprendo. Ellos también son «seres», igual que yo.

Se hizo una breve pausa mientras se aproximaban a la siguiente esquina. Dos calles más adelante debían torcer a la izquierda, y caminar un kilómetro hasta la casa de Akane.

—Y haces bien en decir que no soy «necesariamente humana» —agregó Uen, sonriendo de satisfacción; a su juicio, Fumio estaba comprendiendo algo, o se estaba volviendo capaz de hacerlo—. Soy… De donde vengo somos simplemente entidades, «algo» que tiene existencia, difícil de definir con palabras de este idioma. Y tenemos la capacidad de manifestarnos como seres humanos u otro tipo de ente, pero sólo en apariencia…

Fumio recordó entonces que ese mismo día había oído a Akane mencionar a «extraterrestres cambiaforma».

A veces le sucedía que recordaba una frase o una palabra en particular que, por el contexto en que le había sido dicha, tenía una cierta importancia, pero no lo había comprendido así sino hasta después, hasta un momento quizás aleatorio.

Y ahora, que su mente se estaba activando, tratando de establecer conexiones entre lo que recordaba que Uen hubiera dicho y cuanto podía recordar de lo que le había ocurrido desde el instante en que había visto por primera vez el vórtice en el cielo, no había prestado la debida atención a las últimas palabras pronunciadas por Uen.

—Pero, ¿qué clase de «ser», si no eres humana? —insistió Fumio.

Uen ladeó la cabeza interrogativamente.

—Simplemente «un ser». «Algo», digamos, que existe, que no tiene una forma predeterminada, sino que adquiero una a voluntad, según las circunstancias.

—Una forma humana, en este momento, según veo —señaló Fumio; le costaba horrores hacer avanzar su razonamiento en medio de un panorama tan inusual, pues no estaba acostumbrado a realizar esfuerzos mentales en lo absoluto.

—Sí. Podría decirse que es lo más conveniente.

«¿Y por qué no lo sería?», deseó preguntar entonces.

—¿Eres un extraterrestre? ¿Un extraterrestre cambiaforma?

Uen le clavó la vista directo en los ojos por un segundo; acto seguido, echó a carcajear, pero, extrañamente, cesó abruptamente de reír.

—¿Un extraterrestre? No existen los extraterrestres —dijo, con una ancha sonrisa dominando su rostro.

Y antes de que Fumio pudiera decir algo, la joven prosiguió:

—Lo que existimos somos los seres de realidades alternas, como ya te dije. Pero —y alzó la mirada hacia el enorme cielo, e hizo un movimiento grácil con una de sus manos—, todas esas estrellas y planetas allá arriba están vacíos.

—Pero hay mucha gente que dice haberlos visto… —intentó Fumio defender sus palabras de la humillación de quien aparentaba saber mucho más que él.

—¿Acaso has hablado con alguno de ellos, de quienes dicen «haberlos visto»?

Fumio negó tímidamente con la cabeza.

—Si hablaras con esa gente, tal vez notarías que algunos de ellos mienten, otros están confundidos (pues confían demasiado en sus sentidos o se dejan engañar por ellos, o sacan conclusiones erróneas de lo que perciben o creen percibir), y otros repiten relatos de otros, de supuestos testigos…

—Yo sólo preguntaba —retomó su defensa Fumio—. Akane dice que hay «extraterrestres cambiaforma». ¿La hace eso una mentirosa?

—La gente creerá lo que dicen otros o lo que crean percibir mediante sus sentidos.

Fumio calló. No le estaba gustando el rumbo que estaba tomando la conversación. A decir verdad, nunca le había interesado el asunto de los supuestos extraterrestres, ni ninguno de los asuntos paranormales en general. Toda la vida se había aferrado a la racionalidad de la vida cotidiana, y no se había hecho preguntas acerca de lo que nos es desconocido o incomprendido, ni se había enfrentado a una situación que le hiciera cuestionar la naturaleza o los alcances de la realidad. Ni tampoco había conversado con Akane de aquellos tópicos, aunque sabía que ella era afecta a las teorías acerca de la vida extraterrestre y de su intromisión (o «intervención») en las vicisitudes de la historia humana. Incluso llegó a preguntarse si realmente necesitaba saber qué era Uen, si su curiosidad valía la pena. Tal vez la extraña visitante se llevaría mejor con Akane; con toda seguridad su amiga era alguien más apta para sostener una conversación con Uen, por lo que llegarían a entenderse mejor, aun cuando Akane parecía estar equivocada con respecto a la existencia de los extraterrestres.

Y, aprovechando la pausa producida por sus inquietos pensamientos, nuevamente se propuso cambiar el tema de la plática.

—Allí, llegando a la esquina, está la lavandería donde lavé la ropa hoy.

—Hum…

—Y en esta misma esquina debemos doblar a la izquierda.

Ya no sentía deseos de preguntarle por qué hablaba de sentidos engañosos, como si fuera más común de lo que se cree que uno sea engañado por ellos. Esperaría, en todo caso, hasta arribar a la casa de Akane y, durante la cena, cuando se diera la oportunidad (porque no había forma de que no se diera), oiría explayarse a Uen acerca de los misterios que rodeaban prácticamente todo acerca de ella, y de la conversación que sin duda iban a establecer Uen y Akane surgirían las respuestas a los interrogantes que a Fumio se le podrían haber ocurrido.

Hasta entonces, su disposición sería distinta: esperaba que más temprano que tarde el trayecto se terminara, y que de un momento a otro se encontraran ambos frente a la puerta de su amiga.

Así de confundida estaba su mente en aquellos días, que por un lado sentía curiosidad respecto del curioso caso que lo tenía como protagonista o como testigo privilegiado, mientras que por el otro pretendía desentenderse del mismo, dejarlo en manos de un experto —como lo debía ser Akane— y retornar lo antes posible a la bien conocida rutina, que, por más miserable y sufrida que fuera, le proveía la sensación de seguridad o de certidumbre que creía necesitar, sin sorpresas, sin alteraciones a sus actividades cotidianas, sin imprevistos cambios ante los que tener que elegir entre el enfrentamiento o el sometimiento.


Yukio Nayas estaba sentado a la mesa del comedor, cejijunto, con las facturas de los servicios a pagar en los siguientes días en las manos, cuando el timbre sonó. Su inmediata reacción se limitó tan sólo a llevar la vista rápidamente de las cifras en el papel a la entrada, perfectamente visible desde su ubicación. Akane salió de inmediato de la cocina, y corrió emocionada en puntas de pies a recibir a las visitas.

—¿Ya llegaron? Qué rápido… —murmuró la mujer.

Su esposo se puso de pie lentamente sin quitar los ojos de la puerta.

Por más feliz que estuviera de ver a su amigo, Akane no se decidió a saludarlo con un abrazo, temiendo inconscientemente que fuera un gesto exagerado, y, en su lugar, le estrechó la mano efusivamente. Y su entusiasmo le impidió ver que Fumio no se veía del todo bien: a su estado afectado por los hechos de la noche anterior, que sólo venían a acumularse a la desordenada existencia que venía llevando, se añadía cierto cansancio provocado por las actividades de la mañana y por la caminata que lo había traído hasta su umbral.

—¡Qué gusto verte finalmente, Fumio! Oh, ¿y esta es tu amiga?

—Así es —dijo Fumio, sin disimular su leve fatiga—. Ella es Uen… —y quiso pronunciar también su apellido, pero no lo tenía, o al menos no se lo había dicho.

—¿Uen? —dijo Akane, extrañada por la rareza de aquel nombre—. Mucho gusto —le dijo luego a la chica, y le estrechó la mano suavemente y con una ancha sonrisa.

Uen observó breve pero detenidamente a Akane: era una de aquellas personas que, siendo escasamente más altas que otra persona, hacen que esa diferencia de altura sea mayor de lo que en realidad es. Le sucedía lo mismo con Fumio: Akane parecía mucho más alta y más grande que él también. Tenía el cuerpo bien nutrido —había ganado algo de peso últimamente, pero ello no le impedía moverse con la vitalidad de siempre—, ojos pardos y luminosos, y una larga cabellera oscura que le llegaba hasta la cintura.

—Buenas noches.

—Oh, por favor, pasen —dijo Akane con deferencia, y se hizo a un lado para permitir el ingreso de las visitas.

—¿Cómo has estado, Fumio? ¿Has podido descansar?

Sólo entonces, al ver el rostro de su amigo más claramente y con más atención a la luz de las cálidas lámparas del recibidor, percibió la dueña de casa ciertos signos de cansancio en aquel.

—Un poco —repuso Fumio, mientras se quitaba el saco—. He tenido un día ocupado.

Yukio, quien no había movido los pies de su posición a la vera de la mesa del comedor, veía a Fumio con cierto odio. Lo había reconocido al instante, a pesar de que lo había visto (visto su imagen, por si necesitase aclaración) unos breves segundos esa misma mañana. Pero también sabía que era él quien estaba invitado a cenar; él y nadie más que él, salvo la joven que lo acompañaba…

—¿Uen es tu nombre? —inquirió Akane, acercando demasiado su pronunciada sonrisa de ojos cerrados a la visitante sin darse cuenta.

—Sí, soy Uen a secas.

—Por favor, tomen asiento —invitó entonces la anfitriona, señalando la mesa del comedor, que no era más que un espacio que ocupaba un tercio del gran ambiente delantero de la casa, y que se completaba con las zonas que hacían de recibidor y de sala de estar.

Uen no tardó en avanzar hacia el sitio indicado; en tan corto trayecto notó que junto a la puerta brillaba una lámpara de sal del Hiyalama, y que el ambiente estaba impregnado de un sutil aroma a pachulí.

Yukio la vio caminar hacia él con la soltura de cuerpo de una jovencita; cada extremidad de su cuerpo, cada ondulación en su falda, incluso cada uno de sus cabellos, se movían armónicamente, acompasadamente, complementadamente, en perfecta y natural sincronía, libre de toda afectación. La expresión seria en el rostro de Yukio se esfumó inconscientemente. Nunca había visto a nadie desplazarse con tal donosura, y mucho menos en una situación tan cotidiana como lo era recorrer la insignificante distancia entre el umbral y la mesa del comedor —su esposa, sí, exhibía una cierta gracilidad en sus movimientos cuando estaba de buen humor, como era el caso justamente esa noche; no obstante, en comparación con Uen, la gracilidad ocasional de su mujer parecía no más que una simple agilidad de quien todavía es joven—. Y, por añadidura, Uen era realmente bella, innegablemente bella, llamativamente bella, pese a lo «estrafalario» de su vestimenta, a su ridículo moño azul y a las incomprensibles figuras geométricas de su falda. Un enigmático relampagueo echaba luz en sus pequeños ojos oscuros y estremecía algo dentro de él al tiempo que éstos se le aproximaban. Yukio espió por una fracción de segundo el estrecho espacio abierto entre dos botones de la camisa. Uen apenas miró al dueño de casa por el breve instante en que lo saludó; vio de una sola vez su cabeza, que se estaba quedando calva, ornada involuntariamente por una nada majestuosa corona de cabellos grisáceos, sus ojos penetrantes, carentes de sentimiento, bien abiertos, sus labios descoloridos, largos y delgados, que se estrechaban levemente uno contra el otro en una mueca de impresión, su camisa celeste y su pantalón gris abrochados a las prisas, y el abdomen abultado que comenzaba a ejercer cierta presión sobre la tela, en lento pero franco crecimiento al ritmo de «la buena vida», como algunos la llaman.

—Buenas noches —le dijo Uen con voz meliflua; acto seguido, posó una mano en el respaldo de la silla más próxima, como reclamándola para sí.

Yukio frunció un poco el ceño y enderezó su cuello, recuperando así su actitud de seriedad cuyo grado es rayano a la desaprobación o al enojo, y olvidando de pronto la efímera conmoción en su interior.

—Sí, buenas noches —dijo secamente, impostando indiferencia.

Y casi añadió «Tome asiento», pero se contuvo a tiempo.

—¡Ay, espero que les guste lo que preparé! —exclamó Akane, y desapareció tras la puerta del fondo.

—Les va a gustar. Más les vale que lo hagan —le dijo su esposo.

Luego posó sus ojos nuevamente en el detestable Fumio. Ahí estaba él ahora, a un par de pasos de distancia, disimulando el cansancio en su rostro, vestido con la misma ropa con que se había echado a dormir la noche anterior en el miserable departamento, apestando a alcohol y a agua de lluvia, con medio cuerpo tirado en el piso y medio cuerpo tirado sobre el magro colchón. No se veía en lo absoluto como el «consultante» promedio (incluso tal vez le cabía mejor el término «paciente», pero en su acepción más usual, o más convencional); para empezar, no era una mujer como la gran mayoría de las «pacientes», más inclinadas o más acostumbradas a las explicaciones intuitivas que a las racionales; los pocos hombres que visitaban la casa lo hacían en compañía de sus parejas o eran sujetos afligidos que buscaban la causa última de sus inquietudes en los misteriosos fenómenos energéticos que Akane afirmaba o consideraba conocer. Fumio se veía preocupado y apocado. Yukio comenzaba a irritarse de nuevo. Tendría que pasar la velada en tan chocante compañía, y poco era lo que se sabía capaz de hacer al respecto.

Los visitantes tomaron asiento uno al lado del otro. Yukio se apartó de inmediato y fue hacia la cocina, quejándose a su esposa en voz alta, de modo de ser escuchado claramente por ella y los comensales:

—¿Así que ahora las consultas se hacen a la hora de la cena? Les cobraremos la comida y el servicio.

Fumio se lamentó el estar importunando al hombre, pero Uen no hizo caso a la queja de Yukio, ocupada como estaba en explorar mediante la vista todo cuanto la rodeaba, y quizás también presintiendo que el zaherir a quien se cruzara imprudentemente en su camino era parte de su personalidad, y no tomándoselo a pecho. El hogar de Akane y Yukio se hallaba impecable y era sencillo en el sentido de que no estaba sobrepoblado de enseres ni de ornamentos, como suele ocurrir en las viviendas de las clases pudientes. Al otro extremo de la gran estancia delantera se encontraba la sala de estar, con su sillón de tres cuerpos de cuerina negra, su mesa ratona y su televisor, y un aparador sin puertas donde se guardaba la vajilla que nunca se usaba y algunos libros que nunca se leían, custodiados todos por diversas figuras de cerámica y barro, entre ellas un santo comprado en un viaje, y unas estatuillas de inspiración pagana. La sala de estar, lo mismo que el comedor, estaban delimitados en tres de sus lados por sendas paredes de ladrillo; entre ellos, aparte del espacio que hacía de recibidor, pero que no estaba cerrado, se veía, al lado de la abertura sin puerta que llevaba al resto de la casa, un mueble rústico de un único compartimento, con dos puertas. Uen se levantó de la silla movida por una repentina curiosidad. Abrió las puertas del armario y ante sí se le revelaron varios tipos de minerales en los cuatro estantes del mueble. Delante de cada piedra había pegada una etiqueta con su nombre. Un espacio vacío se hacía demasiado evidente, allí donde solían estar las erguenitas. Casi no pudo curiosear la visitante, que Akane apareció de regreso con la comida servida para ella y para Fumio.

—Oh, esa es mi colección de rocas —señaló la dueña de casa, sorprendida mas no molesta por el atrevimiento de Uen—. ¿Te interesa? —añadió, notando que Uen tenía la vista fija en los especímenes que ella atesoraba.

Uen obvió la respuesta, cosa que Akane supo comprender, y que, de todas formas, no esperó realmente, reconcentrada como estaba en depositar con cuidado los platos calientes y rebosantes de comida delante de las sillas de Fumio y de la propia Uen.

Una vez la cena para los huéspedes se halló a salvo, Akane se puso detrás de Uen, quien, con las manos apoyadas en los bordes de ambas puertas, repasaba con la vista los diferentes tipos de rocas que Akane poseía. Yukio temía con hondo disgusto que la situación diera pie a una conversación (o lección) acerca de mineralogía energética, mientras que Fumio caía en la cuenta de que había olvidado llevar las erguenitas para devolverlas a su dueña.

—¡Las piedras! Las olvidé por completo —se lamentó Fumio.

Yukio celebró en secreto lo que él juzgó como estupidez del odioso y odiado Fumio.

—Oh, está bien, no hay problema —repuso Akane—. Si aún las necesitas, puedes quedártelas el tiempo que…

—No es eso —la interrumpió Fumio, interpretando que su amiga había creído que él las había dejado en el departamento adrede—. Iba a traerlas y las olvidé…

—Oh, sólo decía…

—Es que yo —terció Uen, soltando las puertas del armario y haciéndose un poco hacia atrás—, yo no le dije que las trajera.

El tono apenado con que Uen habló y las palabras por ella pronunciadas pudo haber hecho creer a cualquiera que las hubiera oído que ella también reconocía su parte en la omisión de Fumio. Pero lo cierto era que ella deliberadamente había evitado recordar a aquél que debía devolver las erguenitas a su dueña, y eligió las palabras de manera de no mentirle. Huelga señalar, por lo tanto, que Uen tenía un interés en que las rocas no salieran del departamento de Fumio…

—De verdad les digo, no hay problema —insistió Akane—. En otro momento traen las erguenitas.

Dicho aquello, se retiró a buscar los platos de comida que faltaban.

—Estamos mejor sin esas piedruchas —afirmó Yukio con exagerada sorna—. Y más aún si se llevan el resto —añadió, refiriéndose a las que permanecían en los estantes de madera.

Uen no se esforzó siquiera en esbozar una sonrisa fingida. Fumio, por su parte, volteó la mirada hacia un rincón. Yukio arrugó la nariz, acaso frustrado; esperaba una reacción negativa de parte de cualquiera de los visitantes, preferiblemente de ambos, pero especialmente de la joven del moño azul y la sonrisa implícita, invisible. Silenciosamente recogió las facturas y las depositó en la mesilla de la esquina, donde reposaba el teléfono y, en un estante que tenía, el módem; en aquel sitio no olvidaría la obligación de pagar los servicios. Luego volvió a sentarse, no en el asiento que había ocupado previo a la llegada de Fumio y de Uen (hubiera quedado frente al primero), sino en el extremo de la mesa.

Akane regresó con la cena para ella y su marido. Éste la recibió dando un resoplido de resignación. La mujer se retiró una última vez para traer el pan y algo para beber.

—¿Qué quieren tomar? —preguntó desde detrás de la puerta—. ¿Agua? ¿Limonada?

—Té —respondió elevando la voz Yukio, pero se dio cuenta casi al mismo tiempo de que una agradable taza de té como las que se servían en su casa podría alargar la estadía de los comensales-«pacientes», y cambió de opinión—: No, mejor agua. O nada.

Akane o bien no lo oyó, o bien lo ignoró, que estuvo de vuelta con la jarra de limonada.

—Dije que traigas agua.

—¿Agua? ¿No es mejor que prueben la limonada que les preparé?

«¿Entonces para qué preguntaste qué querían tomar?», pensó Yukio. Respondió:

—La limonada no va con la carne…

Akane iba a objetar tal afirmación, pero Uen habló antes.

—Yo sólo bebo agua con la comida —dijo tranquilamente.

Yukio se alegró de que la hermosa desconocida estuviera de acuerdo con él.

Akane se vio de pronto contrariada, mas no dijo nada y fue por el agua. La expresión de su rostro, no obstante, desapareció rápidamente para dar lugar a la mueca de serena felicidad que solía ser permanente en aquél, y pronto se dispuso pacíficamente a cenar. Se sentó a la izquierda de su esposo, quedando frente a Fumio, quien quedaba así ubicado entre Yukio y Uen.

Primorosamente había preparado bifes y arroz —un intento del curry típico de ciertos lugares—.

—Y bien, Fumio, ¿cómo has estado? Ha pasado demasiado tiempo sin vernos. Aún recuerdo esas interminables tardes en el trabajo… —y soltó una risita cómplice.

Fumio se avergonzó de recordar parte de aquellos lejanos tiempos, que no eran menos tristes e insípidos —menos carentes de sentido o de «propósito»— que los tiempos actuales, en que desperdiciaba igualmente interminables tardes diseñando repuestos de todo tipo de maquinaria, principalmente de la industria, sólo que, durante el tiempo que trabajó con Akane, no tuvo pareja ni tuvo que atravesar por un difícil rompimiento y sus devastadores efectos. Miró hacia abajo y luego sus ojos reptaron por la mesa, no lejos de él, al tiempo que revolvía el arroz maquinalmente.

—Sí, he estado bien, ya sabes… viviendo y todo eso.

Akane no hizo caso del tono en que Fumio habló, tan falto de espíritu —ni siquiera perezoso o indolente—, y se limitó a sonreírle brevemente con los ojos cerrados, como solía hacerlo cuando estaba más alegre que de costumbre, y le comentó a su esposo:

Pero Yukio apenas la oyó. Dirigía miradas furtivas a Uen desde el momento mismo de tomar asiento; en un principio creyó inconscientemente que no la miraría más frecuente o significativamente que al resto de los comensales, mas muy pronto se dio cuenta de que ya le era imposible resistir la tentación de observarla una y otra vez, con mayor frecuencia de la que le hubiera gustado o parecido conveniente, dada la proximidad de su propia esposa; aquellos vistazos que le daba a la visitante iban desde el cabello perfectamente liso hasta los gentiles bultos bajo la camisa y viceversa, apenas deteniéndose en los ojitos redondos y oscuros, los labios pequeños y delgados, la incomprensible corbata de moño y los pliegues y botones de la camisa a través de la cual nada se dejaba ver.

Los ojitos de pronto se cerraron y aquellos deliciosos labios se movieron muy suavemente, casi imperceptiblemente, pronunciando palabras mudas. Pocos segundos después, Uen retornó a su estado previo.

—¿Estabas rezando? —inquirió Akane, quien había notado lo mismo que su marido, harto sorprendida.

—Bendiciendo la mesa —corrigió Yukio.

—Perdón, no sabíamos que eres… ¿cristiana? Es que no te conocemos —y agregó, en afectado tono bondadoso—: ¿Quieres bendecir la mesa en voz alta?

Uen negó con la cabeza muellemente.

—Está bien —dijo luego—. Es que no quiero perder la costumbre.

—Ya veo.

Yukio se permitió verla a los ojos por un segundo entero y un poco más también, mientras se llevaba un trozo de bife a la boca. Normalmente hubiera pensado que lo que acababa de hacer Uen tendría que ver con las creencias que traían a la casa los «pacientes» —cosas acerca de espíritus y energías que él desdeñaba, que tan fantasiosas y «poco racionales» juzgaba—. En vez de eso, sin embargo, hizo un inédito y respetuoso silencio. Era la primera vez en mucho tiempo que se interesaba por una mujer que no fuera su esposa. Y por esta razón recordaba haber oído de su mujer que el detestable Fumio vendría acompañado de una amiga, y se preguntaba en su fuero más íntimo, sin dejar de masticar con fruición el trozo de bife, si Uen era sólo amiga de aquél.

Debe ser dicho, a modo de explicación para quienes no lo sepan o no lo hayan entendido, que lo que Uen había hecho no fue bendecir la mesa exactamente, sino pronunciar una brevísima plegaria para liberar de la carne que estaba a punto de consumir el alma del animal del que provenía. Pero ni Akane, ni Yukio, ni Fumio se habían detenido alguna vez a pensar si los animales poseen alma, y por ello ni siquiera tenían opinión al respecto.

—Así que, Uen es tu nombre, ¿verdad? —preguntó Akane, para remediar cuanto antes aquello de «no te conocemos».

—Sí, Uen a secas.

—Ah, es un nombre muy curioso.

Más curioso le parecía que no tuviera apellido, o que no quisiera revelarlo (pero, ¿por qué no habría que quererlo?).

—¿De dónde es?

—¿Mi nombre?

—Sí, ¿de qué origen es?

—Bueno, la verdad es que así es como me hago llamar.

—Oh, ya veo, como un nombre artístico, ¿o no?

Uen asintió levemente, e introdujo un poco de arroz en su boca. Comía delicadamente, de a poco y sin prisa.

—¿Y ustedes son amigos de trabajo? —inquirió Akane—. ¿En qué trabajas ahora, Fumio?

—En la Compañía Sh., en diseño y optimización de repuestos de maquinaria…

—Oh, ¡qué interesante!

Entonces se volvió hacia Uen.

—¿Y tú también trabajas ahí, Uen? ¿O cómo se conocieron?

Fumio dejó de masticar y observó a su compañera. Le interesaba sobremanera lo que aquella fuera a responder.

—¡Ja, ja! Sé que parezco una chismosa, pero quiero saber… —intentó justificarse Akane.

—Lo eres —intervino Yukio.

Uen le sonrió a la anfitriona.

—No es malo que seas curiosa. Lo cierto es que he conocido a Fumio hace más bien poco…