La chica alegre
Capítulo 9
Desperté.
Todo a mi alrededor parecía normal, aunque realmente poco se podía distinguir con tan poca luz.
Por unos segundos me sentí bien, como quien ha tenido una noche de sueño reparador, pero luego se presentó en mi cuerpo un remanente de cansancio. Algunas imágenes de la noche anterior no tardaron en aparecer para restregarse en mi desaliñada y soñolienta cara.
Murmuré su nombre.
Afuera no había salido aún el sol, aunque el horizonte ciertamente había empezado a clarear.
La casa y el barrio estaban tranquilos y en silencio. Todos dormían, excepto yo.
Sin pensarlo demasiado, me calcé y salí a la calle. El día estaba fresco, y los únicos rastros que quedaban de la lluvia eran la humedad del aire y el agua acumulada junto a la acera. Las nubes se habían fugado del cielo casi por completo.
Respiré hondo el aire refrescante del naciente alba, impregnado de rocío.
Después de los espantosos e increíbles eventos de la noche anterior, cualquier pequeña situación normal sólo podía sentarme bien.
Me pregunté adónde se había ido. En algún lugar había tenido que pasar la noche. Y, si no había vuelto a su casa, entonces es que había tenido otro lugar donde quedarse, tal vez con sus amigas o con un pariente.
Una parte de mí quiso creer que Kari se encontraba bien después de todo, y que cualquier problema que hubiera tenido lo había podido resolver, aunque no contaba con la más mínima evidencia o motivo para pensar de esa manera.
Entré de vuelta a la casa y me preparé el desayuno. Dejé el tiempo pasar mientras el sol subía de a poco, abriéndose paso entre las pocas nubes que aún quedaban en el cielo, y que terminaron por retirarse de él.
Después regresé a mi habitación para seguir revolcándome en los mismos pensamientos que había estado teniendo, pero ya con más calma, reclinado en el cabecero de la cama.
Por momentos me sentía extraña e inexplicablemente tranquilo; me sorprendió el temor de estar de alguna forma aceptando la situación, o ese fue el presentimiento que tuve entonces.
Finalmente, concluí que nada habría de malo en pasar por la casa de Kari si no tenía intenciones maliciosas, si solamente deseaba dar un paseo matutino.
Deseaba ver de nuevo a la chica alegre y a su sonrisa característica, sus delicados —a la vez que energéticos— y encantadores movimientos, y su inextinguible alegría de vivir.
Deseaba que sólo esa parte de ella permaneciera en mi mente, haciendo a un lado a esa otra personalidad que le había visto asomarse.
Cerré los ojos por un instante, procurando imaginarla como siempre, como la excelente persona y compañera de curso.
Desde mi interior, proyectada en una pantalla mental, ella volvió a sonreírme tiernamente y a emitir esa luz y ese calor que tanto me reconfortaban.
Retuve su imagen felizmente por unos momentos y, sin que yo me diera cuenta, el sueño me invadió.
Dormí ligeramente y por unos pocos minutos; más que yo abrir los ojos, estos se me abrieron de repente y por su cuenta. Sin perder tiempo me vestí para salir, decidido a dar mi inocente paseo.
Al salir de la habitación, encontré a mis padres ya levantados y cerca de la puerta.
—Oh, ahí estás —dijo mi madre—. Hay alguien afuera.
Intrigado, me acerqué a la puerta y puse un ojo en la mirilla. Entonces vi a Kari mirando a un costado, con la típica sonrisa serena en su rostro. El alivio de verla bien, la emoción de tenerla cerca una vez más y la sorpresa de que se presentara en mi casa sin previo aviso confluyeron en mi corazón.
—Es una chica —dijo mi madre, con una pizca de incredulidad.
—¡Y qué linda es! —exclamó mi padre—. ¿Es tu novia?
Lo miré y meneé la cabeza para responder que no. En mi rostro sólo había lugar para expresar estupor.
—Bueno, ¿qué estás esperando? Ve con ella.
—Buena suerte, compañero.
Dudé un segundo, pero puse la mano en el picaporte y lo giré.
—¡Que te vaya bien!
Salí al umbral. Kari esperaba por mí. Se veía radiante, serena y feliz, como de costumbre. No había en su aspecto huellas físicas ni mentales de nada que hubiera sucedido la noche anterior. Se había cambiado de ropa: llevaba puesto un vestido que le llegaba a las rodillas, una chaqueta ligera para no tener frío y un par de sandalias. A un costado de su cabeza, un broche grande con una flor adornaba su cabello. Completaba su atuendo un pequeño bolso que traía colgado del brazo —en resumen, estaba vestida con un estilo informal, casual, y a la vez con un toque de elegancia que le sentaba muy bien—.
Estaba más hermosa que en cualquier recuerdo o imaginación que yo pudiera haber tenido.
—Kari… —murmuré, y creo que mis labios se movieron para tratar de sonreír.
—¡Buenos días, Sanke! —dijo ella, tan alegre como siempre—. ¿Te gustaría hablar un momento?
—Sí, claro —llegué a responder, sorprendido. Cada cosa acerca de la situación me era inesperada.
Abandonamos el umbral y pasamos a caminar sin prisa por la acera, sin un rumbo fijo.
—¡Ah…! —suspiró Kari—, qué lindo día.
Volvió la mirada hacia mí, hacia la ropa que vestía.
—¿Ibas de salida?
—¿Yo? No… Bueno, tenía ganas de salir y caminar.
—Entonces llegué justo a tiempo. Si llegaba un minuto más tarde, tal vez no te hubiera encontrado.
—Supongo.
Dimos la vuelta a la esquina.
—Nada que ver el clima hoy, comparado con ayer —afirmó Kari, contemplando todavía el cielo despejado—. Ayer estuvo nublado todo el día. Creo que incluso llovió.
Su última frase me desconcertó un poco. ¿Sería que no recordaba la lluvia ni nada de la noche anterior?
—Anoche llovió —dije.
Hice una pausa.
—Anoche… también pasaron cosas muy turbias.
Kari no quitaba la vista del cielo.
—Ah… Creo que sí recuerdo que llovió.
—Kari…
Ella dio tres pasos lentos más, y luego se detuvo. Yo también lo hice, de modo que quedamos frente a frente. Kari miró al suelo un instante, rumiando un pensamiento; acto seguido, levantó la mirada y la dirigió a mis ojos.
—Sanke, yo puedo explicarte todo… lo que viste. Pero… —y bajó la vista de nuevo—, tienes que entender que es muy difícil para mí hablar de esas cosas.
La seriedad que emanaba de sus palabras comprimió mi corazón. Sin querer, había sido brusco con ella; había tocado una fibra muy sensible de su interior.
—Perdón.
—¡Oh, no te preocupes! —exclamó Kari, recuperando de pronto algo de su habitual alegría—. Está bien, de verdad.
—No quería que te sintieras presionada.
Kari sólo mantuvo una modesta sonrisa como respuesta. Lentamente reanudamos la marcha.
—Y bueno, ¿adónde estamos yendo? —inquirió ella después de unos metros de caminata.
—No lo sé, ¿tú adónde ibas?
—No lo sé, yo te estaba siguiendo a ti —respondió, y rio un poco.
—Entonces… ¿hoy tienes algo que hacer? —me atreví a preguntar.
—Sí, hoy tengo labores de voluntaria.
—Qué interesante. ¿Y qué es lo que haces como voluntaria?
—Hoy participaré de una jornada de concientización acerca de la donación de sangre. Tal vez hayas oído de la campaña «Una gota de vida».
—No, realmente no.
—¡Precisamente! No hay suficiente conciencia en el público sobre la donación de sangre.
—En ese caso, creo que iré al hospital a donar sangre —dije, no del todo en serio.
—¡Sería muy bueno! ¡Mientras más donen, mejor! Aunque no hayan aprobado mi idea…
—¿Qué idea?
—Pues… No te rías, pero le propuse al director del hospital incentivar la donación de sangre con regalos, como un póster de Merilia Carmine de edición limitada, o un peluche para los más jóvenes.
—¿Merilia…?
—Sí conoces a Merilia, ¿verdad? —me preguntó, con cara inexpresiva.
No esperó una respuesta de mi parte para proseguir:
—Pero el director no quería fomentar la donación de sangre con la imagen de una vampiresa…
Al mencionar que Merilia era una vampiresa, supe a quién se refería.
—Merilia y Flanse… Flanders… —balbuceé, tratando de recordar el nombre de las hermanas Carmine.
—Frandel —me corrigió la chica alegre—, no Flanders.
—Sí, como sea. Creo que hubiera sido un gasto muy grande para el hospital.
—Eh, los posters no son tan caros —dijo, y me pareció percibir un dejo de cándida amargura en su voz—, en especial si uno compra en cantidad…
Cruzamos la calle.
—¿A qué hora tienes que estar en el hospital? Hay un lugar al que me gusta ir.
—¿Cuál?
—La arboleda. ¿La conoces?
—Claro que sí, es un lugar muy lindo. Bueno, en marcha —añadió alegremente—, todavía tengo un rato libre antes de irme.
La arboleda era con mucho el sitio más agradable de todo el suburbio, y no se hallaba lejos de mi casa. En su extremo oeste llega a conectarse con la orilla del río. La arboleda y el paseo a orillas del río son los lugares más concurridos durante los fines de semana.
—Quiero preguntarte algo.
Kari enarcó las cejas e inclinó la cabeza en señal de sorpresa.
—¿Cómo supiste dónde vivo?
Kari carcajeó.
—¡Ja, ja! Bien, como presidenta del Consejo, tengo acceso a información sobre los estudiantes.
—Ya veo…
—Oh, eso sonó como si fuera una acosadora, ¿no?
—¿Qué? No, no realmente.
—Qué bueno —dijo, sonriendo de alivio—. Yo no hago cosas aterra…
Interrumpió bruscamente su frase. Era obvio que ella no podía hacer un chiste de ese estilo inocentemente ni aunque fuera cierto, porque yo había descubierto que era tal vez capaz de hacer cosas mucho peores que averiguar la dirección de una persona, y por ello no podía fingir frente a mí que siempre era la joven adorable y perfecta que todos conocíamos. Hasta tuvo que desviar la mirada por un breve instante.
—No es que me haya molestado. Es sólo que me sorprendió —dije, para distraerla de cualquier pensamiento negativo que pudiera haber estado teniendo.
—Sí, entiendo —dijo ella, y volvió a sonreír levemente—. Fue una visita inesperada.
—Exacto.
Hicimos un largo trecho en silencio, procurando disimular la incomodidad del momento, llevando la mirada a las nubes, a los balcones que dominaban las alturas del vecindario, o a cualquier pequeña cosa que pudiera tratar de llamar nuestra atención. Entonces llegamos a destino. La entrada principal a la arboleda, la cual daba acceso al interior del parque a través de un camino de gravilla, se encontraba al otro lado de la avenida.
—¿Vienes muy seguido? —me preguntó Kari.
—Más o menos. Antes venía con más frecuencia, con mis amigos.
Nos sentamos en la primera banca vacía que hallamos, de cara a una de las avenidas que bordean la arboleda. Los frondosos árboles a nuestras espaldas proveían abundante sombra y frescura. El olor a hierba dominaba el aire que respirábamos. De un lado, los vehículos que transitaban la avenida a gran velocidad, y al otro, las aves que sobrevolaban las copas de los árboles o que viajaban como flechas pardas o rojizas de rama en rama, daban forma al ruido de fondo con instrumentos tan dispares. Podía decirse que aún era temprano, ya que se veían muy pocas personas alrededor.
Una parte de mí esperaba —incluso sentía ansias al respecto— que Kari empezara de un momento a otro a explicar lo que ocurría con ella y sus terribles acciones en el callejón de atrás de su casa pero, al mismo tiempo, otra parte de mí quería simplemente olvidarlo todo y seguir viendo a Kari como la chica alegre, como la dulce, carismática y amable compañera de escuela de la que me había enamorado.
Más superficialmente, no obstante, quería iniciar una conversación casual con la chica alegre, aunque toda la situación me tuviera aún algo confundido. Recién al sentarme en la fría banca de la arboleda fue que mi mente logró calmarse un poco.
Afortunadamente, la chica alegre me ayudó siendo la primera en hablar.
—Y bien, ¿cómo te está yendo en la escuela?
—Bien. Este año… —dije, y alcé la vista en un intento de bajar una respuesta del cielo—, me ha costado poco aprobar las materias.
—Eso es muy bueno, Sanke. Te felicito.
Le devolví amablemente la sonrisa.
—Gracias.
Rápidamente agregué a mi respuesta:
—No tengo notas tan buenas como las tuyas, de todas formas.
—Lo importante es que te vaya bien a ti —repuso la chica alegre—, ¿no lo crees?
—Por supuesto. Y… ¿ya sabes qué harás al terminar la escuela? Seguramente irás a la universidad, ¿verdad?
—Así es. Me gustaría entrar a la Escuela de Medicina.
—Fantástico —opiné, maravillado.
La vocación de médica le sentaba muy bien a la chica alegre; encajaba con su personalidad a la perfección. No me hubiera resultado nada difícil imaginarla como una reputada doctora que se esforzaba noblemente todos los días para aliviar a los enfermos y salvar vidas en riesgo.
No había pensado entonces que en los hospitales es donde también muere gente.
No, en vez de eso, simplemente me dejé llevar por la tranquila e inofensiva plática que estábamos teniendo la chica alegre y yo. Nuevamente sentí una naturalidad en el ambiente, en nuestros actos, en la situación en general que, desde cierto punto de vista, no correspondía, no debía ser tal.
—¿Y qué hay de ti? ¿Estudiarás en la universidad también?
—¿Yo? Bueno… no estoy seguro. Creo que me gustaría ser profesor.
—¡Guau! No tenía idea, Sanke. ¿Así que te gusta enseñar?
Tenía razones para reaccionar así, siendo que nunca se lo había dicho a ella ni a nadie.
—Sí, no sé si realmente sea lo mío, pero creo que me iría bien.
—¡Seguro que te irá bien! —exclamó ella animadamente—. Sólo tienes que estar convencido de que puedes hacerlo. ¿Qué materia te gusta?
—Historia.
—Oh… —exclamó la chica alegre, con algo de asombro, pero también con admiración, reacción a la que no estaba para nada acostumbrado—. ¿No has pensado en ser tutor? Podría servirte como práctica.
—No realmente.
Nunca me había considerado digno de ofrecerme como tutor pero, sobre todo, nunca me había interesado demasiado. Sin embargo, sí ayudaba a mis amigos cada vez que celebrábamos nuestras reuniones de estudio. Se me daba bien el explicar conceptos cuando los entendía, generalmente sacaba mejores notas que ellos, y me hacía sentir útil. Por eso me gustaba, si he de ser honesto.
—Bueno, si quieres intentarlo, siempre puedes sumarte al programa de tutorías. Cualquier ayuda es bienvenida.
—¿Sabes qué? Quizás lo haga —afirmé, motivado por la invitación—. Yo estudio con mis amigos, y nos ayudamos entre todos, pero creo que podría ayudar a otros también.
—Claro que sí —dijo la chica alegre, sonriendo con los ojos cerrados, y añadió—: cuando quieras ve a hablarme y te incluiremos en la siguiente tutoría.
De pronto, mi celular comenzó a sonar. Me apresuré en sacarlo del bolsillo del pantalón, como si tuviera que callar una molesta e inoportuna alarma.
Dudé por un segundo en atender.
—¿Hola?
—Ah, ahí estás —dijo en un suspiro de alivio una voz al otro lado de la línea—. Te estuve escribiendo, ¿por qué no respondes los mensajes?
—Oh, Kire, perdón, no me di cuenta —respondí algo nervioso—. Además —y di un rápido vistazo a la chica alegre, quien fingía estar distraída—, ahora no estoy en mi casa.
—Pero estás bien, ¿verdad? Anoche me asusté un poco. Tenías una cara que… Lo siento, no quise ofenderte.
—Está bien, Kire, no te preocupes.
—De acuerdo… ¿Y dónde estás ahora? No se te vaya a olvidar lo que prometiste, ¿de acuerdo?
—No lo he olvidado —repuse, empezando a desear terminar con la conversación, para no dejar a la chica alegre esperando—. Iré a tu casa hoy.
—¡Genial! Te estaremos esperando.
—Sí, adiós, Kire.
Tan pronto como terminé la llamada, la chica alegre volvió a mirarme.
—¿Está todo bien?
—Sí, era mi prima. Quedamos en que yo vaya a su casa hoy.
—¡Qué bien! —exclamó la chica alegre, sonriendo—. Suena como un buen plan.
Noté las notificaciones de los mensajes de Kire en la pantalla del celular antes de guardarlo en el bolsillo.
—Hace tiempo no veo a mis tíos.
—¿Viven lejos?
—No, en el barrio I*; no es tan lejos si voy en tren.
—Siempre es bueno que veas a tu familia —dijo la chica alegre; acto seguido, echó un vistazo al reloj de su celular—. Bien, ya va siendo hora de irme.
Se puso de pie mientras yo empezaba a lamentarme de haber tenido tan poco tiempo para compartir con ella. Pasaron unos segundos —en los que la chica alegre permaneció inmóvil— hasta que yo la imité.
—¿Quieres que te acompañe?
—No hará falta, Sanke, gracias. Tomaré un taxi.
Nos pusimos en marcha, yo ocultando mi decepción con una falsa sonrisa de tranquilidad. La chica alegre recorrió con la mirada los árboles, cortó con un suave suspiro su silencio y afirmó:
—Había olvidado lo agradable que es este sitio.
Una fugaz idea atravesó mi mente. ¿Podría ser que ella, al igual que yo unas horas antes, estaba necesitando pasar un momento de calma para su espíritu, luego de lo ocurrido la noche anterior?
Sin dudarlo un segundo, y usándolo como excusa para extender al menos un instante más mi tiempo junto a la chica alegre, le propuse:
—¿No quieres entrar y caminar un poco? ¿O se te hace muy tarde?
—No, no es tarde… De acuerdo, vamos.
Volvimos sobre nuestros pasos rumbo a la entrada principal.
Los senderos que atraviesan la arboleda son estrechos y sinuosos, sin trazos rectos; a cada vuelta de curva, a ambos lados del camino, y bajo las copas de frondosos árboles siempreverdes, se hallan rústicas bancas de madera no muy grandes, para dos o tres personas. No pocos tramos permanecen en sombras todo el día debido a que las copas de los árboles más altos forman inmensos y majestuosos arcos vegetales que, al reducir la cantidad de luz solar, enfrían el aire y, además, concentran en él la humedad del ambiente y el aroma a hierba fresca.
Por unos instantes los únicos sonidos que emitimos fueron los de nuestras pisadas en el camino de gravilla, que se ahogaban rápidamente entre los gorjeos y los aleteos de las aves del parque. Al menos nuestro silencio no era uno de los incómodos. Eventualmente el sendero nos llevó al borde de un pequeño claro en un extremo de la arboleda, desde el cual se ve el río que atraviesa la ciudad. Si bien no lo vi, sabiendo que estaba allí, a lo lejos, tuve ganas de llevar a la chica alegre al parque al otro lado del río —un sitio más apropiado para una cita o para el «encuentro», digamos, que estábamos teniendo—. Pero cuando le dirigí una mirada al rostro de la chica alegre, que el sol bañaba sin que los árboles se interpusieran en el camino de sus rayos, noté que había en él signos de cansancio —leves, pero perceptibles—.
Si estaba cansada, había estado haciendo el esfuerzo suficiente para disimularlo.
—Bien, Sanke… —dijo entonces Kari, deteniendo su andar.
Tenía la cabeza inclinada hacia adelante, y no quería mirarme, o no podía hacerlo. Nos detuvimos.
—Hoy he venido a verte porque… bueno, lamento lo que sucedió anoche.
Se volvió hacia mí y levantó la mirada, pero no pudo evitar ocultarla pronto de mí, evitando así verme a los ojos. Luego llevó la vista a las piedritas del suelo.
—No se suponía que estuvieras ahí…
Las palabras salían de su boca de a poco, a costa de grandes esfuerzos.
Finalmente, tuvo el valor de mirarme de frente.
—En fin, quiero pedirte que no hables con nadie de lo que viste.
—De acuerdo —logré responder.
La situación, el semblante serio de Kari, su actitud tan desconocida —sin alegría, sin sonrisas, sin brillo en los ojos, sin dulzura en la voz—, me eran turbadores. Deseaba asomarme a ese lado oscuro que tenía ella; no obstante, al mismo tiempo, temía tocar otra vez una fibra sensible y provocar así una reacción que la hiciera huir de mí.
—Confío en que no hayas hablado de esto con nadie aún, ¿o sí lo has hecho? —dijo con una voz ya muy seria.
—No, Kari.
Dio un par de pasos, apartó la vista de mí y dijo en un tono sereno y —sobre todo— de muy claro significado:
—Es mejor que así sea.
Entonces reanudó la marcha lentamente, dejándome atrás. Tardé en reaccionar, pero decidí arriesgarme y ya no dudar más. Corrí y me puse delante de ella.
—Kari, está bien, si quieres que no hable, no hablaré, pero… no puedo fingir que nada pasó, ni que todo está bien.
—No te pido que lo hagas —repuso ella con cierta indiferencia y sin dignarse a verme a los ojos.
Intentó reanudar la marcha, pero le continué bloqueando el paso y hasta apoyé las manos en sus antebrazos para asegurarme de detenerla.
—No es algo que quizás puedas entender —añadió entonces con seriedad y todavía rehusando verme de frente—. Sería mejor que olvides todo.
Habiendo dicho esto, Kari apartó mis manos y puso las suyas en mis brazos, pretendiendo empujarme para avanzar. Mas yo estaba dispuesto a no dejarla ir tan fácilmente.
—Pero me preocupo, me preocupo por ti —mis palabras brotaban de mi interior por sí solas, sin que yo tuviera oportunidad de escogerlas; un fuego ardía en mi pecho, consumiendo el oxígeno de mis pulmones—. Siempre quise conocerte, y ahora… No sé qué es lo que ocurre… Sólo necesito saber que estarás bien. Si tienes algún problema, sin importar cuál sea, yo te ayudaré, cuenta conmigo, pero quiero saberlo.
Al decir estas palabras, que, al escucharlas yo mismo instantáneamente me hicieron sonrojar, sentí la presión sobre mis brazos menguar para luego desaparecer. Kari tenía la vista fija hacia adelante, por encima de mi hombro izquierdo; esbozó una tímida sonrisa que se esfumó demasiado pronto; por un segundo sus labios se separaron muy ligeramente, acaso preparándose para decir algo; sin embargo, pronto empezó a respirar con dificultad y con un ritmo alterado, mientras algunos músculos de su cara se tensaban. El ruido de su respiración era lo único que se oía; las aves se habían callado y nos observaban atentamente agazapadas entre el follaje.
Sin pronunciar palabra, volví a posar una mano en su antebrazo, ese antebrazo tan suave y tierno que ahora ansiaba acariciar. Antes de atreverme a hacerlo, Kari me dijo:
—Se me hace tarde, Sanke.
Esta vez siguió camino sin que yo me opusiera.
—Kari.
Ella se detuvo.
Me puse a su lado.
No sabía si mi corazón latía a un ritmo extremadamente acelerado o si, por el contrario, se había detenido, incapaz de soportar la tensión del momento. Había más adrenalina que sangre corriendo por mis venas, y mis piernas se sentían flojas, pero de alguna manera lograba mantenerme en pie.
—Kari, si no tienes nada que hacer mañana… veámonos de nuevo.
Kari se quedó en silencio. La expectativa era máxima, y mi corazón de pronto pendía de un hilo. Un movimiento nervioso de sus labios reveló indecisión, o sólo sorpresa.
Giró un poco la cabeza para verme a los ojos.
—Lo siento, no puedo —dijo sin emoción, aunque tratando de tener tacto—. Ahora debo irme. Adiós, Sanke.
Kari se marchó raudamente. Al final del sendero encontraría una de las salidas de la arboleda. En cuanto a mí, me volví consciente de que estaba respirando, como cuando uno deja de hacerlo por un instante; las piernas me hormigueaban y por ello decidí sentarme en la banca más próxima y descansar. Pocas veces mi cuerpo y mi mente habían pasado por un momento tan tenso. Me recosté en el respaldo de la banca; los pájaros volvieron a chillar y a retozar agitando las alas, volando de aquí a allá, y una brisa corrió delante de mí, meciendo las hojas y la hierba. También reanudaron la marcha los ruidosos vehículos de la avenida a pocos metros de allí.
Estuve unos minutos recuperando el aire antes de retirarme de allí de regreso a mi hogar.
Ni bien me oyeron traspasar el umbral y abrir la puerta, mis padres dejaron lo que hubieran estado haciendo y fueron a mi encuentro.
—¡Sanke! No me dijiste que tenías novia.
—Pero ¿qué pasó? Volviste muy rápido.
—No tengo novia —dije.
—Creí que la llevarías a algún lado… ¿o no tienes dinero? —inquirió mi madre; luego se dirigió a mi padre y le preguntó en tono casi de reprimenda—: ¿No le has dado dinero para su cita?
—Mamá…
—Oh, bueno, puedo darte dinero —dijo despreocupadamente mi padre, y extrajo del bolsillo su billetera—. Lo que necesites.
Sacó un manojo de billetes sin siquiera contarlos y me los tendió, al tiempo que me decía:
—Llévala a un buen restaurante. No escatimes en gastos, ¿entendido? En especial si es su primera cita.
—¡Ay! —exclamó mi madre, y suspiró enternecida.
Tomé el dinero tímidamente, sin querer guardarlo en mi bolsillo, como si aún no fuera mío, no aceptando que tuviera derecho a poseerlo. Mi padre me dio una palmada en el hombro; dominaba su rostro una ancha sonrisa.
—No es mi novia. Es una compañera de la escuela —insistí, pero mis padres no quisieron escucharme.
—¡Ah…! —suspiró mi madre una vez más.
—Hablando de comer, hoy iré a casa de tía Laina —anuncié, pretendiendo cambiar de tema, para así disminuir el calor que sentía en las mejillas.
—Está bien, ve tranquilo.
—¿Y por qué no vamos todos? —propuso mi madre.
Fui a mi habitación y lo primero que hice fue quitarme la chaqueta y dejarme caer en la cama. Los billetes quedaron doblados por la mitad —tal como me los había entregado mi padre— sobre la mesita de noche.
Metí los brazos debajo de la almohada. Lo mismo que más temprano ese día, la situación me tenía un tanto aturdido, y necesitaba calmar mi mente. Sensaciones variadas y dispares se mezclaban dentro de mí, negándome el anhelado y necesario sosiego.
Para empezar, aunque una parte de mí quería ignorar la existencia de la joven del vestido blanco, no podía disociarla de la imagen que conservaba en mi fuero interno de la chica alegre. No lograba —me era aún difícil de creer— aceptar que la presidenta del Consejo Estudiantil, la chica ejemplar, la estudiante tan aplicada, tan madura para su edad, tan segura de sí misma, tan amable, confiable y alegre, era al mismo tiempo un ser frágil —incluso con una debilidad física, a juzgar por su extraño malestar el día anterior—, inseguro, del que me compadecía sin entender muy bien por qué, y que en cierta medida incluso me movía a ternura.
Y que a la vez poseía un lado siniestro, fuera de toda lógica, que pretendía ocultar de mí.
No podía ni debía evadirme de esa realidad, por más inquietante o difícil de aceptar que fuera. Debía enfrentar los hechos. En parte por eso había invitado a Kari a salir, porque era la única manera que tenía de asegurarme una oportunidad para saber más de ella.
Pero me había dicho que no.
Aquellos pensamientos me habían trastornado durante el camino de regreso desde la arboleda; tanto es así que, antes de entrar en la habitación, al oír lo que mis padres habían dicho, sentí un momentáneo y extraño impulso de azotar la puerta. «Deberías hablar con él de estos temas»; «Sí, es que no tenía idea de que tuviera novia». No obstante, pocos segundos después, mientras la chaqueta caía al piso como las hojas afuera, me serené y razoné que la reacción de mis padres era en realidad esperable: estaban gratamente sorprendidos —ellos eran quienes estaban felices y eufóricos— de que su hijo, aquel joven estudiante que pasaba largos ratos en su habitación y que se juntaba tan solo con sus pocos amigos —todos ellos varones—, de pronto se veía con mujeres y tenía citas. Bueno, algo había de cierto en lo que creían, pero no en lo de las citas.
Repasé las palabras que había dicho a Kari en la arboleda, y las admitía ciertas a cada una de ellas. Me preocupaba por ella. Quería conocerla mejor. Deseaba salvarla de cualquier peligro al que pudiera haber estado expuesta y, de haber conocido su situación, ya me habría puesto a fantasear con la forma en que podría hacerlo, tendido en la cama, con la almohada entre los brazos.
Aunque, por otra parte, se podía decir que ya la había salvado una vez.
Pero me había dicho que no.
Tras estar unos buenos minutos acostado, me di cuenta de que no tenía ganas de ir a la casa de tía Laina.
Mientras una animada conversación —demasiado, para mi gusto— tenía lugar en la sala de estar, yo me escabullí fuera de la casa. Dejé la puerta entreabierta; a causa de ello, las exclamaciones y risas alegres se oían claramente desde la acera. Ahora estaba nublado, había refrescado y por momentos corría un viento frío.
Kire se sentó en el suelo, junto al arroyo. Yo la imité. Ella, a diferencia de mí, se había abrigado; se había abrochado la chaqueta hasta arriba, y constantemente cubría con ella su boca, como si hiciera un frío de invierno, para destaparla sólo segundos después, manteniendo siempre las manos escondidas dentro de las mangas.
—Todavía no sé qué fue lo que te pasó ayer —me dijo, y en su tono disfrazaba un reproche y a la vez parecía pedirme explicaciones—, pero me alegro de que estés bien.
—No fue nada. Creo que estaba muy cansado.
—Hum… —murmuró Kire, pensativa; entonces disparó de una vez, inocentemente—: ¿Fue por una mujer, tal vez?
—¡¿Eh?!
—Pues ahí dicen —y con un movimiento hacia atrás de su cabeza señaló a la casa— que tienes novia «o algo así».
—Ya les dije que no es mi novia. Es sólo una compañera de la escuela.
—Sí, eso lo dijiste también. ¿Era eso por lo que actuabas tan raro ayer?
—¿Cómo que actuaba raro? —pregunté, fingiendo no comprender a qué se refería, y desviando un poco la mirada.
—¡Sí! Viniste ayer hasta aquí mismo «a saludar», pero ni siquiera entraste. Mi mamá se quedó con ganas de verte…
Contra aquellas palabras no podía pensar en una respuesta convincente. Kire siguió hablando, tras hacer una pausa de un par de segundos en los que volvió a adoptar una expresión meditabunda:
—Fue muy raro que vinieras de noche, sin avisar —dijo con suspicacia—. Y te fuiste muy rápido también. ¿Fuiste a verla a ella?
Me inquieté de repente. Me sentí como si ella supiera lo que me sucedía, pero no: era que, a pesar de su corta edad —tan sólo un par de años menos que yo—, ya podía deducir o formular hipótesis acerca de eventos a su alrededor —en este caso, los que me involucraban—.
Articulé una risita nerviosa y dije:
—¿Qué dices? Yo no fui…
Mostrándose acaso disconforme con mi intento de respuesta, Kire estiró las piernas para luego recogerlas y cruzar los brazos encima de sus rodillas. No pasó mucho tiempo hasta que ella volvió a romper el silencio —ese silencio del que no podía decidir si ahogar hasta que se me pasara el nerviosismo o terminarlo cambiando completamente el tema de conversación—.
—Ayer mencioné a mi compañera de escuela… ¿Todavía te interesa el tema?
—Sí, más bien me llama la atención. He estado pensando… ¿por qué desaparecería alguien de un momento a otro, sin avisar?
—Pudo haber sido raptado —dijo Kire—, pero no creo que haya sido el caso. Más bien creo que tiene que ver con lo que dijo mi compañera, ¿recuerdas?, que su abuelo estaba deprimido. Tal vez él un día decidió…
No pudo concluir su frase, y no hizo falta. Entendí que se refería a que el hombre se pudiera haber quitado la vida, cosa que yo no había considerado.
—Ahora —prosiguió Kire—, por qué el abuelo de mi compañera estaba deprimido es algo que no sé. Obviamente ella no me contó toda la historia.
No, yo había visto pasar por mi mente otra idea o, mejor dicho, un presentimiento.
Que el abuelo de la chica había desaparecido como el joven trabajador y como la mujer del brazo desgarrado en el callejón detrás de la casa de…
En cuanto aquel pensamiento vino a mí por primera vez, no tardé en querer espantarlo como a una mosca, diciéndome que se trataba de una coincidencia, y que el asunto del anciano no tenía por qué tener que ver con las muertes en el callejón. Al mismo tiempo, sin embargo, no podía evitar ver un parecido en la situación con las historias que leía de vez en cuando, las del tipo «una criatura o entidad llega a un poblado y siembra el terror hasta que alguien le hace frente». Claro está, no parecía haber terror en la ciudad o en el vecindario de Kari; de otra forma, se habría informado acerca de las muertes en los noticieros o en los periódicos. No, muy por el contrario, quizás sólo yo me había dado cuenta que algo andaba mal en ese rincón de la ciudad.
—¿Y tú qué piensas?
—Que si él hubiera decidido… ya sabes, suicidarse, la policía ya lo habría encontrado, ¿no te parece? Quién sabe —agregué esperanzado—, tal vez tuvieron un problema familiar y él decidió alejarse…
—Puede ser. Sólo queda esperar que el hombre aparezca sano y salvo, o alguna novedad de la policía.
Debe ser dicho —y lo pensé en ese momento, mas no lo dije— que en esas historias que mencioné antes nunca aparece la policía a resolver el problema, y siempre es un héroe el que enfrenta a la criatura.
Desde luego, no tenía intenciones de ser un héroe, y sólo confiaba en que, si podía convencer a Kari, poco a poco iría desentrañando su misterio.
Claro está, no consideré entonces que por tratar de hacerlo pudiera correr peligro alguno.