Visiones de una ciudad más allá

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La chica alegre

Capítulo 7

Como ya conté, luego del incidente en la calle sin nombre, el tiempo pasó. Mejor dicho, siguió pasando: los días se sucedieron lo mismo que las estaciones. Mi vida siguió su curso normal, que era el que hubiera esperado. La típica vida escolar de un muchacho de diecisiete años. Las clases, las tareas, los amigos, y el no poder acercarse a la chica alegre. En medio de todo ello, como oasis de emoción y de novedad, el torneo de atletismo y unas vacaciones que pasé en mi casa, salvo por un fin de semana en un pueblo vecino. Siempre lejos de la chica alegre.

Con ese tiempo que se esfumaba día tras día se me fueron las esperanzas. Empecé a pensar que era un despropósito intentar conquistarla.

No que lo hubiera intentado tampoco.

Puede parecer que hablo de un período muy largo; en realidad, para ser más exacto, fueron tres meses.

Casi tres meses exactos.

Y lo que voy a contar comenzó con un juego de niños.

Unos alumnos del primer año le hicieron una broma a un compañero, o se cobraron una apuesta… nunca lo supe, y no es lo que importa, de todos modos. Dos jovencitos que se habrán creído revoltosos llevaban por la fuerza a su compañero por un corredor de la planta baja. Un tercero los seguía a corta distancia, acaso supervisando el progreso de la operación. Mientras tanto, terminaba la clase de Educación Física del tercer año. Yo me había cambiado de ropa y salido del vestuario de los varones antes que el resto. Por eso fue que vi a los jóvenes. Por su parte, las chicas de mi curso aún estaban dentro del vestuario.

Yo holgazaneaba en el pasillo cuando los jovencitos se cruzaron en mi camino en dirección a un extremo de la planta baja, donde tomaron rumbo hacia la derecha, hacia el vestuario de las mujeres.

Quizás por el recuerdo de lo que me habían hecho pasar Kazu, Emell y Pier no mucho tiempo atrás, y por empatía por el muchacho que, tal vez sin merecerlo, estaba siendo arrastrado para ser lanzado a las chicas como se lanzaría a un condenado a los lobos; quizás por puras ganas de hacer el bien, lo que nunca debería requerir de excusas, corrí hacia los chicos.

—¡Eh! ¿Qué están haciendo? —les grité antes, como un policía dando la voz de alto a un malhechor.

Ellos no me hicieron caso y aceleraron su marcha hacia el vestuario. Sin embargo, el tercer delincuente, luego de dudar por un segundo entre entrar o no entrar, eligió retirarse cobardemente. Yo seguí al resto y entré tras ellos, en un último y desesperado intento de evitar que se metieran, o para liberar al prisionero, al menos.

«Un alumno de la escuela ingresó intempestivamente al vestuario de las damas mientras las alumnas del tercer año se cambiaban de ropa», leería más tarde el director en su despacho. En las frías y negras palabras que recorren los tortuosos pasillos de un tribunal, eso fue lo que pasó. Pero no fue todo.

Las chicas se levantaron con lo que tenían puesto y huyeron al fondo del vestuario gritando cuando la estampida. La mayoría estaba a medio vestir o cubiertas por nada más que una toalla; saltando y chillando de susto, trataban de cubrir sus partes con sus brazos y manos. En cuanto a los bribones, le dieron un empujón a su compañero para dejarlo bien dentro del vestuario; acto seguido, sin aprovechar y quedarse a ver a las chicas, salieron de allí a toda velocidad. Yo hice un vano esfuerzo para atrapar a uno de ellos, que terminó por escabullirse entre mis brazos. Justamente por forcejear con él en medio del lugar pisé una prenda que había quedado en el suelo, resbalé y caí.

Caí… encima de Aira.

El alboroto enmudeció en un segundo. Un silencio sepulcral era lo que llenaba ahora todo el lugar. Un tenso círculo de miradas fijas en mí nos rodeaba.

Aira y yo tuvimos suerte de que yo no la hubiera aplastado con mi cuerpo, ya que había aterrizado con los brazos hacia adelante, por reflejo. Ella no se lastimó y, en consecuencia, no se vio en la necesidad de asesinarme. Pero yo no tenía motivo alguno para celebrar. Es que Aira estaba debajo de mí, atrapada entre mis brazos, con mi cara casi puesta en sus pechos, a los que —por fortuna para ella— había alcanzado a ponerles el sostén.

Rápidamente reaccioné, aunque nunca se es suficientemente rápido en una situación así. Despegué las palmas del suelo y me hice a un lado, liberando a Aira. Ella no estaba feliz.

Ruborizada o —para ser más preciso— más roja que un tomate, impactada, se deslizó hacia atrás, quedando sentada frente a mí; con un brazo se cubrió el pecho, con el otro, se acomodó la falda, que se le había levantado, y con el pie izquierdo me propinó una certera patada justo entre los ojos.

—¡Degenerado! —me gritó.

Caí hacia atrás, quedando boca arriba. Reaccioné prontamente, dando vuelta mi cuerpo para levantarme de una vez y huir de allí. Las chicas volvieron a gritar y a agitarse. Y yo, que, medio atontado por la patada de Aira, no me había puesto de pie aún, medio cegado por el golpe también, vi un objeto caído debajo de la banca junto a la cual yacía yo.

Era un medallón plateado que escapaba de una mochila mal cerrada que el incidente probablemente había tirado al piso.

Tenía… un símbolo extraño, que no conocía pero que sí reconocía.

Cómo no reconocerlo, si se lo había visto a la muchacha que había asesinado al sujeto sin nombre.


Luego de ser golpeado, a causa de los alaridos y el revuelo en el vestuario, se presentó en el lugar la profesora de Educación Física. La hallé de pie frente a mí mientras me incorporaba. Su semblante, extraordinariamente serio, me avisaba que para ella no era un buen día y tal vez también que me esperaba una severa reprimenda. Sin pronunciar palabra y sin mirar atrás me retiré en silencio, cabizbajo.

Por lo que supe después y por cómo ocurrieron las cosas, la profesora redactó un informe que llegó al despacho del director con impresionante celeridad.

Cuando salí del vestuario de las chicas, lo primero que hice fue dirigirme al baño más cercano —de hombres, por supuesto— para examinar mi rostro al espejo. En eso estaba cuando sonó la campana del mediodía, señalando la hora del almuerzo.

Tenía la frente enrojecida por el golpe de Aira. Me había dado con el talón entre las cejas. «Si me pegaba un poco más abajo, me habría quebrado la nariz», pensé.

Me mojé la cara y con las yemas de los dedos masajeé la zona enrojecida y apenas abultada. Ya no me dolía tanto, pero la evidencia de la agresión era indisimulable.

Me encerré en la cabina más lejana, bajé la tapa del retrete, que estaba levantada, y me senté por un momento. Di un largo suspiro mirando hacia arriba. Primero extenuarme en la clase de Educación Física, luego ser golpeado en la cara… Definitivamente no era para mí el mejor de los días. Y, para empeorar las cosas, estaba el asunto del medallón… No había lugar a dudas, era el mismo que había visto en aquella fatídica noche…

Creía que había superado los recuerdos de aquel suceso.

La súbita entrada al baño de unos alumnos haciendo bullicio me sacó de mi incipiente cavilación. Sin perder tiempo me levanté y me fui. Antes de que la puerta del baño se cerrara a mis espaldas, me topé con mis amigos, quienes en ese momento estaban por entrar.

—¡Sanke! ¿Qué te pasó?

—¿De qué hablas?

—Mira tu frente… ¿Quién te golpeó?

No quería hablar del golpe para no tener que explicar cómo ni por qué lo había recibido.

—Nadie me golpeó.

—¿Y entonces? —inquirió Pier.

Kazu abrió de par en par la puerta del baño y, poniendo un solo pie en él, preguntó de mal modo:

—¡A ver! ¡¿Quién le pegó a mi amigo?!

Quienes lo escucharon se miraron entre sí, sin poder responder. Acaso ni siquiera habían notado el rastro de la patada en mi frente por lo rápido y discreto de mi salida. Luego de una vana y corta espera, Kazu dejó cerrarse la puerta en silencio.

—Ven, cuéntanos qué te pasó. Si alguien te golpeó, le tendremos que dar una paliza.

Miré a Kazu queriendo sonreír. Él no le iba a dar una paliza a Aira.

—Vamos a comer y les cuento.

Fuimos al aula, donde solíamos almorzar. El patio era probablemente nuestro sitio favorito, pero, en los bonitos días sin lluvia como aquel, usualmente estaba atestado de estudiantes, y no debía haber buenos lugares vacantes. En la puerta me esperaba el preceptor.

—Alumno Jina, tiene que ir a la dirección —dijo en un tono seco y neutral.

Mientras hablaba, él notó la más que evidente hinchazón en mi rostro.

—Pero antes debería ir a la enfermería —agregó.

Mis amigos intervinieron.

—Estábamos por sentarnos a comer —dijo Kazu.

—Necesita comer algo para recuperarse —agregó Pier.

—Y nos iba a contar qué le pasó en la cara —dijo Emell, refiriéndose a mí.

—El director también quiere saber qué le pasó —repuso el preceptor tranquilamente.

Entonces se volvió hacia mí y me dijo:

—Vaya, alumno.

Obedecí sin protestar, sintiendo que mi suerte estaba echada. Sólo los casos graves llegaban al despacho del director, de quien, por cierto, se decía que tenía aires de magistrado o algo así, como si hubiera trabajado en un tribunal de justicia.

—¿Se está metiendo en problemas? —oí preguntar a mis espaldas.

El preceptor hizo un silencio que supuse llenó con un gesto de su rostro, y dijo:

—Espero que no.

No quise ir a la enfermería; no veía la necesidad; no me dolía el golpe y tampoco me interesaba ocultarlo. Ya muchos, si no todos, acababan de verlo.

Por otro lado, tampoco quería visitar la oficina del director. No estaba listo para enfrentar un castigo. Y, sin embargo, fui, porque no hacerlo era peor que hacerlo, porque no tenía alternativa.

Lentamente subí las escaleras rumbo al tercer piso. Todo aquel con quien me cruzaba no podía evitar verme la frente, como si me hubiera salido un tercer ojo allí.

Llegué. La puerta era de madera y estaba bellamente lustrada, y por ello relucía. Golpeé tímidamente el cristal.

La puerta se abrió sin prisa, hasta con algo de suspenso. Fue el director en persona quien me invitó a pasar. Era medianamente alto y no solía sonreír, pero su semblante siempre estaba calmo; no tenía la severidad que hubiera esperado cualquiera que hubiera oído las leyendas sobre él en los corredores y en el patio. Era extremadamente pulcro y de modales cuidados; diríase que, al moverse, su ropa no se arrugaba. Tenía un bigote prolijo y proporcionado, y anteojos casi redondos, similares a los de mi abuelo. A su cabello, perfectamente peinado, nunca se le salía un pelo de lugar.

—Ah, es usted, Jina —dijo al verme, y cuando entré al despacho me invitó a sentarme con un gesto de su mano.

Tomamos asiento a ambos lados del escritorio. El informe escrito por la profesora de Educación Física reposaba frente a él.

—Me informaron que causó un tumulto en el vestuario de las damas, mientras las jovencitas se cambiaban de ropa —comenzó él, repasando con los ojos las palabras escritas por la profesora.

—¿Un tumulto…? —murmuré. Me pareció un término exagerado.

—Usted entiende que esa es una falta grave, ¿no es así, alumno Jina?

El director entonces alzó la vista, llevándola del papel a mi rostro, por encima de los cristales de sus anteojos, mientras apoyaba los codos en el escritorio y entrelazaba las puntas de los dedos delante de su barbilla pequeña y cuadrada. Yo no pude soportar el contacto visual —aunque el director me miraba de manera neutral y no amenazantemente— y bajé la vista.

—Sí.

—Pues bien, en esta escuela rige el estado de derecho. Eso significa que, si bien se lo ha acusado de violar el reglamento de la escuela, usted posee el derecho de realizar un descargo. ¿Entiende eso, alumno Jina?

—Lo entiendo.

—Muy bien —dijo el director, y se arrellanó en su mullido asiento forrado de cuero—. Lo escucho.

—Yo entré porque vi que unos alumnos estaban entrando.

El director se sorprendió, aunque sin dejarse abandonar su cómoda postura.

—¿Unos alumnos? ¿Qué alumnos?

—No lo sé, señor, no los conozco. Creo que son del primer año.

—Hum… ¿No los conoce, dice? Tomo nota.

Dicho y hecho. El director alargó su brazo hacia un costado, donde reposaba su estilógrafo, y escribió una breve frase en una hoja de papel. Hubiérase dicho que no me creía. En realidad, él estaba siendo lo más imparcial posible, como se lo dictaba su conciencia; él era fiel a sus principios.

Continué mi relato:

—Ellos entraron corriendo al vestuario, y yo intenté detenerlos, pero no pude hacerlo.

—Pudo haber evitado entrar, sobre todo de la forma en que lo hizo —opinó el director.

—Sí, pero…

Quise explicarle que uno de los jovencitos estaba siendo llevado contra su voluntad por los otros, y que yo quise sacarlos de ahí dentro. Unos inoportunos golpecitos en el cristal evitaron que lo hiciera.

—¡Adelante!

La puerta fue abierta.

—¡Con permiso! —exclamó una voz alegre.

Me di vuelta y vi a la chica alegre asomando la mitad superior de su cuerpo, sin permitirse entrar por completo.

—¡Buenos días, director! ¿Tiene un minuto para hablar? Es… importante.

Entonces notó mi presencia.

—Hola, Sanke —me dijo con su cariño habitual, con una sonrisa tibia pero bien delineada.

—Sí, alumna —respondió el director—. Espéreme afuera y en un minuto hablamos.

—De acuerdo, ¡gracias!

Me volví hacia el director.

—Bueno, alumno, por lo que veo su situación es… —y se corrigió—, parece complicada. Ahora vaya. Sabrá de mi veredicto… pronto.

Me largué de allí preguntándome dónde rayos había quedado mi derecho a descargo. Ni siquiera saludé al director.

Al salir, hallé a la chica alegre esperando junto a la puerta.

—¿Metiéndote en problemas? —bromeó, y su sonrisa, dulce como la miel y suave como el terciopelo, me derritió los adentros.

Sin embargo, reí sin ganas, pues también estaba muy cansado, molesto y hambriento como para tomarme las cosas con humor.

—Vas a salir de esta. El director no es malo, como algunos piensan; no es un tirano ni un monstruo —me dijo en voz baja, para no correr el riesgo de ser escuchada desde el despacho.

Asentí en silencio, queriendo creerle.

—¡No te preocupes! —exclamó entonces ella, levantando el pulgar. Un segundo después, ya se había deslizado alegremente hacia el despacho.

Emprendí el regreso al aula. Recordé que todavía era hora del almuerzo. Aprovechando que no había gente a mi alrededor, cosa que era usual en ese tercer piso de la escuela, metí la mano en un bolsillo y de él extraje el medallón plateado.

Miré una vez más el símbolo que contenía, y cuyo significado me era profundamente intrigante e imposible de imaginar.

«¿Que no me preocupe, me dice?»


El medallón pasó la noche en mi poder. En la seguridad que le brindaba la privacidad de mi habitación pude estudiarlo con la mirada.

Era perfectamente circular, de unos seis centímetros de diámetro, de plata finísima —en opinión de mis inexpertos ojos— y perfectamente pulida, que relucía a pesar de haberla contaminado repetidas veces con el toque de mi mano. En el anverso se revelaba un símbolo en relieve, compuesto de una cruz y ocho curvas que parecían formar dos círculos, uno dentro del otro, o un número ocho, o las hojas de un trébol… Es difícil decirlo, y eso que lo vi con mis propios ojos y de cerca. El reverso tenía una inscripción en tres líneas en un idioma extranjero, escrito con símbolos que no me resultaban en absoluto familiares. Una cadena formada por una multitud de diminutos eslabones igual de plateados servía para amarrar el medallón al cuello de su dueña.

Después de contemplarlo por un largo rato, lo dejé sobre la mesita de noche.

No sabía por qué lo había recogido. Había sido un impulso del momento, algo desacostumbrado en mí. Fue como si el medallón me hubiera pedido que lo llevase consigo, por más extraño o poco creíble que suene.

Sin pensar y sin dudar, lo había capturado estirando un poco la mano y, mientras me levantaba para huir del vestuario, lo había ocultado de los horrorizados ojos de mis compañeras bajo la camisa.

Pero aquello había sido un robo. Eso era peor que entrar sin querer al vestuario de las chicas; por ello sí podía ser yo condenado —no sólo por el director, sino también por cualquier verdadero tribunal de justicia—.

Y, hablando del director, pensaba que ya no tardaría en dar su veredicto, en pronunciar la sentencia. Esperaba que esa misma noche llamara personalmente por teléfono para dar la noticia a mis padres; imaginaba que tal vez me dirían que no me molestara en ir al día siguiente a la escuela, que estaba suspendido.

Creo que, más que ser condenado por un juez o por un director de escuela, temía decepcionar a mis padres.

No obstante, había algo más inquietante aún. ¿Por qué ese medallón, que había visto en posesión de una asesina, de una muchacha diabólica que comía carne humana, estaba en el vestuario de las chicas? ¿Podría ser que una de las alumnas de la escuela fuera… dicha muchacha? ¿Qué probabilidades había de que el que tenía yo ahora fuera otro medallón idéntico al de aquella joven? ¿Y qué probabilidades había de que fuera robado —lo que hubiera significado que yo le había robado a una ladrona—, o de que alguna de mis compañeras lo hubiera encontrado en la calle y recogido porque parecía un objeto muy valioso como para dejarlo tirado? Porque el medallón se veía como algo de mucho valor, algo que nadie que lo tuviera enfrente podría ignorar, y que nadie que lo viera tirado en la calle o donde fuera no lo levantaría.

Me acosté y pretendí acallar mis insistentes pensamientos en las hojas de un manga.

Tuve éxito sólo por un rato, ya que muy pronto escenas de aquella noche de horror volvieron para pretender atormentarme, para evitar que tuviera una noche tranquila y en paz. El suponer contra todos mis deseos que aquel misterioso y valioso objeto que reposaba en la mesita de noche le pertenecía a una criatura malévola me perturbaba. No podía ser obra de una casualidad, y no le podía ser indiferente a ese hecho.

«Lo mejor será que lo devuelva», pensé, refiriéndome al dichoso medallón.

Apagué la luz y luego, en la plena oscuridad de la habitación, tomé el medallón y lo oculté bajo la almohada. No quería dejarlo a la vista y que mis padres lo vieran, para no tener que mentirles ni admitir que lo había robado.

«Sí, será lo mejor», insistí, antes de dar un largo bostezo.

Moví mi cuerpo algo perezosamente hasta hallar una posición cómoda, pero el precio fue oír un ruido ahogado a un lado de la cama. El manga había caído al piso, empujado por mis movimientos.

«Rayos», murmuré. Acto seguido, me dormí.

Al día siguiente me dispuse a ir a la escuela como en un día normal, pues el director no había llamado a mi casa y, hasta donde yo sabía, tampoco me habían sancionado. No sin cierto esfuerzo abandoné la posición horizontal —primero me senté, esperando que mi cerebro se activara; después de unos minutos, me incorporé de una vez— y, mientras recogía el uniforme, que había dejado colgando del respaldo de la silla, recordé que había soñado con Kari. La había visto vestida de blanco en un lecho bañado de luz, y luego hablando conmigo alegremente a solas, como raras veces ocurría cuando estaba en estado de vigilia. Una estancia que se me antojaba vagamente familiar, ropas sencillas de color azul y un signo de interrogación gigante flotando por encima de su cabeza era todo lo que podía añadir a lo que recordaba de mi sueño.

Sacudí la cabeza en gesto de desesperanza. Sentía que podía perder la cabeza lentamente si no hacía algo al respecto, y pronto.

Moví la silla, me senté en ella y me puse los calcetines. Y algo inusual llamó de inmediato mi atención.

El último de los tres cajones del escritorio estaba mal cerrado.

Puesto de esa manera, no suena como algo extraño, ya que probablemente sea muy común cerrar mal un cajón. Pero ese era el único cajón que yo jamás abría, salvo en contadas y excepcionales ocasiones. Me arrodillé en el suelo y le acerqué la cara al cajón, como no pudiendo creerlo si no le posaba los ojos.

Abrí el cajón. Éste opuso una ligera resistencia que le era característica, y que yo atribuía al peso de los objetos en su interior. A simple vista no pareció faltar nada. Allí guardaba viejos cuadernos que no me decidía a desechar y dos pequeños libros que nunca leía. Y, tras la tapa de uno de tales libros…

La carta que había escrito para la chica alegre, pero que nunca le iba a dar.

La carta estaba en su sitio, para mi alivio, como lo comprobé al sacarla de su lugar.

Sólo que… estaba mal doblada.

Mi rostro subió de tono instantáneamente. ¡Alguien había violado mi privacidad, y descubierto mi secreto mejor guardado! ¡Alguien había penetrado en el rincón más recóndito de mis dominios, y desnudado mi corazón furtivamente y sin mi permiso!

Quien se había abierto paso hasta la carta la había devuelto a su lugar descuidadamente, no sólo no cerrando el cajón por completo, sino colocando el papel de manera que se había plegado imperfectamente —oblicuamente— bajo los libros y los cuadernos que se suponía lo protegían.

Alisé con la mano la hoja de papel y la puse de vuelta en su sitio, y los libros y cuadernos encima de ella. Me pregunté quién pudo haber registrado el cajón y leído la carta. Mi madre vino a mi mente enseguida; tal vez había entrado a la habitación mientras yo no estaba, y bueno… supongo que esas cosas suceden.

Cerré los ojos con fuerza e insulté a mi mala fortuna. ¿Cómo iba a ver a mi madre a los ojos sabiendo que ella conocía mi vergonzoso secreto? Nunca le había mencionado nada acerca de tener ciertos sentimientos por una chica, sobre todo porque nunca me había interesado nadie sentimentalmente antes de conocer a la chica alegre. «Debí haberla escondido mejor», sentencié quejumbrosamente.

Entonces vi algo más: el volumen del manga que había estado leyendo reposaba inocentemente sobre la mesita de noche. Me acerqué a él completamente azorado y, sólo para verificar que era el mismo que había leído la noche anterior, me hinqué junto a la cama y extendí un brazo hacia el espacio entre la mesita de noche y la pata de la cama. Nada había allí, sólo aire y polvillo.

Erguido de nuevo, di unas vueltas intranquilo en el dormitorio. «Esto es muy raro», pensé una y otra vez, buscando en el suelo y en los muebles más extrañezas que descubrir, más cosas fuera de lugar. Empezaba a creer que no había sido mi madre quien había abierto el cajón del escritorio.

El soplido de una suave brisa matinal en mi rostro me sorprendió. La ventana de la habitación resultó estar entreabierta.

No pude recordar si la había dejado bien cerrada la noche anterior.

Entonces, impulsivamente me abalancé sobre la cama y arrojé la almohada a un lado. El medallón seguía allí. Lo tomé y lo examiné de espaldas a la ventana.

«¿Será que… alguien vino buscando esto?»

Rápidamente guardé el medallón en la mochila y salí de la habitación.

Cuando emprendí el viaje diario a la escuela yo ya estaba mortificado. Estaba claro para mí que alguien había entrado en mi habitación mientras dormía y que, aparte de ser tan amable de recoger el volumen del manga que se me había caído de la cama, había hallado y seguramente leído la carta que había escrito para nunca entregarla a la chica alegre. Esto último le añadía una vergüenza absoluta a mi inquietud. Había alguien allí afuera que sabía de mis sentimientos más íntimos, que había leído las cosas que jamás pensaba expresar, salvo en el caso de que terminara de alguna forma al lado de la chica alegre. Pero, por otra parte, si aquella incursión nocturna tenía que ver con el asunto del medallón plateado, probablemente yo estaba en peligro. Después de todo, si la diabólica joven que había visto en la calle sin nombre llegaba a descubrir que yo le había robado el medallón… no era difícil razonar que yo podía ser su siguiente víctima.

De sólo pensar en ello la frente se me empapó de sudor frío, y el estómago se me retorció en medio de la calle.

«Es preciso que hoy mismo lo devuelva —iba pensando, refiriéndome al medallón—, y cerrar la ventana esta noche. Pero ¿cómo lo devuelvo? Dejarlo en el vestuario de las mujeres sería lo ideal, pero no sé si sea buena idea acercarme allá, después de lo de ayer. Podría ir después de clase, luego de que se vayan todos… No, a esa hora creo que echan llave a la puerta. Tal vez intente arrojarlo por la ventana y que alguien lo encuentre mañana…»

Arribé a la escuela.

Procuré actuar como si nada hubiera ocurrido el día anterior, pero algunas de las chicas de mi clase no querían verme, y apartaban la mirada cuando me cruzaba con ellas.

No me dejé desanimar por ello, y permanecí durante el día junto a mis amigos, a quienes les había relatado lo ocurrido el día anterior. No obstante, cada tanto volvía a ser consciente de que mi castigo estaba por llegar.

Como dije antes, sentía que mi suerte estaba echada.

Almorcé en el salón de clase con mis amigos. Afuera hacía calor y el patio y la terraza debieron estar repletos de alumnos. Dentro del aula, el aire estaba más fresco, y el ambiente, más tranquilo.

—Bueno, es mediodía y el preceptor no te ha dicho nada. Supongo que te has salvado —me dijo Kazu, mientras abría el recipiente que contenía su almuerzo.

—Parece que sí —respondí.

—En cierta forma lo veo como una lástima —dijo Pier—. Si te amonestaban hubiera sido una buena oportunidad para poner en práctica mi idea.

—Ah, ya estás otra vez con… —protestó Emell.

—Por supuesto: la prisión en el sótano de la escuela; un lugar donde los delincuentes juveniles que pueblan esta escuela reciban el tratamiento que se merecen —dijo Pier, con creciente exaltación; luego se volvió hacia mí—. Dime, Sanke, ¿no te gustaría ser castigado por la Presidenta en persona, en el sótano?

Kazu carcajeó; yo no quise responder a una pregunta tan absurda; además, de pronto me avergonzaba compartir la mesa con alguien que hablaba de prisiones y castigos (léase: tortura) tan a la ligera.

—Ya te dije que no hay sótano en esta escuela —le dijo Emell.

En ese preciso momento, la chica alegre y sus amigas regresaron de comer y se quedaron de pie junto a la primera fila, a centímetros del pizarrón, muy cerca una de las otras, conversando animadamente. Después de un minuto, Aira se separó del grupo y avanzó tímidamente hacia el fondo, en dirección a nosotros. Emell aprovechó para preguntarle:

—Oye, Aira, ¿te gustaría darle una patada en la entrepierna a Pier? Él necesita una.

—¡¿Qué?! —exclamó ella, al tiempo que no podía evitar sonrojarse—. No me hagan participar de actividades obscenas —añadió con profundo desprecio hacia nosotros.

Cerró un puño con fuerza y rechinó los dientes.

—Aj, no quiero saber qué cosas pervertidas hay en sus mentes… —masculló.

Dio media vuelta y regresó dando pisotones al suelo donde sus amigas, para continuar con la tertulia. Discutían algo en privado. Quise ignorarlas, pero me di cuenta de que un par de veces ellas miraron en dirección hacia donde estaba yo.

¿Qué podían estar tramando?

Me levanté de mi asiento y me retiré sin mirarlas. Iba al baño a lavarme las manos.

El cotilleo pareció aumentar en intensidad cuando les pasé por un costado.

No llegué muy lejos cuando alguien carraspeó suave e imperfectamente a mis espaldas. Me detuve y volví hacia la fuente del sonido, naturalmente, sintiéndome aludido.

Mis ojos hallaron a Aira de pie frente a mí. Tenía una mueca de disgusto en el rostro.

—El director… —dijo con voz trémula, tanto, que tuvo que hacer una pausa.

Me extendió tímidamente un sobre cerrado que traía en la mano.

—El director dijo… me obligó a escribirte una carta de disculpa por…

Tomé el sobre con celeridad y lo abrí frente a sus ojos.

—¡No tienes que leerlo ahora! —rugió, ya enojada. No hice caso y leí un escueto mensaje escrito en un papel:

«Perdón por haberte golpeado».

No tenía firma ni fecha ni nada más. Se me ocurrió que era un desperdicio ocupar todo un papel para escribir sólo esas cuatro palabras.

Levanté la vista. Aira había cruzado los brazos, fruncido el entrecejo, y sus mejillas se habían sonrojado levemente. Quise reír de mi suerte. No sólo me había salvado de un severo castigo, sino que era Aira quien tenía que pedirme disculpas a mí.

—No sé por qué tengo que disculparme. Realmente te hice un favor. Te mejoré esa cara que tienes —me dijo, mientras apartaba la vista desdeñosamente.

Complacido, se me escapó una broma.

—¿Entonces ahora te gusta?

Aira enfureció, tensando las extremidades como un gato. Alzó un puño frente a mi rostro y masculló:

—¡Te voy a dar una en los ojos…!

—Bueno, ¿y por qué estás tan irritable?

Aira se calmó; sus músculos se relajaron. Pareció entristecer súbitamente, incluso.

—Es que se perdió algo… Algo de valor… —murmuró, con la vista vuelta hacia un costado.

Sin embargo, de inmediato agregó, recordando que estaba enojada:

—¡Bueno, no es asunto tuyo!

Dio media vuelta, pero, antes de regresar con sus amigas, mirándome con un solo ojo, me dijo:

—Y no estés tan contento. El director te perdonó la vida porque la Presidenta le dijo que tú no tuviste la culpa. Yo te hubiera sentenciado a dos años de cárcel, por pervertido.

Se alejó de mí; mientras lo hacía, exhaló aire socarronamente y se dijo a sí misma: «Realmente no lo entiendo…».


Pasados el pasajero sentimiento de alivio y el dulzor de mi triunfo impensado sobre Aira, me puse serio. Sentía culpa por todavía tener el medallón en mi poder. Lo había robado sin razón —no por necesidad, ni siquiera por codicia—, y realmente no me servía de nada. Por otro lado, me seguía inquietando que una de las chicas del curso, una de mis compañeras, con las que había compartido más de dos años de escuela, podía ser nada menos que una asesina fría y despiadada.

¿Podría ser Aira la chica que había visto en la calle sin nombre?

No me parecía así; su aspecto no se ajustaba del todo bien al de la chica del vestido blanco. No obstante, era cierto que no había podido ver claramente a aquélla esa noche, y con el tiempo la imagen que de ella recordaba se iba envolviendo poco a poco en la niebla del olvido.

No podía dejar de admitir que era una posibilidad.

Tal vez Aira era un poco violenta a veces, en ciertos días podía perder los estribos con facilidad, era altanera, elitista y carente de empatía… pero ¿una asesina? Eso era totalmente distinto; eso era demasiado para ella.

Pero también era posible, ¿por qué no?

La misma persona que se avergonzaba de pedirme disculpas podía clavarme un cuchillo en la garganta en un segundo y comer mis entrañas.

Podría matarme si descubría que yo tenía su valioso medallón.

Pudo haberme matado en mi habitación, mientras dormía tranquilamente, de haber encontrado el medallón en mi mesita de noche.

También había otro asunto, el de la intervención de la chica alegre en mi favor. Ahora sabía que ella le había hablado al director y logrado que se levantaran los cargos en mi contra. Supuse que ella de alguna manera había averiguado la verdad, o estaba convencida de que yo no era capaz de entrar corriendo al vestuario de las chicas para causar «un tumulto»… Las palabras que me había dicho antes de entrar en la oficina del director cobraron sentido. «Vas a salir de esta.» No era una expresión para darme ánimos, sino la realidad. Ella me iba a sacar de esa. Siendo esa la situación, era para mí un deber agradecerle.

Todos estos pensamientos y muchos más me abstrajeron de la clase.

Cuando el sonido de la campana de salida recorrió toda la escuela, yo ya sabía qué era lo que debía hacer.

Alcancé a la chica alegre en el corredor principal, a medio camino entre el salón y la puerta de salida. Rodeándola estaban sus amigas, como de costumbre. Los nervios amenazaban con hacerme echarme atrás a último momento; con algo de esfuerzo logré mantener mi determinación. No había espacio para las dudas, y no podía perder la oportunidad de hacer lo correcto.

Supongo que Aira se habrá sentido de esa forma cuando decidió entregarme sus disculpas por escrito.

Además, ya no podía seguir demorando el momento de devolver el medallón (a esta altura de la situación ya quería poco menos que deshacerme de él), porque cada minuto, cada segundo que lo mantenía en mi poder, aumentaba el riesgo de que me sucediera algo. ¿Quién puede decir que no podría haberme ocurrido algo en el apacible y aburrido camino de regreso a mi hogar?

—Presidenta…

Las cuatro chicas se volvieron hacia mí. La chica alegre alzó las vivaces cejas y sonrió.

—¡Sanke!

—¿Podemos hablar un minuto?

La alegría en el semblante de la chica alegre menguó un poco, seguramente por lo inusual de mi pedido. No obstante, accedió a él, mientras sus amigas hacían muecas de suspicacia o de sorpresa.

—Sí, claro —replicó amistosamente, acercándose a mí—. ¿Puedo ayudarte en algo?

Me aparté unos pasos, invitándola a seguirme. Obviamente la conversación debía ser privada. Las otras chicas se quedaron viéndonos. Para que ellas no oyeran lo que decía, tomé la precaución de hablar en voz más bien baja.

—Aira me dijo… que me ayudaste con el tema de… ya sabes, lo que pasó ayer.

—¡Oh, sí! —exclamó ella, tras pensar un poco con los ojos en las alturas—. Bueno, no es nada.

—Sabías que yo no quise entrar ahí, ¿verdad?, y que…

—Uno de los chicos de la 1-A me lo contó todo. Sobre cómo sus compañeros lo llevaron al vestuario por la fuerza, y dijo que quisiste evitarlo. Sí, se lo conté al director, porque él tenía que saberlo.

—Me salvaste.

—Bueno, no es para tanto —dijo con modestia, y sonrió de nuevo, asintiendo enérgicamente con la cabeza y cerrando los ojos.

—Sí lo es. Gracias, Kari.

—No es nada, en serio —insistió, y añadió, ya bromeando de nuevo—: pero no lo vuelvas a hacer.

Ya se daba la vuelta para retirarse cuando la detuve.

—Y…

Ladeó un poco la cabeza y torció las cejas.

—Y Aira también me dijo que se le perdió algo.

La chica alegre pensó un segundo o dos, intentando deducir a qué me refería. Iba a decirme algo al respecto, pero ni bien abrió la boca, saqué el dichoso medallón del bolsillo de una vez y se lo mostré.

De inmediato sus ojos se abrieron de par en par, y su boca se congeló. A la distancia, sus amigas también se sorprendieron al reconocer el objeto en mi mano.

—Es esto, ¿no? —dije—. Yo lo encontré… y me pareció muy valioso como para dejarlo tirado.

Ruri, Aira y Hana acudieron corriendo.

—¡Es tu medallón! —le dijeron a la chica alegre.

Se me heló la sangre.

—Pero ¿cómo? —murmuró Ruri, y me miró, boquiabierta.

—¿Él lo tenía? —preguntó Aira, al borde de la indignación.

—Oh, ¡gracias, Sanke! —exclamó Kari, y no pudo ocultar su súbita agitación, que se reflejaba en el temblor de su voz y en los nerviosos movimientos de sus ojos y extremidades, aparte de habérsele borrado esa sonrisa que normalmente era eterna en ella—. Sí, pensé que se había perdido. ¡Realmente te debo una!

Pude haber dicho que no era nada, o que estaba bien, como normalmente lo hubiera hecho, pero no. En vez de eso, dije:

—Bueno, si es así, podría pedirte algo.

Ruri le dio un suave codazo a Kari y le dijo, en tono discreto, pero aun así audible para mí:

—¿Estás segura, Presidenta? ¿Le concederás cualquier cosa? Mi hermana dice que los hombres piden cosas… ¿cuál era la palabra? Ah, sí, «aborrecibles».

Kari miró a Ruri con extrañeza, no comprendiendo lo que aquella le decía.

—¿A qué te refieres?

—Y qué clase de persona es tu hermana… —dije.

—Como sea, gracias, de verdad —dijo Kari, todavía con una pizca de nerviosismo en la voz, y sin perder tiempo se dio la vuelta para marcharse.

—Sí, vámonos ya —intervino Aira, mirándome fijamente y con honda desconfianza.

Las cuatro chicas se pusieron en marcha. Hana y Ruri llevaban a Kari del brazo, mientras que Aira las seguía de cerca. Las amigas de Kari no dejaron de mirarme, aliviadas, pero sin poder entender cómo era que yo me había hecho con el medallón.


Mi mente estuvo dispersa durante todo el regreso a casa. Me perturbaba el sólo pensar que la chica alegre pudiera en realidad ser la misteriosa joven de la calle sin nombre. Cerrando los ojos procuré en varias ocasiones hacer encajar la figura de Kari en la de la chica del vestido blanco; físicamente había algún parecido, pero, como dije antes, mi memoria ya no era tan clara y, además, una parte de mí tampoco quería recordar lo que había visto aquella noche.

Llegué a mi hogar. Fui derecho a mi habitación y me dejé caer en la cama. Estaba confundido, inquieto. Una marea de sensaciones variadas y algunas incluso contradictorias me inundaba.

Estuve un largo rato con los ojos cerrados, descansando, como durmiendo. Imágenes de la chica alegre y de la criatura de la noche pasaban intercalándose a gran velocidad delante de mí.

Después de eso, me levanté.