La chica alegre
Capítulo 3
La mañana siguiente volvió a verme levantarme temprano, ganándole al despertador por un escaso minuto y medio. Tenía sueño, es verdad, mas lo ignoraba. Por esa vez, había priorizado mis ganas de llegar temprano a la escuela por sobre el beneficio de descansar unos minutos más. No es que hubiera corrido a la escuela de todas formas, ni llegado antes de que abrieran las puertas. Éstas ya estaban abiertas de par en par cuando llegué, así que derecho fui al aula y —finalmente— al asiento que sí había sido reservado para mí. Un fugaz pensamiento me hizo ver que había sido un poco desagradecido con mis amigos, rechazando sentarme con ellos y yendo en su lugar —prefiriendo ir, se podría decir— con la chica alegre y sus amigas. Pero ya no había necesidad de seguir siendo un desagradecido, un ingrato. La temprana presencia de Ruri en su pupitre me lo confirmó. Cruzamos una breve mirada, sin atrevernos a saludarnos apropiadamente, aunque ambos meneamos la cabeza muy ligeramente para mostrar que no nos ignorábamos mutuamente.
Me senté y saludé a Emell, quien hojeaba su cuaderno detrás de mí.
Unos segundos después, se abrió la puerta del salón y entraron Aira y Hana. Tan pronto como vieron que Ruri estaba por fin de vuelta, corrieron a saludarla. Las tres chicas se abrazaron emocionadas delante de la primera fila; Aira y Hana no tardaron en cubrir de preguntas y de comentarios a su amiga.
Yo apenas presté atención a la escena y, en cambio, miraba hacia otro lado.
—Ya llegará —susurró Emell en mi oído.
—¿De qué estás hablando? —pregunté, haciendo como que no entendía.
—Sabes de lo que estoy hablando. ¿O te lo pregunto en voz alta?
Me aterré súbitamente.
—No, no va a hacer falta.
Volví a poner la mirada en la puerta, que llevaba un minuto completo sin ser abierta.
—¿No te parece mucho? Quiero decir, ¿cuánto tiempo pasó? Tres años, creo.
Sólo pude desviar la mirada, sin emitir comentario al respecto. Francamente no tenía nada que decirle aparte de que eran dos años y no tres los que había pasado mirando a la chica alegre como a nadie más. Pero, fueran dos años o tres, sí sonaba como un tiempo excesivamente largo, sobre todo teniendo en cuenta que yo no había hecho ningún avance, que no me había acercado a ella salvo por los eventos del par de días anteriores. Y ahora tenía en un futuro muy cercano una posibilidad de conocer más de ella, yendo a su casa, aunque fuera tan sólo para hacer la tarea.
Emell tenía razón. Tal vez era momento de arriesgarme.
—Así que vuelve arrastrándose —dijo Kazu, imprimiendo a sus palabras un fingido aire de superioridad a modo de broma. Emell y Pier ya ocupaban sus asientos.
Apoyé la mochila en la silla, sin sentarme. Después de todo, el recreo no terminaba aún.
—Estábamos pensando en hablar con la Presidenta y su equipo.
No tuve que preguntar el motivo para que me lo explicaran.
—Es por el tema del trabajo grupal de Química —comenzó Emell.
—Ya que Ruri está de vuelta con ellas, les propondremos el cambio: nosotros les damos a Ruri y tú vienes con nosotros —aportó Kazu.
—Por qué lo dicen como si fueran a intercambiar prisioneros… —dije, sin mirarlos.
—Así estaremos juntos los cuatro, como debe ser —añadió Pier, ya perfectamente integrado a nuestro pequeño círculo de amigos, y haciendo caso omiso a mis palabras.
—Bueno —dijo Kazu, levantándose pesadamente, como si prefiriera seguir sentado—, ¿vamos ahora?
Pero yo no me movía, y mi rostro inclinado, medio oculto, expresaba indecisión. Emell y Pier me miraron con atención, esperando una reacción de mi parte. Yo hice a un lado la mochila lenta y sosegadamente y en silencio, y me senté sin prisa, listo para la próxima clase. Kazu se molestó un poco por mi actitud.
—Tal vez después —me limité a decir, pensando que, si aplazaba el momento de decidir qué era lo que iba a hacer, tendría mayores probabilidades de elegir la opción correcta.
Pero, ¿tenía yo opción?
Aquello no era como un examen de opción múltiple, en el que a uno se le dan opciones, y lo que uno elige puede ser correcto o incorrecto y ya. En la vida real hay consecuencias, o efectos, al menos, de lo que uno escoge.
—¿No quieres…? —me preguntaba Kazu, pero a mitad de camino se dio cuenta de lo que ocurría, y se corrigió—. ¿Quieres hacer el trabajo con ellas?
Me quedé callado porque no quería mentirles a mis amigos ni admitir la terrible verdad. Lo que logré con ello fue colmar la exigua paciencia de Kazu.
—¡Ha! —exclamó sarcásticamente, y afirmó—: Ya veo. Eres un… un traidor.
Abrí los ojos de par en par y lo miré seriamente. Lo que había dicho no me hacía gracia.
—Es un traidor —les repitió a Emell y a Pier. Éste dijo:
—¿Traidor? Qué fea palabra.
—Pero lo es. ¿Y saben qué? Los traidores deben ser castigados.
Entonces, inspirados por una oportuna idea, imbuidos de una extraña energía, Emell y Pier se levantaron de sus asientos en simultáneo.
—Vamos —me invitó a ponerme de pie Kazu, acompañando su palabra de un gesto apropiado.
Los cinco o seis compañeros que habían permanecido en el salón se volvieron hacia la escena. Habrían pensado que estaba por tener lugar una pelea. Yo me levanté sin mucho querer hacerlo. Tenía un mal presentimiento acerca de lo que habría de suceder; casi daba por hecho que no iban a hacerme una simple broma.
Kazu, entonces, extendió sus brazos hacia mí y me sujetó en un nada cariñoso abrazo, procurando que no pudiera yo mover los hombros.
—¡Sujétenlo! —ordenó.
Emell y Pier obedecieron de inmediato. El segundo se arrodilló para atar mis piernas con sus brazos. Entre Kazu y él me alzaron.
—Eh, esperen, ¿qué hacen?
Viendo que mis brazos se podían mover aún, y que yo los agitaba con fuerza, Emell los atenazó, y ayudó a nuestros amigos a mantenerme en posición horizontal. Así me sacaron del aula.
—Ya, bájenme, ¿qué hacen? —insistí.
Pero no me hacían caso, especialmente Kazu. Fui transportado por el corredor ante la atónita mirada de alumnos de todos los cursos, pero no de algún profesor. ¿Será que ellos no están cuando uno realmente los necesita?
Salimos al patio, donde todo aquel que nos veía nos dejaba pasar, contrario a mis deseos.
—Quieres estar con la Presidenta… Vamos con tu Presidenta… —murmuró Kazu.
Entonces logré divisar a la chica alegre y a sus amigas, conversando tranquilamente junto a una pared, en la sombra. Hacia allá fuimos, y hasta que nos acercamos lo suficiente a las chicas mis amigos no se detuvieron. Acto seguido, me bajaron, dejándome de pie frente a Kari. Instintivamente sus amigas dieron un paso al frente para protegerla.
Kazu lo dijo de una vez. Fue muy brusco. Demasiado brusco.
—Vinimos a traértelo —le dijo a Kari, refiriéndose a mí, e ignorando las feroces miradas de su guardia real—. Él está enamorado de ti.
Mi reacción fue la de petrificarme instantáneamente. Como si hubiera recibido un puñetazo en la boca del estómago, me quedé de pronto sin aire. No sé si la chica alegre estaba más sorprendida que yo; en su rostro su sonrisa se desdibujó, quedando entre sus labios una suave curvatura, apenas perceptible.
—¿De qué estás hablando? —preguntó rudamente Aira, acaso queriendo entender el chiste que no era tal.
—Quédatelo. Acéptalo, es tuyo —prosiguió Kazu, todavía hablándole a Kari, con las manos en mis hombros.
¿Cómo podía ser que me estuviera sucediendo aquello? ¿Y cómo podía Kazu hablar de mis sentimientos tan ligeramente? Bueno, la respuesta es obvia: no eran los suyos. Ni yo me había atrevido a usar la palabra «enamorado» una sola vez, ¡y él acababa de lanzarla sin más, ensuciándola! Para colmo de males, a nuestro alrededor ya había empezado a congregarse gente de todos los cursos. Algunos debieron habernos seguido desde los corredores o desde el salón, cuando me vieron ser llevado a la fuerza, prácticamente secuestrado.
Y peor aún, la chica alegre no emitía palabra.
Tan sólo nos observaba con una expresión desconocida en los ojos, sin moverse, sin hablar.
Ella también esperaba que le dijeran que todo era una broma —de pésimo gusto, por cierto—, pero nadie lo decía, y ahora esperaba que sucediera algo. Lo que fuera.
—¡¿Qué?! —exclamó Hana, indignada—. ¡¿Él…?! ¡¿A él le gusta nuestra Presidenta?!
—Sí, y se lo trajimos —respondió Pier.
—Ahora abrázalo y dale un beso. No lo rechaces; no le rompas el corazón —dijo Kazu, en un fingido tono de súplica.
—El corazón es un órgano frágil —observó Pier estúpidamente.
Todos —absolutamente todos los testigos— dirigieron entonces su vista a la chica alegre. Pero el desconcierto por la situación había hecho al mutismo de aquélla inquebrantable. El público en derredor estaba expectante; de él apenas salía algún rumor aislado.
Entendiendo que Kari no quería estar allí, Aira y Hana volvieron a interponerse entre nosotros, y pretendieron alejarnos.
—Bueno, ya fue suficiente, ya nos reímos todos.
—Sí, ¿sólo para esto vinieron?
Ruri, por su parte, hizo una mueca de lástima de esas que hieren orgullos, y que presurosamente se encargó de ocultar volviéndose hacia la Presidenta. Tomándola suavemente de los hombros, la condujo lejos de mí. Kari en ningún momento quiso voltear y mirarme…
Y mis amigos tenían que insistir un poco más.
—¡Acéptalo, acéptalo! —le decía Kazu, y me daba suaves empujones para acercarme a Kari.
—Pobre, aquí está, abriendo su corazón —continuaba Pier.
—Se le va a romper…
Se volvió hacia Emell.
—¡La cinta!
Nunca supe de dónde había salido la cinta adhesiva, pero ahí estaba, en el bolsillo de Emell. Él la tomó y rápidamente empezó a envolverme el pecho con ella, mientras Kazu y Pier me sujetaban con fuerza de los brazos para que no los moviera.
—¡Se le rompió el corazón! ¡Lo pegaremos con cinta! —exclamaban a los presentes, mientras adherían más trozos de cinta a mi pecho.
Aturdido, yo dejaba hacer, no me resistía. Oía las risas que habían empezado a surgir en la muchedumbre estudiantil, y no me importaba en lo absoluto, como tampoco reaccionaba a los forcejeos de Aira y Hana con mis amigos y sus palabras tan poco felices. Kari ya estaba a salvo en un lejano rincón del patio. No me había aceptado ni me había rechazado. Había sido casi indiferente a mis sentimientos, los cuales, por otra parte, no habían sido confesados por mí. Yo había estado tan callado como ella, superado por la situación. Otros se habían confesado en mi nombre, habían arruinado lo que yo algún día soñaba con ser capaz de lograr.
Nacía en mí un sentimiento de amargura.
Y luego sonó la campana.
Al menos unos cinco o seis minutos tarde.
¡Demasiado tarde!
No fue fácil volver a entrar al salón de clases luego de aquel incidente. Si alguien de nuestro curso no lo había presenciado, para cuando volví a cruzar la entrada ya se había enterado gracias al infalible chismorreo, más rápido que la luz.
Procuré no hacer contacto visual con nadie, y aunque en ningún momento quise mirar al par de pupitres de la primera fila, puedo decir que la chica alegre tampoco quiso mirarme a mí.
Me senté en el asiento que desde el primer día estaba destinado para mí, junto a mis amigos. Los que me habían humillado hacía instantes.
Menos mal que eran mis amigos.
En un momento de descuido, desvié involuntariamente la mirada y vi a las tres cabezas de la serpiente cuchichear entre sí animadamente y a espaldas de la chica alegre. Las tres me atravesaban con fugaces miradas de un solo ojo y hablaban al mismo tiempo y sin parar, como si a cada una no le hiciera falta escuchar a las demás. Y la chica alegre no se movía, enfocada como debía estar en sus asuntos o en la clase. Por un segundo las miré, y eso me bastó para ver los labios de Aira moverse como cuando uno dice la palabra «perdedor», mientras me daba una mirada gélida, desprovista de humanidad y acusadora.
Para cuando llegó la hora del almuerzo, yo ya sabía que no iba a probar bocado. No deseaba comer, sólo ponerme de pie en cuanto sonara la campana y retirarme a dar un largo paseo por los terrenos de la escuela. Así lo hice; me permití comportarme de manera independiente por un rato.
De todas formas, no estaba realmente triste, ni tampoco furioso, pero sí tenía ganas de estar solo, lejos por un tiempo de mis amigos y de las chicas populares. Mi orgullo se había resentido, y mi reputación bien pudo haber sido afectada de algún modo aunque, o eso es lo que creía entonces.
Ruri me pasó por un costado; cuando me di cuenta ya me había dejado atrás. Yo estaba de pie junto a la puerta de un aula ajena, apoyado en su marco, cuidando de no emerger en el pasillo para no ser visto.
—Ruri, sabemos que no tienes grupo para el trabajo de Química —oí decir a una distancia relativamente corta. Era la inconfundible voz de Kazu.
—Sí que lo tengo. Es sólo que…
—Sí, lo sabemos. Sanke está en tu lugar ahora.
—Pensábamos hacer un intercambio: Sanke viene con nosotros y tú vuelves con tus amigas. Pero Sanke no parecía entusiasmado con la idea —acotó Emell.
Ruri hizo una pausa breve pero significativa antes de decir:
—Él ha de tener sus razones.
—Y ahora no lo encontramos por ninguna parte para preguntarle de nuevo si quiere venir con nosotros.
—Así que, ¿qué te parece si por esta vez te unes a nuestro grupo? Nos falta uno para ser cuatro integrantes.
Ruri se tomó su tiempo para responder.
—De acuerdo —dijo finalmente, sin entusiasmo, aunque tampoco estaba rechazando de plano la propuesta—, pero será mejor que lo consulte antes con las chicas.
—Genial. Si te dan permiso, ven a hablarnos después de clases para los detalles.
Luego de este corto diálogo, mis amigos se fueron por su lado y Ruri de seguro habrá ido a hablar con sus amigas, volviendo a pasar junto a mí, que seguía con un pie dentro y el otro fuera de ese aula, negándome a asomarme al corredor. Ruri pasó lentamente; tal vez sabía dónde me estaba ocultando y me miró de reojo. No tengo forma de saberlo; de todas formas, es irrelevante.
Ya al día siguiente, el mundo y la escuela parecieron volver a la normalidad. Del episodio que había protagonizado nadie decía nada, ni se murmuraba palabra alguna a mis espaldas, hasta donde supe, y casi no se me dirigían miradas condescendientes, divertidas ni burlonas. Tal vez el episodio había sido exagerado en mi mente, o la falta de decisión de Kari lo había hecho menos espectacular, menos memorable. Tal vez la gente se lo había tomado todo como una broma infantil perpetrada por alumnos del último año, nada que se pudiera considerar serio.
Di media vuelta en la cama, poniéndome de cara a la pared. En un rincón había quedado tirado el recipiente con la comida del día anterior, el de la ignominia. Días después, al recordar su existencia, lo abrí y vi que la comida se había llenado de hongos, por lo que la tuve que tirar.
Seguí pensando un rato más, pero ya había pensado demasiado acerca del asunto.
Además, considerando que era lo correcto —aunque tenía razones para creer que me había precipitado en mi decisión—, había accedido finalmente al «intercambio» que tanto querían mis amigos y que tan bien haría sentir a Kari, Ruri, Aira y Hana (sobre todo a la primera). Contra todos mis deseos, le había dicho a Ruri breve y discretamente que renunciaba como miembro del grupo, y que le dejaba mi lugar a ella. Tuve que decírselo a ella porque no deseaba hablar directamente con Kari luego de lo ocurrido. Hubiera odiado incomodarla de nuevo; me hubiera costado enfrentar su rostro sabiendo que ella sabía de mis sentimientos.
Sí, ella lo sabía ahora, pero, de todos los resultados posibles, había elegido el peor para mí. Si me hubiera rechazado, lo cual había sido algo esperable, hubiera sido una lástima, y me hubiera obligado a tomar la decisión de olvidarme de ella o de intentar conquistarla de verdad y por mis propios medios. Y, si me hubiera aceptado, hubiera pasado la noche extático y no sumergido en una soledad a la que al menos temporalmente no le podía ser indiferente. No, ella había elegido el silencio. No se había molestado en rechazarme —cosa que no suele requerir de más de unas cuantas palabras sencillas—, si lo que quería era que yo no me ilusionara con ella.
¿No había querido lastimarme? ¿O no se había tomado en serio la revelación de mis sentimientos? ¿O el que yo estuviera enamorado de ella le parecía un asunto de nula importancia, indigno de ser considerado?
No sabía qué pensar.
Pensaba en que no sabía qué pensar.
El fin de semana que le siguió a mi fallida entrega forzada a la chica alegre me reuní con mis amigos —no para hacer el dichoso trabajo de Química, sino para pasar el rato y jugar videojuegos—. El sábado a la tarde nos vimos en la casa de Kazu.
No lo queríamos admitir, pero el aroma de la reconciliación flotaba en el aire.
—Esta no se las voy a perdonar —les dije a los tres, sin quitar la vista de la pantalla. Estaba sosteniendo una lucha con Kazu a través de personajes de fantasía de un famoso videojuego de peleas.
—Pero ¿de verdad te gusta la Presidenta? ¿O es un presentimiento? —inquirió Pier, quien de momento estaba de espectador.
—¿Cómo que presentimiento? —preguntó Emell. Yo tampoco había entendido a qué se refería con aquella palabra.
—Tienes que intentarlo de nuevo. Confesarte. Invitarla a salir.
—¡Ja! De seguro no quiere volver a verme, gracias a ustedes —repuse seriamente.
—Eso no es cierto.
—Venganza… —clamé en tono solemne.
El personaje que yo estaba manejando le dio una paliza brutal al personaje de Kazu, vengando así mi honor, cruelmente mancillado.
—Cómo es que haces ese truco… —se lamentó Kazu—. Y otra cosa, si Kong Lün supuestamente es chino, ¿por qué le abrió el pecho a Steve con un kunai? ¿No es esa un arma japonesa?
—¿Cómo sabes que es un kunai?
—¿No lo viste? Es obvio que lo es. Además, lo tenía escondido bajo la ropa. Eso es casi hacer trampa…
—Como sea —dije, estirando los brazos y la espalda, tras haber estado un buen rato en la misma posición—, ya va siendo hora de irme.
—¿No te quedas un rato más?
—No, ya dije que estaría de regreso antes de la cena.
—Pero un día me tendrás que enseñar esos trucos.
—Sí, están en una página; luego te digo en cuál.
Salí y afuera ya estaba oscuro. A esa hora, siendo no muy tarde en la noche, podía tomar el autobús y regresar rápido a mi casa, y eso fue lo que hice. En la primera esquina camino de la parada, detuve mi andar para echar un vistazo a la lejanía, en dirección al vecindario donde la chica alegre vivía, aunque ciertamente no sería capaz de divisar nada interesante. No se me cruzó por la cabeza la idea de dirigirme hacia allí y explorar el terreno…
Eso ya lo había hecho antes de reunirme con mis amigos.
Sí, había salido temprano para ir a la casa de Kazu por un camino más largo. No sabía exactamente dónde vivía la chica alegre, pero tenía una idea aproximada en base a lo que habíamos hablado en el laboratorio de química días atrás, en el tiempo en que yo había estado más cerca de ella. Pero, ya que no iba a realizar el trabajo con ella y sus amigas, al menos quería quitarme las ganas de conocer su vecindario.
A pesar de que la casa de la chica alegre no debía estar muy lejos de la mía —estimaba yo una distancia de treinta cuadras—, no recordaba haber estado antes en esa zona de la ciudad.
Cruzando una importante avenida el paisaje cambia de forma que cualquiera que no estuviera muy distraído lo notaría. En esa parte de la ciudad las aceras son más anchas de lo usual. Las calles principales están arboladas, lo que les añade atractivo. Las casas son grandes y típicamente de dos plantas, con dos amplias ventanas —una a cada lado de la puerta— y otras dos igual de amplias en la planta alta, desde donde se debe tener una perfecta visibilidad de la calle. Tal vez la chica alegre habitaba una de esas casas, harto espaciosa para su familia, que por aquel entonces suponía que consistía tan sólo en ella y sus padres, puesto que jamás había oído que ella tuviera hermanos. Se me ocurrió que, si tal era el caso, entonces la chica alegre tendría una gran habitación con vista a la calle, y que por las noches se asomaría para contemplar el tranquilo barrio… o por las tardes también. No deseaba adentrarme demasiado en aquellos lares, no sólo para no demorarme mucho en llegar a la casa de mi amigo, sino porque, si por casualidad me topaba con la chica alegre, tendría que inventar una excusa para estar allí.
¿Qué excusa o motivo podría ofrecer? Era mejor tener algo preparado, por si acaso. Se me ocurrió que sería suficiente decir que estaba yendo a la casa de Kazu, lo cual, después de todo, era la verdad.
Pensé que era bueno no tener que mentir, y también que sería lo ideal mantener una expresión espontánea y natural al hablar con Kari, en una situación como la que pensaba que podía presentarse.
Por lo pronto, no dejaba de caminar, ensimismado en estos pensamientos y en muchos otros de menor relevancia, pero que aun así entraban y salían de mi mente, distrayéndome y nada más.
Doblé a la derecha una esquina.
Y, de pronto, choqué de frente con alguien que venía en sentido contrario.
Por el choque nuestras cabezas se golpearon, lo mismo que nuestros torsos. Yo trastabillé y caí sentado, y la otra persona cayó hacia atrás, quedando de espaldas.
Rápidamente me incorporé y le ofrecí la mano para que se levantara, pidiéndole perdón con toda sinceridad. Pero la joven que tenía enfrente se irguió casi al mismo tiempo que yo y, pasándose la mano por la adolorida frente, rechazó mi intento de ayudarla.
Luego nos miramos cara a cara.
—Ah… —se me escapó. Estaba estúpidamente estupefacto. Ella no estaba menos sorprendida que yo.
Era Hana.
De alguna manera advertí en ese preciso momento que se le había caído el celular. Lo recogí y le pregunté si era suyo. En la pantalla aún encendida vi el mapa del barrio.
—Sí, gracias —respondió ella, echando un vistazo al aparato y constatando que por fortuna no había sufrido daños.
Nos quedamos callados por un instante.
—Perdón, no vi por dónde iba —dijo Hana, con una timidez desacostumbrada en ella.
—No, perdóname tú, yo tampoco estaba atento —me apresuré en decir—. ¿Estás bien?
—Sí, gracias —replicó Hana, pero volvió a pasarse la mano delicadamente por la frente. No llegué a ver si le había provocado una contusión.
Hicimos un incómodo silencio de nuevo por un par de segundos, evitando mutuamente el contacto visual.
Por fin asentí ligeramente y me empecé a mover. Seguí camino por la calle por la que había enfilado. No obstante, tras dar un par de pasos, oí la voz de Hana.
—Eh…
Me di vuelta por reflejo más que por haber esperado que quisiera llamar mi atención. Regresé a su lado.
—¿Sucede algo?
—Ah… Perdón, qué tonta soy, creo que no entiendo el mapa —dijo ella nerviosamente.
Me mostró el celular.
—¿Sabes dónde está la calle R*? —agregó—. Sé que está cerca…
Lamentaba no poder ayudarla. Como dije, aquella era probablemente mi primera vez en esa zona de la ciudad, y no había estado prestando atención a los nombres de las calles. De todas formas, miré el mapa en busca de esa calle en particular. En ese momento, oí un vehículo pasar raudamente junto a nosotros. Y justo cuando iba a decirle a Hana hacia dónde (creía yo) tenía que ir, me distrajo el sonido del vehículo frenando con cierta brusquedad.
De un lujoso automóvil negro se apeó una linda chica vestida elegantemente. Pronto la reconocí a ella también: era Aira. Ella llamó a su amiga mientras hacía ademanes exagerados:
—¡Hana! ¡Aquí estoy!
—Ah, ahí está —dijo Hana en un suspiro y ya alejándose sin demora. Sin embargo, se tomó un segundo para darse la vuelta y decirme, con una sonrisa leve y sincera en el rostro:
—Gracias.
Yo también me puse en marcha para no ver a las amigas encontrarse y ver cómo Aira le preguntaba a Hana qué estaba haciendo conmigo, lo cual no me interesaba y probablemente no hubiera sido algo divertido de presenciar.
Lo llamativo e interesante era la humanidad que había visto escapar de las maneras de Hana.
Para no seguir perdiendo el tiempo, decidí volver sobre mis pasos y dirigirme de una vez a la casa de Kazu. Más adelante habría de hacer una visita más extensa al barrio de la chica alegre.