La chica alegre
Capítulo 8
Encontré a mis padres conversando en la sala de estar.
—Voy a salir —anuncié, hablando un poco rápido, como quien tiene prisa. Entonces rodeé breve pero afectuosamente con los brazos a mi madre, gesto que ella aceptó con gusto; acto seguido me puse al lado de mi padre y apoyé mi mano en su hombro. Él respondió dándome unas palmadas cariñosas en la espalda.
—¿Vas a cenar acá? —preguntó mi madre.
—Hum… No lo sé.
—¡Que te vaya bien!
Salí con viento fresco. Me alegró ver que mis padres estaban contentos.
Me hizo feliz.
Si esa tenía que ser la última vez que me veían, entonces fue lo mejor mostrarme tan alegre, tan feliz, frente a ellos.
Y si esa tenía que ser la última vez que yo los veía a ellos, entonces fue lo mejor verlos felices.
Felices, mis padres y yo.
Mi buen ánimo se esfumó demasiado rápido, al volver a ser consciente de por qué estaba yo en la calle; pronto un sentimiento de nerviosa incertidumbre nació dentro de mí. Mas yo ya estaba en marcha; no conocía mi destino exacto, pero sabía que reconocería la casa cuando la tuviera frente a mis ojos.
Y así fue: después de un viaje de cinco estaciones de tren, me interné apresuradamente en las estrechas callejuelas de cierto vecindario cuyas aceras hacía mucho no hollaba.
En tantos años no había cambiado ni un poco, y eso me ayudó a encontrar la casa, ubicada en una zona de viviendas pequeñas, apretujadas entre sí, ensombrecidas de día por los enormes edificios de departamentos que se erguían cerca, cual muralla de concreto.
Por alguna razón todo el viaje lo había hecho con los nervios de punta, y con una inexplicable impaciencia por llegar y golpear la puerta como no la golpeé cuando llegué —en vez de eso, logré de alguna manera guardar las apariencias y parecer sereno—.
Pasaron cinco, diez segundos sin que nadie apareciera tras la puerta. Un acceso de intranquilidad brotó dentro de mí, impulsando mi mano para extenderla hacia el picaporte, con unas extrañas ganas de asirlo y sacudirlo. Ya mis dedos lo rodeaban cuando aquél fue girado lentamente, casi con suspenso.
La puerta se abrió igual de lento, y un ojo bien abierto que aparentaba temor asomó en el estrecho espacio abierto. Era Kire, quien, en cuanto me reconoció, se tranquilizó y salió a mi encuentro.
—¡Sanke! ¿Cómo estás?
—Hola, Kii.
A pesar de ser tarde, ella todavía tenía puesto el uniforme escolar, igual que yo.
—¿Qué te trae por aquí? —inquirió alegremente sorprendida.
—¿A mí? Nada… Bueno, sólo estaba de paso y pues…
Kire me miraba con atención mientras yo ofrecía a los titubeos mi estúpido intento de excusa. Su rostro no tardó en tomar una expresión preocupada.
—Sanke, ¿qué te sucede?
Me apoyé en la pared en un intento de disimular o al menos amortiguar el temblor de mis piernas.
—Nada, ¿por qué lo dices?
—Es que tienes una cara… Ah, perdón, no quise ofenderte —se apresuró en aclarar.
Sonreí pobremente y volví el rostro hacia el horizonte, ocultando así mi semblante de la mirada de Kire. No es que me hubiera ofendido su comentario, pues lo había hecho sin malicia, pero sí me había hecho darme cuenta de que la ansiedad que no quería dejar ver era en realidad más que notoria.
Guardamos silencio por un instante.
—¿No quieres pasar y tomar algo?
—No… Ya me voy —dije, mostrándome más tranquilo—. Sólo pasaba a saludar.
—Ya veo —dijo Kire, y pensó algo por unos segundos—. Están mis padres y mi hermano en casa, ¿no quieres saludarlos a ellos también?
—Sí… Bueno… Ya sabes que, si entro un minuto, me harán quedar toda la noche —dije, y solté una risita—. Ya los conozco.
Kire se entusiasmó y rio conmigo.
—Es cierto.
Contemplamos por un instante el paisaje. Luces amarillentas y anaranjadas salían de las diminutas ventanas de las viviendas, menos coloridas y vivas que el cielo teñido por el sol que bajaba hasta hundirse entre las siluetas de casas y edificios de departamentos. La ropa colgaba tranquilamente de las sogas en las terrazas, sin un viento que las meciera. Algunos transeúntes recorrían la calle sin prisa.
—Oye —dije después de un momento—, ¿qué pasó con tu amiga de la escuela? ¿La has vuelto a ver?
—¿Eh? Ah, eso. Sí, estuvo dos días sin ir a clases, pero luego regresó.
—Entonces confío en que ella está bien, después de todo…
—Sí… Bueno, ella sí.
—¿Pero?
—Pero su abuelo jamás apareció.
Una misteriosa sensación negativa me invadió.
—Ya veo —dije en un tono sombrío no intencional pero genuino, bajando la mirada—. Sí, supongo que es algo que podía pasar —agregué.
—Sanke.
No hice caso y permanecí en actitud pensativa.
—Sanke, ¿qué te ocurre? —insistió Kire.
Se había puesto frente a mí y me observaba atentamente con dos ojos aterrorizados, como si algo horripilante estuviera a punto de suceder allí mismo.
—Nada. Ya tengo que irme —sentencié solemnemente.
—Sanke, ¿por qué hablas así? Hablas como ella… —dijo Kire. Su voz amenazaba quebrarse.
—Estoy bien. Tal vez no sea nada —le dije, e intenté sonreír, mientras apoyaba una mano en su hombro, todo para tratar de disipar sus temores.
Ya me marchaba cuando Kire me detuvo pellizcando la manga de mi camisa.
—Al final —dijo—, sí reportaron la desaparición del anciano. Sólo que aún no hay novedades.
Asentí con la cabeza.
—Han hecho bien. Sí, era lo correcto.
La tensión empezaba a ceder.
—Adiós, Kii. Te veo luego.
—De acuerdo, pero tienes que venir mañana.
—Claro que sí.
Kii hizo un puchero, mientras volvía a sujetar la manga de mi camisa.
—Promételo.
—Lo prometo: mañana vendré a pasar el día con ustedes —afirmé, apoyando una mano en su hombro con firmeza.
Además, logré aunar las fuerzas para ofrecerle una sonrisa sincera. Ella se contagió y, recuperando el ánimo, asintió con una ancha sonrisa.
—¡Sí!
Luego de esa pequeña misión, tenía que seguir camino hacia mi verdadero objetivo.
Estaba un poco más sereno; no obstante, algo me molestaba. Me estaba dando cuenta de que no sabía por qué había ido a ver a la prima Kire de manera tan imprevista, además de que le había provocado temor innecesariamente, actuando de una manera extraña y tal vez aterradora —misteriosamente dramática cuando menos—, viéndolo desde la perspectiva que otorga el paso del tiempo. Debí haber propiciado una situación más natural para hablar con ella, pero esa noche no había tiempo para hacer tal cosa.
Y, para colmo de males, en ese entonces se podía considerar que probablemente la había engañado en mi improvisado intento de compensar el error de haber ido a visitarla.
El ocaso estaba en plena marcha: medio sol ya se ocultaba tras los tejados de las casas bajas del barrio, y en un extremo del cielo, la luna ya se hacía presente.
El autobús tardó unos minutos en llegar, como si se hubiera demorado adrede para dejarme reconsiderar mi decisión, como si hubiera querido darme una última oportunidad para echarme atrás.
Pero yo ya estaba decidido. No pensaba en lo que estaba haciendo, ni en nada.
Tan sólo esperé hasta que el autobús apareció.
Me subí, y en todo el viaje no quise pensar en nada. Ya en mi asiento dejé la vista fija en el paisaje. Seguía algo nervioso, y en el fondo de mi mente latían las imágenes de aquella horrible noche de hacía tres meses.
El viaje se me pasó muy rápido. Cuando me di cuenta, ya estaba próximo a mi destino.
Me bajé del autobús y me quedé quieto, sin reacción.
No estaba listo.
Realmente no lo estaba y, aun así, mediante un impulso logré abandonar mi inconsciente quietud.
Recuerdo haber cruzado la calle al trote, como si la más mínima demora me fuera a hacer cambiar de opinión.
No podía reconocer las calles que había caminado la primera vez, pero sabía dónde estaban, y esa era toda la guía que necesitaba.
Sabía también dónde quedaba el callejón.
Al saberme cerca de él, dejé de andar rápido para pasar a caminar. Los nervios se reflejaban principalmente en mi respiración, dejándome sin mucho oxígeno para sostener una marcha ligera.
En alguna esquina hice un alto. El cielo ya estaba teñido de un naranja intenso, surcado por franjas rojizas, y muy por encima de las siluetas de los tejados y de las terrazas llegaba la noche en una marea violácea.
Los postes de luz se encendieron todos al mismo tiempo, aportando, sin embargo, sólo un poco de luz extra al ambiente, casi pasando desapercibidos.
En la calle no había gente. Di un largo vistazo en derredor, pero no hallé a nadie. Me pregunté si eso era habitual a esas horas de la tarde.
Miré desde lejos en dirección al extremo del callejón desde el cual había visto salir a la chica del vestido blanco. Estaba a oscuras; se veía como la boca de un túnel siniestro y estrecho, o como la entrada a un pasadizo medio secreto.
Vagué por las calles cercanas como un perro extraviado, indeciso, sin rumbo fijo, dando vueltas. Por todos lados, a la vuelta de cada esquina y sobre el asfalto de cada calle, sólo hallaba soledad. Me movía como en una ciudad fantasma, como si la población hubiera sido aniquilada, y sus restos, desvanecidos en el aire húmedo de la noche en ciernes.
O como si todo el mundo hubiera corrido a esconderse de un blanco ángel de la muerte antes de que este apareciera.
Sintiéndome tan solo, con todo el barrio para mí, me senté por fin a descansar en el umbral de una vivienda. No podía estimar cuánto tiempo se me había ido haciendo nada. A sólo unos metros de allí había dado de bruces con Hana un tiempo atrás —a pesar de que los rincones del vecindario se parecen mucho uno a los demás, pude reconocerlo fácilmente—. Ese momento había quedado muy lejos en mi memoria.
Apoyé la cabeza en la puerta y cerré los ojos. Mi nerviosismo se descargó a través de mis extremidades —sobre todo las piernas— causándoles un hormigueo molesto.
Respiré hondo una brisa que venía a refrescar el crepúsculo.
El sonido de unos pasos dados rítmicamente me sorprendió. Una figura juvenil pasó delante de mí justo al tiempo que yo abría los ojos. Era una jovencita que caminaba alegremente, dando un saltito cada tres o cuatro pasos. En una mano llevaba una bolsa plástica con un objeto dentro; no era difícil deducir que volvía de hacer una compra.
Era Kari, sin duda alguna.
Me levanté de un salto, inconscientemente.
—¡Eh…! ¡Kari…!
Kari se congeló en el acto y se volvió hacia mí de inmediato.
Los últimos rayos dorados de un sol que se extinguía tras el horizonte de cemento le iluminaban un costado, mientras que la luz artificial fría y blanquecina se desparramaba y se diluía en su otro costado. La misma chica quedaba así partida en dos mitades: la que todo el mundo conocía y amaba —la de la alegre y carismática estudiante modelo y presidenta de curso, la de la joven con corazón de oro—, y una mitad desconocida y de tintes increíbles y siniestros, que al parecer sólo yo le había visto.
Es que no tenía dudas de que Kari tenía que ver con aquel espantoso asunto, fuera lo que fuera y, además, viéndola como la veía, no pude evitar que me atravesara el terrible presentimiento de que era Kari a quien había visto matar al sujeto aquella noche.
—¡Hola! ¿Cómo estás? —me saludó ella, no dejando que su aspecto revelara la sorpresa de haberme hallado, porque ¿cómo era posible que ella supiera que iba a encontrarme?
Devolví el saludo, tratando de disimular la nefasta sensación que se había apoderado de mí.
A diferencia de mí, ella no tenía puesto el uniforme escolar, y sí una blusa de un tono claro; con un rápido vistazo a su cuello intenté distinguir el medallón, sin éxito.
—Acerca del medallón… Lo siento si quedé como un ladrón —me excusé, moviendo la cabeza a los lados mientras hablaba.
—Oh, no te preocupes —dijo Kari—, nadie lo pensó. Gracias de nuevo por devolverlo.
—Sí… Verás, hoy quise preguntarte qué significa el símbolo que tiene.
—Ah, ¿eso? —dijo nerviosamente—. Es un emblema muy viejo, de mis antepasados.
Dejó pasar un segundo; luego, añadió:
—Perdón, tengo algo de prisa, pero otro día podemos hablar.
Era raro que la chica alegre terminara así una conversación. Lo normal era que se pusiera a hablar amigablemente con quien quisiera hablar con ella. Sólo un asunto de urgencia podía obligarla a interrumpir la charla, ¿o yo la estaba incomodando, o quería evitarme?
Sin esperar a que yo dijera algo al respecto, Kari dio media vuelta y siguió su camino.
—¡Adiós, Sanke! —canturreó, apenas se puso en marcha.
Un sabor agridulce me invadió. Por una vez había podido estar a solas con Kari, y ella había tenido que irse. No había podido ser capaz de sostener dos minutos de conversación. De cosas como esa uno después dice «sólo me pasa a mí».
Mientras tanto, todo rastro del sol ya había desaparecido del cielo. En cambio, la redondez de una inmensa aura lunar asomaba por encima y por debajo de una nube alargada y plomiza.
Volví la vista hacia Kari, quien se alejaba con paso apretado, sin disimular su prisa, sin dar saltitos ni hacer bambolear la bolsa.
Llegando a la esquina, su andar se volvió un poco errático y se enlenteció; sus piernas no se veían muy firmes. Al querer cruzar la calle, un auto que pasó a toda velocidad casi la atropelló. Kari, sin dejarse asustar, siguió su apresurada marcha. Pero ya del otro lado de la calle empezó a tambalear.
Yo me inquieté. Por lo visto, algo malo le ocurría. Corrí tras ella y, conforme me le acercaba, más le costaba a ella moverse. Sus piernas temblaban, tenía una mano pegada al pecho, y con la otra se apoyaba en la pared para tratar de llegar a destino.
—¡Kari! ¿Estás bien?
No me hizo caso y siguió arrastrando los pies penosamente por la calle, ahora con la cabeza caída. Pero yo estaba a punto de alcanzarla.
—Kari, ¿qué te ocurre? —insistí, poniéndome frente a ella y sujetándola de los hombros.
Ella levantó la cabeza y, entre los cabellos que le cubrían parte de la cara, iluminada por la luz de la luna, vi una mueca de dolor. Sus ojos entrecerrados ya no brillaban. Su cuerpo cedió y tuve que sostenerlo para que no se desplomara. Descubrí que ella era liviana como una pluma. Me arrodillé con cuidado, acomodando su cuerpo para que su espalda reposara en mi torso, mientras con una mano sostenía su cabeza, para que no cayera hacia atrás, como la de un bebé que no tiene fuerza en el cuello. El gesto de dolor de su rostro, entonces, se disipó; ahora Kari parecía descansar o dormir tranquilamente, pues había cerrado los ojos también.
Pasados unos segundos, los abrió de repente.
—Tienes que irte… —musitó.
Entonces movió su cabeza y con un brusco movimiento de su brazo apartó el mío propio, librándose de mí; acto seguido, comenzó a incorporarse no sin cierta torpeza, haciendo un terco esfuerzo para conseguirlo. En el proceso aprovechó para recoger la bolsa, que se le había caído al suelo.
—¿Qué dices? Apenas puedes caminar. Déjame ayudarte.
Kari meneó la cabeza mientras ensayaba unos torpes pasos, tratando de dejarme atrás.
—No, Sanke —dijo seriamente, con una voz que cerca estuvo de quebrarse.
Menos de diez pasos después, Kari tropezó y estuvo a punto de caer. Me vi obligado a reaccionar. Sin avisarle, la rodeé con un brazo y la ayudé a caminar. Kari en un principio intentó resistirse, pero sus fuerzas eran exiguas.
—Sólo voy a llevarte hasta tu casa.
Las muecas de dolor se sucedían en su cara, pese a sus vanos intentos de disimularlas.
Caminamos unos cincuenta metros, y frente a un portón de madera Kari cesó de moverse.
—Es acá —indicó.
Con una mano temblorosa buscó y halló las llaves, cosa que le llevó un tiempo, en parte debido a la pobre iluminación. Mientras tanto, le eché un vistazo a la casa que se alzaba detrás del portón. Tenía dos plantas, como la mayoría de las viviendas de la zona, pero era notablemente más grande que las otras casas de la cuadra. Las luces de la planta alta estaban apagadas. Por la distancia de la vivienda al portón, deduje que tenía un pequeño jardín delantero.
Kari giró la llave y empujó una puerta lateral débilmente. En efecto, detrás de ésta, vi que un caminito hecho de grandes piedras lisas y bordeado de vegetación la separaba de su hogar.
—Gracias —dijo en voz baja.
Su rostro tenía un aspecto sombrío.
Se apartó de mí y pareció poder andar más o menos erguida. No obstante, antes de marcharse volvió sobre sus pasos y se acercó a mí por un instante, lo que me hizo notar que sus mejillas ardían como cuando se tiene fiebre, y me suplicó, con los labios pegados a mi oreja y una voz muy dulce, pero también infectada de miedo:
—Ahora vete, por favor. Está oscuro.
La puerta se cerró suavemente, apenas haciendo ruido. Me quedé inmóvil hasta reconocer el sonido de la puerta de la casa siendo abierta y luego cerrada. Tras ello, el silencio del barrio volvió a ser absoluto.
Eché a andar, pero no estaba seguro de a dónde ir.
Aquella no era Kari.
Se veía como ella, pero no era ella.
Kari no era así. No la Kari que yo conocía.
Y, aun así, cuando la sostuve para que no cayera, y cuando la ayudé a caminar, preocupado y todo, sólo pensaba en abrazarla y besarla.
Eché a andar. No había nada más que hacer.
Caí en la cuenta de que había tenido a la mismísima Kari entre mis brazos, pero con lo tenso de la situación, no lo había podido disfrutar, ni había sido consciente de lo cerca que me había puesto de ella.
Todo había pasado demasiado rápido, como la escena de un sueño que se interrumpe de repente, con el mero abrir de los ojos.
Di marcha atrás y doblé la esquina.
No puedo fingir inocencia y decir que no me di cuenta o que no sabía. Al dar la vuelta a la esquina y caminar un poco, me hallé frente al callejón. Lo contemplé bajo mi propio riesgo. Una luz amarillenta caía sobre él, sobre un contenedor de residuos y el esqueleto de un viejo electrodoméstico, sobre los parches de maleza y sobre las salientes de las puertas y ventanas que daban al callejón. El pasaje era largo y en él se acumulaban sombras y siluetas de origen indefinido, allá donde la luz del farol no llegaba.
Algo muy difícil de explicar no me dejaba salir de allí corriendo; algo pretendía de hecho atraerme, invitarme a adentrarme en la turbia estrechez del callejón. Y es que, por otra parte, éste resultaba hallarse detrás de la casa de Kari.
De modo que no me decidía a moverme. Todo lo que hacía era examinar el callejón con sus entrañas a medio revelar, sin atreverme a avanzar.
Una parte de mí consideró buscar la puerta o ventana de la casa de Kari y espiar su interior.
Deseché la idea casi de inmediato. Era un despropósito.
Pero entonces… a pesar de la poca luz que había, noté unas manchas en el suelo, junto a mis pies. Un camino de gotas de superficies relucientes llevaba al interior del callejón. Casi de inmediato, antes de que pudiera siquiera dudar entre seguir el rastro o alejarme de allí, un débil quejido a la distancia quebró la quietud de la noche, retumbando en mis tímpanos. Inseguro, me interné en el callejón. No avancé más que unos tímidos y cautos siete u ocho pasos cuando se me aparecieron delante dos piernas a medio flexionar, tiradas juntas en el suelo. Eran de una mujer, cuyo cuerpo estaba mayormente cubierto de sombras. Aun así, aparte de sus piernas, pude ver su rostro. Tenía los ojos perdidos en la nada, sin brillo, como los de un moribundo pronto a expirar, y que no voltearon al hacerme yo presente. La mujer lloraba profusamente y su mandíbula colgaba temblorosa; de su boca entreabierta no salía más que un largo y lánguido pitido lastimero. Una manga de la camisa que llevaba estaba desgarrada, y en el brazo desnudo sobresalían rayas sanguinolentas que se asemejaban a rasguños de una fiera.
«¿Qué es esto?», me dije para mis adentros, al observar la horripilante escena. Entonces, sin perder tiempo, me acerqué a la mujer y me incliné para sacarla de allí. En cuanto apoyé una mano en el brazo que ella tenía oculto en la oscuridad, el cuerpo entero de la mujer se estremeció violentamente, como volviendo de repente a la vida; sus ojos se abrieron como platos y, si bien no giró el cuello, sus pupilas sí se dirigieron hacia mí, y se fijaron seriamente en mi rostro.
—No, no… —murmuró como pudo, dado que el temblor de su mandíbula se intensificó. Supuse que creyó que yo iba a hacerle más daño del que le habían hecho.
—Ven, hay que salir de aquí —dije, mientras con una mano sujetaba más fuertemente el brazo de la mujer, y deslizaba la otra bajo su espalda para levantarla.
Al principio la mujer pareció resistirse, pero logré que al menos se sentara, quedando ella con las piernas flexionadas y los hombros y la cabeza caídos.
Y entonces, al soltarla y enderezarme, una sombra muy cerca de mí se desprendió de la penumbra en la que resultó estar camuflada, tomando forma de una entidad…
No cualquier tipo de entidad, obviamente.
Poseía una figura amenazante, alta y corpulenta, con cabellos largos y una única prenda de vestir, similar a una túnica, un vestido largo o un camisón. Sus enormes ojos emitían un potente centelleo que me advertía de sus intenciones.
La figura empezó por inclinarse y alargar sus gruesos brazos para agarrar a su presa sin quitarme en ningún momento la vista de encima. La mujer, por su parte, y contrario a su reacción cuando yo había tratado de ayudarla, no se resistió, aunque algún espasmo sacudió su cuerpo. Tal vez había perdido toda esperanza de salvación y resignádose a ser arrastrada hacia un destino fatal.
Y yo quise impedirlo. No podía permitir que se llevaran y tal vez mataran a una persona —a un ser humano— justo delante de mis ojos… de nuevo.
No es que lo hubiera decidido conscientemente. No hubo tiempo para ello y, en todo caso, si se me hubiera permitido tomar una decisión acerca de qué hacer, probablemente hubiera huido de allí, por más que no me enorgullezca en decirlo.
La mía fue una reacción inconsciente, algo que uno hace sin pensar, cual marioneta que se mueve por voluntad ajena.
Me lancé hacia adelante, acometiendo contra la figura de cabellos y ropajes largos.
Le di con el hombro y el brazo; me hubiera dolido lo mismo haber chocado con la pared. La figura tambaleó por un segundo; por la sorpresa sus garras se desprendieron de la mujer que ahora volvía a yacer a sus pies. Entonces, y de repente, extendió su brazo hacia mí para darme un zarpazo que pude esquivar en parte por reflejos de gato y en parte por tropezar oportunamente con las piernas de la mujer caída, lo que me hizo trastabillar.
Mas no iba a tener tiempo de recuperarme. Antes de volver a erguirme siquiera, la figura saltó a una velocidad increíble por encima de la mujer y con su otro brazo me capturó… por el cuello. Me sujetó firmemente y al principio sin apretar, dejándome respirar lo menos posible. Sin embargo, cuando empecé a patalear y a tratar de librarme de ella, decidió cerrar lentamente sus dedos alrededor de mi garganta, con una expresión sádica y cruel adivinándose en la parte de su rostro que emergía de la oscuridad.
Si hubiera tenido tiempo de sentir algo, hubiera sentido que aquél era el final, que me había llegado la hora.
Entonces alguien soltó un soplido que atravesó el callejón de punta a punta.
Y luego oí a ese alguien gritar «¡No!».
Y ese mismo alguien salió de alguna parte, y todo lo que mis ojos entrecerrados de dolor pudieron ver fue un brazo agitándose delante de mí, surcando el aire, veloz, brillante y fugaz como un relámpago. Casi de inmediato, la presión en mi cuello desapareció. Tosiendo y jadeando, intentando ganar aire para mis pulmones, distinguí un forcejeo entre la figura aterradora y una joven.
No había duda de quién era ella, ni siquiera en las tenebrosas profundidades del pasaje mal iluminado.
—¡Vete! —exclamó, tomándose un segundo para verme de frente.
Pero yo estaba petrificado, incapaz de reaccionar.
Era tan extraño, tan impactante ver… a Kari… ahí, y de esa manera. La dulce jovencita, la del corazón de oro, la chica alegre, andaba por un siniestro rincón de la ciudad donde se atacaba gente y peleaba con seres más grandes que ella.
La figura le dio un golpe en la cabeza, y Kari salió despedida hacia atrás. Se recostó en la pared con la que había dado su espalda.
La situación era tan increíble y se sentía tan irreal…
Pero ella era Kari, y yo no la podía abandonar.
Y, de nuevo, no lo decidí. Mi cuerpo se movió por sí solo.
Me aferré a Kari y la traje hacia mí antes de que recibiera un nuevo golpe. Las garras de la figura silbaron por encima de su cabeza y se estrellaron en la pared.
Escapé hacia la calle sin nombre con Kari detrás, aún sujeta por mi brazo. Con su mano libre ella me daba empujones. Antes de dejar el callejón, alcancé a dar un último vistazo a la mujer. Estaba inmóvil, acaso ya muerta, o sólo inconsciente. La figura nos siguió por algunos metros, con la furia ardiendo en sus gigantes ojos.
Ni bien perdimos de vista a la figura que, por otra parte, había dado la vuelta de regreso al callejón, Kari dejó de correr. Yo también me detuve, y al hacerlo sentí calambres viniendo a mis piernas, el palpitar de mi corazón y la necesidad de respirar de nuevo.
Exhausto y todo, miré a Kari. Su blusa se había manchado de sangre, de la que no podía decir si era propia o ajena. La sangre también resbalaba por la piel de sus brazos, su cuello y su rostro.
Y ella…
Sollozaba, y sus ojos estaban empapados de lágrimas, que se mezclaban con la sangre de su cara y rodaban por sus palidecidas mejillas.
Kari abrió un poco sus enormes y preciosos ojos para verme y exclamar, mientras me daba suaves golpes en el pecho:
—¡Te dije que te fueras! ¡Yo te lo dije…!
Con el corazón comprimido, tan sólo atiné a ver cómo Kari se llevaba las manos a la cara, lamentándose, me daba la espalda y se marchaba. Todavía entre sollozos, cruzó corriendo la calle y se perdió tras las sombras de la noche.
Las primeras gotas de una lluvia sorpresiva cayeron en ese mismo momento.
Llegué a casa tarde y mojado por la lluvia, después de dar unas vueltas sin rumbo por la calle. Mis padres ya se estaban acostando a dormir. Por ello me resultó fácil evitar que vieran mi rostro, ese que tan sólo unas horas antes estaba radiante de felicidad.
Me desplomé en la cama sin quitarme la ropa y sin cubrirme con la manta. Mi cuerpo no tenía energías para nada ya.
Una multitud de pensamientos se agolpaba en mi mente, lo cual me aturdía. Había salido de casa sin una razón clara, y por poco terminaba muerto en un callejón oscuro. Sí, había escapado de la muerte; me había salvado por unos breves segundos, tal vez no más de cinco o diez. Aunque… en realidad me habían salvado. Y ni más ni menos que Kari, la chica alegre, aquella a la que quería tanto. Aquella que quizás se convertía en una asesina despiadada que se alimentaba de sus víctimas… No, ello no podía ser real. Esa joven no podía ser Kari, la Kari que todos amábamos, admirábamos y respetábamos. Debía ser una alucinación, un mal sueño. Pero, si era un sueño, ¿por qué se sentía tan real, por qué mis sensaciones y mis recuerdos eran tan vívidos? ¿Y por qué era yo incapaz de convencerme de que la chica del vestido blanco y Kari eran dos personas diferentes? ¿Y por qué le habían tenido que quitar la vida a aquel hombre y a aquella mujer? ¿Por qué? ¿Por qué…?
Una especie de fiebre sobrevino; la cabeza me pesaba y sentí que estaba a punto de enfermar, o ya empezando a hacerlo.
Di mil vueltas en la cama. Constantemente y sin descanso imágenes de lo ocurrido esa tarde pasaron delante de mí como flashes. Las calles desiertas al atardecer. La mujer tendida en medio del callejón, junto a un charco de su propia sangre. La figura a punto de atacarme; sus ojos diabólicos e inhumanos. Una chica… Kari, salvándome. Kari… caminando alegremente hacia su hogar. Kari… en mis brazos, liviana como una pluma.
Kari… llorando desconsoladamente.
Llorando por alguna razón que me era imposible comprender.
Mis ojos quedaron abiertos en la oscuridad de la habitación. No tenía el más mínimo rastro de somnolencia, aun con lo cansado y perturbado que estaba. Los ojos inundados de Kari se fijaron en mi mente y desde el techo me atormentaban.
«¡Te dije que te fueras!»
Era la primera vez que la había visto llorar. Que una chica como sólo ella era llorara así… era desgarrador.
Y yo la había hecho llorar. Yo era el culpable, y por eso sus ojos me atormentaban, me prohibían descansar.
Me senté en la cama y me volví a acostar. Cerré los ojos y los volví a abrir. Di vueltas en la cama y alrededor de ella. Mi mente no podía estar quieta, y mi cuerpo tampoco.
Me pregunté… adónde se había ido Kari. No me lo había dicho y yo no la había seguido tampoco.
Miré por la ventana, como si pudiera haber visto algo aparte de la pared de la casa de enfrente, iluminada por un poste de luz, como si allí afuera pudiera haber estado mi respuesta.
Quería ir tras ella, pero ya no me animaba, ya no me sentía tan dispuesto a seguir arriesgándome. Era consciente de que la próxima vez podría perder la vida en serio, sin oportunidad de salvación. Después de lo que había vivido y de las escenas que no podía dejar de repasar en mi cabeza, ya no me sentía tan valiente, y la temeridad de mis acciones se me hacían inexplicables.
Sin embargo, la inquietud, la incertidumbre acerca de lo que había ocurrido con Kari me carcomía por dentro. Deseaba fervientemente que estuviera a salvo, mientras me enloquecía el no sentirme capaz de escapar de casa y salir a buscarla. Golpeaba el colchón y ahorcaba la frazada, y caía de cara al piso, luego me tranquilizaba, tratando de descansar, y después de un rato volvía a insultar entre dientes y a querer romper los objetos de mi cuarto.
Imaginé a Kari, sana y salva, vital, hermosa, radiante y —sobre todo— alegre como siempre, en los pasillos de la escuela, en el salón, en el patio. Como si nada hubiera pasado.
Deseé… despertar a la mañana siguiente y descubrir que todo había sido un largo sueño.