Visiones de una ciudad más allá

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La chica alegre

Capítulo 12

Mis padres se aliviaron al verme cruzar la puerta. Me habían esperado para comer, pero en algún momento se habían cansado y habían comenzado sin mí. No obstante, apenas habían probado bocado, y la comida seguía en los platos, enfriándose.

Percibí que querían reprenderme, pero yo estaba muy contento como para que ello surtiera algún efecto sobre mí.

—Sí, ya sé, olvidé avisarles que estaría afuera. Perdón.

Ellos también estaban muy contentos de verme sano y salvo como para ponerse rígidos conmigo.

Comí con celeridad un poco de arroz y me fui a la habitación.

El júbilo me hizo saltar y aterrizar en posición horizontal sobre el colchón como lo hacen los atletas que practican salto en alto. Me costaba creer lo que me estaba sucediendo. De un día para el otro mi vida había cambiado radicalmente; había salido de la casa como un joven común y corriente, y regresado con una cita con la mejor chica de la escuela y de la ciudad en mi haber. Era un sueño hecho realidad… a medias, puesto que no podía evitar ilusionarme con que Kari llegara a ser mi novia. Y si ello lograba consumarse en un futuro, mucho menos podría esperar a que todos en la escuela se enteraran, ni a invitarla a cenar para que mis padres la conocieran. Mis amigos se sorprenderían grandemente de cómo había logrado conquistar a la chica alegre, a la virtuosa presidenta del Consejo. ¿Y qué decir de Aira, Hana y Ruri? No podría imaginarme qué cara pondrían cuando me vieran pasear de la mano con Kari por los pasillos de la escuela. Sería un impacto para el curso, incluso para toda la escuela. Me respetarían más, me volvería más popular, me conocerían más personas. Habría de ser una oportunidad de aprovechar el impulso y escalar en la pirámide social de la escuela. Pero para ello se necesitaba algo de tiempo; por lo pronto, lo que más quería hacer era disfrutar el momento, reposando en la deleitosa seguridad de que ahora había algo entre Kari y yo.

Después de revolcarme en aquellos pensamientos felices y otros, apagué la luz. Era mejor descansar para al día siguiente llegar temprano a clases y tratar de empezar a pasar algo de tiempo con Kari allí también.

Tomé el celular de la mesita de noche. Había media docena de llamadas perdidas de mis padres. Si no habían llamado más veces fue porque habían confiado en que todo estuviera bien. Además de eso, tenía mensajes de Kazu y de Emell, acaso preguntando dónde estaba, o si tenía tiempo para jugar con ellos. No los leí, pues el último mensaje recibido era de Kari. Sin demora lo abrí y leí su contenido con avidez.

«Buenas noches, que descanses. ¡Te quiero!», decía.

Ebrio de felicidad, respondí sin demora el mensaje; una vez lo hice, dejé caer el teléfono a un costado. Crucé los brazos detrás de la cabeza y me quedé un buen rato pensando en Kari, recordando el día que habíamos tenido. Había sido un par de días llenos de emociones de todo tipo, y al acostarme, el cansancio no tardó en apoderarse de mi cuerpo. Cerré los ojos para ver más claramente las imágenes que pasaban delante de mí, y que fueron prontamente invadidas por pensamientos ambiguos, por ideas que no se me presentaban con claridad. Y cuando logré condensar esas vagas ideas en pensamientos que pudiera aprehender, el sueño me venció.


Desperté al nuevo día súbitamente. Mientras abría los ojos, ya sentía que la mañana había empezado hacía largo rato, y no me equivocaba. De hecho, tenía toda la razón. El sol ya había subido, y sus rayos dorados llenaban la habitación. Yo estaba intranquilo. Tenía una pésima sensación, como la que se tiene al despertar luego de una pesadilla; sin embargo, en mi caso no podía determinar el origen de tal sensación.

Pensé en Kari. ¿Me habría esperado tras la puerta, o habría esperado verme a la hora de entrada?

Busqué el celular nerviosamente, revolviendo las sábanas con impaciencia.

Un pensamiento oscuro empezaba a avanzar sobre mí, como una nube de tormenta en un día soleado.

Encontré el dichoso celular, y en él no había ningún mensaje de Kari. Por un segundo quise creer que ella no había tenido tiempo de responder, pero me fue prácticamente imposible convencerme de una cosa así.

Caí sobre la cama por un segundo, pues me pesaba la cabeza. Recordé que había estado soñando con algo justo antes de despertar, sin lograr traer de vuelta a mi memoria aquello. Seguramente había tenido que ver con Kari. No pensaba en otra cosa desde hacía dos o tres días. Y, en contraste con la noche anterior, no sentía euforia, ni estaba extasiado, y el sabor dulce del amor joven había desaparecido de mi boca. Entonces me di cuenta de que, más allá de los sentimientos que Kari y yo nos habíamos profesado, había cosas inquietantes acerca de su historia personal. En el momento no las había considerado como se debía, siendo tan fuertes mis sentimientos, pero podía ser peligroso involucrarme con ella. Sin ir más lejos, hacía tan sólo tres noches había tenido un espantoso incidente en el callejón, en el que pude haber muerto. La cita del día anterior, cuyos recuerdos ya habían drenado fuera de mí, lo había sabido ocultar, haciéndolo parecer lejano, o no tan grave.

Y, sin embargo, a pesar de lo que ella me había contado y de lo turbio de ciertos detalles de su vida, a mí no me había importado.

Insisto en que Kari tenía razón, yo no era capaz de juzgarla, por más que ella resultara una asesina cruel y despiadada. Porque eso era lo que quizás ella era, y yo, obnubilado como estaba por su belleza, por su sinceridad, y acaso actuando según un complejo de héroe, lo ignoré. O creí en el fondo de mi ser que podía hacer algo al respecto, como convencer a Kari de que abandonara aquella enigmática media vida que tenía, o ayudarla a que dejara la locura atrás.

¿Me hubiera atrapado tanto si no hubiéramos cruzado miradas dos años antes? ¿Me hubiera llegado a gustar tanto?

Me puse de pie. Ya había pasado demasiado tiempo acostado. Quería hablar con Kari pero, ahora que tenía la cabeza un poco más fría y podía pensar mejor, algo en mi interior me retenía.

Era… una especie de temor, por así decirlo.

Justo en ese momento me vino a la mente lo que había empezado a pensar la noche anterior, antes de quedarme dormido.

La mujer grande que había visto en el callejón, la que había atacado a Kari, y de quien yo la había salvado, ¿era su abuela?

Un horrible presentimiento me capturó de repente, recibiéndolo yo como se recibe un gancho en la boca del estómago. Salí corriendo de la habitación. Ni siquiera las llaves de la casa llevé conmigo, aunque sí había tenido la lucidez de capturar el celular antes de precipitarme hacia la salida.

Corrí y corrí sintiéndome un imbécil, preguntándome por qué me había quedado dormido, por qué no había sido capaz de despertarme temprano, pero sobre todo por qué había sido tan estúpido de no haber acompañado a Kari a su casa la noche anterior. Corrí alocadamente, desaforadamente, casi sin reparar en la gente ni en los vehículos —cuando pones atención, te das cuenta de lo lentos que pueden ser en realidad—. La adrenalina y el miedo fluían por mis venas, dándome velocidad y fuerza para continuar y no detenerme mientras mi vida no fuera puesta en peligro. El recuerdo de Kari llorando mientras revelaba los más oscuros secretos de su corazón me atormentó. Las palabras que me había dicho resonaron en mi cabeza, enloqueciéndome. Y, mientras corría, llamaba con insistencia a Kari, pero no había caso, la única respuesta que se me daba era: «El número al que está intentando llamar no está en servicio».

Enfilé por la calle sin nombre rumbo a la casona que daba al callejón. A cada veloz paso más terror sentía, más intensa se hacía la opresión en mi pecho, más dificultad encontraba para dar el siguiente paso. No había transeúntes ni signos de actividad humana en el barrio, lo que sólo hizo que se acrecentara el presentimiento que venía cargando desde mi casa.

Para cuando llegué, ya estaba exhausto. En la última esquina antes del callejón del terror me detuve para respirar y en un vano intento de localizar a Kari o a su abuela, dando a la situación una última oportunidad de que me mostrara que todo estaba bien. Pero no recibí ninguna señal. Tenía que comprobarlo por mí mismo, verlo con mis propios ojos.

Rodeé la manzana guardando pésimamente mal unas apariencias de peatón inocente. Todas las casas de la cuadra estaban en silencio; sus puertas, cerradas, y a través de las ventanas no se distinguía manifestación de vida alguna. Por lo visto, todos los habitantes del barrio se habrían marchado a primera hora de la mañana.

Entonces, impulsivamente volví sobre mis pasos y me metí al callejón. De día no se le veía nada aterrador ni siniestro; no se parecía en nada a las casas antiguas ni a las fábricas abandonadas donde se dice que cosas perturbadoras y siniestras ocurren. Pero demasiado rápidamente hallé los rastros de sangre en el piso; los manchones rosados y secos me provocaron un fuerte mareo. A tal punto perdí el equilibrio que tuve que apoyarme en una pared. Las horribles escenas de un pasado demasiado cercano volvieron para asustarme. No obstante, nunca detuve mi andar, y antes de darme cuenta ya estaba frente a la puerta trasera de la casa de Kari.

La puerta estaba entreabierta.

No sé por qué, pero para mí eso no se veía nada bien.

Desesperado, entré enérgicamente en la casa. A la derecha tenía la cocina, amplia y luminosa, aseada, ordenada, exactamente como las de la televisión, pero también perfectamente vacía y silenciosa. La recorrí sin prestar mucha atención, aunque empezando a tener más cuidado. Ya estaba adentro y, por lo tanto, tenía más probabilidades de encontrar a Kari o a su abuela. Que alguna de ellas me sorprendiera metido en su casa no podría terminar bien. Al otro lado de la cocina, en un extremo, había una puerta que llevaba a la habitación contigua. Hacia allá fui.

Pasé a la sala de estar, que era todavía más grande que la cocina. Parecían dos ambientes fusionados: en un lado, había una mesa grande y varias sillas, típicas de un salón comedor; en el otro, había un mueble apoyado a cada pared, y también un televisor y un juego de sillones. Un ventanal al fondo daba al pequeño jardín delantero. Sobre los muebles vi todo tipo de adornos y varias fotografías de Kari en diferentes etapas de su niñez. Una sensación de calidez me invadió, mezclándose con el pánico que había venido experimentando.

Al salir de la gigantesca estancia por su otra abertura me vi en un corredor que llevaba al resto de lugares de la casa. Apenas me asomé a la primera puerta que vi; era el lavadero, y estaba vacío. Al final del corredor, cerca de la puerta trasera, volví a ver la escalera que llevaba al primer piso. La otra escalera estaba junto a la salida de la sala de estar. Decidí subir por ésta última, que era la más cercana.

Subí a las apuradas, sin perder el tiempo en pisar todos los peldaños. La primera puerta que vi estando ya en la planta alta estaba abierta. Desde afuera se veía que era un dormitorio, con al menos una cama y una cómoda. Derecho fui hacia allí pero, antes de traspasar la entrada, noté que había rastros de sangre ensuciando la alfombra, justo donde estaba pisando.

El rastro seguía dentro de la habitación.

El dormitorio era precioso y, a juzgar por el rosa de las paredes y los muñecos de peluche parecía hecho para una niña pequeña; el mobiliario se completaba con una cama con su mesita de noche, un armario, una cómoda y un escritorio con una computadora. Una amplia ventana daba a la calle.

La cama estaba deshecha, los libros y objetos varios del escritorio, dispersos por el suelo, arrojados de su sitio, y el piso, las sábanas y las puertas del armario estaban regados de sangre.

Un olor nauseabundo contaminaba el perfume de flores y una pizca afrutada para dar origen al leve hedor repugnante que ahora llenaba la habitación.

Se me revolvió el estómago violentamente, y sufrí náuseas muy fuertes.

Caí de rodillas. Un torrente de lágrimas brotaba de mis ojos.

Y en medio de aquel mar de desolación me sentí naufragar.

«Adiós, Sanke», me había dicho, con una dulce sonrisa.

Estuve un rato en el suelo, lamentándome, queriendo morir ahí mismo. Pero no debo haberlo deseado lo suficiente. Cuando reuní un mínimo de energías y de voluntad, me desplacé gateando alrededor de la cama, esquivando los objetos caídos. A un costado de ella, me encontré con la mochila de Kari, con su contenido a medio expulsar. No demoré un segundo en estirar la mano y hurgar su contenido. Los cuadernos y otros papeles salieron primero; su cartera estaba abierta, y de ella saqué objetos varios —unos billetes, una pulsera, accesorios para el cabello, un manojo de llaves, etcétera—. Debajo de la cama la libretita de notas fue divisada, abierta y con una de sus hojas rasgada. Alargué un brazo hacia ella todo lo que pude —en condiciones normales, me habría llegado a doler—, y la traje hacia mí. Busqué frenéticamente las fotos de la cita, esas que Kari primorosamente había guardado ahí para protegerlas. Sólo hallé el clip en su lugar, enganchado a una de las hojitas. Nada más había quedado.

Me quedé sentado junto a la cama, sin desear ni poder moverme, unos minutos más. Eventualmente me cansé de respirar el aire maldito y malsano de la habitación, y arrastré los pies fuera de allí.

Recorrí en silencio el resto de la planta alta y, cuando hube terminado, bajé a la sala de estar, donde estaban las fotografías de Kari. Elegí una que parecía más bien reciente, y la presioné contra mi pecho. Deseaba llevarme la fotografía para tener un recuerdo físico de la eterna sonrisa de Kari, pero una parte de mí intentaba disuadirme de hacerlo, diciéndome que no debía robarle a quien quería tanto.

Subí al primer piso y le di un último vistazo a la habitación de Kari desde la puerta, sin animarme a entrar de nuevo.

De haberlo hecho, tal vez podría haberme muerto en serio, o eso es lo que sentí entonces.

Salí de la casa y anduve por las calles llorando, con una sensación de vacío más grande que la ciudad entera y que la casa de Kari; un agujero negro era lo que tenía dentro del pecho, que devoraba todo lo que había en mí, lo bueno, lo malo, mis emociones, mis sentimientos, mi alma, mi historia, mis pensamientos…

Caminaba medio muerto, sin poder mirar más que mis pies. Algunas personas me preguntaron si me encontraba bien, a lo que no hice caso.

Llegué a mi casa, pero yo ya no era yo mismo.

Todo lo que hice fue ir a mi habitación y desplomarme en la cama, y llorar hasta quedarme dormido. No me levanté hasta bien entrada la noche.