Visiones de una ciudad más allá

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La chica alegre

Capítulo 4

Me equivocaba en pensar que el incidente de la declaración forzada a Kari (qué difícil es encontrarle un nombre a lo que me hicieron) tendría consecuencias duraderas en mi reputación. En realidad, aquellos que no me conocían —que eran prácticamente los alumnos de todos los otros cursos de la escuela— rápidamente no tardaron en olvidar lo ocurrido. En ello tenía que ver el hecho de que yo no fuera alguien muy conocido en la escuela, ni mucho menos popular.

Sin embargo, yo sentía que el incidente había puesto a la chica alegre aún más lejos de mí. Como si no hubiera habido ya una gran distancia sentimental entre nosotros. Tal vez, analizándolo fríamente, después de tanto tiempo, no había sido tan así, y por eso afirmo que sentía que la chica alegre se había vuelto más inalcanzable para mí.

Tal vez era una exageración de mi mente que la chica alegre, durante las semanas siguientes al dichoso incidente, había evitado pasar cerca de mí, o mirarme, o hablarme, o que había minimizado las oportunidades (¿o el riesgo?) de hacer tales cosas.

En tal coyuntura bien pude haberme resignado y empezado a pensar que quizás no tenía sentido intentar acercarme a ella.

Pero entonces llegó a mis oídos un rumor.

La reconstrucción de los hechos es la siguiente:

Uno de nuestros compañeros del fondo del salón, probablemente Miche —el muchacho a quien el cabello le cubría casi completamente los ojos, cosa que no parecía molestarle—, redactó un mensaje en un trozo de papel, lo dobló y dio instrucciones para que aquel llegara a las amigas de Kari. No obstante, el documento fue interceptado en medio de su travesía por un alumno que, ignorante acerca del carácter secreto del mensaje, y creyendo erróneamente que iba dirigido a él, leyó su contenido. Al darse cuenta de que él no era el destinatario del mensaje, se volvió hacia atrás, donde varios compañeros le explicaron con gestos e insultos proferidos en susurros que el papel debía viajar hasta las primeras filas.

Ese despistado alumno, que era ni más ni menos que mi amigo Kazu, me reveló el mensaje. El mismo decía que un estudiante de la clase 3-C estaba interesado en Kari, y preguntaba a sus amigas si sería «aceptable» (esa fue la palabra que usó el joven, según el testimonio de Kazu) invitarla a salir.

Estábamos en recreo cuando Kazu me relató el hecho, del cual no me había percatado cuando sucedió por haber puesto atención a la clase, cosa que suele ocurrir cuando uno asiste a la escuela. Yo oí sus palabras sin dejar de mirar hacia el patio desde detrás de una de las ventanas del primer piso, entreteniendo a mis ojos con el ir y venir de los estudiantes. Internamente, mi reacción fue la de sentirme desesperanzado, y consideré que el sujeto —fuera quien fuera— tenía posibilidades con la chica alegre, aun cuando no sabía qué le habían respondido las amigas de ella, o si le habían respondido siquiera. Mientras tanto, buscaba desde las alturas las cabezas de Aira, Hana y Ruri, mas no aparecían; no las podía distinguir de toda esa gente que se movía animadamente, como hormigas, sólo que sin un rumbo definido.

«Era algo esperable. ¿Cómo no lo vi venir? —me pregunté—. Es definitivamente imposible que sólo yo me haya fijado en la chica alegre. Sería muy ingenuo de mi parte creer que nadie más le haya echado el ojo, que nadie más la quisiera también, que esté deslumbrado por su forma de ser, obnubilado por su luminosa aura…»

—Creo que ya sé quién es —anunció Pier, sumándose a nosotros. Sus palabras, por haber sido dichas en voz alta, fueron indiscretas. Quise darme vuelta y decirle que se callara, pero una reacción de ese tipo hubiera hecho a la escena aún más visible, y me hubiera delatado como parte interesada. Elegí guardar silencio y no inmutarme.

—¿Y bien? ¿Quién es? —inquirió Kazu.

—No sé su nombre, pero sí es de la 3-C. Es un sujeto alto, que se peina hacia atrás.

—Creo que sí he visto a alguien así —pensó Kazu en voz alta.

Luego se volvió hacia mí.

—Lo bueno es que, si la Presidenta le dice que no, entonces será toda tuya.

—Pero ¿y si le dice que sí? —preguntó Pier.

—En ese caso, para que no ocurra, deberías ir a confesarte antes que él —respondió Kazu, quien aún me miraba.

—Ya veo, como anotar un gol al último minuto de un partido —dijo Pier.

—Algo así.

—Cállense —les dije, todavía inmóvil—. Sólo cállense.

Sin nada más que hacer en mi incómoda compañía, Kazu y Pier se retiraron. Emell los siguió luego de darme una palmada en el hombro y decirme:

—No te hagas problema.

En cuanto supuse que mis amigos ya habían bajado por la escalera a la planta baja, comencé a caminar en la dirección contraria. También iba a bajar, pero por la otra escalera. Empezaba a tener pensamientos acerca de la situación cuando, de pronto, divisé a Aira caminando junto a un joven… alto y de cabello oscuro peinado hacia atrás. Entre ellos y yo se interponían alumnos, por lo que no pude fijar la vista en Aira y el misterioso sujeto, ni seguirlos con la mirada. Habiendo detenido mis pasos, los miré seriamente desde la distancia por un instante, los miré caminar sin prisa y hablar amenamente. Aira no se veía irritada o molesta, como cuando tenía que dirigirme la palabra.

Eso era porque Aira no me conocía a mí, porque al parecer abrigaba algún prejuicio en mi contra por alguna razón, porque no se había molestado en tratarme justamente, imparcialmente.

Con esas consideraciones, mi situación sonaba como algo injusto. Era muy fácil para mí pensarlo así; era muy fácil para mí equivocarme así.


Pasaron varios días sin noticias acerca del joven que aparentemente quería invitar a la chica alegre a salir. Durante ese tiempo estuve más o menos concentrado en temas estrictamente académicos, y en un momento llegué a la conclusión de que la chica alegre y aquel estudiante no estaban saliendo, fuera porque ella lo había rechazado o porque sus amigas no lo habían aprobado como candidato para empezar. Mi informante involuntario, Kazu, no había llegado a saberlo (ni se había preocupado de hacerlo). De cualquier manera, al menos de momento me parecía que la chica alegre seguía «libre».

Y yo ya no quería volver a pasar por las desagradables sensaciones que había tenido.

Reconocía que tal vez ya era hora de confesarme o de intentar acercarme a la chica alegre, al menos. Todos mis amigos me lo decían las pocas veces que surgía el tema en nuestras conversaciones, y en mi fuero interno estaba a punto de admitir que tenían razón.

Pero también cargaba con una inseguridad acerca de mí mismo tan arraigada como insoportable, y pesimismo acerca de mis posibilidades con la chica alegre, y con el temor de abrir mi corazón sólo para terminar quedando en ridículo. No sabía cómo iría a reaccionar si la chica alegre me rechazaba…

Y al final, cuando meditaba sobre el asunto, nunca terminaba decidiéndome a reunir el valor suficiente para confesar mis sentimientos y, en consecuencia, nada sucedía; no llegaba a averiguar si le gustaba a ella o no. Y así era como pasaban los días, uno tras otro, acumulándose irremediablemente. Con el tiempo, sin embargo, el permanecer en aquella especie de limbo sentimental me movió lentamente a desesperación. Cada vez que veía pasar a la chica alegre por delante de mis ojos o por un costado sentía «medio morirme», como dice la canción. Mi corazón era una olla a presión, y mis sentimientos, el fuego que lo calentaban muy despacio. Era preciso liberar esa presión —esa tensión— interna de una vez.

Eché la cabeza hacia atrás y me pregunté cómo debía hacerlo. «¿Cómo se consigue estar un rato a solas con la chica alegre, cuando siempre está acompañada por sus amigas u ocupada en alguna actividad? Llega a la misma hora que sus amigas, pasa el día con ellas —se sienta con ellas, anda con ellas durante los recreos—, y se va con ellas. Quizás si participo en alguna actividad extracurricular, como las tutorías antes de los exámenes…».

Ya había asistido a dos de esas clases el año anterior. Kari y otros de los mejores alumnos de la clase hacían de tutores, preparando a los estudiantes —sobre todo los menos favorecidos— antes de algún examen importante. Yo había ido no tanto para repasar conceptos como para ver a la chica alegre, aunque el precio a pagar era el de levantarme temprano e ir a la escuela un sábado. No, esas cosas eran insignificantes en comparación con pasar un rato en el mismo espacio físico que la chica alegre. Pero a ella la reservaban como se reserva una mesa en un restaurante —una mesa que me parecía no tener permitido ocupar—, me asignaban otro tutor, y me terminaba aburriendo, sobre todo porque las tutorías no me eran imprescindibles.

Tampoco era yo un estudiante tan brillante como para hacer de tutor.

«¿Tal vez sumarme a ese grupo de voluntarios en el que está ella?»

Era de público conocimiento que una o dos veces al mes Kari realizaba tareas como acompañar a adultos mayores o visitar a enfermos en un hospital. Era una de las tantas cosas por las que la admirábamos y le teníamos devoción.

Pero finalmente la idea para cambiar mi situación me surgió en una clase de Educación Física.

Al principio de la clase, el profesor nos llamó a todos para hacer el anuncio que se hacía todos los años a todos los cursos.

—Antes de comenzar, haremos las pruebas de clasificación para el torneo interescolar de atletismo.

Y, mostrando un manojo de papeles que traía bajo el brazo, agregó:

—Aquí anotaré a todos los que quieran participar este año, así que acérquense para que escriba sus nombres en la lista. Cuando los llame… No, mejor formen una fila…

Pero lo que tenía en mente le resultó muy complicado de poner en práctica, y no tardó en darse por vencido.

—¿Saben qué? Tengan las planillas y anótense ustedes.

Y le tendió los papeles al alumno que tenía más cerca. Acto seguido, fue a tomar asiento a un costado.

—¿Y qué hay de los que no queremos ir? —preguntó alguien.

—Ya podemos jugar a la pelota, ¿no?

—Ni lo sueñen —replicó el profesor descaradamente, ya reclinado en la silla que siempre llevaba al gimnasio para pasar la clase sentado en ella, con los brazos cruzados detrás de la cabeza, y sin siquiera mirar a quien le había hecho la última pregunta—. Los que no vayan a participar de la prueba comiencen a trotar, vamos. Cuando terminen de anotarse en la lista, tráiganla.

Las planillas ya circulaban con agilidad. No había demasiado interés entre los alumnos en asistir al torneo, por lo que varios de mis compañeros le pasaban las hojas a otro sin escribir su nombre, o incluso rehusaban tomar las hojas. Uno de los que hizo esto último fue Kazu.

—No me des eso. Jamás iré.

Emell tomó las planillas y, sin siquiera dignarse a posarles la vista encima, me las pasó a mí, que estaba sentado en el piso a su lado. Y yo, de manera contraria a mis amigos, recibí las hojas y les eché un vistazo. En cada hoja había una disciplina diferente: salto en alto, salto en largo, carreras de cien, de cuatrocientos y de mil seiscientos metros…

Rápidamente escribí mi nombre en todas las hojas, para maximizar las probabilidades de clasificar en alguna de las disciplinas, y así poder participar en el torneo. Mis amigos me miraron extrañados. Nunca antes había intentado entrar al torneo de atletismo, y ahora mostraba un interés desmedido, fuera de toda lógica… o no tanto.

Es que supuse que la chica alegre seguramente iría a participar en el mismo torneo, como lo había hecho en los dos años anteriores. En su primer año en la escuela incluso había ganado una medalla de bronce —la única de la escuela en toda la competencia—, y en honor a tal logro habían puesto una foto suya con la medalla al cuello en la vitrina de trofeos del vestíbulo, y una copia en la cartelera de anuncios generales, también en el vestíbulo de la escuela, para que todos la viéramos.

—Buena suerte, supongo —me dijo Emell, poniéndose de pie.

—Igual. Nosotros vamos a jugar a la pelota —añadió Kazu, y fue a pedirle la pelota al profesor, ignorando la orden de aquel de calentar músculos con un rato de trote, como era la costumbre.


—Bien, empecemos por lo más rápido —el profesor nos dijo a los que íbamos a participar de las pruebas, luego de darle la dichosa pelota de fútbol al resto de la clase—. Vengan los que van a correr los cien metros llanos.

Cinco alumnos y yo seguimos al profesor hasta la pista; los primeros nos ubicamos detrás de la línea de largada mientras el profesor, cronómetro en mano, nos aguardaba a un lado de la línea de llegada. A la señal del silbato, uno de nosotros corría hasta la meta, y el profesor registraba el tiempo. Según entendía, se debía superar una cierta marca para clasificar al torneo.

Cuando llegó mi turno, corrí con todas mis fuerzas, tan rápido como pude. Una vez que corrimos todos, el profesor anunció quiénes habían clasificado. Dos alumnos lo habían logrado, no siendo yo uno de ellos…

«No te preocupes, Sanke —me dije para mis adentros—. Tienes otras oportunidades. Sólo hay que seguir esforzándose.»

La siguiente prueba fue la de los cuatrocientos metros llanos. El procedimiento de selección fue el mismo que el de los cien metros: a su turno, cada estudiante de la lista corría, el profesor registraba su tiempo, y luego determinaba quiénes habían logrado una marca satisfactoria.

El profesor anunció a los clasificados, y nuevamente no pronunció mi nombre. A continuación, tomó otra hoja y leyó los nombres. Entonces me lanzó una mirada significativa.

—Bien, acérquense ahora los que van a correr los mil seiscientos metros.

Éramos tres alumnos. Siendo tan pocos, el profesor nos dijo que hiciéramos la prueba juntos.

Cuando me acerqué a la línea de largada, el profesor me preguntó, mientras hacía pasar las planillas por delante de sus ojos:

—Jina, ¿usted piensa participar de todas las pruebas?

—…Depende —sólo supe decirle.

Con clasificar a un solo evento me bastaba, con eso me daría por satisfecho.

—Bien. Pero tómese un descanso después de esta prueba.

Y apartó su rostro, que chorreaba una condescendencia que se me antojó desagradable, para llevarse el silbato a la boca y decirnos que estuviéramos listos para comenzar.

Flexioné las piernas por última vez y me coloqué en posición.

Algunos dicen «no te esfuerces demasiado», pero para mí debía ser al revés. «Esfuérzate demasiado», o «esfuérzate al máximo».

«No hasta el punto de quebrarte una pierna, pero sí esfuérzate mucho», me dije.

Por estar teniendo esa clase de pensamientos, el pitido del profesor me tomó un tanto desprevenido. Mis compañeros comenzaron a correr, y yo reaccioné con una fracción de segundo de demora. Ellos no iban tan rápido como yo, por lo que no tardé en dejarlos atrás. Por un instante creí que ganaría la carrera con holgura y que clasificaría al torneo interescolar cómodamente, pero entonces mis piernas comenzaron a sentir el cansancio, no sólo por la velocidad, que ahora parecía excesiva, sino por el esfuerzo al que las había estado sometiendo, sin darles un apropiado descanso entre pruebas. Ni siquiera había completado la primera de las cuatro vueltas a la pista.

Entendí entonces que debía administrar mis energías sabiamente ya que, por lo visto, mi cuerpo no era capaz de aguantar un esfuerzo como el que estaba haciendo —no estaba acostumbrado a hacerlo—. Y, sin saber cuál era la velocidad adecuada para correr, simplemente les seguí el ritmo a mis compañeros, quienes ya me habían rebasado por un par de metros, aunque me estaba costando mantener la distancia. Mientras no se me escaparan, supuse que todo estaría bien.

Llegamos a la largada, donde el profesor asintió aprobadoramente con la cabeza.

«Una vuelta de cuatro… Es el veinticinco por ciento… Todavía puedo seguir…», pensaba, pero más temprano que tarde me empezó a faltar el aire. Estaba agitándome, y sentía que las fibras musculares de mis piernas se endurecían. Aquello no era bueno, pero debía continuar.

A mitad de la vuelta noté que mis compañeros habían tomado una mayor distancia de mí, y que yo estaba perdiendo velocidad. Hice un esfuerzo más y apuré el tranco; no obstante, muy pronto me cansé de nuevo y tuve que enlentecer la marcha un poco. Y así, alternando momentos de aceleración y de desaceleración, completé la segunda vuelta.

Mirando fijamente el cronómetro mientras pasábamos junto a él, el profesor exclamó:

—¡Sigan así, no bajen la velocidad!

Aquellas palabras cayeron como un lastre sobre mis espaldas. ¡Con lo que me estaba costando mantener el ritmo, y no debía ir más lento! Pero no podía hacer más que seguir corriendo. «Cincuenta por ciento del recorrido… Ya voy a la mitad…»

Corría con los ojos cerrados o entrecerrados y la cara arrugada de cansancio o ya de extenuación. También me había empezado a doler el lado derecho del abdomen.

Entonces, una voz resonó en mi cabeza.

«¡Vamos!»

Abrí los ojos de repente, sorprendido, y miré en derredor. No había nadie cerca; uno de mis compañeros ya se hallaba diez metros más adelante, mientras que el otro me llevaba una ventaja aún mayor, así que me pregunté quién pudo haber hecho esa exclamación.

Una voz que me había resultado familiar.

Volví a cerrar los ojos, pero la expresión de mi rostro se había serenado, y la tensión de mis músculos faciales se había aflojado, incluso desaparecido. Sentía el viento ser abierto en dos en mi rostro y pasarme por ambos costados; el aire olía a primavera y mi cuerpo de pronto se sentía algo más liviano —acaso alguien me había quitado de encima la pesada carga de las palabras del profesor—.

«Es sólo un esfuerzo más… ¿O vas a desperdiciar esta oportunidad, con lo que nos está costando? ¿Es que esperas entrar al torneo haciendo salto en alto?», me decía.

Nunca antes había practicado salto en alto, por lo que no me cabía ser muy optimista acerca de lograr ejecutar la técnica de salto correctamente, mucho menos clasificar al torneo.

«¡Vamos, Sanke!», reiteró aquella voz.

Tomé aire y recorrí la curva antes de completar la tercera vuelta. Junto a la línea de largada debía estar el profesor, cronómetro en mano, pero en su lugar yo veía a la chica alegre. Cuando le pasé por el costado, tratando de poner una cara seria para que no se notara que estaba padeciendo la prueba, ella dio un saltito extendiendo las extremidades, como lo haría una animadora, le dio una patadita inofensiva al aire y exclamó:

«¡Un poco más rápido, Sanke! ¡Tú puedes!».

Cerré los ojos con fuerza, buscando en mi interior algo más de fuerza que reunir.

«¡Sí-í, San-ke! ¡Vamos!»

Aumenté la velocidad, decidido a ganar la carrera. El sentimiento de cansancio y las ganas de terminar de una vez con la prueba desaparecieron de golpe. Como una fiera al acecho me fui acercando a mis competidores sin que ellos lo advirtieran, y luego los rebasaba por sorpresa, rápidamente. Fue en la última curva que me hice con la primera posición, y ya que estaba entrando en la recta final, corrí a máxima velocidad, imitando a los corredores que uno de vez en cuando puede ver en la televisión; ya casi no sentía los pies impactando contra el suelo, como si se hubieran entumecido y perdido sensibilidad por ello, y mis piernas estaban algo más rígidas que antes. Mis compañeros hicieron lo mismo, pero ya no lograron superarme, y así gané la carrera.

En todo momento una chica alegre dentro de mi cabeza me había alentado, por eso había podido hacer tal esfuerzo.

No creo que la magia exista realmente, pero lo que me ocurrió se le parece mucho.

Apenas dos o tres pasos pude dar tras la línea de llegada, ya que mis piernas se terminaron de rigidizar. Sentado en el suelo, estirando las varas que tenía por piernas, vi ponerse junto a mí los pies del profesor.

—Muy bien, Jina. Irá al torneo de este año —dijo él.

Las energías me alcanzaron tan sólo para alzar un poco la vista y asentir con la cabeza, jadeando y sujetándome las rodillas, y ver una medida sonrisa de satisfacción en su rostro.

—Ahora sí, tómese un descanso… ¿O prefiere no participar en las siguientes pruebas?

Respondí con un ademán exhausto que no iba a participar.

—¿Salto en alto, salto en largo, carrera de postas…? —insistió sin embargo el profesor, mientras hojeaba las planillas—. ¿Ninguna?

Sacudí la cabeza y me incorporé con algo de dificultad. Tenía las rodillas y las ingles adoloridas, y había vuelto a sentir punzadas en el costado derecho.

Pero no me quejaba. Había logrado el objetivo.

A continuación, con exiguas fuerzas me arrastré hasta el costado de la cancha donde el resto de los alumnos jugaba al fútbol. Me senté en el suelo en un sitio donde pudiera apoyar la espalda en la pared, y desde allí dejé que mis ojos siguieran a la pelota, como hipnotizados. La pelota viajaba impulsada de un lado al otro, y yo pensaba en que ya tenía sed.

—¡Pobre! Estás destruido —me dijo Emell, al ver mi lastimoso aspecto. Él tenía habilidades nulas para los deportes, y prefería pasarse la clase apartado del resto, sin moverse más que para esquivar un pelotazo o para ir al baño. Todavía hoy no recuerdo haberlo visto correr jamás.

—¿Para qué fuiste a matarte allá en la pista? —agregó él.

Me estaba tomando mi tiempo para responder cuando me interrumpió la llegada de Kazu y Pier.

—¿Y? ¿Cómo les fue? —preguntó Emell.

—Perdimos —replicó Kazu, y se volvió hacia mí—. Te necesitamos en el equipo. ¿Qué estabas haciendo? —me preguntó en tono de queja.

—Quiere entrar al torneo de atletismo —señaló Pier, y se sentó pesadamente a mi lado.

—Dicen que está bueno. Al menos los que van tienen justificada la ausencia, y no les ponen falta.

—Sí, suena bien, pero yo prefiero quedarme. Aquí no tengo que estar corriendo como si me persiguiera un tipo con un hacha.

Me reí tanto como la extenuación me lo permitió; cada movimiento de mi cuerpo, por más mínimo que fuera, daba lugar a una tirantez molesta de mis fibras musculares.


Desde el preciso instante en que supe que iría al torneo, y al irse disipando la emoción por el logro conseguido, mi cabeza comenzó a saborear el momento de llegar a casa y acostarme a dormir. Descansar era de momento el único premio del que deseaba disfrutar, y lo tenía bien merecido.

Sólo abrir la puerta de la habitación me causó una inmensa dicha. Mi agitado cuerpo volvió a tener energía, al menos para zambullirme feliz en la cama.

Dormí bastante y muy bien; cuando abrí los ojos el crepúsculo era pleno. Un niño pequeño de pie frente al escritorio hurgaba el contenido de los cajones.

—Hey, ¿qué haces? —pregunté, cuidando de no elevar mucho la voz, para no asustar al niño.

Éste me miró por un segundo y luego, sin hacer caso a mi pregunta, siguió con su inspección no autorizada. Levanté la espalda para sentarme como paso previo a ponerme de pie, y el chiquillo huyó a toda velocidad y sin hacer ruido, como un ratonzuelo.

Fui a la sala de estar y allí encontré a mi madre sentada a la mesa con mi tía Laina y mi prima Kire. En medio de la mesa reposaban la tetera blanca y tres tazas que llenaban la estancia de un intenso aroma a café. El chiquillo, a quien gracias a que ahora había suficiente luz reconocí como mi primo, se medio ocultaba debajo de la mesa.

—Ah, miren quién llegó —dijo mi tía—. ¡Ah, mírate, cómo has crecido! —Luego se dirigió a mi madre—: Se ve igual que su padre.

—¿Quieres café?

—Estoy bien.

—Ven a darle un abrazo a tu tía —dijo Laina, y se levantó de la silla.

Ella es una de esas tías indiscretamente cariñosas, que parecen querer avergonzar a uno a cada momento —eso sí, siempre en público—.

Tía Laina me rodeó con sus brazos y besuqueó mis mejillas calurosamente, envolviéndome e imprimiendo en mi piel el olor a polvos de maquillaje y a perfume de mujer que ya ha alcanzado la madurez, y sólo entonces me dejó ir.

—Quisiera que vengas a visitarnos algún día —añadió.

Tomé asiento entre mi prima y mi mamá luego de servirme un vaso de agua. Era lo que necesitaba para lavar el sopor de mi cuerpo y mi mente.

—¿Así que hoy no fue a la escuela, me estabas contando? —preguntó mi madre a tía Laina, refiriéndose a Kire. Por lo visto, tal era el tema de la tertulia que mi aparición había interrumpido.

—Dice que se sentía muy mal. Pero mírala ahora: está perfecta. No le pasa nada.

En efecto, no se notaba signo alguno de padecimiento en el aspecto de Kire, quien, además, se había permitido saborear el café y las masitas de la merienda.

—¿Te sentías mal de verdad, o no querías ir a la escuela? —le preguntó mi mamá.

Kire bajó la cabeza como quien recibe una reprimenda.

—Me sentía mal… —musitó.

—Espero que haya sido eso —dijo tía Laina, no sin cierta severidad—, y no que estés pensando en abandonar la escuela.

—Está creciendo, y ya es una señorita; es normal que tenga dolores.

Kire se sonrojó y escondió el rostro detrás de la taza.

—Te esperan muchos días más así —sentenció mi madre—, pero no siempre podrás quedarte en cama.

La pobre Kire estaba muerta de vergüenza, pero a mí también me incomodaba tener que escuchar una conversación de mujeres, así que apuré lo que me quedaba de agua en el vaso y me levanté como si tuviera algo que hacer. Al pasar junto a mi tía, esta capturó mi mano y la puso en las suyas.

—¿Ya te vas, Sanke? Esperaba que hoy trajeras una novia para presentarme. Pero estabas en tu habitación, durmiendo o haciendo quién sabe qué cosas…

Una sensación intensa y desagradable, mezcla de vergüenza y humillación, me atravesó por un segundo.

—Estaba descansando, tía. Hoy tuve las pruebas para el torneo de atletismo —repuse, logrando mantener la compostura.

—¿Y te fue bien? ¡Oh, qué alegría! Así que atleta… Eso impresiona a las chicas, ¿sabes?

Miré a tía Laina con atención, preguntándome si de verdad lo decía. ¿Sacrificarme en Educación Física pudo haber sido una decisión correcta, después de todo? Por otra parte, a Kire se le habían pasado el calor y el rubor, y ya saboreaba otra masita dulce.

—Si tienes tiempo, ¿puedes comprar para hacer la cena?

Mi madre acababa de darme la excusa para evitar sufrir más comentarios de tía Laina.

—Claro. Creo que mejor voy ahora.

—¿Quieres ir también? ¿Por qué no acompañas a tu primo? —preguntó mi tía a Kire.

—Está bien —respondió ella, y se puso de pie.

—Qué lindos se ven los dos. ¡Vayan, pasen tiempo juntos, como buenos primos!

Kire y yo nos sentimos aliviados una vez fuera de la casa, sabiéndonos a salvo de los comentarios de Laina, al menos por un buen rato.

—Hay un supermercado por allí —dije, señalando con el pulgar en un ademán amistoso—, donde podemos comprar de todo.

Nos pusimos en marcha. Al principio anduvimos en silencio: yo tenía dando vueltas en la cabeza las palabras de tía Laina, y tampoco sabía qué decir para darle conversación a mi prima. No obstante, llegando a la esquina, noté por casualidad una mueca extraña en el semblante de Kire.

—¿Estás bien?

—Sí… Es sólo que… hoy no me sentía mal.

Tardé un poco en comprender a qué se refería.

—¿No tenías ganas de ir a clases?

—Sí, creo que quería ir hoy, pero algo pasó en la escuela, y me quedé. Una chica de mi clase… creo que desapareció.

Ahora su rostro estaba ensombrecido y extremadamente serio.

—¿Y no se lo dijiste a tu mamá?

—No. Realmente no sé si desapareció, pero ¿sabes?, todo el día tuve la sensación de que sí.

—¿Por qué lo dices?

—Porque… Esa chica es una compañera que nunca habla con nadie, o casi nunca. No sabemos nada de ella. Este año quise acercarme a ella, porque me da lástima verla siempre sola; además, parece buena persona. Pero no, siempre pone excusas… Y la semana pasada inesperadamente vino a hablarme durante el recreo. Me llevó a un sitio apartado y me contó que su abuelo había desaparecido, y que ella iría a buscarlo. Los días anteriores ella había estado rara, como triste o muy preocupada. Yo me había dado cuenta, pero tenía temor de hablar con ella; no quería entrometerme en sus asuntos… Su abuelo, según me contó, de repente se había deprimido, hasta que un día, ella regresó de la escuela y ya no lo encontró más.

—¿No debió reportarlo a la policía?

—Pensé lo mismo y se lo sugerí, pero ella se negó sin explicarme por qué. Quería ir a buscarlo ella misma… Pero lo que me preocupó fue cómo me lo dijo. Todo lo decía con un tono de despedida, como si ella fuera a desaparecer también.

—Es terrible. Pero quizás regrese pronto. No entiendo por qué iría ella sola a buscar a su abuelo; sería mejor pedir ayuda a la policía, a un familiar, a vecinos…

—Es como si hubiera algo muy malo acerca de ese asunto. Es la sensación que tengo.

—¿Y por eso no querías ir a la escuela?

—Así es. No sé cómo explicarlo; es una horrible sensación que no me puedo quitar cuando lo recuerdo.

—Y no se lo has contado a nadie.

—No, porque ella me pidió que no lo hiciera.

Nos quedamos mudos y quietos, viéndonos a los ojos por un instante. Acababa de admitir que había roto su promesa.

—¿Sabes dónde vive esa chica? Quizás puedas visitarla.

Kire negó con la cabeza.

—Bueno, espero que todo se resuelva de buena manera, y que nada malo haya pasado con tu compañera y con su abuelo. Todavía pienso que deberías informar a la policía —dije, tratando de tranquilizar a Kire.

—Los maestros tal vez se den cuenta si ella no aparece en un par de días.

—Sí, pero no hay que alertarlos cuando sea demasiado tarde.

Me pareció que era hora de alegrar el momento.

—Bueno, ¿y qué podemos cenar esta noche? ¿Qué te gusta comer?

Kire sonrió y reanudó la marcha mientras se tomaba un instante para pensar su respuesta.

En el supermercado, regresando a casa y luego cenando todos en familia no volvimos a mencionar aquel tema. No quise presionar a la prima Kire ahondando en esa «sensación» en la que había insistido, y estaba convencido de que lo que ella me había contado era todo lo que sabía. La noche terminó para mí en paz; luego de la comida, tía Laina y mis primos se fueron, y yo fui derecho a la cama. No di mucho espacio a reflexionar acerca de aquel misterioso y oscuro asunto, pero sí creía entender a Kire —o al menos intentaba hacerlo— cuando sospechaba que algo muy terrible se escondía detrás; algo que debía de ser difícil de imaginar o concebir, pero cuya semilla había sido plantada y de la cual pretendía germinar una malévola sombra.

Un tiempo más tarde, recordaría nuestra breve charla, y no precisamente como algo curioso.