Observador Vorticial No Identificado
Segundo Capítulo (cont.)
Queriendo, por otra parte, distraerse del arrepentimiento y de la culpa que pretendían atormentarlo desde dentro suyo —aunque era consciente de que había dejado ir a Uen sin calzado—, Fumio se dispuso a realizar la muy necesaria limpieza del departamento. Al ritmo que sus energías se lo permitían —por más voluntad que pudo haber tenido—, sin esforzarse demasiado para no cansarse antes de tiempo, recogió toda la basura y la puso en varias bolsas de plástico de las que abundaban innecesariamente, se quitó la ropa del trabajo y se puso ropa vieja que guardaba en uno de los cajones sin hacer caso de su olor y del polvo que traía encima. Luego sacudió las sábanas y volteó el colchón de costado, apoyándolo en la pared para que se aireara, por más que no hubiera corriente de aire alguna dentro de la reducida habitación, y recogió los periódicos y otros papeles ociosos, hizo pilas con ellos y los apartó para, cuando consiguiera un poco de cordel, atarlos y dejarlos afuera del edificio. Mientras realizaba estas labores, una y otra vez volvían a su mente las escenas de lo vivido tanto la noche anterior como la mañana a sus espaldas. Todavía pretendiendo en un principio distraerse y no pensar en Uen, sus neuronas despiertas y activas se empeñaban en intentar responder las preguntas remanentes en el fondo de su mente —o completar las respuestas respondidas a medias por Uen—. Pero definitivamente le fue imposible a Fumio hacer a un lado el enigmático asunto cuando fue hallando, en las esquinas de la habitación, las erguenitas que le había pedido tan desesperadamente a Akane Asano, su vieja amiga. Nunca había visto una, pero al encontrarlas supo que debían ser esas las dichosas piedras que la voz intrusa en su mente le habían persuadido de conseguir. Poseían una forma entre octaédrica y bicónica, con puntas romas; eran lisas como guijarros y de un color que recordaba a la arena del desierto, con vetas rosadas como la sal, y un tanto densas también, como toda buena roca. Ahora que Uen se había marchado, sería responsabilidad de él —así es como él lo entendía— devolver las erguenitas a Akane y pedirle disculpas por haberla molestado a altas horas de la noche. No obstante, al mismo tiempo, un interrogante obvio asomó a su mente: ¿para qué Uen necesitaría las erguenitas? ¿Y por qué las había puesto en los rincones de la habitación si, de haber querido ocultarlas, hubiera podido pensar en sitios mucho mejores para ello? ¿Y por qué no se las había llevado consigo al retirarse, si las necesitaba?
Una vez hubo dejado el dormitorio en condiciones, Fumio pasó a encargarse de la cocina. En el rincón más cercano a la puerta depositó las bolsas con la basura; se propuso desechar todo al contenedor de residuos de la calle al día siguiente. También limpió la encimera y el fregadero, y con el último chorro de líquido limpiador trapeó tanto el piso de la cocina como del dormitorio.
Cuando terminó, el mediodía ya había quedado lejos. Fumio se sentó a la mesa, sobre la cual sólo descansaba su computadora portátil, tomó papel y lápiz y se puso a confeccionar una lista de compras a hacer. Se tomó su tiempo en hacerlo, ya que quería asegurarse de no olvidar nada, y sí comprar todo lo que pudiera hacerle falta. Pero, sobre todo, entre sus meditaciones previsoras y planes no podía evitar que se colasen en su mente más preguntas acerca de las erguenitas, realidades alternas, apariencias «tomadas prestadas», vórtices en el cielo y bolas de luz…
Una vez consideró que había listado todo lo necesario, y que nada se le escapaba, Fumio se levantó y fue a darse una ducha. Estaba tan satisfecho con el resultado de su limpieza, que le daba un poco de lástima hollar el piso reluciente camino del baño. Se duchó sin prisa, aseando bien cada parte de su cuerpo, y salió sintiéndose bien consigo mismo por estar haciendo lo que era debido. Su ánimo, definitivamente mejorado, le ayudaba a sobreponerse al cansancio que se obstinaba en acompañarlo y a las quejas de su estómago vacío. Teniendo que ponerse la misma ropa vieja que antes, pues no estaba dispuesto a salir a la calle con el traje que, por otro lado, estaba demasiado sucio y arrugado como para ser visto por ojos ajenos, Fumio salió a hacer las compras.
«Tendría que tener algo más de ropa… Bueno, son dos cuadras hasta el supermercado, no es como si fuera a verme demasiada gente —iba pensando—. Mañana temprano llevaré el traje a la lavandería…»
Se le fue un buen rato dentro del supermercado, eligiendo cuidadosamente los artículos de la lista, prestando atención a marcas y a precios, y procurando hallar todo cuanto tenía previsto comprar.
Salió del supermercado cargado de bolsas; sintiéndose animado, siendo que la satisfacción por haber hecho de su morada un sitio más amigable con la vida se trasladó al hecho de que, por primera vez en un largo tiempo (varias semanas cuando menos) se estaba ocupando con seriedad de sus necesidades, tuvo ganas de regresar por un camino distinto al de ida. Sus pasos lo llevaron, pues, por una calle paralela a la suya —empero, por el peso de las bolsas no deseó desviarse mucho—, para alcanzar, como lo había previsto desde el preciso momento de tomar su espontánea decisión, la plaza del barrio oeste. En un sitio no lejos de la acera, Fumio reconoció a Uen. Ésta se hallaba sentada sobre el césped con las piernas flexionadas y los pies aún descalzos; serena y sonriente, acariciaba tiernamente el lomo de un gato gris con rayas negras. Ese mismo gato era vecino de Fumio y, cada vez que el animal lo veía acercarse, típicamente cuando el hombre iba a trabajar, corría a esconderse debajo de un auto estacionado o detrás del árbol más próximo, pero ahora frotaba su costado contra uno de los muslos de Uen y ronroneaba dócilmente bajo la mano de aquel ser con apariencia de joven mujer. Acaso por timidez, repentinamente Fumio tuvo miedo de que ella accidentalmente lo viera allí, pero tal cosa no ocurrió; Fumio apretó el paso y se perdió de vista tras la esquina. Aún le era difícil ver el rostro de su ex y no sentir pesar por su propio espíritu.
Cuando estuvo de regreso en el departamento, notó que había perdido por el camino su sensación de satisfacción, y no la recuperó cuando, al empujar la puerta con una pierna, halló la cocina igual de limpia como la había dejado. Fumio cerró con otro empujón de la misma pierna y fue directo a la mesa de la habitación, y sobre ella dejó caer las bolsas con las compras. Le dolían un poco los dedos. Se llevó las manos a la cintura y resopló de cansancio, y luego, sin perder tiempo, tomó su teléfono del aparador y marcó el número de Akane.
—Hola —dijo una dulce voz al otro lado de la línea.
—Hola, Akane —respondió Fumio; la vergüenza de estar llamando, luego de haberla molestado la madrugada anterior amenazaba con abrirse paso hasta su voz—, soy Fumio Darou.
—Oh, Fumio. ¿Cómo estás? ¿Te sientes mejor?
—Sí —repuso él, no sin cierta vacilación.
—¿Pero?
—Nada, es que estoy un poco cansado.
—Oh, ya veo. Bueno, limpiar es agotador, ¿verdad?
Fumio se azoró.
—¿Qué?
—Estabas limpiando tu departamento, o eso dijiste esta mañana.
—¿Esta mañana? —murmuró Fumio, más para que sí que como pregunta a Akane.
—Sí, fui con mi marido a visitarte luego de lo de anoche, ¿no recuerdas?
Akane se preocupó.
—Fumio, ¿te ha dado amnesia?
—No, no —dijo Fumio, aturdido—. Como sea, quería preguntarte si has visto algo en el cielo últimamente.
—¿Algo como qué?
—Algo como… un ovni. Y un vórtice.
—Hum… No, no he visto nada de eso.
—¿Has mirado al cielo últimamente? —inquirió entonces Fumio, recordando que nadie a su alrededor, el mismísimo día anterior por la mañana, nadie en un gentío, levantaba la vista como les enseñaba él.
—Hum… —volvió a vacilar Akane, sin que se extraviara siquiera un poco de su perplejidad—, no, creo que no. ¿Qué es lo que sucede? ¿Has visto un ovni?
—Algo así… Dime, ¿podemos hablar uno de estos días?
—Claro que sí, ya te lo dije. ¿Quieres venir a mi casa?
De fondo se oyó una voz masculina exclamar a la distancia «¡No!». Era el esposo de Akane. Ni ella ni Fumio le hicieron caso, y continuaron con la conversación.
—Sí, y tengo que devolverte las piedras que me dejaste. Lamento haberte causado molestias.
—No te preocupes. Lo importante es que estés bien. ¿Te has recuperado? Confío en que sí.
—Sí, estoy mejor… ¿Para qué sirven esas piedras?
—Las erguenitas pueden captar el erguén, que es una energía sutil que se encuentra en todo el Universo. Mediante ciertos «arreglos» o dispositivos de erguenitas, uno puede captar esa energía y aprovecharla.
—¿Para qué? ¿Qué se puede hacer con esa energía?
—Se puede… sanar a la gente, por ejemplo. ¿No era eso lo que necesitabas?
«Un uso algo más complicado que calentar la comida», pensó Fumio.
—¿Y qué me dices de cambiar de forma?
—¿Cambiar de forma? ¿A qué te refieres?
—Pues… Que un objeto cambie de forma y se convierta en persona.
—Ah, hablas de animar objetos. Bueno, pienso que sería posible, pero no sé si sea deseable.
«¿Por qué alguien habría de querer darle vida a un objeto?», se preguntó Akane para sí.
—No, hablo de… No importa, creo que será mejor que te lo explique en persona.
—Sí, desde luego. Las puertas de mi casa están abiertas, Fumio.
—En ese caso, ¿está bien si voy mañana?
—Por supuesto.
Acto seguido, Akane le dio su dirección a Fumio. Los amigos se saludaron, Fumio se disculpó una vez más, y colgó. Cuando lo hizo, no sintió que su mente estuviera más calmada, dado que los interrogantes seguían abiertos y sin respuesta. Además, todavía tenía hambre y cansancio, así que devoró una fruta de las que había comprado en el supermercado, apenas pensando en todo aquello que no comprendía y acerca de lo cual deseaba saber, y sólo después de hacerlo sí guardó los artículos en sus respectivos lugares. Entonces se permitió descansar un poco, tras un día ajetreado, a la que las circunstancias le habían negado la tranquilidad usual. Fumio, pues, tumbó el colchón y se echó en él, con los brazos cruzados bajo su cabeza. Se preguntó muy seriamente si lo que estaba viviendo no era más que una especie de sueño muy largo y realista, en el que podía percibir y ser consciente del olor y el sabor de la fruta y del té podrido. No hizo falta que la parte racional que cada uno suele tener en su interior le dijera que ese muy probablemente no fuera el caso; Fumio ya lo presentía; estaba convencido de que esa era la realidad, o, creyendo en las palabras de la inconcebiblemente misteriosa Uen, una realidad, una en la que él vivía y que siempre había inconscientemente asumido como la única existente. Relajado por primera vez en todo el día, Fumio trató de ordenar sus ideas, de hacer un intento de conectar los eventos de la víspera con los de la mañana, las explicaciones insatisfactorias de Uen y lo que acababa de conversar con Akane… «Una bola de luz en el cielo —repasaba Fumio, tras ver pasar delante de sus ojos las escenas traídas de vuelta desordenadamente a su memoria—, que baja a la tierra, porque esa es la expresión que usó ella, ¿y que se convierte en una mujer? Sí, ella me dijo que era la bola de luz, y que tomó la forma de Ma… —y se cuidó de no pronunciar mentalmente el nombre de su ex siquiera—. Y Akane… vino a verme hoy, sí, eso me dijo, y me dijo también que me trajo las er… ¿cómo se llaman? ‘Ere…’, ‘Eguer…’ Ahora bien, ¿para qué las trajo? Espera, ¿entonces Akane estuvo aquí? Qué vergüenza, ver el desorden de este lugar… Debe haber pensado mil cosas horribles de mí…»
Estuvo acostado un buen rato, de costado y con los brazos cruzados, como quien tiene frío, acaso demasiado acostumbrado a él. Pensó por un segundo que el departamento se veía vacío sin tanta basura poblando los rincones cual plaga sésil; el lugar hasta parecía más grande. Y que llevaría su traje a la lavandería, y que lo haría planchar, ya que él no tenía plancha, y que no era bueno ir a trabajar con la ropa arrugada. De a poco, su mente se fue sosegando también, domeñada por la necesidad de tranquilizarse y digerir pacientemente lo sucedido; sin que la somnolencia se acercara demasiado a sus fatigados huesos, el descanso le sentó bien. Entonces se levantó con una ligereza rara para aquellos días de tribulación espiritual, pero una decisión firme era lo que lo impulsaba. Fumio hurgó en cierto cajón del aparador, tomó un buen dinero de sus reservas, puso resueltamente la ropa sucia en una bolsa de cáñamo, se calzó los zuecos de entrecasa, y salió del departamento.
La lavandería más cercana, que es la que solía visitar Fumio, estaba vacía cuando él arribó. Sólo la encargada del establecimiento se hallaba allí, en una esquina próxima a la entrada, doblando una manta roja de dos plazas con la habilidad que sólo se adquiere mediante la experiencia. Al pasarle cerca, camino de las grandes y ciclópeas lavadoras, que formaban una imponente, compacta y metálica fila delante y a lo largo de la pared del fondo, respirando hondo la atmósfera cálida y húmeda, saturada de aroma a suavizante de ropa, Fumio observó fugazmente cómo la mujer sujetaba la manta de dos de sus extremos para sacudirla con un movimiento enérgico y a la vez preciso de sus gruesos brazos, arrancándole así microscópicas partículas de rocío fragante, antes de proceder a plegarla con rapidez sobre el aparador que tenía delante de sí, haciéndola bailar en el aire al darle cada doblez; sus rizos de un dorado opaco y mal peinados subían y bajaban como resortes con cada sacudida. Sin mostrarse impresionado, aunque reconociendo la destreza de la mujer en aquella labor, el hombre se dirigió a la larguísima banca de roble barnizado que se enfrentaba a la hilera de máquinas, y allí desató la bolsa, extrajo su contenido prenda a prenda, y las fue colocando en una de las lavadoras. Tras seleccionar el programa de lavado más rápido, regresó a la banca, y allí reposó con los brazos extendidos apoyados en el respaldo, y las piernas flexionadas. La ropa giraba en un sentido, y luego en el otro, integrándose en el vórtice acuático y espumoso impuesto por la programación del aparato, observado todo a través de la ventanilla redonda por los hipnotizados ojos de Fumio; la encargada ahora leía una revista en su puesto, echando de tanto en tanto una brevísima mirada al único cliente, no tanto por interés en él como por un acto reflejo.
Cuando se cansó de ser entretenido por el constante movimiento de la ropa y de estar prácticamente inmóvil, Fumio se puso de pie y dio unos lentos pasos a lo largo del perfumado corredor formado por la separación de las máquinas de la prolongada banca. A continuación, enfiló a la puerta y salió a la calle, pero se quedó en el umbral por un momento, mirando hacia arriba. Aquel vórtice no había regresado a su lugar en el cielo. Pronto volvió a ingresar con paso lerdo y semblante meditabundo.
—Muchacho —le dijo la encargada—, ¿quiere un café mientras espera?
Fumio regresó mentalmente a la lavandería.
—Estoy bien —repuso.
Giró sobre sus talones, poniéndose una vez más de cara a la ancha puerta.
—Ahora vuelvo —añadió entonces, mirando de soslayo a la mujer, al tiempo que ésta se ponía de pie para prepararse una taza de café, muy necesaria ya en aquella larga y letárgica tarde.
Y salió.
Un instante más tarde, ya estaba de regreso frente a la plaza del barrio. Había más gente que después de las muy necesarias compras, y la luz del sol empezaba a teñirse de un pálido dorado que ya avisaba la cercanía del ocaso. No le llevó mucho tiempo distinguir a Uen en el mismo sitio que antes. Tenía la cara vuelta al sol, que la bañaba con sus gloriosos rayos, y parecía meditar con los ojos cerrados y lo que desde lejos semejaba una tenue sonrisa, apacible y satisfecha.
Fumio se aproximó en silencio a Uen; ésta lo advirtió cuando la sombra de aquél, proyectada en el suelo, reptó sobre el fragante y fresco césped y subió a sus piernas.
—Oye —le dijo, repentinamente presa de una vergüenza tan inexplicable como incómoda—, creo que hay cosas de las que tenemos que hablar.
—Sí, es cierto —dijo ella.
—Hay unas piedras en el departamento. Dice mi amiga que las llevó esta mañana. ¿Te importaría explicarme qué fue lo que ocurrió?
Deliberadamente Fumio había evitado mencionar que, según su amiga, habían hablado esa misma mañana, dándole así la oportunidad a Uen de explicar aquello también. Si Uen era honesta, pensaba Fumio, entonces le relataría lo sucedido con Akane.
—Sí —dijo Uen—, las erguenitas. Las necesitaba para adquirir una forma física determinada.
Y, antes de que Fumio dijera con una mueca que no sabía a qué se refería con lo de «determinada», Uen prosiguió:
—Me refiero a una forma reconocible, identificable.
Fumio no comprendió entonces que Uen estaba haciendo una distinción entre su forma indeterminada y su apariencia actual, demasiado reconocible, amén de otras consideraciones de índole misteriosa.
—Es decir, una forma humana, ¿verdad?
—Sí.
—Pero, espera, ¿qué tiene que ver la erguenita en todo esto? No lo entiendo.
—Las erguenitas aportan la energía que me permitió adoptar mi forma. Sólo con ese tipo de energía, y en cantidad suficiente, es que pude hacerlo.
Fumio dudó de las palabras que acababa de oír. Uen respondía con una tranquilidad y una convicción que uno suele asociar con la sinceridad, pero, aun así, cabía la posibilidad de que la joven estuviera mintiendo hábil y arteramente. Y, si tal fuera el caso, eso significaba que Uen era un ser del que cuidarse, puesto que sería capaz no sólo de embaucar a un pobre incauto como lo podía ser Fumio, sino de cosas harto peores, ¿por qué no? Por lo tanto, Fumio pensó que debía ser precavido y evitar enfrentarse con Uen, al menos hasta que descubriera quién era, con qué propósito se hallaba en Filónica realmente, si su historia era cierta, por más difícil de entender que aparentara y, de manera no menos importante, si relacionarse con ella comportaba algún tipo de peligro o de riesgo para él.
—Pero tú ya te habías convertido en esa bola de luz, y luego en esa cosa extraña que recogí del suelo… Para eso no necesitaste las erguenitas —observó él lúcidamente.
—Lo que llamas «bola de luz» es lo que yo fui al pasar a esta realidad: pura energía, nada de materia. Pero me pareció lo mejor adquirir una forma física, así que tomé una forma básica. Yo la llamo «semilla». Ese es el objeto que recogiste del suelo. Para eso usé mi propia energía, por eso mi tamaño era pequeño. Para tomar una forma más compleja, lo mejor es usar la energía del Universo. Y eso fue lo que hice. La energía necesaria para tomar una apariencia humana la extraje de las erguenitas.
—¿Y cómo es que no sé nada de esa energía? Nunca había oído nada semejante.
—Porque simplemente no se habla de ello. La gente no la percibe y, aunque lo hiciera, no sabría cómo usarla. Al científico que la descubrió le incendiaron el laboratorio y la casa, y todos sus colegas lo repudiaron y lo acusaron de las peores cosas, en una verdadera conjura de los necios…
Uen estaba ahora seria, y entre sus palabras asomaba una amarga queja contra quienes habían cobardemente condenado al ostracismo al descubridor del erguén, fuera por miedo, envidia o por interés personal.
—En fin, voy a devolverle las rocas a mi amiga.
—De acuerdo —dijo tranquilamente Uen, hubiérase dicho que casi con indiferencia.
Fumio le dio una última oportunidad de demostrar que necesitaba las erguenitas.
—Entiendo que ya no te hacen falta.
«Entiendo que no piensas cambiar de aspecto», pudo haber agregado.
Uen vaciló por primera vez en todo el día.
—No lo creo —dijo después de un instante—. Pero me gustaría conocer a tu amiga, esa que te dio las erguenitas.
El hombre se quedó en silencio. Unos cabos sueltos empezaban a aparecer frente a sus ojos mentales y a intentar atarse: él no sabía que Akane tenía erguenitas (y desconocía por completo ese extraño mineral, conocido, por lo visto, por unos pocos), y la razón para de pronto tenerlas en su casa, dispuestas específicamente en las cuatro esquinas de la habitación, como si de un «dispositivo» se tratase, era…
—Debería explicarte… que hoy hablé con ella.
Fumio agrandó un poco más los ojos, exhibiendo supremo interés. Uen se incorporó lentamente.
—Fue a verte esta mañana, a tu departamento —prosiguió ella—. Estaba preocupada por tu estado de salud. Y tú estabas descansando, así que, para que se tranquilizara… le hablé como si fuera tú.
Finalmente Uen empezaba a reconocer su papel en el asunto.
—¿Tomaste mi forma?
—Sí, lo hice —confesó Uen, en tono solemne, sin pretender justificarse, sin pedir compasión ni benevolencia en el juicio al que sus acciones serían sometidas.
Los cabos sueltos se aproximaron un poco más; de pronto, las piezas del rompecabezas que le había traído el misterioso vórtice encajaban en su sitio, empezando por la conversación telefónica que había tenido con Akane momentos antes. Ser consciente de cómo los hechos que había presenciado y estaba viviendo mostraban coherencia, para así comenzar a relacionarse y explicarse unos a otros, le produjo una sensación muy similar al alivio —el alivio de saber que incluso los hechos más enigmáticos e insólitos tienen en el fondo un porqué, una razón de ser, una explicación—. Pero, a la vez, era imposible ignorar que una parte de la realidad era al mismo tiempo indignante. Uen había actuado de manera deshonesta, y su sinceridad al respecto no podía ser suficiente para librarla de culpa.
Fumio quiso lanzarle un comentario malintencionado, pero las palabras a utilizar no cuajaron en su cerebro. Es que, al mismo tiempo, supo en su fuero íntimo que Uen no había hecho nada demasiado grave. No se explicaba por qué, pero ya estaba convencido de que Uen no planeaba hacerle daño. De haberlo querido así, cualquiera hubiera sido su motivo, le hubiera resultado extremadamente fácil haberse aprovechado de su deplorable estado de la víspera.
—Es tan considerada. Obsequiosa, incluso —observó Uen, hablándose a sí misma, y por ello mirando hacia un costado, recorriendo con la mirada los balcones de un edificio al otro lado de la calle sin hacer foco en ellos.
«Me pregunto si me podrá prestar ropa, al menos por el tiempo que haya de…», agregó, esta vez mentalmente.
—Iré a verla mañana para devolverle lo que es suyo —dijo, refiriéndose a Akane y a las misteriosas piedras—, pero podrías ir tú también.
—Me gustaría mucho —afirmó Uen.
—Ahora estoy yendo a la lavandería, a recoger la ropa —añadió él. Dudó entre si preguntarle explícitamente si deseaba acompañarle, o si dejar su invitación como una insinuación, a riesgo de que ella no la supiera captar. Uen no tardó en resolver el interrogante con sus acciones, poniéndosele a la par cuando Fumio tímidamente se puso en marcha.
Cuántas veces Fumio había caminado esa misma calle (y todas las del vecindario) junto a Marisa, y ahora… secretamente veía la similitud con lo que hasta hacía unos pocos meses era lo usual (tan corriente, que su valor había quedado largo tiempo atrás sepultado por las necesidades de la rutina), por más que Uen fuera un ser completamente diferente a Marisa, con los senos ligeramente más grandes y firmes, las caderas más anchas, la voz más femenina por lo dulce —celestial, a su modo, si uno ha de exagerar— y, de modo en absoluto menos importante, con una personalidad distinta, un tanto lejos del carácter típicamente serio de Marisa, que, cuando se sentía contenta, viraba a brioso; enérgico y decidido cuando las circunstancias lo requerían, hábil para inferir perversas intenciones en las acciones de la gente, y presto a la hora de trazar líneas rojas…
—¿No te duelen los pies andando descalza?
—No mucho. Todavía no puedo sentir mucho las cosas —repuso Uen; nuevamente se abstuvo de explicar que, en su realidad, ponía a los sentidos en un segundo plano, conservando esta costumbre en Filónica; ni mucho menos mencionó que hay quienes juzgan a los sentidos «una trampa».
Una parte de Fumio deseó allí mismo que fuera Marisa la que iba a su lado.
—De todas formas, deberías revisarte las plantas de los pies; ver que no te estés haciendo daño —dijo, más como un médico amigo que como un hombre preocupado por el bienestar de su novia.
Uen no mostró reacción al respecto. Sólo continuó con una marcha normal, sin hacer caso de la rigidez y aspereza de las baldosas de granito y del asfalto.
—¿Crees que podría ir a la casa de tu amiga hoy? Sólo dime dónde vive —inquirió la muchacha tras un minuto de tranquilo silencio.
Fumio se sorprendió pues, durante la caminata, en su mente ya tomaba forma la idea de pasar al menos el resto de la tarde con la extraña visitante, y ya proyectaba vagamente —se atrevía a saborear el imaginario momento— invitarla de regreso a su departamento, para que ella viera cuánto había mejorado respecto de la mañana, y que supiera así que él no era un ser despreciable e inmundo, que no cuidaba de sí mismo, y que lo que ella había presenciado más temprano no tenía su origen en el dolor insoportable e insuperado de una herida que no lograba cerrarse.
—Sí, por supuesto —respondió, empero.
De inmediato calculó cómo su respuesta alteraba los primeros trazos de su plan.
—Pero antes debería llamarla. Ah, incluso podría devolverle las rocas hoy mismo.
«Y quitarme de encima ese asunto.»
—Tendremos que ir al departamento. Dejaré ahí la ropa y me pondré ropa limpia, si tengo que salir de casa. Tú también deberías ponerte algo limpio.
Ambos entraron en la lavandería bajo la mirada de la solitaria encargada y de su taza de buen café.
—Sí, me cambiaré de ropa, no te preocupes —decía Uen.
A la encargada le resultó familiar el rostro de Uen. Al ver que Fumio la acompañaba, creyó reconocer en ella a Marisa; si tardó en hacerlo fue porque hacía meses que no la veía por allí. «Ya me preguntaba qué había sido de ella», pensó la encargada, observando a Uen y a su improvisado atuendo con gran curiosidad.
Los había visto a uno o a otro numerosas veces, y en otras ocasiones los había visto juntos, particularmente los fines de semana: solían sentarse en la larga banca a conversar apaciblemente —igual que ahora Fumio lo hacía con Uen—, haciendo extensas pausas, propias de quienes no tienen mucho que contarse —sólo episodios de la trivialidad cotidiana—, y, después de un rato, uno de los dos se retiraba, dejándole al otro la tarea de vigilar el proceso hasta su final, y recoger la ropa lavada para llevarla de vuelta al nido…
La mujer se preguntó qué le habría pasado a «Marisa», para aparecer después de un largo tiempo, vestida con poco menos que harapos en lugar de las exquisitas prendas, cómodas y con la dosis justa de elegancia, que acostumbraba lucir.
—Puse a lavar unos zuecos extra que tenía en casa —dijo Fumio—. Puedes usarlos cuando estén secos.
—De acuerdo —se limitó a decir Uen, mientras echaba un largo vistazo a la pared del establecimiento, por encima de las lavadoras.
Se hizo el silencio por un instante; silencio que no tenía forma de ser pleno en aquel sitio, a causa del constante murmullo mecánico de las máquinas, de la agitación del agua jabonosa y del arremolinamiento de las prendas, al que se sumaban el ruido de los automóviles afuera, que iban y venían a través de la gran puerta dejada siempre abierta de par en par, y el cachazudo hojear de la revista dedicada a personajes de la farándula local en el aparador del rincón junto a aquella.
—¿Y qué harás? ¿Tienes dinero, un lugar donde quedarte…?
—No, pero puedo conseguir aquello que necesite. Tal vez tu amiga pueda hacerme un lugar para dormir, al menos esta noche.
Se produjo un nuevo intervalo en la conversación.
—Pero, si no puede, no importa —añadió Uen.
—¿Piensas quedarte mucho tiempo?
—No sé por cuánto he de quedarme.
«Quizás mañana ya no esté», pensó ella inmediatamente después.
—No será mucho tiempo hasta que regrese —continuó—. Depende…
Quiso decir «hasta que regrese a mi realidad», y «depende de cuánto tiempo de aquí quepa en el tiempo de allá», pero no le podía decir esto a Fumio, no hasta que él supiera o comprendiera ciertas cosas antes.
La encargada los veía quedarse callados y distraerse con el revolverse del tambor de la lavadora. Fumio no se decidía a mencionar el hecho de que había aseado el departamento —por más vergüenza que le diese referirse al asunto, pues deseaba hacer de cuenta que no había existido signo alguno de abandono allí jamás— y sugerir a Uen que, si Akane tenía dificultad en brindarle asilo, él había hecho de su hogar un sitio habitable, donde ella pudiera quedarse si lo necesitaba. Después de todo, si bien él no consideraba a Uen un ser maligno, tampoco era lo más prudente confiarse. Lo mejor, como se le ocurrió entonces, era observar la conducta de Uen en la casa de Akane, y esperar que su amiga opinara igual que él. Mas era imposible ignorar por completo lo que una parte de él sentía: que no era desagradable estar junto a Uen.
—Hay algo que no entiendo.
Uen enarcó las cejas ligeramente y se volvió hacia Fumio. El tono de sus palabras anunciaba una pregunta seria o no trivial, por decir lo menos.
—Estoy tratando de recordar… ¿Cómo fue que mi amiga Akane llevó las piedras al departamento?
El ciclo de lavado finalizó en ese momento.
—Creo que… no, estoy seguro de que la llamé por teléfono. Pero, ¿por qué?
—Será que bebiste mucho anoche.
—Sí, pero… Sentí como si una voz me ordenara llamarla.
—«Una voz», dices. Sí, le llaman «conciencia».
La empleada pensó en ofrecerle café a la joven, ya que había tenido esa cortesía con Fumio, pero supuso que ella le diría que no.
—Sé lo que es la conciencia —dijo Fumio—, y esa voz no era mi conciencia. Era una voz ajena.
—¿Una voz ajena en tu cabeza? Suena a esquizofrenia, más bien.
Fumio se vio a punto de enfadarse; fácil era tomar una respuesta de ese tipo como una ofensa.
—No soy esquizofrénico —dijo en voz baja, para no ser escuchado por la encargada.
Se puso de pie y abrió la puerta de la lavadora con cierta vehemencia.
—Si realmente quieres saberlo…
—¿Sí?
Uen se tomó su tiempo.
—Yo se las pedí.
Fumio enmudeció. La ropa esperaba salir del aparato.
—Y puedo explicarlo; puedo intentar explicarlo.
—Adelante —dijo Fumio. Estaba extremadamente serio; su mente se estaba preparando para oír de Uen que ella lo había manipulado de alguna manera.
Uen se puso de pie.
—Yo te di la información de que necesitaba las erguenitas para adquirir una forma humana. Recuerda que me llevaste a tu hogar como una «semilla».
—¿Y cómo se supone que hiciste eso?
—Todo posee información y es capaz de transmitirla. Como si tuviéramos antenas dentro de nosotros. Pues bien, yo te pedí ayuda y tú llamaste a tu amiga. Por eso te di las gracias esta mañana.
Fumio la miraba, incrédulo. Creía y no creía a la vez que Uen trataba de engañarlo más que de explicarle otra de sus extrañas propiedades o habilidades. Tras un instante, se volvió hacia la lavadora y terminó de sacar de su interior la ropa.
—Tu amiga debe saber de estas cosas. ¿Por qué no le preguntas?
El hombre fingió no haber oído.
—Quiero decir, pienso que ella sabe cómo funciona la realidad. No cualquiera tiene erguenitas en su casa…
La empleada entendía menos que el propio Fumio. Éste volvió a sentir que no había nada verdaderamente maligno en las acciones de Uen, y que la razón de su inquietud era su desconocimiento de ciertas teorías que al parecer Akane y Uen comprendían, y que, sin embargo, no tenían por qué ser ciertas. Tal vez aquellas ideas no eran más que patrañas, pero esas patrañas sabían encajar con los eventos transcurridos desde la víspera. No obstante, la cuestión seguía dividiéndolo internamente: una parte de sí mismo le reprochaba el no estar siendo lo suficientemente suspicaz, dado que estaba tratando con un ser de características probablemente (si es que había algo de verdad en las afirmaciones que hacía) increíbles, cuyos propósitos e intenciones aún no habían sido revelados. Expuesto en tales términos, ¿no sería lo esperable que uno trate de tomar distancia de seguridad de un ser de esa clase?
—Están apenas húmedos. ¿Quieres usarlos?
Fumio le tendió los zuecos. Uen los aceptó con un suave asentimiento y se los calzó parándose en una pierna cada vez, esto es, sin sentarse ni apoyarse en la banca, manteniendo el equilibrio sin dificultad visible alguna.
Una cliente del vecindario entraba a la lavandería en el preciso instante en que Fumio y Uen se marchaban.
—Perdón si no fui un buen anfitrión —dijo Fumio; su mejorado estado de ánimo y la sensata lectura de que era deseable evitar toda confrontación con Uen le había dado ganas de hacer las paces con ella.
—No te disculpes. Comprendo que no llegué en un buen momento.
Muy rápidamente ambos se hallaron subiendo por el ascensor, y luego recorriendo unos metros de galería hasta la puerta de Fumio.
Fumio extrajo con dificultad la llave del bolsillo agujereado del viejo pantalón, algo ajado en las botamangas, y abrió la puerta. El cambio respecto de horas antes era tan profundo como positivo. Salvo por la basura, que había sido compactada y reunida en unas pocas bolsas plásticas, todo el lugar estaba ordenado, desde la encimera hasta el aparador del dormitorio, y los pisos, limpios y hasta un tanto fragantes también, por más que Uen no pudiera percibirlo por completo.
Uen fue lentamente a la habitación. Allí, encima de la mesa, halló las erguenitas. No pudo contener el deseo de alargar las manos hacia ellas y sentir su energía latente en sus palmas. Fumio la observó en silencio.
—¿Sabes? —dijo la chica, de espaldas al dueño de casa—. Te devolveré la ropa ahora.
Acto seguido, se quitó los zuecos de cada pie con la punta del otro, y procedió a desvestirse. Fumio dio media vuelta de inmediato, para no ver la desnudez de su huésped. Luego oyó a las prendas hacer un ruido sordo y breve y casi imperceptible al caer; Uen tomó las erguenitas y las ubicó en el piso, disponiéndolas en un cuadrilátero cuyo centro ocupó ella. Y entonces, Fumio notó un intenso resplandor rosado envolverlo, iluminando las paredes; sobrecogido, miró de soslayo a Uen, y lo que vio fue una silueta luminosa, que emitía destellos cegadores al tiempo que cambiaba de forma…