La chica alegre
Capítulo 6
Pasaron días tras el horroroso incidente, luego semanas y, finalmente, meses. Y la incesante marcha del tiempo en las agujas del reloj, en las hojas del almanaque y en el tránsito del sol y de la luna a través del cielo no tardó en hacer a un lado los recuerdos de la angustia que había sufrido.
Yo me había angustiado, pero un tipo —un ser humano— había muerto.
Le conté a mis padres lo sucedido, obviando los detalles escalofriantes y los que me hacían quedar como poco menos que un acosador, por así decirlo. Al final, lo que les dije fue que un sujeto había sido atacado en plena calle y muerto de un cuchillazo.
—Tal vez estaba involucrado en un asunto… —opinó mi madre.
—Algunos sitios son peligrosos de noche —sentenció mi padre.
Ni en la televisión ni en los periódicos se habló de la muerte de ningún hombre de mediana edad en nuestra ciudad, ni se mencionó su desaparición siquiera. Razoné que el hombre había sido un solitario, sin familia ni amigos, y que nadie había notado su ausencia, o que no había nadie que quisiera reclamar su cuerpo. Y tampoco se notaría su ausencia en el trabajo si el desdichado andaba desocupado o si en su trabajo les daba igual que muriera. Hay compañías así.
El mugido de desesperación del desdichado, el crujir de sus costillas siendo abiertas, el manar de su sangre y el sonido que esta producía al colisionar con el piso rápidamente quedaron atrás, esfumándose de mi memoria corporal, lo mismo que los escalofríos, los violentos temblores, la falta de aliento seguida de la agitación nerviosa, el retorcimiento de mis inocentes entrañas y la catarata de sudor frío que había caído sobre mí.
Pero lo que no podía ni iba a olvidar era lo que mis ojos habían visto.
El vestido blanco de la chica, resplandeciente como una segunda luna, que enseguida se llenó de manchas, de mares, de un rojo azul.
Los movimientos gráciles y femeninos de aquélla, propios de una bailarina, pero a la vez certeros, letales, despiadados, inmisericordes.
El vestido y el cabello de la chica ondeando en cada movimiento con una frescura que desentonaba por completo con la situación, orquestando aquella escena horripilante.
Las mejillas pintadas de plata, la sonrisa tácita, de labios fríos e inmóviles, antes de que la boca y las manos se cubrieran del precioso fluido vital, consumando un aberrante acto de canibalismo.
La sangre fluyendo en un torrente, tiñendo la piel que tenía un aspecto de finísima porcelana, hermosa pero demoníaca.
Los ojos encendidos como antorchas, como fogatas que de repente se apagaron, como si les hubiese llovido encima, adquiriendo un cariz acaso más humano, pero a la vez vacíos de alma, inexpresivos, muertos. Como el hombre que yacía en medio de la acera.
Y, al final de esa cadena de visiones espantosas y perturbadoras, un símbolo misterioso y desconocido, reluciendo en la negrura de la noche, rogando ser visto por mí.
Mis ojos estaban abiertos de par en par. La luz llevaba un buen rato apagada —no sólo en mi habitación, sino en todo el vecindario y en la casa—, mi cabeza aplastaba la almohada y mi cuerpo ya se había puesto bien cómodo entre el colchón y la frazada; entonces, ¿por qué no me dormía de una vez, si era tan tarde en la noche?
La respuesta a aquella pregunta era muy simple: porque mi mente no quería callarse, porque estaba hiperactiva a la hora en que el vecindario, el suburbio y la casa del portón verde caían mudos de sueño. En pocas horas, en cuanto el sol volviera a ascender por el cielo, yo ya estaría compitiendo en el torneo de atletismo. Como ya conté, no había pasado por la prueba y clasificado por amor al deporte, sino para crear una oportunidad propicia para hablar con la chica alegre y tal vez confesarle mis sentimientos de una vez por todas, aunque en mi fuero interno admitía que no cabía ser demasiado optimista acerca de la respuesta que fuera a recibir. Además, si bien había clasificado hacía más de dos semanas, no había planeado o imaginado cómo podría tener una conversación de cualquier tipo con la chica alegre sin que estuvieran sus amigas entre nosotros. Durante ese tiempo no había pensado acerca de ello realmente, y más aún, viéndolo a la luz de la historia, mi decisión había parecido impulsiva, tomada de forma precipitada. Pero así se habían dado las cosas, y ahora yo estaba con los ojos abiertos en la oscuridad, completamente desasosegado. Mi mente me mostraba una variedad de escenarios para el día siguiente: ser el más rápido y ganar la prueba holgadamente, lo que me revelaría como un corredor inesperadamente talentoso, y gracias al uso de un poder que ni yo sabía que tenía, y que descubriría en el momento más crítico —como sucede en las series de la televisión—, o pelear palmo a palmo por el primer lugar y ganar por un pelo, o perder por ese mismo pelo para completar una actuación dignísima —por no decir impresionante, conociendo el historial de premios de la escuela—. Y nada peor que eso, que las fantasías pueden ser excesivamente optimistas o pesimistas, según la mentalidad de cada uno, pero nunca realistas; para realismo está la realidad. En medio de mis caóticas meditaciones llegué a pensar que ganar el evento o lograr subir al podio haría que la chica alegre se fijara en mí, que me viera como alguien interesante, con un talento hasta entonces oculto o insospechado, y sorprendente, desde luego. De ahí a volvernos más cercanos había nada más que un paso. De modo que mi participación en el torneo se había vuelto un asunto serio.
No podía quitarme de la cabeza la optimista sensación de que realmente tenía posibilidades de ganar. «Si en las pruebas fui el más rápido, frente a alumnos de otras escuelas también puedo ser el más rápido… También hay que decir que la chica alegre me “ayudó” en la pista… Si vuelvo a usar ese “truco” y doy lo máximo de mí, ¡realmente podré ganar!».
Sólo cuando mi cerebro se apagó por el agotamiento y mi mente ya no pudo seguir reproduciendo escenas felices o emocionantes fue que me dormí.
El despertador no logró despertarme a la mañana siguiente. A alguna hora de la que nunca me enteré abrí un poco los ojos y me retorcí de sueño y por estar recibiendo luz, luz natural justo en la cara. Después de dar algunas vueltas sobre el colchón, una idea decantó rápidamente en mi cerebro: sí, se me hacía tarde para el torneo. Tan pronto como recordé que ese día era el gran día, salí eyectado de la cama, me vestí y salí corriendo de la casa. Apenas llegué a echar un vistazo al reloj…
En medio del viaje mi celular comenzó a sonar. Estaba recibiendo una llamada de un número que no tenía agendado. Era muy extraño que alguien que no fuera de mi familia me llamara a esa hora, por lo que no pude evitar sorprenderme.
—¡Buenos días, Sanke! Soy Kari… de la escuela —dijo una dulcísima y animada voz al otro lado de la línea.
—Ah… Kari… Sí…
—¿Estás bien? Estamos esperándote para ir al torneo de atletismo.
—Sí, perdón, es que tuve un retraso.
Debió haberme dado vergüenza ofrecer una justificación o excusa tan burda, aunque no se pudiera decir de ella que era falsa.
—De acuerdo, entonces hoy contamos contigo.
—¡Sí! Estoy por llegar; sólo unos minutos…
—Bien, te esperamos. ¡Nos vemos!
—Nos vemos…
Colgué ya sintiendo que bien pude haber decepcionado a la chica alegre… y, pese a mi irresponsabilidad, ella me había hablado tan amistosa y dulcemente como siempre, como si no le molestara mi tardanza, como si nada hubiera de malo en hacer esperar a todos.
«Ah, pero si hoy gano…», me atreví a lanzar en un pensamiento.
Al bajarme del autobús, eché a correr en dirección a la escuela. Si bien los participantes del torneo no debíamos asistir a clase, la entrada a la escuela era nuestro punto de encuentro para partir hacia el complejo deportivo donde tendría lugar el evento.
Desde la distancia divisé uno de los autobuses que nos llevarían al complejo. Una multitud de jóvenes y algún adulto ya se habían congregado a un lado, sobre la acera. Por las prisas llegué visiblemente agitado.
—Qué estúpido —creí oír decir a Aira.
—Buenos días. Disculpen la tardanza, de verdad —dije, inclinándome respetuosamente.
Hana me miró con un gesto de disgusto, como quien mira a alguien de aspecto desagradable.
—¿Estás bien, Sanke? —me preguntó la chica alegre, tan bondadosa como siempre, y sin hacer muecas.
—¿Sí sabías que la carrera no es aquí? Es en el Club Ch*… —dijo socarronamente Aira.
Acto seguido, ella fue a colocarse junto a la puerta del autobús. La chica alegre la siguió, pero antes me dijo con una voz suave, discreta:
—No te preocupes. Todavía estamos a tiempo: la ceremonia de apertura es a las diez, ¿recuerdas?
Sólo entonces recordé que me lo habían dicho días atrás.
La chica alegre fue donde su amiga y le hizo un gesto con la cabeza al profesor de Educación Física de los varones.
—¡Clases 3-A, B y C! —llamó él.
Los participantes del tercer año rápidamente formaron una fila que en realidad ya estaba a medio formar. Yo me les uní, quedando al final. Kari y Aira tenían una planilla de asistencia con nuestros nombres; con ella se aseguraban que todos estuviéramos presentes. Yo tenía calor y había empezado a sudar. Al subir al autobús, Aira desvió la mirada, evitando verme, mientras la chica alegre parecía compadecerse de mí. No le faltaban razones para hacerlo.
Un rato después, ya recuperado, yo me aburría mortalmente en una de las gradas frente a la pista de atletismo. Los que no esperaban sentados su momento de actuar deambulaban por los alrededores, se preparaban a un costado de la pista, o ya estaban compitiendo. De vez en cuando dirigía la vista hacia la chica alegre, quien calentaba músculos cerca de una de las curvas de la pista. Aira y Hana estaban cerca de ellas, como siempre; no así Ruri: no le gustaba correr, pero sí participaba de los torneos de vóley; además, al asistir a clases podía tomar las notas que más tarde ofrecería servicialmente a sus amigas.
El día estaba espléndido, soleado y sin nubes, pero también hacía calor. Cansado de esperar y sediento por la sequedad del día, me levanté para refrescarme y para ir al baño.
No recuerdo en qué estaba pensando cuando fui allí; sólo que estaba lo suficientemente distraído para no hacer caso a la voz del altoparlante. De todas formas, el ruido de fondo de tan reducido espacio ayudaba a ahogar a aquella voz. Cuando salí, vi a Mack mirar de un lado a otro, buscando algo. Iba a preguntarle si se le había perdido algo, pero él justo me halló y me dijo:
—¿Qué haces? ¡Ya va a empezar tu carrera!
Entonces recordé que estaba allí para competir en el torneo. Fui corriendo a la pista, hacia donde una veintena de chicos se disponían a iniciar la carrera; al pasar junto al profesor de Educación Física lo oí exclamar:
—¡Despiértese, Jina!
Llegué a tiempo, pero sólo quedaba lugar para mí al final, es decir, que iba a largar entre los últimos. De inmediato, sin darme un segundo para reunir fuerzas o inspiración, ni para estirar músculos o para tomar aire siquiera, sonó el silbato y todos nos pusimos en marcha. Y mis competidores se alejaron de mí tan rápido…
No tardé en padecer la carrera como un sufrimiento o incluso una especie de tortura, en la que me faltaba el aire, me dolía un costado y las piernas me respondían cada vez menos, todo en medio de una agitación insoportable y creciente. Y no podía pensar en nada con claridad; tan sólo atinaba a ver cómo la masa inicial compacta de estudiantes se había disgregado tras media vuelta. A los primeros ya los había perdido de vista, y poco después podía ver delante de mí no más que cuatro o cinco corredores. Llegando a la largada para completar mi primera vuelta, Mack me conminó con ademanes a aumentar el ritmo. No vi a la chica alegre ni a ningún otro de mis compañeros de escuela al costado de la pista. Seguramente ella ya había sido convocada a su evento, o no tenía deseos de verme correr y se había retirado, o se la habían llevado de allí. El profesor sí estuvo junto a la línea de largada, entre varios de sus colegas, cronómetro en mano.
Las siguientes vueltas resultaron para mí iguales que la primera, con el añadido de la paulatina certeza —y su consecuente resignación— de que ya no iba a ganar ni a subir al podio —de hecho, me hallaba entre los últimos—. No quedaba más que tratar de terminar mi actuación de la manera más decorosa posible.
Aumenté la velocidad, superé a tres y atravesé la meta. Acto seguido, me eché a un lado de la pista y ahí quise quedarme por horas, si se me hubiera sido permitido, hasta recuperarme un poco. El profesor se acercó y me dijo algo brevemente, y un segundo más tarde se retiró.
Con las piernas adoloridas logré apartarme, primero a unos metros de la pista, y después de vuelta a las gradas, con gente conocida. Me uní a un grupo de estudiantes de mi escuela para conversar, pero el grupo se deshacía y rehacía constantemente, conforme alguno era llamado o regresaba de participar de un evento, y cuando me di cuenta quedé en un extremo, algo alejado del resto.
Después de un rato, vi acercarse a nosotros a Kari y a Aira. Cada una llevaba una bandeja con cajitas de jugo. Kari subió las gradas, al encuentro de los que estaban sentados más arriba, mientras que Aira se dirigió hacia los que estábamos abajo.
Mientras le ofrecía un jugo amablemente y con una sonrisa cálida y sincera en el rostro, la chica alegre se tomaba un segundo para preguntarle a cada uno cómo le había ido, y para darle una palabra de aliento. En contraste, Aira se limitaba a tender un jugo a cada uno de los que estábamos abajo, casi sin mirarnos, y diciendo como quien habla por puro compromiso, por no decir desdeñosamente —acaso queriendo imitar a su manera a la chica alegre—: «Bien hecho… Se esforzaron… Lo intentaron…».
Pero, al ponerse frente a mí, agregó:
—…O eso creo.
—¿Y tú ya ganaste? —le pregunté desafiante, mientras extendía la mano para recibir un cartón de jugo.
—Todavía no he competido —replicó Aira altivamente.
—Ah, porque hablas como si hubieras ganado. Yo hablaría así si tuviera una medalla colgada al cuello.
—Estoy lista para ganar. He practicado mucho.
—Espero que lo hagas… aunque no sé si esas piernas resistan mucho.
—¿Ah? —exclamó Aira, desconcertada—. Estoy inscripta en lanzamiento de bala y de disco.
—¿De verdad, con esos bracitos…?
Entonces, con un movimiento brusco de la bandeja, Aira me lanzó los jugos por la cabeza.
—Suficiente de esto —se dijo, y se puso la bandeja vacía bajo el brazo.
Luego se dirigió a mí, mirándome de costado.
—Ya veremos qué cara pones cuando gane.
Y se marchaba cuando se le ocurrió agregar otra cosa:
—Y tú hablas como si no fueras patético, como si no dieras lástima. ¿Acaso no entiendes que la Presidenta no quiere verte ni en fotografías?
La Presidenta, habiendo advertido la escena, fue detrás de Aira; antes, sin embargo, se detuvo frente a mí y me dijo:
—Sería mejor que no la hicieras enfadar. Ella es muy orgullosa y no le gusta perder… Ni siquiera la idea de perder le sienta bien.
Mientras me decía aquellas palabras, noté que no pudo evitar fruncir el ceño —muy levemente y en cuestión de décimas de segundo, pero aun así lo vi—.
Era la primera vez que la veía fruncir el ceño o verse molesta. Eso me hizo enojarme conmigo mismo, por haberla ofendido atacando a su amiga sin necesidad. De haber sido más listo, me habría comportado sabiamente e ignorado la afrenta de Aira, o cerrado la boca y no haber discutido con ella para empezar.
Avergonzado además por las últimas palabras de Aira, me alejé y fui a caminar por el complejo. Después de un rato, terminé detrás de la pista principal, al otro lado de las gradas, cerca de un pequeño campo de fútbol donde estaban teniendo lugar otros eventos. Me puse cómodo detrás de la línea de cal, en un sitio despejado. Al sentarme sobre el césped reseco y puntiagudo poco faltó para que mi cuerpo cediera y me fuera abajo. Delante de mí, a una cierta distancia, unas chicas practicaban lanzamiento de bala. Aparte de la que estaba lanzando en ese momento, había cuatro jóvenes esperando su turno. Todas miraban con mucha atención a su oponente y se pegaban a la profesora cuando ésta registraba la distancia alcanzada. Entonces, otra de las chicas recogió una bala y se dispuso a lanzarla. Mientras daba los típicos nerviosos pasos hacia el sitio desde donde debía lanzar estiraba sus firmes brazos y piernas, acaso más para liberar tensión que para elongar los músculos, como lo dejaban ver las sutiles rotaciones de su cuello. Tenía una postura perfecta, un paso elegante y un rostro completamente resuelto, al que nada parecía poder alterar; se veía extremadamente concentrada; nada ni nadie podría desviar su atención.
La joven miró hacia abajo, raspó con la punta del pie la tierra, y adoptó la típica posición previa al lanzamiento. Entonces comenzó a girar; se impulsó dando las tres vueltas ceremoniales sobre su eje, y lanzó con increíble fuerza la bala, y con ella dejó salir una ruidosa exhalación.
Era como estar viendo a una atleta profesional en persona y no en la televisión.
Así era Aira.
—Es una chica muy fuerte —comentó alguien a mi lado.
Bueno, no era «alguien». Era la chica alegre.
Al verla me di cuenta de que ya había corrido su carrera, pues tenía la ropa algo humedecida, el cabello mojado, atado en una coleta, y la cara levemente enrojecida, como quien ha terminado de hacer ejercicio en un día caluroso.
Me puse de pie.
—Le irá bien. Estuvo practicando muy fuerte. Incluso antes de las pruebas practicaba cómo hacer los movimientos —prosiguió ella.
Contra todos mis instintos, tuve que desviar la mirada para que no se perdiera en la hermosa chica alegre, en sus pantaloncillos, en sus brazos y piernas bañadas por el sol de mediodía, y en su cabello apenas despeinado, bellamente despeinado.
—Parece que le fue bien —dije, al ver que Aira sonreía de satisfacción, pero mesuradamente, al oír su marca.
—Esa es mi niña —dijo la chica alegre, con una sonrisa igual de ancha. Luego fue a donde su buena amiga a felicitarla con expresiones calurosas.
Creyendo que había terminado la competencia, y que Aira había ganado, tuve ganas de retirarme, pero aún estaba muy cansado como para seguir paseando y tampoco sabía dónde ir, así que volví a sentarme sobre el amarillento césped. Un instante más tarde, sin embargo, la chica alegre volvió a acercarse a mí; de hecho, se ubicó en el mismo sitio que antes. En sus manos traía una mandarina pelada. La dividió en dos frente a mis ojos —rápidamente me había vuelto a poner de pie, impulsado súbitamente por la necesidad de disimular mi extenuación ante sus ojos—, arrancó un gajo y se lo llevó a la boca. En cuanto sus dientes hicieron estallar la bolsita cítrica, una mueca de satisfacción se adueñó de su rostro. Claramente estaba disfrutando la comida. Al notar que me le había quedado mirando atontado y maravillado, la chica alegre compuso su semblante y me preguntó, extendiendo su mano hacia mí, y en cuya palma había puesto media mandarina:
—¿Quieres, Sanke?
Acepté tímidamente, arrancando un gajo sin atreverme a quitarle la fruta de la mano. Y entendí la sensación que había invadido a la chica alegre, pues la mandarina estaba llena de un jugo dulzón y refrescante, y el que yo tuviera mucha hambre —puesto que no había llevado comida—, lo hacía doblemente disfrutable. Por eso mis entrañas se alegraron de que la chica alegre no moviera la mano y, en cambio, me dijera:
—¡Más, toma más!
Disimulando el ávido deseo de mi estómago me permití servirme dos gajos más, y los comí por separado y sin prisa.
—Muchas gracias, Kari; está riquísima.
—¿Verdad que sí?
Por alguna misteriosa razón estábamos solos, en medio de un complejo deportivo lleno de gente. Cualquier persona medianamente lista hubiera visto la ocasión de entablar una conversación tranquila y agradable con la cual conocerse un poco mejor, pero, en vez de eso, lo primero que se me ocurrió preguntar fue por un tercero. Cuando me di cuenta de mi error, ya era tarde.
—¿Y Aira? Creí que estaría contigo.
—Clasificó a la ronda final. En un momento tiene que volver a lanzar.
—Oh, creí que ya había ganado. ¿Y a ti cómo te fue?
—Ah… —suspiró la chica alegre—, un honorable cuarto puesto. Estuve tan cerca…
En ese preciso momento llegó Hana.
—Llegas a tiempo —dijo la chica alegre—. Está por competir por la medalla.
—Por la de oro, sí. Ayer no dejaba de hablar de eso.
—Bueno, así es ella. ¡Ojalá la consiga!
—¿Dónde está? No la veo.
—Estaba por allí —respondió la chica alegre, señalando el lugar donde había estado Aira—. Creo que está con esas chicas de allá.
—Ah, creo que sí la veo.
Kari y Hana siguieron hablando entre sí, y yo quedé a un lado y en silencio. Tuve ganas de volver a sentarme o de simplemente largarme de allí, mas no deseaba que la chica alegre pensara que me sentía incómodo o dejado de lado. Tampoco quería entrometerme en la conversación, la cual tocaba temas que les concernían a ellas y no a mí. Así, terminé por distraerme con pensamientos triviales hasta que Kari y Hana de pronto se emocionaron, lo que llamó mi atención. Aira y otras chicas se disponían a participar de la ronda final de lanzamiento de bala. La profesora a cargo de la competencia les dirigió unas breves palabras que las jóvenes oyeron con máxima atención, y luego se decidió el orden de lanzamiento. Por lo que vi a la distancia, sin poder oír lo que se decía, Aira fue primero. En seguida Kari y Hana murmuraron para su amiga palabras de aliento y expresiones de deseo, con algo de nerviosismo añadido a su exaltación. A esa altura del torneo, Aira era una de las últimas estudiantes que podía colocar el nombre de nuestra escuela en el medallero.
Aira recogió la bala y tranquilamente caminó hasta el sitio desde donde debía hacer el lanzamiento, nuevamente con una expresión calma y decidida, y la mirada puesta en la nada. Luego movió el cuello a ambos lados, exhaló aire, estiró los brazos, los echó hacia atrás, respiró hondo y buscó ponerse en posición…
—Ve cómo la mira —susurró Hana.
Me volví hacia ella inmediatamente, dándome cuenta de que había hecho alusión a mí.
—Pues… hace un momento preguntó por ella —dijo la chica alegre, y rio en tono de broma, pero que para mí era hiriente, por cuanto parecía olvidar (o peor, ignorar) que a mí me gustaba ella y no su irascible amiga.
—Es una chica muy linda, ¿verdad, Sanke? —me preguntó Hana, con una nota picaresca en la voz.
No dije nada, tan sólo negué con la cabeza enérgicamente y volví a mirar al frente.
La chica alegre lo era más, mil veces más.
Justo cuando se aprestaba a lanzar, la mirada de Aira encontró por casualidad a sus amigas, quienes de inmediato la saludaron con ademanes; la chica alegre aplaudió vivamente y exclamó:
—¡Vamos!
Aira le devolvió una sonrisa, pero luego desvió los ojos un poco y me vio a mí. Su rostro se transfiguró: primero abrió los ojos de sorpresa, y menos de un segundo después adoptó un semblante terrible, irritado. Apenas pude notarlo, puesto que inmediatamente apartó la vista y se terminó de preparar. Yo también me puse a mirar en otra dirección, como llevando mi atención hacia algo más importante; lo que me importaba era estar cerca de la chica alegre.
—Huy, se cayó —dijo ésta.
Al mirar a Aira, la vi en el suelo de rodillas. Dos chicas ya la estaban ayudando a incorporarse. Por lo visto, había resbalado o tropezado al lanzar la bala.
Aprovechando la situación, me marché de allí. Lo hice en un impulso, es cierto, pero quizás lo necesitaba. Hana probablemente insistiría en avergonzarme y Aira podría echarme la culpa de su fallo, y ya no me veía con chances de hablar a solas con la chica alegre. Lo mejor —consideré en ese momento— era procurarme algo de comer antes de que mi estómago se quejara de haber sido engañado con tres míseros pero deliciosos gajos de mandarina.
Pasaron un par de horas más hasta que finalizaron los eventos en los que estaba involucrada la escuela, al menos las clases del tercer año. El autobús que nos había llevado al complejo deportivo del Club Ch* nos recogió en la amplia entrada principal. Varios rodeaban a Aira, encandilados con el plateado de su medalla, admirándola por haber sido la única alumna de la escuela en conseguir una. Yo, por mi parte, estaba impaciente por regresar; ya era consciente de que esa especie de plan que se me había ocurrido había fallado, y consideraba que no tenía nada más que hacer… tal vez.
Subí al autobús y busqué un asiento vacío. No había muchos lugares para elegir, y me senté rápidamente en el primer asiento que vi, sin fijarme en quien tenía al lado, que miraba a través de la ventanilla.
—Hum… ¿Sanke?
Giré la cabeza hacia el pasillo y vi a Kari.
—Te amo. ¡Por favor, sal conmigo! —exclamé repentinamente.
Bueno, no es cierto, pero en ese entonces sentía que, si no me confesaba de verdad, por mi cuenta, iba a enloquecer.
—Discúlpame, ¿podrías dejarme el asiento? Quiero sentarme con Aira.
En efecto, a quien tenía en el asiento de al lado era Aira; ella ahora me veía con horror, como si yo fuera un monstruo o algo por el estilo.
Llevaba colgada al cuello esa medalla plateada a la que no podía serle indiferente, frente a la cual no pude evitar sentir un escalofrío que, sin embargo, creo que pude disimular, aunque lo haya acompañado una visión fugaz y espantosa.
—Perdón, no me di cuenta —me excusé, mientras me levantaba para buscar otro sitio.
—¡Gracias, Sanke, y perdón! —exclamó la chica alegre, inclinándose ante mí con las manos juntas, un gesto que me pareció exagerado.
—Está bien, no hay problema —dije, algo aturdido por lo que acababa de pasar por mi mente.
—Creí que venía a pedirme disculpas —oí decir a Aira en voz baja y desdeñosamente. La chica alegre respondió soltando una risita.
Y así es como me fue en el torneo de atletismo: mal en la pista y mal fuera de la misma. Para no ser negativo, podría decir que todo había salido de manera distinta a lo planeado o deseado. También pensaba en que al menos había podido hablar con la chica alegre, quien supuestamente no tenía el menor deseo de verme, pero que, en los hechos, no rehuía el trato conmigo, cuando se había puesto junto a mí y conversado conmigo por un momento. Y, sin embargo, yo no había hecho ningún avance; parecía que, si no podía aunar valor y confesarme, me tendría que conformar con breves momentos carentes casi por completo de emoción.
En realidad, cuando trataba de pensar en el asunto, terminaba sintiéndome confundido.