Visiones de una ciudad más allá

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La chica alegre

Capítulo 10

El día siguiente fue muy parecido al anterior, sólo que mucho menos emocionante y, por lo tanto, extremadamente aburrido. Pasé largos ratos en la cama, alternando entre ratos de dormir y de pensar mucho, casi de idéntica duración estos; de igual forma me veía dividido entre un tibio optimismo respecto de poder acercarme a Kari y un deseo de abandonar con resignación la misma idea de acercarme a ella, y dejar que siguiera con su misteriosa vida oculta, esa que yo debía —según sus palabras— olvidar.

Lo primero me resultaba de dudosa realización, pero lo segundo me resultaba francamente inaceptable, y por eso estaba dispuesto a no hacer caso a su pedido.

Muy rápido pasó el día, y antes de que me percatara de ello ya estaba levantándome para asistir a clases.

Kari asistió a la escuela también, como era de esperarse. No cruzamos palabra alguna, ni siquiera una mirada casual.

Aquel día de pronto sentí que, contrario a la realidad física y material, una enorme distancia separaba a mi pupitre del de Kari. Sí, podía verla sentada allí adelante, como siempre, pero se veía más lejana de lo que parecía, cual montaña en el horizonte.

Es que ya no la veía como siempre.

La campana anunció a los cuatro vientos que la hora de volver a casa había llegado. Podía decirse que toda la clase estaba aliviada —incluyendo al profesor, que había estado los últimos diez minutos hablando lenta y cansinamente, y reiterándose en la explicación de fórmulas físicas, claramente haciendo tiempo sin dejar de ser profesional—; yo, en cambio, me puse de pie maquinalmente y guardé mis pertenencias en la mochila, y lentamente me dirigí a la puerta.

—Hey, ¿no nos esperas? —me preguntó Kazu, aún desde su asiento.

Yo negué con la cabeza y dije:

—Tengo que ir a otro lado antes.

Mi rostro y la forma de pronunciar aquellas palabras debieron haber mostrado seriedad o incluso gravedad, que mis amigos tan solo atinaron a quedárseme mirando, aceptando en silencio mi negativa.

Al pasar cerca de las primeras filas, vi a Kari —todavía sentada— llevarse una mano a la cara, mientras sostenía una hoja de papel con la otra, y decía a sus amigas:

—¡Olvidé fotocopiar la planilla de las reuniones! Bueno, iré a sacar copias —y, dirigiéndose a Aira, añadió—: Tú ve a la sala y di que me esperen.

Aira asintió con la firmeza de un soldado —sólo le faltó cuadrarse, decir fuerte y claro «¡Sí, señora!» y alejarse con paso redoblado— y se retiró con premura, rozando sin chocar a quienes estábamos abandonando el salón de clases.

«Claro, hoy es lunes —pensé—. Hoy hay reunión en el Consejo Estudiantil.»

Los días lunes cada dos semanas, después del horario de clases se reunía el Consejo Estudiantil, lo que significaba que Kari y Aira debían quedarse y asistir.

Ya fuera del aula, comencé a caminar en dirección opuesta a la salida, hacia los baños al otro extremo del corredor, contra la corriente de estudiantes que se marchaban. Kari, mientras tanto, aguardaba que le entregaran las copias de su planilla con los antebrazos apoyados en el mostrador de la librería.

«No sé por qué no se me ocurrió hacer esto antes. Tal vez todo sería muy distinto ahora.»

Salí al patio a través de la última de las puertas de acceso. Di unos cuantos pasos con las piernas estiradas para aliviar la tensión que se acumulaba en ellas y disimular el conocido e inminente temblor, y con la cabeza inclinada hacia adelante, como quien anda absorto en sus pensamientos, sólo que en mi caso mi cabeza estaba tan llena de ellos, que no estaba logrando pensar nada realmente.

Entonces, el inconfundible clac del pestillo de la puerta por la que acababa de salir interrumpió aquello que estaba haciendo, fuera lo que fuera. Tal como lo había previsto, Kari iba a cruzar el patio, haciendo el camino más corto hacia la sala donde se reunía el Consejo. Ahora venía hacia mí con un manojo de papeles apoyado contra su pecho.

Ni bien notó mi solitaria y misteriosa presencia, me dirigió una sonrisa de cortesía que muy poco le duró, sin embargo.

Ya no se veía tan alegre, ni tan inocente. Sus ojos no brillaban y, en consecuencia, no exhibían la vivacidad que los caracterizaban; además, y a juzgar por el hecho de que no estaban tan abiertos, diríase que estaban cansados. Y, no obstante, fue ella quien me preguntó a mí:

—¿Estás bien, Sanke?

—Sí… —respondí, sin poder evitar hacerlo dubitativamente.

No es de sorprender, por lo tanto, que Kari no se hubiera mostrado convencida por mi respuesta; abrió la boca para decir algo, pero me adelanté a sus intenciones y le dije con decisión:

—Estoy bien.

De pronto, en menos de un segundo, toda la tensión, todo el nerviosismo que me dominaba se liberó de golpe.

—Es sólo que… —y ahora mi interior hablaba por mí—, me gustas, Kari.

Bajé la cabeza.

—Y quiero que salgas conmigo.

Sólo al pronunciar estas palabras fue que me sentí con fuerzas para levantar la vista y esperar una respuesta.

Kari tenía el rostro vuelto a medias hacia un lado, y repartido a partes iguales entre el nerviosismo y la vergüenza; la boca escondida tras las fotocopias.

—No sé qué decir… —dijo suavemente.

Yo tampoco podía articular palabra. Mi corazón estaba en vilo.

—Sanke, no deberías fijarte en mí —dijo Kari por fin, con la misma suavidad y delicadeza en la voz, pero también con algo de pena; la vista cayendo a metros detrás de mis espaldas—. Sabes que yo tengo mis… asuntos y, pues…

—Pero —la interrumpí—, no me importa.

Kari se azoró.

—Qué dices —dijo con un hilo de voz, incrédula, mirándome por un segundo con los ojos bien abiertos.

—No sé por qué, pero… no me importa. Es lo que siento… que te amo igual.

Apoyé una mano en la suya y logré separarla de los papeles. Kari respondió volviendo a bajar la mirada y dejando que se dibujara una transitoria sonrisa amarga en su rostro.

—Sanke, por favor —dijo, y apartó mi mano con delicadeza, casi con temor de que pudiera caer y estrellarse en el suelo—. Creo que te estás confundiendo. Deberías pensarlo un poco…

Fue mi turno de sonreír amargamente, y de menear mi cabeza a los lados.

—Ya no quiero pensarlo más.

Sólo entonces noté que el rostro de Kari se había encendido como una brasa, sus ojos empezaban a anegarse, y en ellos temblaban las pupilas.

—Así que, por favor, sal conmigo —insistí, más como una súplica que como un pedido.

Y, de nuevo, el pestillo fue corrido con un sonoro clac al abrirse la misma puerta por la que habíamos salido al patio. Nos volvimos hacia aquella de inmediato.

—¡Presidenta! —exclamó Aira, y en dos zancadas de atleta ya estaba junto a nosotros—. Aquí estás, Presidenta.

A mí me dirigió una mirada cargada de suspicacia, al tiempo que caía en la cuenta de que algo no andaba bien en el ambiente, que estábamos callados, y que Kari incluso había tardado en hacer caso a su presencia.

—¿Sucede algo? —inquirió Aira.

—Sanke… me parece que no se está sintiendo muy bien —le explicó Kari—. ¿Podrías acompañarlo a la enfermería para que lo revisen?

Aira volvió a mirarme por un breve instante, esta vez con curiosidad y sorpresa por lo inesperado de la situación, antes de responder:

—Sí, Presidenta.

—Voy a la reunión —anunció entonces Kari, tras lo cual se dirigió a mí—. Espero que estés bien, Sanke.

Y se marchó velozmente.

—¡Ustedes comiencen sin mí! —llegó a exclamar Aira antes de que Kari desapareciera tras la puerta—. Detesto irme tarde… —añadió en un suspiro.

Recordó que yo estaba a su lado; se volvió hacia mí e inquirió sin los modales más amables:

—¿Y tú qué tienes?

—Nada —repuse secamente.

—No te creo. Vamos a la enfermería.

Pellizcando la manga de mi camisa, me llevó al corredor, que había quedado completamente despoblado ya. No hicimos más que un par de metros cuando decidí librarme de ella.

—Estoy bien. Ya puedes irte.

Aira se puso delante de mí y me miró fijo a los ojos, examinándome de alguna manera.

—¿Estás seguro? —preguntó, con un tono que reiteraba que no me creía.

Me hice a un lado y seguí camino hacia la salida. La enfermería estaba en la misma dirección, pero se accedía a ella por un corredor lateral antes de alcanzar el vestíbulo.

—Estoy bien —repetí.

Sólo que no lo estaba.

Aira se me puso a la par.

—Le dije a la Presidenta que te llevaría a la enfermería.

—Pero estoy bien, no me pasa nada —insistí, ya algo fastidiado.

Repito: no lo estaba. Me había tomado los extraños intentos de evasivas de Kari como un rechazo, lo que me había causado una herida de la que brotaban el desencanto, la frustración y el desconsuelo que uno experimenta cuando abre su corazón y ofrece sentimientos que resultan no ser correspondidos. Por eso el sentirme rechazado como una baratija sin valor que es menospreciada, no aceptada, desdeñada. Y en ese estado en que me hallaba, lo último que deseaba era tener que lidiar con Aira y el peculiar trato que solía dispensarme.

—¡Qué terco! Veamos qué opina la enfermera.

Quiso volver a capturarme por la manga de la camisa, mas yo la eludí con un movimiento ágil de mi brazo. Y en un momento tan inoportuno como ese me venció la debilidad de mi espíritu: di un paso hacia atrás y me senté en el piso, con la espalda apoyada en la pared.

—¡Sanke! ¿Qué te ocurre? —exclamó Aira, y se arrodilló frente a mí—. ¿Estás enfermo?

No respondí. Aira inspeccionó mi cara con gesto de preocupación, y posó su mano en mi frente para comprobar si yo tenía fiebre. No sé si fue ello o qué lo que me hizo esbozar una débil y efímera sonrisa, falta de energías.

—¿Qué es lo gracioso? Oh, no, estás delirando. Voy a buscar a la enfermera.

Salió corriendo y en un parpadeo ya estaba enfilando por el pasillo lateral, dejándome por fin solo con mis nubes negras de pensamientos. Yo me puse de pie sin premura, decidido a marcharme. Casi de inmediato Aira reapareció en escena.

—La enfermera no está. Ya se fue.

Entonces reparó en el pequeño detalle de que yo ya estaba yéndome.

—¿Qué haces parado? Siéntate. Yo voy a…

—Te digo que estoy bien, ¿ves? —y me esmeré por poner cara de joven sano, y estiré alegremente un brazo y una pierna.

—A ver, camina hacia allá y regresa —ordenó, extendiendo un brazo en dirección a la puerta de nuestro salón.

Obedecí gustoso: di cuatro pasos sonriendo descaradamente y flexionando los brazos como un personaje de caricaturas, y volví de la misma manera.

La indignación hizo transmutar el semblante de Aira.

—Pequeña rata traicionera —masculló—. ¿Qué pretendías con tu torpe actuación? —Pensó un poco—. No estarás tramando algo extraño, ¿o sí? Ahora que lo pienso… la Presidenta ha estado actuando raro hoy, y tú también. ¿Qué es lo que ocurre?

—Nada —repuse—. Ve a la reunión, no pierdas más tiempo.

—Sí, ya me voy —dijo, sin dejar de entrecerrar los ojos—, y tú ve a tu casa. Casi haces que me preocupe por ti.

Dio media vuelta, movió la cabeza a los lados, disgustada y furiosa, y añadió entre dientes:

—No lo entiendo…

Y se alejó a los pisotones, destruyendo las baldosas con sus dos martillos por pies. Yo también me puse en marcha, finalmente.

Toda la escena se me antojó graciosa, pero no como para reírme.

Antes de pasar al vestíbulo, miré atrás una última vez.

—¡Vete a tu casa! —rugió Aira desde el otro extremo del corredor; acto seguido, salió al patio precipitadamente.


Ya fuera de la escuela, eché a andar por la misma calle de siempre sin ningún asunto particular en mi mente. Todo lucía igual que siempre, por más que no prestara atención a nada de lo que hubiera a mi alrededor; era yo el que estaba distinto, por decirlo así. Conociéndome, sabía que lo que necesitaba era una larga noche de buen sueño.

¿O no?

La tarea podía esperar.

Pero lo que quería contar era otra cosa.

Estando en la parada, a punto de subirme al autobús, eché un vistazo al celular para ver la hora. En la pantalla apareció un mensaje de texto del que no me había enterado.

«Te espero en la esquina de S* y H* en media hora», decía.

El mensaje era ni más ni menos que de Kari; había agendado su número el día del torneo de atletismo, en el que me había llamado por mi torpe retraso.

Tan pasmado me dejaron aquellas simples palabras en el frío cristal de la pantalla, que quienes estaban detrás de mí en la fila se molestaron conmigo porque mi inmovilidad les impedía subir al autobús. Por fin me hice a un lado y volví sobre mis pasos sin dudar, aun sin saber el motivo del mensaje, empezando a esperar por ella.

La esquina mencionada por Kari estaba cerca de la escuela. Las aceras de la zona estaban, como cabía esperar, llenas de estudiantes que emprendían el regreso a casa, unos más rápido que otros, que se quedaban a socializar en pequeños grupos. Y, conforme el tiempo fue pasando, las calles se vaciaron hasta quedar prácticamente desiertas y silentes. Lo mismo hubiera dado ser el último habitante de la ciudad.

Mis sentidos estaban alerta. ¿Qué podía estar sucediendo con Kari?

No podía dejar de tratar de imaginar las posibles motivaciones de Kari, y de todos los escenarios que me presentaba mi mente y de todas las elucubraciones que podía fabricar a partir de lo poco que realmente la conocía no me convencía ninguna.

Debía esperar a que Kari apareciera para enterarme.

Y ella apareció, desde luego. Mientras me dominaba para aparentar tranquilidad o naturalidad en mis acciones, y no estar mirando en todas direcciones desde las cuales podía divisar a Kari, ella surgió desde debajo de la copa bien poblada de un árbol próximo a mí —primero sus piernas, luego su torso y, finalmente, su rostro—, avanzando hacia mí en perfecta calma. Su aspecto tenía mucho de angelical, a juzgar por su sonrisa tranquila y el resplandor que era tan característico en ella. Los rayos proyectados por el ocaso en el horizonte a mis espaldas la bañaban en luz anaranjada.

Todos los pensamientos de mi mente y todas las inquietudes de mi interior se dispersaron de repente en todas direcciones, huyendo de mí.

—Hola de nuevo, Kari —dije.

—Hola de nuevo, Sanke.

Se acercó un poco más a mí y prosiguió:

—Perdón por hacerte esperar.

—No te preocupes.

—Y perdón si tenías que hacer algo ahora.

Hizo un silencio de dos segundos antes de inquirir:

—¿Tenías planes?

—No.

—¿De veras?

Asentí animándome a sonreír. Kari no se veía nerviosa ni seria, y eso me tranquilizaba.

—Qué bueno… Es que… hoy me preguntaste si quería salir contigo, y yo… No creo que vaya a tener tiempo de salir, pero pensé que te gustaría acompañarme hoy. ¿Qué dices?

Creo que se me debe haber caído la mandíbula; aun así, logré responder:

—¡Por supuesto!

Yo no podía creerlo. De verdad no podía creerlo. Si el despertador hubiera interrumpido el momento, separándonos inexorablemente, arrojando a Kari al abismo de los recuerdos, lo hubiera entendido.

Ningún despertador sonó.

Es increíble cómo todo puede cambiar en cuestión de segundos. Realmente lo último que hubiera esperado era una invitación a una cita… o algo así.

¿Podría ser que sí quería salir conmigo, después de todo, y en despecho del «asunto» que ella misma había mencionado?

Kari sonrió tiernamente por un segundo, y luego se puso en marcha conmigo a su lado, todo en pacífico silencio, donde cualquier palabra hubiera estado de más.

Sin embargo, desde el principio no se sintió en absoluto como una cita. Tan sólo caminábamos a la par, como dos compañeros que vuelven juntos de la escuela; ninguna atmósfera particular nos envolvía, y ninguna energía sutil y cósmica nos magnetizaba. No tardé en empezar a pensar que me había hecho ilusiones en vano, y que mis expectativas acerca de lo que pudiera suceder entre la chica alegre y yo estaban siendo burladas sin compasión por el desarrollo de los hechos. Esperaba, en cambio, que por fin se decidiera a contarme acerca de su misteriosa vida secreta.

—¿Estamos yendo a tu casa o a dónde?

Kari negó con la cabeza.

Lucía contenta, pero no podía decir si era su alegría natural o si había otro motivo. De cualquier manera, definitivamente no estaba «actuando raro», como me había dicho Aira en la escuela.

Pero no era momento de estar trayendo a la mente a Aira (y probablemente ningún momento era el ideal).

Aunque, a decir verdad, sí había algo «raro», y eso era que Kari me hubiera enviado aquel mensaje de texto.

Pero de ello no me quejaba, desde luego.

—¿Adónde quieres ir? —me preguntó ella.

—¿Yo? Pues, ¿te gustaría tomar un café?

—Por supuesto —respondió dulcemente Kari—. Lo que tú quieras, Sanke.

Cualquiera estaría feliz, emocionado o ilusionado de salir con una chica —y más aún si se tratara de la chica alegre—, pero en mi caso no había motivos para estar tan animado. Repito que no se sentía como estar teniendo una cita, por más que Kari me hubiera pedido vernos a solas. Recordé fugazmente las sombras no identificadas…

Tuve la lucidez suficiente para decidir que lo mejor era dejarme llevar por los acontecimientos, seguirle la corriente a la situación, hasta que tuviera claro qué era lo que estaba sucediendo, hasta poder decidir si ella podía llegar a corresponder a mis sentimientos o si, por el contrario, sólo estaba siendo amable conmigo por lástima.

—Y… ¿cómo estuvo la campaña el sábado? —pregunté, sólo para romper con el silencio que me causaba ansiedad, y para evitar perderme en mis pensamientos.

—¡Muy bien! —respondió vivamente Kari, lo que contrastó con la apacibilidad de sus acciones hasta entonces—. Salió todo bien. ¿Donaste sangre?

Me sentí tentado a decir que sí, pero me ganó la compulsión de ser sincero y admitir, en cambio:

—No… No fui.

—Oh, está bien, si quieres dar «una gota de vida», cualquier día puedes acercarte al hospital.

—¡Sí, eso haré! —exclamé, y antes de terminar de hacerlo ya pensaba en que había sonado medio torpe, que la chica alegre sonrió a mi juicio por educación y desvió la mirada.

Con una rapidez inusual en mí se me ocurrió agregar:

—Aunque sé que no es sólo «una gota» lo que uno da. He visto que a uno le sacan litros y litros de sangre…

La chica alegre me dio una palmada suave en el brazo.

—No seas tonto —dijo, divertida—. Son unos mililitros, nada más.

—Pues espero que así sea.

—¡Ja, ja! ¿Y dónde has visto que a uno le saquen «litros» de sangre, como dices? ¿En una película? Pero tienes razón: no es «una gota», sino más bien varias.

—Unas cuantas…

—No demasiadas, y el organismo rápidamente repone la sangre extraída —observó inteligentemente Kari.

—De acuerdo, iré cuando tenga tiempo.

Esta vez sí lo dije decidido a cumplir con mi palabra.

Cada tanto echaba una mirada de soslayo al rostro de la chica alegre, buscando cerciorarme de que efectivamente estuviera cansada, o convencerme a mí mismo de que no lo estaba, y que yo había interpretado mal la expresión que le había visto más temprano. Mas ninguna de las dos cosas ocurrió.

Entramos a una de las cafeterías de la avenida.

Como yo no tenía hambre realmente, pedí sólo un café. No estaba acostumbrado a beber café y, sin embargo, pedí uno.

—Dime, ¿cómo estuvo la reunión?

—¿La del Consejo? Bien, supongo —replicó Kari, sin mostrar emoción—. La de hoy fue… aburrida, creo.

—¿Qué es lo que hacen en las reuniones? Aparte de dirigir los destinos de la escuela —inquirí, medio en broma.

—No mucho. Principalmente traer algún tema a discusión, o informar de algo que sea relevante.

—¿Por ejemplo?

—Cualquier cosa que suceda en la escuela, las calificaciones de los estudiantes, las fechas de los exámenes y las tutorías…

—¿Así que es ahí donde hablan mal de nosotros? —bromeé.

—No, eso es en la sala de profesores —dijo ella, sólo para seguirme la corriente, que no tardó en añadir—: Es broma, realmente no creo que los profesores sean capaces de hablar mal de nosotros.

—Y, ¿de mí hablaron? Ya sabes, por lo que pasó…

Me refería al incidente en el vestuario de las señoritas.

—No, eso fue algo que hablé con el director en el momento.

—Te agradezco de nuevo por salvarme.

—No hay de qué, Sanke.

—Quise ayudar a ese chico, y terminé arruinándolo todo.

—No digas eso. Estabas haciendo lo correcto. Realmente eres una muy buena persona, Sanke.

—No sé qué decir. Yo siempre te consideré a ti como «una muy buena persona», siempre ayudándonos, siempre siendo tan amable, preocupándote por todos…

Su semblante se tiñó instantáneamente de tristeza, haciendo a un lado la postura encantadora que solía mantener.

—¿Yo, buena? No sé si es lo que pensarías de mí…

Mi mente se ensombreció casi tanto como su rostro. Las visiones de los incidentes en el callejón volvieron para arruinar el momento.

—Pero no es mentira lo que digo.

Kari volvió el rostro a un costado, en un gesto de honda modestia.

—Vamos, no tienes que halagarme.

—No es eso, es que eres una buena compañera y presidenta del Consejo.

—No es que sea muy difícil…

—¿No son muchas responsabilidades?

Lentamente, Kari volvió a levantar la frente, y su semblante mejoró sustancialmente.

—No, para nada. Hay que asistir a las reuniones, hablar con el preceptor y estar atenta a las necesidades de los compañeros, pero no es difícil. Sinceramente, creo que cualquiera podría hacerlo.

—¿Incluso yo?

—Claro que sí; si lo deseas y pones empeño, lo lograrás.

No pude evitar preguntarme cómo me hubiera ido si me hubieran elegido presidente del Consejo. Kari prosiguió:

—Y, de todas formas, una buena persona no es la que siempre está haciendo cosas buenas. Tú eres una buena persona porque no tienes malicia, siempre estás dispuesto a ayudar, aunque nadie lo note, y porque no vas por la vida creyéndote mejor que los demás.

Sus palabras me llegaron. Por dentro tenía que admitir que eran ciertas. ¿Cómo era que me conocía tan bien, si nunca habíamos sido realmente amigos?

—Me sorprende que sepas tanto de mí, cuando nunca fuimos cercanos.

—Eso es porque eres transparente. Una puede verte y saber cómo estás, en qué estás pensando…

Inquieto, me revolví en la silla.

—Ah, suena como algo inconveniente —dije.

—Tal vez lo sea, para algunos.

—¿Estás diciendo que no puedo tener privacidad?

—¡Ja, ja! —rio modestamente—. ¡Para nada! Tus pensamientos son privados, lo mismo que tus sentimientos. Es que, al ser transparente, siempre algo se termina viendo.

—Qué incómodo me haces sentir —volví a bromear, pero algo de verdad había en mis palabras.

—¡Ja, ja! No seas tontito. Pero… ¿querías ser presidente? No recuerdo que te hayas postulado.

—No, lo dije por decir. Nunca pensé que fuera lo mío.

—¿De verdad? Bueno, como dije, no es un trabajo complicado, y te habrían llegado a conocer más.

—Me alcanzaría con no ser detestado por nadie —dije, y tranquilamente pude haberme encogido de hombros.

—¿Por qué dices eso? ¿Quién podría detestarte? —inquirió Kari, azorada de pronto.

—Nadie, nadie —repuse—, aunque a Aira no le caigo muy bien que digamos.

Una sonrisa se dibujó instantáneamente en el rostro de Kari y, sin separar los labios, e igual de rápido, echó a reír, reacción que me extrañó sobremanera.

—Aira no te detesta, Sanke —afirmó—. Simplemente no han congeniado todavía, pero yo creo que ustedes pueden llegar a ser grandes amigos.

Esas palabras me extrañaron aún más; como si no estuviéramos hablando de la misma persona. Y además, Kari seguía sonriendo, al borde de una nueva risa.

—¿Eso es una broma o qué? —pregunté, desconcertado.

—No, no —se apresuró en responder—. No le caes mal a Aira; es sólo que… trata de entenderla. Si se toman un día para conversar, yo creo que terminarán siendo amigos.

Y lo que añadió a continuación salió en un tono más bajo, acaso discreto:

—Yo quisiera que lo fueran.

—No lo sé —dije dubitativamente—. Pero, volviendo al tema, la presidenta del Consejo eres tú, y una muy buena. Y todos te apreciamos.

—Y yo se los agradezco mucho, y me pone feliz porque eso significa que hago bien mi trabajo.

Tras salir de la cafetería, Kari y yo nos encontramos de nuevo en la calle. Nos vimos a los ojos por unos segundos, sin decidir qué hacer. Pensé que sería la hora de volver, que tal vez Kari lo decidiría así. Sin embargo, por lo visto, ella no tomaba decisión alguna, ni hacía sugerencias, probablemente por lo espontáneo de la invitación.

En fin, después de un breve silencio, pregunté algo tímidamente:

—Bueno, ¿y qué quieres hacer? ¿Tienes que regresar o prefieres caminar?

—No lo sé… —replicó Kari, más insegura que yo—. ¿Tú qué prefieres?

—¿Está bien si caminamos un poco?

—Por supuesto, Sanke. Lo que más te guste.

Nos pusimos en marcha, y muy pronto, recordando parte de nuestra conversación de hacía unos momentos en la cafetería, me pregunté si de verdad Kari sentía algo por mí. Que ella en cierta forma me conociera a la distancia sólo podía llevarme a pensar que me había estado observando, que nadie observa a otro porque sí.

Además, en un momento, Kari se puso a cantar con una dulcísima voz:

The sun is shining everyday,

The stars are winking every night…

Tarareó el siguiente verso y, tras aquello, continuó, mientras yo me dejaba invadir por una sensación de sosiego:

Make our dreams become reality, already did it…

Canturreó un par de versos más, para terminar cantando:

Believe the wonder of the universe…

En ese punto Kari eligió cesar, y yo me sentí libre de finalmente preguntar, sin temer interrumpir su canto:

—¿Cuál es esa canción?

—¿No la conoces? Es una canción muy bella. Me hace sentir bien cada vez que la canto.

Luego me dijo cómo se llamaba, pero no presté atención. Otra vez estaba pensando en que Kari se veía feliz, más que simplemente alegre. ¿Sería que ella de verdad estaba conmigo porque así lo quería, y no por lástima o por obligación autoimpuesta?

Mientras tanto, seguíamos andando sin rumbo fijo.

—Entonces —pensé en voz alta—, técnicamente esto es una cita.

—¿Cómo que «técnicamente»? ¿A qué te refieres? —Y bajó la voz, avergonzada.— Pero sí… Es una cita.

Las mejillas de Kari tomaron un color rosado, su boca se curvó imperfectamente, acaso reprimiendo una sonrisa ancha, y sus ojos brillaron.

Era la primera vez que la veía así. Por supuesto, en un día normal, que era cada día, uno la veía sonreír, saludar amistosamente, dar palabras de ánimo si alguien le comentaba que atravesaba alguna dificultad, y caminar llevando su energía y su aura luminosa de un lado a otro. Pero insisto en que esa sonrisa y esa alegría que exhibía tan encantadoramente y a veces tan tímidamente en la mesa de la cafetería y en las calles del centro eran distintas a lo que uno podía verle en un día corriente. Era otra alegría la que la impulsaba, la que la embellecía más. Y yo era un privilegiado por poder conocer ese lado de ella, que se estaba revelando ante el mundo, que salía de una pupa para convertirse en una mariposa, con alas grandes y de vivos colores. Por momentos esa fachada alegre pero a la vez centrada y responsable que llevaba siempre cedía y lo que quedaba era una jovencita con cara de tonta y movimientos inseguros, tierna, delicada e indefensa, como un cachorro. No obstante, si se dejaba vencer por su sentimiento de felicidad, rápidamente se componía y volvía a mostrar su cara dulce, amable y amistosa.

En fin, andábamos muy cerca uno del otro, en mutua compañía, pero separados. Por la emoción que yo sentía me era casi imposible no tomarla de la mano. Así es como mis dedos, más que rozar, chocaron con los suyos.

—¿Eh?

—Nada.

Kari sonrió, adivinando lo que sucedía, o sólo leyendo mi mente.

—¿Tú querías…? Hum… bueno, no es que tenga un problema con eso, pero ¿no es algo que hacen los novios?

Apenas pude decir algo, entrecortando palabras. Me sentí un torpe que se estaba dejando llevar y haciendo algo inapropiado, algo que incomodaba a Kari. Tranquilamente ella podía sentirse de pronto presionada o nerviosa. Sin embargo, ella también era muy comprensiva:

—Pero, si quieres que vayamos del brazo, por mí está bien.

Gustosamente le ofrecí el brazo, y Kari lo rodeó con el suyo.

Decidimos ir a la zona comercial, donde hay una multitud de tiendas, empezando por las del Mercado de la Ciudad. Un corto viaje en autobús nos acercó al lugar.

Íbamos de acá para allá caminando uno al lado del otro pero, en realidad, yo correteaba detrás de Kari, yendo adonde ella tuviera ganas.

Para cuando llegamos a destino ya había empezado a oscurecer. El tráfico era intenso sin ser excesivo, y ordenado también, y una multitud recorría las calles, apiñándose delante de los escaparates de los grandes emporios y de las pequeñas tiendas tradicionales por igual. Kari estaba entusiasmada; por lo visto, hallarse en medio de la muchedumbre le sentaba bien. Ello no era de sorprender; una persona tan sociable como ella sólo podía estar a gusto entre tanta gente. Kari se tomaba al menos unos segundos en detenerse frente a cada vidriera o asomarse en cada puesto de mercado, presa de una curiosidad insaciable; los vegetales de huerta y las herramientas de una ferretería parecían interesarle lo mismo. Pero lo que más llamaba su atención —y con mucho— eran las tiendas de ropa y de accesorios. Kari miraba atentamente cada prenda en exhibición, sobre todo las que tenían puestas los maniquíes; debía de estudiar las formas, las telas, los colores, las costuras, los tamaños, y demás cosas que a mí siempre me pasaron de largo. Si había espacio dentro de un local, Kari entraba, miraba de cerca y tocaba la ropa, y si algún artículo le parecía suficientemente bonito lo descolgaba del perchero y lo escudriñaba un poco más, lo pegaba a su cuerpo, como si lo llevara puesto, y me preguntaba cómo le quedaba. Al probarse un sombrero blanco pensé que nada le podía quedar mal, y eso lo podía decir desde un punto de vista neutral. Desde mi punto de vista no neutral estaba seguro de que Kari podría envolverse con bolsas de residuos, y aun así quedar hermosa.

Especial atención también le merecían, por otra parte, los locales y puestos de comida callejera. Los vapores que emanaban de ellos y que atravesaban y sobrevolaban la masa de transeúntes nos despertaron el apetito. Kari acercaba mucho el rostro a los bocadillos que le parecían más ricos, y le costaba decidirse por una sola comida.

Después de hacer una pausa para darnos el gusto de probar un bocadillo, decidimos tácitamente seguir paseando por la ciudad. No habíamos hecho una cuadra cuando Kari me arrastró hasta un puesto al otro lado de la calle.

—¡Oh, esto no lo probamos! —exclamó, acercando de nuevo los ojos a una brocheta con bollitos empanados y fritos—. ¿Compramos algunos? ¡Son riquísimos!

—¿Todavía tienes hambre?

—Es que estos me gustan tanto… y hace tanto que no los pruebo… —dijo y, poniendo ojos de cachorro, agregó—: ¿Por favor?

—Sí, por supuesto —respondí, mostrando que realmente no tenía objeciones al respecto.

Me volví hacia el vendedor y le pedí dos brochetas.

—¡Eres el mejor! —exclamó Kari; feliz como estaba, enroscó sus brazos en uno de los míos y lo trajo hacia sí, apoyándolo contra su cuerpo, mientras ponía una mejilla en mi hombro. La suavidad de los pechos de Kari me embobó. Al vendedor le hizo gracia la escena; sonrió y luego me dirigió una mirada y un gesto fugaces y aprobadores.

A continuación, seguimos paseando. Nos desviamos por una calle en dirección al centro.

—Por allá vive Ruri —dijo Kari, apuntando con un dedo hacia adelante—. Su casa está a unas cinco calles de aquí. Cada vez que nos reunimos en su casa pasamos por las tiendas y miramos qué hay de nuevo.

Me pregunté qué pasaría si Ruri se nos cruzara y nos viera teniendo una cita. ¡Y qué cara pondrían Aira y Hana si de pronto se enteraran que Kari y yo salíamos! Hubiera pagado por verlas.

El desvío que ya mencioné nos condujo hasta el centro comercial. Entramos para una visita no muy extensa.

Cuando uno entra al centro comercial, una de las primeras cosas que saltan a la vista es una cabina de fotos instantáneas. Kari y yo tuvimos la misma idea al verla, y más al observar que la cabina estaba vacía y que no había fila.

Luego de hacer morisquetas frente a la cámara, salimos de la cabina; Kari tomó la tira de cuatro fotografías y las miró atentamente y con profundo cariño.

—¡Mira mi cara! ¡Ja, ja!

Desde luego que mis muecas no eran tan graciosas como las de Kari, pero eso era para mí lo de menos.

—¡Mira qué lindos salimos!

Nos veíamos muy bien —contentos juntos, lo que era lo más importante—, sobre todo Kari.

—Repartámoslas, dos para cada uno —dijo ella mientras, sin soltar las fotos, metía una mano en su mochila. Estuvo unos momentos revolviendo su estuche, buscando algo que terminó por hallar: una pequeña tijera.

—Sí que traes de todo en la mochila.

—Una tiene que estar preparada.

Kari cortó la tira de fotos en dos, y me dio una mitad a mí. Acto seguido, sacó una diminuta libreta de notas y, abriéndola para escoger una página, dijo:

—Y, para que no se pierdan ni se arruguen, voy a guardar mis fotos acá.

Tomó un clip y adosó las fotos a una de las hojitas; entonces, con mucho cuidado volvió a introducir la libretita en la mochila.

Yo hice algo similar, sólo que elegí poner mi par de fotografías entre las hojas de un cuaderno.

—Y ahora, ¿adónde quieres ir?