La chica alegre
Capítulo 5
Dado que iba a participar del torneo interescolar de atletismo, el profesor me recomendó entrenar durante las tres semanas que nos separaban de dicho evento. Al principio le hice caso: me quedaba después de clases a correr en la pista de la escuela. Había una belleza en el esplendoroso naranja del ocaso que todo lo teñía y en la frescura del aire otoñal que me envolvía, pero, por otra parte, cuando sonaba la campana de salida, normalmente yo sólo tenía ganas de regresar a mi casa. De modo que mi disciplina menguó al cabo de pocos días.
Un par de veces durante ese lapso fui a jugar a la pelota con mis amigos, y en mi fuero interno lo consideraba parte del entrenamiento que necesitaba. Además, aprovechando que no había exámenes programados a la vista, nos reuníamos después de clases con cierta frecuencia.
No estoy para nada orgulloso de contar estas cosas, pero fue lo que ocurrió.
Luego, varios días antes del torneo, fui a casa de Kazu a pasar la tarde. Pier también estuvo allí; Emell, sin embargo, tuvo un compromiso y no pudo asistir. Como era costumbre entre nosotros, ocupamos el tiempo en jugar videojuegos y conversar de lo que fuera, siempre que se tratara de algo trivial.
O casi siempre.
—Mira, ese es Sanke corriendo —dijo Kazu en broma, refiriéndose a un personaje en la pantalla.
—¿Ya no te quedas después de clase a correr? —me preguntó Pier.
—Tendré que hacerlo estos días.
—Ahora bien, ¿no es demasiado esfuerzo el que haces, sólo por estar con la Presidenta? —inquirió Kazu, sin quitar los ojos de la pantalla.
—¿Qué? No lo hago por ella.
—¡Mientes! —exclamó Kazu.
—¿Es tan difícil hablarle directamente? En verdad te lo decimos —añadió Pier.
—Si tanta vergüenza te da confesarte, ¿por qué no le escribes una carta y ya?
—Eso es cosa de mujeres —opinó Pier.
—Bueno, entonces que le escriba una nota. O que le envíe un mensaje.
—¡Ja, ja! «Estimada Presidenta: le notifico que me he enamorado de usted.»
—¿Quieren callarse? —exclamé.
La imagen de la carta que le había escrito tiempo atrás pasó fugazmente por mi mente —la carta que guardaba entre las páginas de un viejo libro en un rincón secreto de mi habitación—.
—Y no es vergüenza; es que ¿no lo han notado? Ella está todo el tiempo con sus amigas.
—Ah, ¿con que ese es el problema? Muy fácil: distraemos a sus amigas para que queden ella y tú solos, ¿qué te parece? —pensó Pier.
—No me ayuden, por favor, que ya suficiente tuve de su «ayuda» —dije, en clara alusión al incidente de la confesión en mi nombre.
—Otra vez con eso… ¿Sigues molesto con nosotros? Te estábamos dando una mano —dijo Kazu.
—No estoy molesto, ya les dije. Pero se excedieron. Y ya basta de hablar de ese asunto, que es cosa mía.
No pude evitar extrañar la moderación de Emell, que hubiera hecho de contrapeso ante los insistentes comentarios de Pier y Kazu.
—De acuerdo, pero sigo pensando que es demasiado esfuerzo.
—Escríbele una nota. Es más sencillo.
Aquella fue la última vez que tuvimos una discusión acerca de mi situación sentimental. Tal había sido mi intención.
Cuando anocheció, decidí que era el momento de volver a mi casa. En mis planes estaba acostarme temprano para descansar apropiadamente y, ya al día siguiente, sí darle un par de vueltas a la pista de atletismo, al menos para que no se pudiera decir que no entrenaba.
Salí de la casa de Kazu y eché a andar sin prisa. No sería una caminata corta, y era mejor ir despacio para no cansarme. Es que en aquella ocasión sí me había decidido a regresar por un camino largo.
Uno que me llevaba a través del barrio donde vivía la chica alegre.
Siendo de noche, consideré que había menor riesgo de toparme con alguna de sus amigas. Y bien entrada estaba la noche cuando partí.
El cielo estaba azulado y en paz. La luz era provista por las altísimas farolas y, sobre todo, por la luna llena, firme, grande y brillante, que me miraba desde por encima de los tejados. Los semáforos se disponían a lo largo de la avenida como lunares de vivos colores que salpicaban la oscuridad de la noche sin llamar demasiado la atención. Unos pocos transeúntes se dejaban ver, regresando a sus respectivos hogares con la cabeza gacha.
Aparte de la poca gente andando por la calle, cada tanto pasaba algún vehículo y a lo lejos se oía al tren pasar —ese tren que a muchos jóvenes acercaba a la escuela cada mañana y que los llevaba de vuelta a sus casas por las tardes—. No se apreciaban muchas más expresiones de vida desenvolviéndose ante mí que aquéllas. El contraste con el ajetreo característico de la hora pico era absoluto y total.
Parecía más tarde de lo que en realidad era.
Aquella era realmente una bella noche, apacible, agradable.
Procurando verme inocente anduve por las calles semidesiertas. Y no lo noté entonces, pero a medida que me adentraba en las profundidades del vecindario donde vivía la chica alegre, menos gente y menos autos fui encontrando, y ya no volví a oír al tren pasar.
Me hubiera sido imposible reconocer las calles por las que había andado tiempo antes. Lo único que me aseguraba de estar cerca de mi destino secreto era la sensación de familiaridad que me generaban las grandes casas y las anchas aceras —algunas de ellas arboladas— que caminaba.
En algún sitio mi mente se detuvo en seco. Pocas viviendas estaban iluminadas, lo cual se me antojó un tanto extraño, pero tras algún cristal o entre unas cortinas podría estar la chica alegre. Y si me viera merodeando el vecindario, caminando su calle, mirando sospechosa o furtivamente en todas direcciones, ¿qué iría a pensar? Y más aún, si me llegara a reconocer, ¿qué iría a pensar de mí?
Un tanto incómodo por los productos de mi mente inquieta, torcí mi rumbo en la primera esquina que alcancé. Busqué con la mirada el nombre de la calle que estaba transitando, mas no había un cartel que lo indicara. Seguí una, dos, tres cuadras, y por ningún lado aparecía el nombre. Ya estaba pensando en cambiar de dirección cuando noté que alguien iba detrás de mí. Al darme vuelta por un breve instante lo vi: era un hombre en apariencia joven, vestido de camisa y pantalón de vestir, como un oficinista, pero desaliñado, de aspecto más bien desgarbado en general. Las sombras que cubrían su semblante y su forma de desplazarse, sin ánimos, destilaban preocupación, ¿o sólo desgano y apatía por la vida? No se veía realmente amenazante, aunque tampoco inofensivo. Quizás la ausencia de personas alrededor y el aura negativa que emanaba del sujeto me intranquilizó. En consecuencia, decidí doblar a la derecha la esquina siguiente. Iba a rodear la manzana; seguir barriendo terreno. El sujeto prosiguió su marcha en línea recta por la calle sin nombre, como pude comprobar viendo con el rabillo del ojo. Doblé a la izquierda al llegar a la esquina para así continuar mi camino por la arteria paralela a la calle sin nombre. A mitad de cuadra me topé con el extremo de un callejón perpendicular a la calle sin nombre, que partía la manzana en dos. El callejón era muy estrecho y estaba iluminado tan sólo por la mortecina luz de un par de viejos faroles. Objetos voluminosos se ocultaban bajo las penumbras a las que las protuberancias cuadriláteras de las paredes daban una vida de espeluznante apariencia. De ninguna manera iba a meterme ahí, y bien que no lo hice. Seguí mi camino, pues, y al llegar a la siguiente esquina volví a doblar a la izquierda. El aire se ponía denso y en él se palpaba la incertidumbre; ya no prestaba atención a las fachadas de las viviendas, y la ilusión de hallar a la chica alegre bajo un cono de blanquecina luz había desaparecido sin dejar rastro.
A mis espaldas, la luna estaba encendida, y me ponía delante una sombra que no podía evitar hollar.
Llegando a la esquina de la calle C* con aquella calle sin nombre, instantáneamente me vi envuelto en una niebla poco densa y absolutamente atípica. A su través, las siluetas ya ennegrecidas de la ciudad se desdibujaban, perdían nitidez y se fusionaban unas con otras, generando un amasijo urbano amorfo. Di una vuelta entera y advertí que sólo en una dirección no había niebla. Era precisamente en la de la calle sin nombre, de la que me había desviado al observar a aquel hombre misterioso caminar detrás de mí. Y justamente, gracias a la ausencia de niebla volví a divisar a tal sujeto moviéndose lentamente hacia mí. Su aspecto no había variado en lo más mínimo: todavía iba ensimismado, sumergido en quién sabe qué clase de pensamientos, sin prestar atención a su entorno…
Hasta que él pasó junto al otro extremo del callejón, el que desembocaba en la calle sin nombre.
Una figura se le puso detrás y lo siguió. Apenas pude darme cuenta de ello, pues el sujeto se interponía entre dicha figura y yo, eclipsándola.
Pese a verse tan absorto en su mundo, no tardó el hombre en advertir la presencia de alguien detrás de sí.
Se dio vuelta, y de inmediato dio un salto hacia atrás de terror, trastabillando, casi cayendo.
Entonces distinguí una figura femenina, en apariencia una mujer joven, envuelta en un simple pero elegante vestido corto de un blanco purísimo; era ella quien estaba siguiendo al desconocido. Ya teniéndolo de frente, ella le arrojó un zarpazo, que él logró esquivar por poco, y que cortó al aire en dos. Visiblemente aterrorizado, el sujeto se echó a correr, pero la mujer lo agarró de un brazo, impidiéndole el escape. El sujeto se retorció violentamente, pretendiendo librarse de la muchacha, quien, en despecho de su aspecto delgado y un tanto frágil también, se aferraba a él con impresionante fuerza y no lo dejaba ir. El hombre le arrojó desesperados golpes con la mano libre y con las rodillas. Ella lo soltó sin retroceder ni evidenciar gestos de dolor. Rápidamente el sujeto intentó de nuevo echar a correr en dirección a donde estaba yo.
Su mirada me halló de pie en la esquina, inmóvil.
Sus ojos estaban desorbitados, y sus labios temblaban incontroladamente.
Su rostro estaba desencajado.
Él abrió la boca para gritarme.
—¡…!
Y un cuchillo atravesando su garganta ahogó su pedido de ayuda.
En cuanto el cuchillo fue retirado, el hombre cayó al suelo hecho una bolsa de huesos que golpearon secamente las enormes baldosas de la acera. Sin perder tiempo, la muchacha se hincó delante del cadáver y con el cuchillo le abrió el pecho, y con las manos le abrió las costillas. El sonido que hicieron sus huesos en medio del silencio de la noche me causó un fuerte escalofrío. Aquellas delicadas y blancas manos arrancaron el corazón, al que, acto seguido, la dama le hincó los dientes. Con cada dentellada se oía claramente cómo brotaba y salpicaba la sangre del desdichado.
Yo ya no respiraba, estaba empapado de un sudor frío, y mi estómago estaba retorcido en un nudo, o dos, o cientos.
A mitad de la comida, la joven notó una presencia.
La mía, claro está.
Ella me miró de repente; en su rostro en claroscuro las manchas de sangre ajena tomaban un color violáceo o índigo, lo mismo que en su vestido y en sus brazos.
Sus ojos ígneos se apagaron de inmediato, y en menos de un segundo ella salió corriendo a esconderse a la oscuridad del callejón, cual rata a la que iluminan de golpe.
Aunque increíblemente veloces, sus movimientos habían tenido una gracilidad desconcertante. En la huida, una medalla plateada que ella resultó llevar bailó en el aire delante de su pecho, y un símbolo extraño brilló a la luz de la luna.
Exhalé tímidamente un poco de aire, como aprendiendo de nuevo a hacerlo.
Logré moverme con pies temblorosos. Empezaba a alejarme de allí.
Una silueta más grande y menos humana que la de la joven emergió del callejón, y lentamente se dirigió hacia mí. Tenía un par de gigantes ojos rojos, y no me los quitaba de encima.
La silueta tomó de las piernas al cadáver y lo arrastró en dirección al callejón. Fue lo último que vi antes de reaccionar por fin, dando media vuelta y corriendo para ponerme a salvo.
Con todas mis fuerzas corrí, como nunca en la vida. Hubiera ganado el torneo interescolar de atletismo.
Doblé una esquina al azar y me recosté en la pared de un edificio. Respiré agitadamente, pero respiré. Todo mi cuerpo se sacudía por los temblores. Mi corazón, no pudiendo ir más rápido, retumbaba con sus latidos en el interior de mi cuerpo. Algo parecido a las náuseas se agolpaba en mis entrañas, mas ya no me quedaba estómago que vaciar. Aturdido, turbado, me dejé caer y yací unos minutos en la acera.
Creí que me moría de miedo.