La chica alegre
Capítulo 11
—¿Estás cansado? ¿Quieres volver a tu casa?
Estábamos sentados en una banca en una plaza de la zona sur de la ciudad.
—No, para nada —respondí.
—Quizás tenías cosas que hacer, y yo te saqué de tu casa toda la tarde.
—No digas eso. No es cierto.
—De todas formas, supongo que debería compensártelo.
¿Qué había que compensar? Salir con ella era un sueño hecho realidad; hubiera pasado una semana fuera de casa por tener una oportunidad con Kari.
—Sí… ¿Hay algo que te gustaría hacer? —me preguntó.
—Sólo estar acá contigo es suficiente para mí.
—Oh, ¿en serio lo dices? Bueno, de todas formas, ¿viste que en la tele las parejas hacen eso que…?
Me paralicé por un segundo; esa frase podía concluir de manera indecente. Kari prosiguió:
—Bueno, cuando el hombre… ya sabes, cuando descansa apoyando la cabeza en las piernas de la mujer.
—Ah, en los muslos de ella, sí.
—¿Quisieras probarlo? Creo que no me molestaría… si tú quieres… —dijo, e imaginé que en realidad me lo estaba pidiendo.
—Ah, si a ti no te molesta…
Me acosté en la banca, apoyando la cabeza en los muslos de Kari, y flexionando las piernas para que no colgaran y quedaran en una mala posición. Cerré los ojos, fingiendo dormir; tras unos instantes, Kari me preguntó:
—¿Y qué tal?
—Bien, muy bien —dije, aunque no podía estar muy cómodo que digamos.
Después de unos minutos, Kari inclinó la cabeza hacia adelante, de modo que su rostro quedó frente al mío; en este había una sonrisa pero también una mueca de incomodidad.
—¿Todo bien?
—Hum…
Sin perder tiempo, entendiendo lo que ocurría, despegué la nuca de las piernas de Kari y volví a sentarme.
—No es tan cómodo como dicen… —afirmó ella.
—No, no tanto.
—¿Y a ti qué te pareció? No sé, quizás mis piernas son muy flacas.
—¿Qué? No hay nada malo con tus piernas. Tus piernas son… muy lindas.
Kari sonrió, algo avergonzada. Yo proseguí:
—Obviamente no es lo mismo que tener un almohadón, pero aun así estuvo bien para mí.
—Qué bueno. A mí se me estaban por dormir las piernas.
—No hace falta que te tomes molestias por mí, en serio.
—Bueno, quería ver cómo se sentía… También dije que quería compensarte por tu tiempo y tu bondad… Y también te debo un favor.
—«¿Estás segura, Presidenta?»
—Confío en que no vas a pedirme nada… ¿cuál era la palabra?, «aborrecible».
—En ese caso… Sí, voy a pedirte algo, pero tal vez más tarde.
—¡Oh, qué misterioso! Entonces, ya que descansaste, ¿quieres ir a algún otro lado?
—¿Ya fuiste a la ribera de noche?
—Sí, alguna vez, pero fue hace tanto…
El paseo de la ribera se extiende a lo largo de unos kilómetros, llegando hasta el extremo norte de la arboleda. En una de sus orillas hay un precioso parque, donde gente de todas partes de la ciudad se reúne los fines de semana. En algunas noches, además, se brindan espectáculos de luces a orillas del río, o de fuegos artificiales en días festivos. Es por mucho el lugar más lindo de la ciudad. Si algo faltaba a nuestra cita, era visitar la ribera como tantas otras parejas acostumbran hacerlo. Por otra parte, el sol caía sin prisa y sin descanso, y pronto no tendríamos más opción que regresar a nuestros respectivos hogares. En mi mente, pasar los últimos momentos del día en la ribera serían el broche de oro de la cita. Incluso ya había empezado a fantasear por breves lapsos acerca de lo que podría llegar a ocurrir entre nosotros.
Alcanzamos el río, cuya anchura en esa parte de la ciudad es máxima. Su cauce permanecía constante gracias a un terraplén. Una valla de concreto y metal separaba el río del sendero que lo bordeaba, y que Kari y yo caminábamos para acceder al parque.
Por encima del río y de sus orillas soplaba con intermitencia un fuerte viento que nos hacía dar frío. Yo no estaba abrigado y Kari tampoco, salvo por el saco que traíamos puesto desde la escuela; las piernas de Kari estaban descubiertas, y su falda y su cabello se agitaban con violencia cada vez que una ráfaga se abatía sobre nosotros. Apretamos el paso rumbo a nuestro destino.
Arribando al parque, en vez de adentrarnos en él desde el principio, permanecimos en la orilla un rato más. A esa hora, siendo día laboral, y como era usual según mi experiencia, pocas bancas en el parque estaban ocupadas. El aire fresco olía a hierba y a humedad. Kari contemplaba los árboles, elevando a veces la vista con un gesto que recuerda al asombro, y con la yema de un dedo acariciaba alguna hoja que pendía de una rama lo suficientemente cerca de ella. Y si quería atraer mi atención para que yo viera algo en particular, tironeaba de mi brazo con un movimiento juguetón del suyo. Su permanente buen humor y su energía me contagiaban y me reconfortaban. No fui consciente en ese momento de que estaba viviendo un día perfecto, algo que ni siquiera me había animado a imaginar.
—Una vez me pareció ver una zarigüeya al pie de un árbol, entre la hierba —decía ella, mientras tanto.
—¿Una zarigüeya? Qué raro.
—Sí, quizás estaba equivocada, pero en ese momento lo creí. Fue hace mucho tiempo.
—Ya veo. Yo jamás he visto una.
—Probablemente yo tampoco —dijo ella, y rio un poco.
No me canso de decir lo adorable que se veía cuando ladeaba la cabeza, cerraba los ojos y dibujaba en su rostro una hermosa y dulce sonrisa, y cómo en esos momentos parecía iluminarse toda ella.
—¿Y bien? ¿Qué era lo que me ibas a pedir?
—Qué impaciente. ¿Qué tal si primero me cuentas algo de tu vida?
—¿Eh?
—Realmente no conozco mucho de ti. ¿Me contarías tu historia?
—¿Historia? No hay mucho que contar, ¿sabes? Pero, ya que preguntas… Nací hace unos diecisiete años, más o menos, de chica fui a la primaria en la escuela del vecindario… Mis padres eran ejecutivos regionales de la Corporación T*, ¿la conoces? De hecho, ellos se conocieron trabajando allí. Y yo crecí, seguí estudiando… y aquí estoy.
—¿La Corporación T*? Impresionante. ¿Así que eres de la alta sociedad? Qué raro que no vayas a alguna escuela privada, como los chicos ricos… —bromeé, pero mientras lo hacía caí en la cuenta de un detalle—. Espera, ¿dijiste que eran ejecutivos? ¿Entonces pasó algo?
Kari se tomó un significativo instante para responder.
—Ellos murieron —dijo secamente.
Mis comentarios, lejos de haber resultado chistosos, habían quedado desubicados completamente, lo que me hizo sentir un estúpido.
—Lo lamento mucho, de verdad.
—No te preocupes —dijo Kari, pero por primera vez no sonrió al hacerlo, sino que su semblante permaneció serio y neutro, ni feliz ni triste.
Caminamos un poco más en medio del silencio más incómodo que recuerde. Kari se detuvo y apoyó sus brazos cruzados en la baranda que coronaba la valla que se interponía entre nosotros y el río.
—¿No es hermoso el sonido del agua? Es como si nos estuviera llamando.
En efecto, sobre la superficie del río un suave oleaje producía una música natural muy agradable a los oídos, sin estridencias, constante, relajante.
Yo no sentía que me llamara nadie, sin embargo.
Adopté la misma postura que Kari, pero me mantuve a una corta distancia de ella, inseguro acerca de si ella quisiera que me volviera a pegar a uno de sus costados. Así estuvimos unos minutos, sin pronunciar palabra, tan sólo contemplando el río en la sombra y el atardecer avanzando con sus colores cambiantes en el cielo en la orilla opuesta, por encima de los edificios de departamentos. Empezaba a sentirme nervioso, pero Kari no se inmutaba, no mostraba emociones.
—Yo no siempre fui así, como me ves. —Me miró por menos de un segundo.— No recuerdo cómo solía ser antes, pero por alguna razón le caía mal a mis compañeras de escuela. Una vez incluso me golpearon. Y luego murieron mis padres. Fue varios meses después de que me golpearan. Fue una época muy dura para mí. Por eso, después de lo de mis padres, estuve meses enteros sin poder hablar. No me salía. Me había quedado muda… Mi abuela se hizo cargo de mí, que soy hija única. Por suerte, por el trabajo de mis padres tuvimos suficiente dinero para mantenernos. Por mi problema no iba a la escuela; no podía ir si no hablaba. Entonces me quedaba todo el día en casa con mi abuela. Tampoco salía a la calle, ni tenía amigos… Pasaba todo el día pegada a mi abuela, aprendiendo los quehaceres del hogar y ayudándola con todo. Cada tarde nos sentábamos y ella me hablaba por horas de la vida. Así fue como aprendí muchas cosas sobre el mundo, sobre la gente… Y un día logré volver a hablar. No sé muy bien cómo ocurrió, pero estoy segura de que fue gracias a mi abuela. Ella nunca trató de hacerme hablar, nunca me obligó, nada de eso. Pero me decía que tenía que superar las dificultades que encontrara en la vida, que una forma siempre iba a haber. Fue una de las cosas que me enseñó. Y, como te digo, un día volví a hablar. Y siempre amé a mi abuela por eso. Yo siento que le debo mucho, incluso la vida. Lo que ella me ordene lo haré, y si un día mi abuela dice que mi vida debe terminar, entonces creo que lo aceptaría.
Habiendo relatado aquello, Kari se dio vuelta, apoyando la espalda y dos palmas intranquilas en la baranda, me miró de nuevo y concluyó, recuperando el aire:
—Y esa es más o menos mi historia. No es un cuento de hadas, pero es mi historia.
Yo estaba impactado tras haber escuchado con atención cada palabra. Me costó encontrar algo que decir, pero lo disimulé.
Me puse frente a Kari y puse mis manos en sus hombros.
—No tenía idea de lo que tuviste que pasar —dije finalmente—. Es lamentable, pero también es admirable cómo pudiste superarlo.
—Sí, supongo. Se lo debo a mi abuela. Por ella y por mis padres decidí volverme fuerte. Y, un tiempo después, al volver a la escuela, me convertí en la Kari que todos conocen —dijo ella, ganando de a poco la tranquilidad perdida.
—La Kari que tanto queremos y que… me gusta.
Kari sonrió —sus ojos estaban bañados de un dulce brillo— y tomándome del brazo me invitó a caminar un poco más.
La gente llegaba de a poco pero sin cesar al lugar, y nos pareció conveniente a Kari y a mí asegurarnos un sitio cerca de la orilla, antes de que las mejores bancas fueran ocupadas. Torcimos, pues, el rumbo en una bifurcación del camino, y el paisaje cambió leve pero significativamente: los árboles estaban más separados entre sí y eran menos frondosos también —algunos de ellos habían empezado a perder el follaje—, permitiendo de esta forma que los débiles y tibios rayos de sol los atravesaran; haces anaranjados, poblados de partículas y de algún insecto solitario, interrumpían las sombras proyectadas por la vegetación. Todo esto daba forma a un juego de luces curioso y agradable —incluso bello— para quien le prestara la debida atención.
Y que Kari no pareció observar con especial interés.
Con la huida del sol la temperatura comenzó a bajar, y así la noche en el río trajo más brisas de aire frío.
—Si hubiera sabido que me quedaría hasta la noche afuera, me hubiera traído un abrigo —comenté.
—Oh, perdón. Te tuve afuera todo el día…
—No, está bien. No lo decía por eso. ¿Crees que para mí no está siendo un día perfecto?
Kari sonrió y tiernamente me rodeó con sus brazos.
—¿Ahora tienes menos frío?
Ante eso no pude hacer menos que derretirme por dentro, como una vela encendida con un lanzallamas.
Después, Kari tomó su celular y le sacó una foto al paisaje visto desde la banca. Luego me mostró encantada la pantalla. A pesar de que la noche restaba luz al ambiente, la foto tenía su belleza.
—Bueno, ¿ahora sí vas a pedirme lo que querías? Me muero por saber qué es.
La alegría se esfumó de mi rostro y lo que quedó fue una expresión seria.
—Ah, sí…
—¿Qué sucede?
—¿Estás segura? No quisiera preguntarte nada inapropiado.
Presintiendo quizás lo que le iba a pedir, Kari bajó la vista. Ya no se veía alegre.
—Sanke —dijo, sin querer verme a los ojos—, si hay algo que quieras saber de mí, pregúntame. Nos estamos conociendo. Además, supongo que te debo una explicación…
Puso la mochila en su regazo y revolvió su interior en busca de algo. De aquélla extrajo un objeto en forma de disco.
El medallón, por supuesto.
Lo miró unos segundos en grave silencio. Contrariamente a lo que había observado todas las anteriores veces, el medallón no relucía, no reflejaba ninguna luz, sino que se veía opaco.
—Creo que tiene que ver con esto, ¿verdad?
—Solamente quería saber qué significa el símbolo, y lo que está escrito del otro lado.
Algo dentro de mí empezó a revolverse vertiginosamente.
La felicidad de la primera cita rápidamente dio paso a los nervios de quien se dispone a indagar en un misterio perturbador, detectivesco como pueda sonar. Los opuestos —el amor y el miedo— confluían y daban vueltas en mi inquieto interior, en un intento de fundirse difícil de lograr pero que, una vez ocurriera, se tornarían una sola sustancia indisoluble, haciendo imposible el poder volver atrás.
Kari acercó el medallón hacia mí para que lo pudiera ver mejor.
—Es un poco complicado de explicar, y ni siquiera yo termino de entenderlo todo. Me lo regaló mi abuela; proviene de sus antepasados. Esto que ves se trata de la energía —dijo, al tiempo que recorría con un dedo las líneas curvas que formaban esa especie de trébol desmembrado, o de números ocho—. Mi abuela siempre me hablaba de la energía; para ella, todo es energía, incluso nosotros, incluso esto —y puso el medallón a la altura de mis ojos—. ¿Has visto que, según la famosa ecuación, la energía es igual a la masa multiplicada por el cuadrado de la velocidad de la luz? Bien, si lo vemos al revés, eso también significa que somos energía que se mueve muy, muy lento. Esto que ves —e insistió en señalar las curvas energéticas— es el universo, el mundo, pero también tú y yo. Mi abuela dice que somos todo lo mismo; sólo cambia la escala… o la apariencia. Y todos intercambiamos energía, la energía va de un lado al otro; nos lo han explicado en las clases de química. Y estas líneas —prosiguió, ahora tocando la cruz o equis oblicua de en medio del medallón— vendría a ser nuestra «dimensión» o algo así. Es donde estamos; lo que llamamos «presente». La energía sale de aquí pero, al mismo tiempo, está regresando al mismo punto —y volvió a recorrer con un dedo las curvas para explicarse mejor—. Lo que sale va al futuro; lo que entra es el pasado. De verdad me cuesta entenderlo. Mi abuela decía algo de que un eje es la inmanencia, y el otro, la trascendencia, y que «Lo que no dura para siempre puede todavía durar para siempre», pero ahora no lo recuerdo bien… Lo infinito y lo finito.
—¿El bien y el mal? —pregunté, sin comprender prácticamente nada de lo que decía Kari.
—Sí, puede ser… Aunque haya quien dice que no existen ni el bien ni el mal.
—Qué absurdo —opiné, desde lo más sincero en mi interior.
—Para ti sí, y no me sorprende, por tu forma de ser.
—¿Tú crees que no existen?
—Para nada, yo digo que sí. Tú estás lleno de bien, por ejemplo —y rio levemente, sin ahínco.
—Tú eres una buena persona también. Todos en la clase lo pensamos, y tú lo demuestras una y otra vez.
Kari enrolló la cadena en su muñeca y en ello hizo una pausa antes de decir, sin alterar en ningún momento su voz tranquila y seria, y desde luego sin dejarse impresionar por mi cumplido —prácticamente ignorándolo—.
—A lo que me refiero es que hay quienes consideran que sólo existen «los hechos», y que estos no son ni buenos ni malos: simplemente son. Luego están los que opinan que el bien y el mal dependen de lo que piense cada persona, y que lo que es bueno para una puede ser malo para otra, ¿sí lo entiendes?
—Entiendo eso.
Así es como se justifican quienes no tienen valores ni moral y engañan o roban.
—Pero me huele a algo que diría alguien que hace maldades —concluí.
—Sigues viéndolo como alguien que cree que el bien y el mal existen. Para algunos, lo que existe son los intereses propios… y sobrevivir.
Pensé por un segundo. No quería discutir con Kari, y menos de un tema tan sensible, mas tampoco podía quedarme callado ante las afirmaciones que hacía. En cierta forma parecía estar tratando de justificar que se cometieran «actos malvados». Ella siguió hablando:
—En todo caso, cada quien tiene sus razones para hacer las cosas, o para elegir hacer esto y no lo otro. A veces es necesario hacer algo que para otros… no está bien. Y otras veces ocurre que la gente no entiende el bien. Uno hace algo bueno y la gente no lo comprende. Muchos no están listos para recibir al bien. Y cuando alguien no espera algo bueno es cuando más le cuesta comprenderlo. —Movió la cabeza a los lados.— Perdón si es complicado lo que digo.
Bajó la vista.
—Incluso, la gente se resiste al bien —agregó—. ¿No lo sabías?
Inmediatamente me vino a la mente la escena en el callejón detrás de la casa de Kari, donde aquella mujer no se decidía a escapar conmigo.
—Aun así, hay cosas de las que no se puede dudar que estén o mal. La mujer que vi en el callejón esa noche… Si la hubiera dejado ahí tirada, librada a su suerte, hubiera tenido que vivir con el remordimiento de no haber hecho nada para ayudarla. Hubiera sido en parte culpable de su muerte.
—Aprecias demasiado la vida, Sanke. ¿Acaso no pensaste que ella quería morir? ¿No se te ocurrió que tal vez esas personas que viste deseaban morir?
Me escandalicé tanto por lo que decía Kari como por la ligereza con la que hablaba de un asunto tan serio.
—¿Qué? ¿Cómo puedes decir eso?
—Quizás no lo llegues a entender… Si te asusté, te pido perdón, Sanke.
—¿Pero cómo puede alguien realmente querer eso? En todo caso se le debería ayudar de alguna manera…
—Sanke, lo que deseamos con el corazón, las cosas que realmente queremos en lo más profundo de nuestro ser se cumplen, para bien o para mal. Pero así como nuestros deseos se pueden cumplir, también pueden hacerlo nuestros peores temores, los que laten con nosotros en el fondo del alma, los presentimientos más oscuros, aquello de lo que huimos por no ser capaces de enfrentarlo. Por eso la gente que realmente desea morir termina muriendo… aunque también, por otra parte, algunas personas mueren de repente teniendo muchísimas ganas de vivir…
Esto último lo dijo con una tristeza añadida a su voz. Por un instante volvió su rostro hacia mí; en él no se hallaba el más mínimo rastro de alegría; diríase que jamás lo había habido para empezar. Mientras tanto, a nuestro alrededor, parejas, familias y amigos paseaban, charlaban, reían y jugueteaban felices. Los primeros destellos de colores de los reflectores teñían las orillas del río. Yo estaba sin habla, como si me hubieran dado un mazazo, profundamente consternado. Realmente quise preguntarle de una vez si ella era la joven del vestido blanco, pero la pregunta holgaba; sentía que me había dado la respuesta sin palabras directas, y aun así, no podía estar seguro de ello. En cuanto a Kari, ella se puso de pie lentamente, como si le fuera un tanto difícil hacerlo. Dio unos pasos hacia adelante, guardó el medallón de vuelta en la mochila y resopló tímidamente; acto seguido, dio media vuelta y me miró de frente.
—Esta soy yo, Sanke. Si realmente querías conocerme, si tanto querías estar conmigo, aquí estoy. Así soy. Y si te hablo de cosas tan poco felices, y muestro este lado de mí que nadie más ha visto nunca, es porque sé que eres tan bueno que no vas a juzgarme, que no vas a salir corriendo ni a pensar nada malo de mí, ¿o me equivoco? ¿Qué chica no querría eso, estar con alguien que no la juzgue por cómo es, por su forma de ser?
Me puse de pie venciendo un mareo leve y avancé hacia Kari.
—Sí, debo admitir que eso me gusta de ti —agregó ella.
Trató de suspirar, pero sólo logró exhalar aire ruidosamente. De repente se había sonrojado, sus manos y piernas estaban inquietas, y los labios le temblaban.
—Y ahora… estoy sintiendo cosas que nunca había sentido. Y yo…
Un nudo en su garganta la interrumpió, impidiéndole continuar. Yo no lo resistí más y la estreché entre mis brazos con fuerza, como si de otra forma se me fuera a escapar. Kari me abrazó, hundiendo el rostro en mi pecho. Sentí débiles sollozos y una respiración entrecortada. Se me comprimió el corazón; en verdad el sólo sentir que Kari sufría me resultaba una verdadera tortura, algo imposible de soportar por más de una fracción de segundo. Suavemente, delicadamente, tomé su cara y la vi una vez más. Los ojos de Kari rebalsaban de lágrimas, y sus esfuerzos por contenerse eran inútiles. Sin embargo, al mirarme, logró calmarse un poco; con un dedo enjugué las lágrimas de sus mejillas, pero entonces Kari sacó un pañuelo y se secó la cara apropiadamente. Tiernamente la ayudé a hacerlo. Kari estaba roja de vergüenza y apenas podía levantar la vista del suelo.
—Kari —le dije, entonces.
—Perdón —dijo ella.
Sin decir nada la rodeé con un brazo y la guié hasta la banca, invitándola a tomar asiento. Mientras ella se acomodaba metódicamente el cabello y la ropa, y recuperaba la serenidad, deseé tener un poco de agua para ayudarla a calmarse. Al volver a sentarnos, dejé mi brazo recostado en su hombro, y ella reposó su cabeza contra mí. Así pasamos unos minutos, sin hablar. En mi mente se acumulaban breves pensamientos acerca del diálogo que acabábamos de tener. Necesitábamos tomarnos un tiempo para dejar que la tensión se extinguiera y nuestros espíritus se sosegaran: ella para recuperarse tras revelarse ante mí, y yo para aceptar las cosas que me había contado.
Tal vez —pensaba— era cierto que yo no podía comprender el porqué de… todo aquel asunto. Probablemente había una lógica o una explicación, que de momento eludía mi entendimiento, pero que podría alcanzar en el futuro, si lograba asir las ideas que estuvieran detrás del asunto, si me ponía en los zapatos de Kari. Seguramente habría de tener que profundizar en aquellas extrañas consideraciones acerca de la «energía».
Después de unos momentos, Kari alzó apenas la cabeza. Ya no se la veía triste ni acongojada. Luego adoptó la misma postura de antes.
—Debo pedirte perdón, Sanke —dijo Kari, interrumpiendo en seco mis cavilaciones; su voz calma se abrió paso fácilmente a través del lejano bullicio de la gente y del graznido de las aves hasta mis oídos—. Por las cosas que tuviste que oír.
Sólo entonces comprendí que tal vez Kari había estado necesitando hablar con alguien de aquellas misteriosas ideas.
—Tal vez no deberías estar aquí, conmigo… —dijo, y una pizca de amargura se reveló en su voz; sin darme tiempo a intentar hacer que se sintiera mejor, prosiguió—: No es fácil ser yo…
Hizo otra breve pausa.
—Y ahora, si quieres ir a tu casa…
Negué con la cabeza.
—Está bien, Kari.
Kari entonces se recostó en la banca y miró hacia arriba, hacia las copas de los árboles que teníamos encima. Una brisa las mecía suavemente, al igual que a su cabello que, sin embargo, no se despeinaba ni se desarreglaba. La visión era encantadora.
Ya no le iba a preguntar si ella era la chica del callejón, como tampoco le iba a preguntar quiénes eran el hombre y la mujer que había visto en aquel lugar, ni si sabían algo de un anciano que se había deprimido recientemente, y que vivía con una nieta en edad escolar. Para una parte de mí, era como si ya no hubiera necesidad de saberlo; curiosamente, tanto me había acercado al interior de Kari, donde las respuestas a mis interrogantes indudablemente residían, y allí me había detenido, acaso sin querer saber más.
Y es que, tal vez yo ya lo sabía. Tal vez Kari lo había admitido no con palabras, sino con la forma de pronunciarlas y con los tensos y forzados movimientos de su rostro, y luego tal vez me había pedido comprensión y compasión; me había pedido no ser juzgada.
Y en eso ella tenía la razón absolutamente. Yo no era capaz de juzgarla, y, si bien los eventos que había presenciado en el callejón detrás de su casa y en los alrededores eran cierta e incuestionablemente tétricos y aberrantes… ¿cómo explicarlo?, no sentía que ella estuviera involucrada por maldad pura.
Tal vez me era imposible también aceptar que Kari y la joven del vestido blanco eran la misma persona, por más que hubiera evidencia para pensarlo así.
Además, y lo que no era para nada irrelevante, ella me había dicho algo.
«Eso es lo que me gusta de ti.»
Resalto: «lo que me gusta».
Sonreí en silencio con el pecho lleno de una sensación muy parecida al alivio, mas sin exaltación, y sí, en cambio, mansamente, abriéndole los brazos a su sutil confesión.
Sí, ya no había dudas. Ya podía estar tranquilo sabiendo que Kari realmente sentía algo por mí o que, al menos, algo de mí le gustaba.
Afuera, al otro lado de mi inquieta mente, pasaron unos minutos más, y nuestros ánimos mejoraron.
Me aparté de su calor por un segundo y la vi de frente, preguntándome por qué me gustaba tanto.
Tanto como para no haber salido corriendo despavorido hasta el fin del mundo.
No, yo elegía quedarme a su lado, en la vieja banca de madera.
No sabía cómo, pero ahí estábamos Kari y yo, mirándonos y sonriéndonos el uno al otro, sin tener que decirnos nada, sólo viviendo un momento que parecía, por paradójico que suene, detenido en el tiempo.
Insisto con que parecía un sueño, pero era mejor que eso; era un sueño hecho realidad.
Un sueño en el que no había creído, pues solía ver tan lejana a la chica alegre. Por mucho tiempo la había pensado inalcanzable, pero ahí estaba ahora, junto a mí, y tan alcanzable, que podía asirla literalmente.
Y eso fue lo que hice.
Deslicé una mano poco inocentemente en su antebrazo, y nuestros brazos se enlazaron ciegamente, y nuestras palmas bien abiertas se encontraron en la noche.
Ya no tenía frío.
—Ya deberíamos volver, ¿no te parece?
No deseaba hacerlo. Quería disfrutar todo el tiempo posible junto a Kari. Después de todo, lo había deseado tanto…
—Supongo que sí. ¿Qué hora es?
—Es bastante tarde. El día se ha pasado volando —respondió ella, mientras delicadamente liberaba su brazo y se apartaba de mi lado para incorporarse lentamente, sin prisa.
Comenzamos a retirarnos por donde habíamos llegado. Kari cruzaba los brazos con fuerza para no sentir frío, mientras yo iba con las manos en los bolsillos del pantalón. Regresamos por el camino que bordeaba el río; en la superficie de este se reflejaba el brillo anaranjado de los faroles que iluminaban el paseo. Kari se hallaba inusualmente pensativa, y yo no sabía de qué hablar.
Casi al mismo tiempo notamos que una masa de nubes oscuras había aparecido por encima de los edificios a lo lejos, amenazando avanzar en dirección a nosotros.
—Parece que va a llover —observó Kari.
—Puede ser —me limité a decir—. Falta poco para que empiece la temporada de lluvias.
Andábamos lentamente, sin dejar de contemplar el río al pasar, pese a que sabíamos que lo mejor quizás era ya estar en nuestras casas.
—Ah, qué lindo lugar —dijo Kari en un suspiro, antes de tomarse un momento para asomarse—. No sé por qué no vine con más frecuencia. Me gusta mucho.
Retomó la marcha sin demora, y yo también.
—Creí que ibas a decir que yo te gusto —le dije.
—Realmente quieres oírlo, ¿no es así?
—Me gustaría. No es algo que me suceda todos los días.
—Ya veo —repuso con una indiferencia nada seria.
—¿Recuerdas cuando me arrastraron hasta ti y mis amigos te dijeron que yo era tuyo? Ahí tampoco dijiste nada.
—¡Oh! ¡Ja, ja! Lo recuerdo. Pobre, realmente sentí lástima por ti ese día. Me pareció que tus amigos se excedieron.
—¿Tú sabías que me gustabas en ese tiempo?
—No, no lo creía, ni lo sospechaba.
Después de un rato de caminata, llegando a una esquina, Kari detuvo su marcha. Yo la imité.
—Por esta calle —dijo, señalando con un gesto de su mano la vía que ahora tenía a sus espaldas—, voy directo a mi casa.
Asentí sin mucho entusiasmo, de pronto teniendo que enfrentar el inexorable final de la cita.
Kari tampoco se veía precisamente feliz al respecto.
—¿Vas caminando? Te acompaño —dije.
—Hum… no —murmuró Kari, mientras volvía la vista hacia la calle en cuestión. Estuvo unos segundos con la vista fija en algún punto de la calle estrecha y vacía, cosa que no pude comprender.
—Hace tiempo debía estar en mi casa. Mi abuela me está esperando, y yo no le dije que estaría afuera toda la tarde, y menos con un chico. No sé qué haría si se enterase… —me contó, con visible preocupación.
—Está bien, Kari, si prefieres ir sola, ve.
—Sí —dijo, asintiendo—. Así que, gracias, Sanke, por acompañarme hoy.
—Gracias a ti por invitarme —logré decir.
—No estaba segura de invitarte —prosiguió ella, inclinando un poco la cabeza para ocultar sus ojos de mí—, porque, pues, no quiero ser egoísta y pensar sólo en mí.
—¿Qué dices? Nada de eso.
—Sí, tengo que pedirte perdón. Por haberte hecho sentir mal. Y si alguna vez te hago daño… perdóname, por favor.
—Kari, está bien. Si lo dices por tu historia, bueno, sí, me impactó, pero ¿sabes? Decidiste contarme cosas muy privadas tuyas para que yo te conociera mejor. Eso me hace sentir importante, especial.
—Es que eres especial. No lo olvides. Y ahora, ve a tu casa, ¿sí?
—Sí, Kari.
—De verdad te lo digo —me advirtió—. Es mejor que vayas a tu casa. Ya es tarde.
—¿Adónde más podría ir?
Sonrió y se arrojó hacia mí en un abrazo. Por unos momentos no dijo nada; tan sólo me estrechó entre sus brazos con fuerza y en silencio. Luego se desprendió de mí.
—Adiós, Sanke —dijo entonces, con una dulce sonrisa.
—Sí, nos vemos —dije yo.
Tomé sus manos y las sostuve tiernamente.
—Te quiero, Kari.
Kari hizo un breve silencio, sonrió levemente una vez más, y bajó la mirada.
—Y yo te quiero a ti, Sanke —susurró.
Y me estampó un beso en la mejilla.
Inmediatamente se apartó de mi lado; después de dar unos pasos ligeros, como de bailarina, hacia adelante, Kari se dio la vuelta y me lanzó una mirada con sus ojazos abiertos de par en par, una ancha sonrisa en el rostro y un brazo alzado.
—¡Que estés bien! —exclamó, y se marchó con prisa.
Rápidamente su silueta se desdibujó para fundirse en las sombras de la calle oscurecida. Pronto me pareció oír a la distancia de nuevo la canción:
The sun is shining everyday,
The stars are winking every night…
Estuve un minuto o dos clavado al piso, sin decidirme a irme. Quizás esperaba que sucediera algo, o era sólo la indecisión de ir tras Kari u obedecerla y volver de una vez a mi hogar. Terminé por hacer lo segundo.
No fue lo que me hubiera gustado hacer.